9

Cuando Jeff terminó de desayunar, a la mañana siguiente, un sábado con cielo nublado, no esperaba tener dificultades en la hora siguiente.

Había decidido, o casi decidido, que el incidente de la maceta de El zapatito de Cenicienta debió ser accidental, tal como todos pensaban. Inmediatamente después de caer, había atacado el timbre de la puerta en forma tal que Marcel acudió apresurado. Pero Marcel, aunque condolido, parecía tener pesares más profundos. Alguien, dijo el maître d’hôtel, dejaba siempre macetas en equilibrio muy precario sobre el borde que rodeaba el pequeño techo bajo. Y habían notado el fuerte viento, ¿verdad?

Un mozo, al que enviaron arriba a investigar, sin decirle qué clase de elemento hortícola estuvo a punto de causar un accidente, informó de la ausencia de una maceta de narcisos y añadió que él se había ocupado de retirar las otras macetas hasta un lugar más seguro.

Con incierta indirecta sobre que era mejor que no volviera a ocurrir, ya que un solo cliente descerebrado no sería una propaganda, Jeff se llevó a Penny.

La tranquilizó, según él creía. Pero ella condujo lentamente y en forma algo irregular durante el viaje de vuelta; no se dejaba alejar de sus preocupaciones. Pasada la medianoche, cuando le dejó a la entrada de la Mansión Delys, toda la casa parecía estar a oscuras, excepto un resplandor detrás de los ventanales con vitrales situados sobre la puerta de la entrada.

Jeff esperó hasta que Penny hubo partido y entonces hizo su camino rodeando el lado este de la casa hasta un moderno garaje de ladrillos que estaba al fondo. Empujó la puerta plegable y encontró la llave de la luz que encendía la lámpara que colgaba en el centro. El garaje, con espacio para cuatro coches, contenía dos en ese momento; la limusina Packard azul oscuro y el Marmon gris de turismo. El Stutz faltaba todavía. Realmente, no sentía curiosidad; sólo por casualidad tocó el capot del Marmon, y notó que estaba ligeramente tibio.

Volvió a la casa, donde le abrió un Cato con cara de dormido.

—¿No es mejor que te acuestes, Cato?

Creo que ahorita voy, señó. Él señó Dave ya lo hizo; la niña Serena tiene llave. Buenas noches, señó Jeff; ¡me alegro que esté de vuelta!

De vuelta de sus aventuras, durmió pesadamente esa noche. Cualesquiera que fuesen las sombras que pudiera haber en la casa, no molestaron su reposo. Se despertó pasadas las diez de la mañana, y eran casi las diez y media cuando terminó de vestirse y bajó, para encontrar a Dave sentado ante los restos de su desayuno en el gran refectorio con techo de vigas negras, con algunos vidrios de las ventanas abiertos al día cálido y húmedo.

—¿Cómo te ha ido, muchacho? Yo no he dormido muy bien —dijo Dave, que parecía no haber dormido nada—. Oí a Cato cuando te abrió la puerta alrededor de las doce y media. Serena no volvió hasta la una y media.

—¿Todavía no se ha levantado, supongo?

—Oh, está levantada. ¡Levantada y animosa! Estaba terminándose su tostada y su café cuando bajé hace un rato. Está en el jardín ahora, pero ha dicho que vendría a tomar más café conmigo cuando yo terminara. Bueno, muchacho, y tú ¿qué tal? Ella no ha dado explicaciones; yo no le he preguntado nada. ¿La encontrasteis anoche?

—No, ni rastro de ella. Penny pensó que podría estar en un club nocturno llamado El zapatito de Cenicienta. Pero no estaba allí y parece que tampoco había estado antes.

—Para la clase de reunión a donde yo pienso que fue, no hubiera ido allí… Bueno…

Jeff se sirvió en el aparador, que presentaba una variedad de platos. Mientras Dave seguía mirando hacia las ventanas abiertas hacia el sur, su compañero volvió a la mesa y se dedicó a desayunar. No mencionó el incidente de la maceta, ya que no veía ningún motivo para hacerlo.

—¿Tú también saliste anoche, Dave?

—Sí, un ratito. ¿Recuerdas el establecimiento de la Esquina de Rupert por el camino? Me estaba quedando sin cigarrillos, así que cogí el coche de turismo y fui a buscar más, antes de que cerraran.

—¿Hay algo interesante en el césped de ahí afuera?

—No estoy interesado en el césped, viejo; sólo en el camino de entrada. Ahí viene Malcolm Townsend: esa autoridad en casas antiguas y trampas arquitectónicas, ¿no recuerdas?

—¿Está en Nueva Orleáns?

—Claro que está en Nueva Orleáns. Llegó esta mañana en el primer tren. Está ahora en el Saint Charles, y llamó por teléfono en el momento en que yo bajaba. Por supuesto, le he invitado a quedarse con nosotros. Pero yo creo que prefiere la libertad de un hotel, como en el caso tuyo, hasta que cierta persona te persuadió. Yo debería haber dicho que estaba en el Saint Charles ya cuando llamó. Le ofrecí ir a buscarle con el automóvil y traerlo, pero tenía un taxi esperándole. Llegará aquí de un momento a otro.

Jeff, que había seguido comiendo tranquilamente, apartó su plato, y se dirigía al aparador para servirse el café cuando Serena, vestida de blanco para el tenis —tuviera intención de jugar o no—, entró a grandes pasos desde el living.

Dave había señalado que estaba muy animosa, por lo que presumiblemente quería decir feliz o hasta radiante. Jeff no hubiera hecho esa descripción, sino que parecía decidida, con cierta fijeza en sus ojos azules y quizás una línea más obstinada en la fina mandíbula.

—¿Queda un poco de café, Jeff? ¿Podrías servirme, por favor? Crema, pero sólo un terrón de azúcar… Gracias.

Llevaron juntos sus tazas hasta la mesa, de la que Dave se había levantado con una expresión como de protesta en sus labios.

—Mira, Serena, ¿no…? —Sé frenó.

—¿No qué? Si es que piensas hacer un montón de preguntas sobre anoche, Dave, ¡es mucho mejor que no las hagas!

—Sí, ya sabemos. Y no tengo intenciones de hacer un montón de preguntas, que solamente te darían la oportunidad de preguntarme el doble a mí. Tengo un interrogante, Sin embargo, que debería ser inocente, ¿estuvo muy obsequioso?

—¿Quién estuvo muy obsequioso?

—El hombre al que fuiste a ver.

—¿Cómo sabes que era un hombre con quien me vi?

—¡Porque puedo estar bastante bien seguro de que no era otra cosa! Cualesquiera que puedan ser tus gustos, hermanita, todos sabemos que no son los de Safo.

—¡Realmente, Dave…!

—Si te haces la ofendida o indignada tampoco té queda bien, Serena. Ya que te molesta aun esa pregunta: utilizaré un eufemismo, como diría Ira Rutledge. ¿Pasaste una velada entretenida?

Serena levantó un hombro.

—Fuera o no entretenida —contestó— debo decir que sí fue esclarecedora y provechosa.

—¿Provechosa?

—Esa fue la palabra. ¿Podéis tú y Jeff decir lo mismo?

—Como me quedé en casa y me ocupé de mis cosas, mi velada fue de todo menos provechosa. No puedo hablar en nombre de Jeff; él se marchó a un club nocturno con Penny Lynn.

—¿Jeff se fue de parranda a un club nocturno? ¿Y con Penny? Cuéntame, Jeff…

Serena no concluyó. Por las ventanas abiertas todos pudieron ver un taxi amarillo que se acercaba a la entrada, donde giró y se detuvo ante los escalones de la terraza. Murmurando excusas, Dave salió presuroso. Le oyeron cruzar la sala y el vestíbulo y luego abrir la puerta de la entrada.

Serena y Jeff se dirigieron a la línea de ventanas que daban al sur. Una persona en traje color crema y sombrero panamá había salido del taxi, llevando una cartera. Dave apareció en la terraza, descendió los escalones, y estrechó la mano del recién llegado entre un murmullo de palabras ininteligibles. Serena frunció el ceño.

—Jeff, ¿quién es ése? No creo que…

—Se llama Townsend, Malcolm Townsend. Dave le estaba esperando.

—Ah, ¿el hombre que escribió Pasajes secretos? Sí, Dave lo mencionó más de una vez. Pero nunca pensé que realmente apareciera. ¿Verdad que nunca se espera que ocurra algo cuando se planea de antemano?

Haciendo una seña al taxista para que esperara, el recién llegado subió los escalones de la terraza acompañando a Dave y ambos entraron al refectorio. Visto de cerca, Malcolm Townsend resultó ser un hombre enjuto y de mediana estatura, de edad indefinible, no mal parecido, con una fina línea de bigote castaño. Sus modales combinaban la suavidad y la desenvoltura; no se podía evitar que cayera simpático a primera vista. Una vez que David presentó a los demás, el señor Townsend rehusó desayunar o tomar café, pues había comido hacía dos horas. Luego se volvió hacia Serena.

—Esto es más que agradable, señorita Hobart, pues es mi primera oportunidad de visitar la Mansión Delys. Su difunto padre no creyó conveniente darme permiso para hacerlo cuando se lo pedí. Eso es comprensible; por supuesto; a menudo debo parecer la más imperdonable clase de entremetido.

Serena decidió ser agradable.

—Usted no es entremetido ahora, en todo caso. ¿Es usted arquitecto, señor Townsend?

—No de profesión. Pero tengo mucho interés por las casas antiguas, y andando en eso, he aprendido un poco de arquitectura.

—Es muy interesante, estoy segura —dijo Serena, cuya voz reflejaba mucho interés—. Dave le habrá dicho lo que él quiere encontrar, supongo. ¿En qué forma una persona de su profesión o de su afición se ocupa de buscar esas cosas?

—Antes de tomar cualquier medida práctica, conviene familiarizarse con la historia de la casa, especialmente tratándose de una antigua casa inglesa como esta, y determinar un lugar para escondrijo secreto. Invariablemente era para ocultar a alguna persona, ya sea durante las épocas de persecución religiosa entre protestantes y católicos, o durante las de persecución política entre Cabezas Redondas y Caballeros[13]. No construían esas cosas por diversión, ¿sabe?

—Pero ese es precisamente el problema, ¿verdad? —intervino Jeff—. Si esa antigua familia Delys era de tan absolutos conformistas como parecen haber sido, no habrán tenido motivo para esconder a nadie ni nada.

—¡Exactamente! —convino Malcolm Townsend, como si estuviera complacido, en lugar de lo contrario—. Pero deduzco de lo que dice el joven Hobart que su famoso abuelo puede haber pensado hacerlo como una especie de broma, humorística o no. Entonces, el primer paso práctico es encontrar algún espacio que no tenga justificación. Aquí tengo —mostró la cartera— algunas cintas métricas y otros instrumentos portátiles.

—¡Usted sabe que esto es asunto serio! —exclamó Dave—. ¿Comenzamos a buscar de inmediato?

—Por supuesto, si no les parece demasiado precipitado…

—¡Oh, no, nada de eso! Podríamos comenzar echando una mirada a esa escalera de ahí. ¿Vienes Serena?

—Si me perdonan, señores, creo que es mejor que me ocupe de mis propios asuntos. Simplemente llámenme si encuentran algo; no estaré lejos.

Los tres se dirigieron hacia el vestíbulo principal. Al pasar junto a la ventana para unirse a ellos, Jeff miró hacia afuera. Por el camino de entrada venía rodando un sedán Buick, que se estacionó a un lado, a poca distancia detrás del taxi. Del automóvil surgió la silueta larga y flaca de Gilbert Bethune. El tío Gilbert, bien y sobriamente vestido, dio dos pasos hacia la casa, luego se volvió y quedó de pie, mirando al camino de entrada en dirección opuesta.

Jeff vaciló. Había un detalle que, como simple cortesía no debía descuidar. Se apresuró a entrar en el vestíbulo. Serena había desaparecido; Dave hacía ciertas observaciones acerca de la escalera, a un Malcolm Townsend fascinado. Jeff subió esos escalones corriendo, y llegó a oír la llamada del timbre al llegar al Cuarto de los Gobelinos, donde encontró el libro de cuentos policiacos que había traído consigo.

Cuando volvió a la planta baja, Dave había hecho entrar al segundo visitante de esa mañana; el segundo visitante había sido presentado al primero. Mientras Dave llevaba a Townsend hacia el fondo del vestíbulo, Jeff estrechaba la mano del más recientemente arribado.

—¿Cómo estás, tío Gilbert? ¿Cuándo has regresado de Bâton Rouge?

Con sus rasgos algo endurecidos por casi medio siglo de edad, aunque el gris apenas teñía su cabello oscuro, Gilbert Bethune estuvo como siempre: cordial, sin ser efusivo, todo inteligencia y controlada energía.

—Anoche muy tarde —contestó—, o más bien esta madrugada ya, hablé con Melchior por teléfono para ver si había noticias, y las había. Así que cogí el coche y volví; aquí estoy. La verdad es que no me puedo quejar de la salud, muchacho; según veo, tampoco te puedes quejar de la tuya. ¿Cómo está París?

—Como de costumbre. Se habla mucho de ciertos norteamericanos que tratarán de volar el Atlántico y llegar allí cuando el tiempo mejore. Pero ya han volado sobre el Atlántico, ¿no?

—Sí, por supuesto. Dos ingleses, Alcock y Brown, lo cruzaron en dirigible ya en 1919. Lo que la gente quiere decir es que nunca en un aparato más pesado que el aire. Ahora, con tantos candidatos preparándose para intentar ganar los veinticinco mil dólares del premio, alguien debe salirse con la suya antes de que pase mucho tiempo.

—Eso parece. De todos modos, tío Gilbert, te he traído un pequeño obsequio con lecturas de las que prefieres.

Le mostró el libro, que su interlocutor miró y revisó.

El secreto del padre Brown, por C. K. Chesterton. ¿Cuándo se publicó esto, Jeff?

—No ha sido publicado oficialmente aún. Estas son pruebas de imprenta adelantadas de la edición inglesa. Y los misterios son de primera clase; pensé que te gustarían.

—Gracias; te lo agradezco mucho.

El tío Gilbert introdujo el libro en su bolsillo. Luego, por su rostro cruzó una sombra.

Dave y Malcolm Townsend habían subido por la escalera, el último revisando escalón por escalón. Hacia el frente del vestíbulo de la planta baja, entrando a la izquierda, pero a la derecha en la dirección en que miraba Jeff ahora, otra puerta con arco conducía a la parte correspondiente al salón opuesto, una especie de saloncito más pequeño, menos austero debido a que no estaba tan desesperadamente sujeto al mobiliario de una época determinada. Más allá, en el ángulo sudoeste de la casa, se podían ver los estantes de una gran biblioteca oscura.

Colocando su mano sobre el brazo de Jeff, el tío Gilbert le llevó hasta la entrada de la salita. Pero no se llegó a entrar; se quedó en la puerta, bajando la voz.

—No me sorprende encontrarte aquí —dijo—, pero me hubiera gustado que fueras a mi apartamento. Puede ser que tengamos nuestra propia novela de misterio, y de primera clase, si es que no resulta una trampa para lobos; las cosas van a ser bastantes peliagudas, pase lo que pase.

»Esta mañana me he encontrado en la municipalidad con Harry Minnoch; me ha contado que te conoció en el barco y dijo que había aludido a nuestro problema. Tienes suficiente edad como para oír la verdad; es mejor que la oigas. ¡Así que atento, joven! El amigo de Dave, Townsend, no es exactamente un extraño; dio una conferencia en Richmond el pasado otoño; estarán ocupados largo rato. En cuanto a mí, tengo comprometida esta tarde y la mayor parte de la noche. Pero ¿por qué no vienes a la ciudad y almuerzas conmigo? Te puedo contar lo que pasa mientras tanto.

—¿Almorzar? —exclamó Jeff, mirando su reloj—. ¡Ya son algo más de las once y media, y acabo de terminar de desayunar! Podré tomar un sándwich más tarde, pero no me atrevería a almorzar. Además…

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

—¡Ira Rutledge! Cada uno que habla conmigo me persigue con alusiones o referencias misteriosas que nadie quiere explicar. Y el mismo Ira, desde que me escribió una carta enigmática en marzo, ha sido el más evasivo de todos. Pero ahora puedo tener algún reposo mental. Le he prometido ir a verle a su despacho a las dos en punto, esta tarde. Por lo menos voy a saber en qué forma la muerte de Harald Hobart me puede afectar a mí y a otra persona ajena a la familia Hobart. A veces Ira Rutledge puede resultar exasperante, pero cumple con lo que promete. Ira…

En la parte trasera del vestíbulo, penetrante, sonó el teléfono. Cato, que estaba allí, lo levantó y respondió. Luego, con una sonrisa expresiva, sostuvo el teléfono en dirección a Jeff, quien lo tomó.

—¿Sí? —dijo en el micrófono.

—¿Jeff? —respondió una voz inconfundible—. Habla Ira Rutledge —el teléfono zumbaba—. Muy a mi pesar, se han presentado circunstancias que hacen imposible que nos veamos esta tarde.

Jeff contuvo sus deseos de insultar en voz alta.

—Entonces, ¿no nos vemos, definitivamente?

—Al contrario, muchacho, es imprescindible que nos veamos y lo más pronto posible.

—Bueno, ¿cuándo entonces? Estoy a sus órdenes.

—Veamos, veamos.

El teléfono deliberaba.

—Para una persona de mi edad y mis costumbres sedentarias, sospecho que he caído en tener horarios alarmantemente imprevisibles. No estaré libre hasta esta noche. ¿Sería demasiado tarde para ti a las diez de la noche, y en el mismo lugar?

—¡No, de ningún modo! Pero no me postergue otra vez, ¿quiere?

—Si el presidente de los Estados Unidos requiriera mi presencia a esa misma hora, Jeff, me obligaría a declarar que tenía un compromiso previo. Tienes mi solemne promesa.

—Otra cosa más. Sólo basta que yo diga que algo no puede o no debe ocurrir para que inmediatamente ocurra y quede como un mentiroso. Este asunto que tanto me afecta a mí y a otra persona… ¿Me explicará usted lo que no quiso explicar en su carta ni ayer por la noche? En resumen, ¿me explicará todo?

—Todo lo explicaré. Tienes mi solemne palabra sobre eso también. La puerta de la antesala quedará sin llave; no tienes más que entrar. Hasta las diez de esta noche, entonces. Mis disculpas y ¡adiós!

Jeff colocó el receptor en su sitio. Acto seguido, como diabólicamente inspirado, volvió a sonar el teléfono. Una voz desconocida preguntó si podía hablar con el señor Bethune, que había dicho que estaría allí.

—Para ti, tío Gilbert. Parece que es de tu despacho.

Tomando el receptor a su vez, el tío Gilbert escuchó en él un largo discurso, con el auricular bien pegado a su oreja, al que respondió en monosílabos, hasta que por fin dijo: «Sí, inmediatamente», y colgó el teléfono.

—¡Era mi despacho! —rezongó—. Han capturado a un personaje al que le andábamos detrás hace tiempo, si es que realmente lo hemos capturado. Los muchachos han estado presionándole toda la mañana, pero sin mayor éxito; creen que tendré que probar a interrogarlo yo. Y tengo que probar, con todos los demonios, si queremos enviar a Luigi río arriba por todo el tiempo que se merece. ¿Dónde está mi sombrero, Jeff? Tengo que irme corriendo.

—¿Y la proposición de almuerzo, tío y el misterioso exclusivo de primera clase? No es que me importe el almuerzo; y por supuesto no voy a interferir en tus ocupaciones. Pero ¿no podría ir contigo a la ciudad, y mientras me haces algún esbozo del misterio?

—No, muchacho; temo que eso no puede ser.

—¡Incluso tú tienes que hacerme a un lado, o salirme con evasivas…!

Hasta el mismo Gilbert Bethune podía asumir aires de señor, si quería.

—¡Y dicen que yo soy impaciente! —declaró, como si se preciara de una impaciencia monumental—. ¡No, Jeff, no! Estas cosas hay que tomarlas como vienen, una confusión por vez, de lo contrario el atareado funcionario público nunca llegará a buen fin. Quiero que veas el original de cierta carta: el original, no una copia. Por otra parte… bueno, eso puede esperar. Estate tranquilo; tú sabes dónde encontrarme.

Cato le dio su sombrero y le acompañó hasta la salida. La gran puerta de la entrada se cerraba cuando Dave Hobart y Townsend, absortos en su conversación, bajaron la escalera para reunirse con Jeff. Townsend, menos suave que antes, vaciló antes de dirigirse nuevamente a Dave.

—¿Puedo hacer una pregunta?

—Sí, haga cien preguntas; ¡pregunte lo que quiera!

—En esta ocasión —dijo el arquitecto aficionado, pasando un dedo por su fino bigote—, no será necesaria más que una. Según entiendo, usted busca algo que debe ser una cantidad considerable de oro en lingotes, escondido pero no enterrado. ¡Muy bien!, pero usted acaba de decirme que no hay nada escondido dentro de las paredes o entre ellas. ¿Qué es lo que puede darle esa seguridad?

—El lunes pasado por la noche —interrumpió Jeff—, Dave me dijo lo mismo. Me extrañó, pero no hice más preguntas. ¿Cómo puedes estar tan seguro, Dave?

Dave mantuvo sus manos apartadas unos centímetros.

—Cámaras de aire —dijo—, entre el interior de la pared exterior y la pared de la habitación próxima, ¡eso!

—Ah, las costillas, los listones para revoque… —murmuró Townsend.

—Si ese es el término técnico, sí. En el siglo XVI no construían cámaras de aire, creo. Simplemente echaban revoque sobre la cara interior de la pared exterior y apoyaban el revestimiento sobre eso; es uno de los motivos de que las casas tuvieran tanta humedad. Cuando mi abuelo hizo trasladar esta obra y construir las cámaras de aire en el 82, se necesitaron ciertos reajustes, pero nada que se notara al quedar el trabajo terminado.

En este punto, dirigiéndose a Jeff, Dave apuntó con su índice para dar más énfasis a sus palabras.

—¡Más aún! —agregó—. Creo haberos dicho, que mis padres hicieron instalar la electricidad y el teléfono en 1907 ¿verdad?

Como arquitecto jefe emplearon al viejo Pete Stanley, que no era un joven entonces, pero que todavía está bien vivo y despierto para testificar lo que digo.

—Tú dijiste, creo —recordó Jeff—, que los obreros «abrieron» las paredes.

—Tuvieron que hacerlo. Para pasar los cables debidamente, por supuesto, abrieron las divisiones entre los cuartos individuales por dentro, donde no existen cámaras de aire, así como los que están en las paredes que rodean al edificio. Pete Stanley estaba tan interesado que hacía un examen minucioso de todo. Te puede decir, y te lo dirá si se lo preguntas, que maldita la cosa hay oculta dentro de las paredes o entre ellas.

—Sí, pero…

—Se me olvidaba —interrumpió Dave, casi bailando de excitación—. Tengo la confirmación a mano. No necesitamos adivinar el peso del oro, si es que está. No necesitamos adivinar el tamaño de las cámaras de aire. Está todo en el cuaderno de bitácora del comodoro, el libro que llevó durante años para hacer anotaciones de tanto en tanto. Prácticamente he hablado de ese libro hasta la náusea, ¡y todavía no lo ha visto ninguno de ustedes! ¿Les interesa venir a verlo ahora mismo?

—Con mucho gusto —convino Townsend—, aunque después de tantos años probablemente no…

—Tiene razón; puede que no. Pero quizá pueda que sí. Por aquí; ¡síganme!

—Esa escalera de ahí fuera —dijo Townsend—, es del siglo XVI. Eso es todo, aunque es suficiente estímulo, hasta ahora, por lo menos, no he visto nada que provoque maravilla o sospecha. ¿Adónde vamos?

Caminando a grandes zancadas delante de todos, haciendo observaciones por encima del hombro, Dave les condujo por el salón más pequeño hasta la gran biblioteca, con sus ventanas divididas que miraban al sur y al oeste, y su mausoleo de estantes de roble.

—Esta biblioteca, Jeff, en otro tiempo te interesaba. Podrías ver qué es lo que puedes desenterrar en años más maduros. Ahora a la derecha. Esa puerta de atrás…

La puerta de atrás daba a un importante salón de billar, donde había dos mesas amortajadas por telas engomadas. Había estantes para los tacos y las bolas a cada lado de las ventanas que daban al oeste.

—Una mesa para billar —explicó Dave— y otra para «pool». Ambas proceden de la mansión original. La que está más cerca, en la que jugamos al «pool» —la golpeó al pasar—, estaba destinada a un juego inglés que se llama «snooker». Es más difícil, con más trucos que nuestro «pool», aunque cualquier jugador avezado de «pool» (Billy Vauban es uno, e Ira Rutledge no es tan malo tampoco) puede ser un experto en el «snooker» también.

—Hay dos salones contiguos más allá, ¿verdad? —preguntó Jeff, comenzando a evocar sus recuerdos—. ¿El primero es la sala de armas?

—Se llamaba la sala de armas a este cuarto —contestó Dave, conduciéndolos a través de él—, en épocas victorianas, cuando todas las casas de campo tenían un pequeño arsenal. El heredero Delys, en 1882, se quedó con su panoplia de armas deportivas cuando vendió la casa. Esos muebles con puertas de cristal contienen ahora una colección reunida, pero casi nunca tocada, por mi abuelo y mi padre. Este salón es más pequeño que la biblioteca o el salón de billar, como ustedes ven, aunque el techo tiene igual altura. El despacho que está atrás es similar. Abro la puerta del despacho… así. Y es un día oscuro; será mejor que encendamos la luz.

Dave tocó la llave pasando la puerta hacia la izquierda. Entonces entró, mientras que los demás miraban desde el umbral.

La suave luz que bañó el despacho no venía de las ventanas, que daban al oeste, ni de la araña central. Sobre una mesa, en el centro, se alzaba una lámpara de estudio con pantalla verde. Grabados deportivos Victorianos adornaban las paredes; había sillones tapizados en cuero negro, agrupados en varios conjuntos, y lo que antiguamente se llamaba una mesa de fumar, con un cenicero encima y cajas de cigarros en una sección de más abajo. Sesgado en el ángulo noroeste, había un escritorio con tapa de persiana, bajo la lámpara colgante. Y en el ángulo noroeste, también diagonalmente, había una caja fuerte más bien pequeña, de modelo muy anticuado, con un enmohecido dial de combinaciones. Sobre la puerta se leía el nombre de Fitzhugh Hobart, así como el número romano V, en un dorado tan deslucido que casi era invisible. El resplandor de una lámpara de pie brillaba sobre la puerta de la caja.

Los dos acompañantes de Dave le siguieron hasta la caja.

—Aquí estamos; ahora verán ustedes —prosiguió vivamente—. Nunca está con llave, como le dije a Jeff; no hay nada de valor dentro. El famoso cuaderno de bitácora, como ustedes ven también, está debajo… debajo…

Tomando la enmohecida manivela, había abierto la puerta para revelar un compartimiento dividido en dos, uno superior y otro inferior, por un estante de metal.

Jeff no vio nada dentro, salvo unos papeles en ambos compartimientos. Pero tuvo algo más que una presunción. Después de echar una mirada al interior, Dave se arrodilló y comenzó a revolver entre los papeles. Luego se incorporó de un salto. Lanzándose hacia el escritorio, levantó la tapa, y no encontró otra cosa que la superficie desnuda del escritorio y los casilleros casi vacíos.

Acto seguido, Dave se dirigió a la mesa central. Levantó y echó a un lado unas revistas que estaban sobre ella. Finalmente, después de inspeccionar el cajón de la mesa, los registró consternado.

—Sin duda, alguien —declaró Dave— podría pensar que esta es una buena broma. Pero yo no considero que sea una broma, ¡qué me aspen si lo pienso! No está, ¿se dan cuenta? ¡El libro ha desaparecido! Estaba aquí anoche, porque casi me quemé la vista mirándolo. Pero ahora no está. Quien lo haya cogido…

Malcolm Townsend había retrocedido. Sus facciones abiertas, que podrían hasta haber sido consideradas agradables —aunque no en un sentido regular, clásico—, mostraban un aspecto casi cómico de naciente alarma.

—¡Yo no lo he cogido! —dijo—. Se lo aseguro a ustedes, créanme: ¡Yo no lo he cogido! ¿Por qué no miran en mi cartera?

Desprendiendo el cierre de la cartera, lo mantuvo abierto para que vieran que solamente contenía unas cintas métricas, dos martillos muy pequeños y ligeros y un destornillador.

—Las novelas sensacionalistas, señor Hobart…

—Mire, ¿por qué no me tutea? Yo no le llamaré Malcolm; el usted es propio de personas como para ser mi padre, pero ¿por qué no me llama Dave?

—Las novelas de intriga, Dave, sugieren que todo hombre que lleva una cartera la utiliza probablemente con algún propósito nefasto. Y yo soy un extraño, el único extraño. Todo lo que les puedo decir es que no soy culpable. ¡Yo no lo he cogido!

—Oh, ya sé que no ha sido usted. Yo no pienso en usted. De hecho, señor, usted ha estado conmigo cada segundo de todo el tiempo que hace que está aquí. Si usted no lo ha cogido, entonces, ¿quién otro lo hizo? Yo no he sido; Jeff no ha sido; Serena tampoco. Nadie más estuvo aquí excepto…

—Si quieres que yo pruebe mi coartada para el Fiscal de Distrito —contestó Jeff, al desviarse los ojos de Dave hacia él—, puedo decirte que mi estimado tío estuvo conmigo en todo momento que no estuvo contigo.

—¿Quién lo habrá cogido, entonces? ¿Quién puede haberlo cogido, en nombre de Dios?

En el despacho, las brillantes lámparas parecían acentuar el peso oscuro del cielo, allá afuera.

—Como parece que hemos eliminado a todos —dijo Jeff—, se deduce como proposición lógica, que el libro no puede faltar de ninguna manera.