Poco mas se dijo sobre lo que podría haber o no en los escalones. Serena y Jeff no hicieron preguntas; Dave no ofreció ninguna información ni teoría.
El Cuarto de los Gobelinos, un dormitorio que daba al exterior en el ángulo sudoeste de la Mansión, le hizo recordar a Jeff que lo había visto antes. Parecía razonablemente cómodo si bien igualmente austero, con las tramadas escenas gris-verdosas de caballeros con gorgueras jugando a los bolos o de damas y caballeros, también con gorgueras, sobre fondos ceremoniosos. El baño, en el que Jeff se lavó para la cena, habría sido moderno en los primeros años de este siglo.
Cuando bajó más tarde, Cato le condujo hasta el único teléfono de la casa, al fondo del vestíbulo principal. En la sección de Información le dieron el número de la casa de campo de los Lynn, que no estaba muy lejos de allí. Pero la línea estaba ocupada. De modo que llamó al apartamento de su tío y le informó de su paradero a Melchior, el más eficiente y ansioso de los criados. No hizo más que colgar el receptor cuando Cato anunció la cena.
Durante ella, a la luz de las velas del enorme refectorio de pesadas vigas, Serena estuvo preocupada y silenciosa, mientras que Dave habló hasta por los codos sin decir gran cosa.
—Si estás mirando al aparador, Jeff —observó—, la bandeja y la jarra de plata (esa jarra en particular, al menos) ya no están a la vista. Si estuvieran ahí para examinarlas, tampoco podríamos decir gran cosa ahora.
Los tres compartieron una botella de auténtico Sauternes. Aunque los vinos franceses pocas veces soportan bien los viajes, éste resultó excelente, tan absolutamente bueno como la comida.
—Sí —comentó Dave—, Washington Jones todavía es nuestro cocinero. Su repertorio puede carecer de variedad; pero nunca le ha faltado pericia. El pollo frito al estilo del Sur, como podrás comprobar, no estaría hecho mejor en Antoine’s o en La Louisianne.
Después fumaron un cigarrillo mientras tomaban café y brandy Armagnac, y luego fueron hasta la sala. Allí, indecisos, se dirigían hacia el vestíbulo cuando sonó el teléfono. Antes que pudiera atenderlo algún sirviente u otra persona, Serena corrió a apoderarse de él.
—¡Es para mí! —exclamó, acunando el teléfono contra su pecho. Aunque su voz permaneció evasiva, pareció aumentar su aire preocupado y un leve rubor tiñó sus mejillas.
Para disimular que ambos estaban escuchando, aunque fuera a medias, Dave y Jeff comenzaron a examinar la colección de armas de los siglos XVI y XVII, expuesta sobre las paredes recubiertas de roble. Poco más dijo Serena antes de colgar el teléfono y correr a reunirse con ellos.
—¿Alguno de vosotros va a salir esta noche? —preguntó.
—No, creo que no —respondió Dave—. Al menos, yo no ¿Y tú, Jeff?
—Tampoco. A menos que Penny…
—Lo pregunto —dijo Serena— porque yo voy a salir. ¿No te molesta si me llevo el Stutz, Dave?
—No, claro que no —Dave señaló al teléfono—. ¿Quién era, chiquilla?
—Oh, nadie en particular; no importa. Y tampoco me preguntes a dónde voy; voy al centro, nada más. Pero no te sorprendas si llego un poco tarde.
Deteniéndose sólo lo suficiente a buscar su bolso, Serena salió rápidamente. Pocos minutos después oyeron el zumbido de un coche que rodeaba el lado este de la casa y se perdía por el camino. Dave se volvió hacia su compañero.
—¿Estás pensando lo que yo?
—Yo no sé qué es lo que piensas, Dave.
—Pues deberías saberlo, muchacho. Con toda seguridad que deberías saberlo. ¡Esa chica…!
—Perdóname a mí por un momento.
Entonces fue Jeff el que se dirigió al teléfono, y de nuevo pidió el número de los Lynn. La deferente voz femenina que le habló, evidentemente una sirvienta, informó que la señorita Penny no estaba allí porque había salido. Dave se acercó a la mesita del teléfono.
—Sin suerte, ¿eh? Bueno, no importa. Como sé que no soy la compañía más brillante posible esta noche, Jeff, me pregunto si te gustaría hojear el cuaderno de bitácora del comodoro, el viejo diario del que te hablé por lo menos una vez y probablemente más de una. ¿Te interesa mirarlo?
—Sí que me interesa muchísimo. ¿Dónde se guarda?
—Donde lo guardaba mi abuelo, y mi padre después de él. En la caja fuerte de la habitación que ambos usaban como despacho.
—¿Sabes la combinación de la caja fuerte?
—Naturalmente, aunque nadie ha necesitado saber la combinación durante años. No está nunca cerrada. Si quieres seguirme, Jeff, podemos…
La voz se fue desvaneciendo. El zumbido de un coche, acercándose por el camino a no mucha velocidad, se hizo más fuerte, al acercarse a la casa.
—Bueno ¿qué te parece? —exclamó Dave—. Si mi imprevisible hermanita ha cambiado de idea y vuelve…
Se dirigió a la puerta y la abrió.
—No es Serena —dijo, mirando hacia afuera—, porque el coche no es siquiera un roadster. Es un sedán; parece un Hudson, y eso probablemente quiere decir… Sí, Jeff, será mejor que salgas. ¡Es Penny!
La noche, a pesar de sus promesas de buen tiempo, se había puesto nublada. Una ráfaga de viento barrió el parque mientras el automóvil giraba y se detenía a lo ancho de la terraza. Dejando la puerta de la entrada abierta de par en par, Dave y Jeff cruzaron la terraza y descendieron para salir al encuentro de Penny, que se inclinaba para sacar la cabeza por la ventanilla izquierda con expresión de cierta alarma.
—¿Dónde está Serena, por favor? —comenzó—. ¡Tengo que hablar con ella!
—Lo siento, pero no puedes. Hasta tu llegada, Penny, todos menos Serena hemos echado de menos a los demás.
Dave pareció contagiarse un poco del estado de ánimo de Penny.
—La ha llamado por teléfono alguien que no sabemos y se ha marchado corriendo, no hace diez minutos. ¿Es algo importante?
—No lo sé, pero creo que puede ser muy importante. ¿Ha dicho ella dónde iba?
—Simplemente a algún lugar del centro. Ya conoces a Serena; no es fácil que diga nada. ¿Tienes tú alguna idea de adónde ha ido?
—No lo sé tampoco, pero puede que lo adivine. Nadie utiliza mucho este coche, excepto yo, así que he podido cogerlo. Hasta es posible que logre encontrarla si —y Penny miró suplicante— …si Jeff quiere venir conmigo…
—Estoy a tus órdenes, como siempre —dijo el sujeto en cuestión—. ¿Subo delante?
—No, Dave —sugirió Penny, cuando Jeff daba la vuelta al coche y Dave hacía un gesto como para seguirle—. Es solamente un presentimiento tonto, es probable que esté equivocada. Y, en estas circunstancias, no creo que sea conveniente llevarte con nosotros. Pero, en vista de las circunstancias, también creo que comprenderás.
—¡Oh, ya comprendo! Los asuntos de Serena deben seguir siendo asuntos de ella, al menos para otro miembro de la familia.
—¡No he querido decir…!
—Sé que no lo has querido, Penny. Si algunos de sus amigos están preocupados por lo que ella está haciendo, tienen derecho a preocuparse y yo les aplaudo. Adelante, Jeff. ¿Quieres llevar tu…?, pero, tú no usas sombrero; nadie de nuestra generación ha usado sombrero desde que estuvimos en la facultad. ¡Buena suerte en vuestra pesquisa! Yo me iré a comulgar con el cuaderno de bitácora.
Otra ráfaga de viento hizo un remolino sobre el césped cuando Jeff se acomodó en el asiento delantero y cerró la puerta.
—¿Quieres que conduzca yo, Penny?
—No, gracias; soy más hábil de lo que parezco.
Rodaban suavemente hacia el camino principal cuando Penny se volvió para hablar. Aunque excitada, seguía absorta y algo lejana.
—Mira —dijo—, esta idea mía puede ser aún más ridícula de lo que yo pienso. ¿Puedes soportar que lo único que logremos sea que se rían de nosotros por lo que hacemos?
—Con toda tranquilidad; aunque sería preferible saber qué estamos haciendo. ¿O ahora te toca, a ti ser misteriosa?
—¡No me hago la misteriosa, de veras! Dave cree que hay un hombre en la vida de Serena; yo estoy casi segura de que existe, por ciertas observaciones que ella ha dejado traslucir. A propósito, ¿qué quiso decir él con eso de comulgar con un cuaderno de bitácora? ¿Se refería a comulgar con una rueda de molino o algo así?[11]
—Se refería al libro o cuaderno de bitácora que llevaba el viejo comodoro. Dave dice que contiene algún indicio sobre el tesoro escondido.
—Quisiera saber —comenzó a decir Penny, volviéndose para mirarle y concentrándose luego en el volante— si el pobre Harald Hobart perdió realmente tanto dinero como dice mi padre. Eso no preocuparía a Dave, aunque podría preocupar a Serena. Y no es esa la cuestión de la que yo quiero hablar. Dave teme que Serena, que siempre ha sido tan cuidadosa de tener compañías recomendables, pueda haber encontrado a alguien que es de lo menos recomendable.
—Entonces, vamos a buscar a Serena. Pero ¿en dónde la vamos a buscar?
—En Bourbon Street. Es un bar clandestino.
—¿Tú en un bar clandestino? ¿Serena en un bar clandestino?
—Sí; ¿por qué no? —Penny habló rápidamente—. Tú sabes que entre los clandestinos hay bares y bares. Algunos son terribles, por supuesto. Los mejores, casi todos restaurantes donde sirven tan buenas comidas como bebidas, se han vuelto muy respetables. El lugar al que vamos es una especie de club nocturno, también razonablemente respetable. Se… Se…
—¿Qué?
—Se llama El zapatito de Cenicienta y es conocido como confitería. En cuanto a bebidas, solamente sirven ajenjo en tacitas de café. Si la gerencia no te conoce, lo que te sirven es realmente café, a un precio exorbitante. ¿Es cierto, Jeff, que el ajenjo ha sido prohibido hasta en Francia?
—Técnicamente es ilegal, pero tienen un sustitutivo lícito; cierto mejunje verde de lo más pernicioso llamado Pernod, que da un golpe tan mortal como el ajenjo verdadero. No me interesa mucho.
—A mí tampoco me gusta el ajenjo, aunque puedo tomar un poco y hacer como que me bebo el resto. Pero Marcel me conoce; fueron Serena y Dave los que me llevaron allí, así que mi acompañante no será interrogado. —Penny tiritó—. ¿Te das cuenta? Por más libre de prejuicios que me crea, no habría sido capaz de ir a ese lugar sola.
—La verdadera cuestión, Penny, es qué haremos cuando estemos allí. Supongamos que nos encontramos a Serena, sentada junto a su ajenjo, con su personaje altamente indeseable; alguien de mala catadura o incluso un gánster. ¿Qué hago? ¿Me encaro con él y le digo: «Es usted un personaje indeseable, señor; váyase al infierno»?
—¡No, ni pensarlo! ¡Por el amor de Dios! No hay nada que podamos hacer, aunque quisiéramos. Además, el hombre en cuestión no será nadie de esa clase. Estoy segura, por las alusiones que ha hecho la misma Serena, que se trata de alguien que todos conocemos. Y cuando digo «todos», por supuesto no te incluyo a ti; tú has estado fuera mucho tiempo… ¿Qué pasa, Jeff? ¿Tienes alguna reserva mental?
—Sólo que esto me parece un poco de espionaje. ¿No tiene derecho esa chica a su propia vida amorosa?
—¡Sí, claro! Pero que el hombre sea socialmente presentable, después de todo, no es una garantía de que ella no esté mezclada en una situación que podría ser desagradable y hasta peligrosa. ¡Ay, espero que no exista una situación así; espero que no! Serena es tan… tan reservada, tan terriblemente difícil…
—Mientras que tú —preguntó Jeff con fuerte sarcasmo—, no eres ni reservada ni «difícil», supongo…
—¡Yo no soy nada reservada! Y, aunque es algo terrible de admitir, en mi corazón ni siquiera soy difícil de conformar. Eso es lo que debería haberle dicho a Serena directamente, cuando ella me contó…
—¿Cuando ella te contó qué? Anoche, antes que nos interrumpiera ese policía al que Dave llama el Espíritu de la Justicia…
—Qué mal estuvo, ¿no? —dijo Penny con suave intensidad—. Y yo me porté otra vez como una idiota, según mi costumbre.
Levantó sus ojos brevemente.
—Tenemos que volver a la noche de ayer, Jeff, y empezar las cosas donde las dejamos. Pero no ahora, por favor. ¿No ahora?
—Cuando tú digas, Penny.
—¿Sin más reservas?
—Ninguna. Y si tú lo deseas, mi vida, con gusto me encararé con ese demonio y le tiraré de las patillas.
Quedaron silenciosos, cada uno ocupado con sus pensamientos personales. Después de un recorrido bastante largo, que para Jeff, con Penny al lado, fue demasiado corto, se zambulleron en las luces titilantes. Tomando un camino que dijo iba a ser más corto, Penny entró desde el noroeste. Ya eran más de las diez de la noche, cuando él vio una escena familiar.
Bajo altas y pálidas lámparas y letreros luminosos, Canal Street arrastraba su gran amplitud hacia el sur, en dirección al río, con su tránsito diezmado. No se podía estar cinco minutos en el centro de Nueva Orleáns sin percibir la atmósfera despreocupada ni responder a su espíritu de tolerancia.
Como Penny no quería llevar el coche por las estrechas calles del Vieux Carré, dejó el Hudson en University Place, en la parte que aún llamaban el lado americano. Cruzaron a pie Canal Street hacia el lado francés. Después de pasar Burgundy Street y Dauphine Street, torcieron hacia la izquierda para tomar la gran avenida que buscaban.
Bourbon Street y sus habitantes, por la noche, tenían ese aire levemente esquivo, ligeramente furtivo, que quizá todos habían adoptado desde que la calle existía. En la banquette de la izquierda, con el hombro derecho de Penny tocando su brazo izquierdo, Jeff se sintió inmensamente protector todo el camino.
—¿Qué estás pensando ahora, Jeff?
—Mi pensamiento principal, como me pediste, lo archivaré para una futura consulta. Un pensamiento secundario…
—¿Cuál es ese pensamiento secundario?
—¡La prohibición! —estalló Jeff. Por su mente trazaban una fina escritura las maldiciones que no pronunciaba. Aquí, la prohibición parece tan irreal como antinatural, como lo parecería en París o en Viena.
—No dudo que es antinatural; y ciertamente es irreal. Sigue llegando tanto licor por barco que nunca ha habido realmente escasez. Los que pescan en la desembocadura del río salen al encuentro de los barcos que llegan y tapan grandes cargas de botellas con langostinos u ostras hasta que pueden vender la carga en la ciudad. Eso es lo que me dicen los amigos; yo no estoy au fait de todo. El zapatito de Cenicienta…
—¿Está eso lejos de aquí?
—Está a cierta distancia. Pero no demasiada, en realidad. Entre Dumaine y St. Philip Street, no muy lejos de la Herrería de Laffite. Jeff, ¿por qué imaginarán semejantes cuentos absurdos? Ya sobre la Vieja Casa del Ajenjo que está allí o sobre esa que dicen que era una herrería… Hay suficientes lugares extraños sin necesidad de inventar leyendas sobre ellos.
Jeff no hizo ningún comentario. Un viento travieso silbaba y gemía por encima de los techos. Al cruzar la intersección de St. Peter Street, se le ocurrió que debía estar cerca del número 701b de Royal Street, cuya dirección escrita a máquina dormía escondida en la seguridad del bolsillo interno de su chaqueta, sobre el pecho, y que tenía intenciones de investigar al día siguiente.
En un punto que estaba apenas tres manzanas cortas más adelante, todavía en la misma acera de la calle, Penny le condujo hacia la pared. Entre dos edificios bastantes ruinosos, revocados de gris y amarillo respectivamente, un pasaje abierto con piso de ladrillos conducía a la puerta de una tercera casa, sin luces, que apenas podía distinguirse sumida en una incierta lobreguez.
Mientras andaban a tientas por el pasaje, Jeff creyó oír una débil música. Penny apretó el timbre que había a la derecha de esa puerta. Cuando se abrió, habría parecido que el interior también estaba oscuro de no ser porque se filtraban destellos entre las pesadas cortinas que colgaban, como una barrera, tres pasos más allá de la puerta.
El hombre que les dio entrada primero cerró la puerta de la calle. Después de descorrer una cortina, de rico carmesí, de modo que el resplandor cayera sobre Penny y luego sobre Jeff, les hizo seña de que entraran. Era un hombre joven, de rostro atezado, robusto, vestido de etiqueta, con frac y corbata blanca. Aunque Penny se dirigió a él con el nombre de Marcel, parecía más italiano que créole.
—Buenas noches, Marcel. Este caballero es un amigo mío, el señor Caldwell.
—… noches, señorita Lynn. … noches, señor. ¿Una mesa para dos cerca de la orquesta?
—Si no le importa, Marcel, nos gustaría echar una mirada por los dos salones primero. A propósito, ¿está aquí la señorita Hobart?
—¿La señorita Serena Hobart? No, señorita. No la he visto en ningún momento: al menos esta noche. Usted es cliente, señorita Lynn; todo amigo de usted es bienvenido.
Habían llegado a un vestíbulo o salón de entrada, muy ancho, pero no muy profundo, con gruesas alfombras y decorado con muchos adornos en carmesí, blanco y dorado. En el vestiaire, detrás del mostrador, y a través de un hueco en la pared de la izquierda, presidía una joven que, lejos de lucir la escasa vestimenta tradicional de las chicas que reciben los sombreros en los clubes nocturnos, llevaba un vestido a la moda medieval, de falda larga aunque de bajo escote, representando a una belleza del baile de Cenicienta.
—Aquí contratan a varias orquestas conocidas —observó Penny, señalando.
Un cartel sobre un caballete dorado informaba a Jeff, al cual le tenían absolutamente sin cuidado las orquestas, que El zapatito de Cenicienta ahora presentaba a Tommy Nosequién y sus Muchachos. Esto se hizo evidente de inmediato: desde una arcada abierta al fondo del vestíbulo, surgió el sonido con una especie de furia religiosa, seguido poco después por la voz del tenor de los Muchachos con la exaltación de un mitin de predicadores.
¡Cuando la ansiedad te persiga canta Aleluya
Y eso hará tus penas volar!
¡Cuando la ansiedad te persiga, Aleluya
el peor día hará pasar!
Nuevamente, Penny señaló:
—Ahí detrás —explicó— hay dos salones que se comunican, en línea de derecha a izquierda. La orquesta está en el salón más alejado, al extremo izquierdo; por eso es tan amplia esta entrada. No tienen bar; es decir, no tienen un mostrador para el bar. Hay que sentarse a las mesas para que le sirvan a uno. Por aquí, Jeff; derecho.
Con el solícito Marcel revoloteando, hicieron su inspección.
Los dos salones, que eran poco más que un gran cuarto separado por otro abovedado, estaban oscuros, iluminados tan sólo por un reflector azul que vagaba de aquí para allá, y un poco de resplandor que venía desde el tablado alto que albergaba a la orquesta. Cada salón tenía un pequeño espacio libre para bailar, rodeado de mesas para dos y para cuatro. Sobre el blanco mantel de cada mesa había un sifón de soda, tazas, platillos y cucharas, así como un recipiente plateado para los cubos de hielo. En el aire espeso de humo de tabaco y el húmedo aliento anisado del ajenjo, ambos salones parecían bastante concurridos sin estar atestados, ni siquiera llenos. Nadie vestía de gala excepto los camareros o ayudantes. La mayoría de las parejas bailaban; algunas simplemente estaban sentadas y escuchaban con embeleso.
Después de echar una mirada a las mesas del primer salón, Penny condujo a su compañero al segundo. En una mesa próxima a los que bailaban, Jeff observó a una pareja: la mujer, de cabeza pelirroja bien formada, de espaldas; el hombre, de fuertes hombros y ya calvo a sus apenas pasados cuarenta años. Debería haber mostrado el mejor buen humor, y sin embargo no era así. Pero levantó la mano para saludar a Penny, que le devolvió el saludo con aire ausente.
Todavía nada de Serena. Penny llegó incluso a abrir una lejana puertecita adornada con un dibujo al pastel de la misma Cenicienta, desapareció por unos momentos y volvió meneando la cabeza.
—Et alors, madame, monsieur? —insinuó Marcel.
—Hay bastante ruido —dijo Penny, con lo que Jeff estuvo de acuerdo cordialmente—. Si no le molesta, Marcel, ¿podría darnos una mesa en el primer salón…?
Cuando estuvieron instalados en una mesa junto a la pista, el lugar de Marcel fue ocupado por un camarero. Al preguntarles en francés si madame o monsieur deseaban pedir algo, Penny replicó en el mismo idioma que ambos tomarían la especialidad de la casa. Retirando dos tazas con sus platitos, el mozo volvió en seguida con ambos tazas a medio llenar con el líquido verdoso que Jeff suponía. Acabó de llenar las tazas con soda ya tan fría que no fue necesario poner hielo a la bebida.
—¿No es mejor que hagamos un brindis en honor de la ausente Serena —sugirió Penny—, ya que no podemos beber con ella en persona? No está aquí, Jeff no está en ninguna parte: yo debía haber sabido que no iba a estar.
—¡Por Serena, entonces! Pero después —dijo Jeff cuando ambos hubieron bebido y dejado la taza sin hacer gestos—, ¿por qué no un brindis por nosotros? ¿Ó preferirías bailar?
—No; quedémonos sentados aquí un minuto o dos, por favor. Serena no está aquí y tampoco ha estado; Marcel no mentiría en una cosa así. Además, no se cita una con un amante secreto en un bar clandestino; o, si lo hace, no se queda allí mucho tiempo. ¡Sí, por nosotros! —suspiró Penny, mirándole con cierta intimidad—. Pero podría beber con más entusiasmo si esta bebida estuviera destilada de alcohol más sano en lugar de ajenjo. Y… Y…
—¿Qué es, Penny? ¿Qué te pasa?
—Desde que llegamos aquí, Jeff, ¿no has tenido la sensación de que alguien nos ha estado observando y vigilando?
—Sí, ya sé lo que quieres decir —Jeff había experimentado esa sensación sin poderla definir, aún menos explicarla—. Al principio pensé que era el bueno de Marcel mismo, pero no estoy seguro. ¿Verdad que no tiene ningún motivo especial para observamos a ninguno de los dos? Si no, ¿quién…?
—No me imagino; ¡eso es lo que me pone tan nerviosa!
—Quienquiera que lo haga, Penny, no es ese tipo del otro salón.
—¿Qué tipo del otro salón?
—Ese tipo grande, con cuerpo de jugador de fútbol tirando para gordo. Está con la pelirroja vestida de verde, situada siempre de espaldas como si quisiera concentrarse en él; los puedes ver desde aquí. Te ha saludado con la mano, y tú le has devuelto el saludo.
—Oh… ¿él? —dijo aliviada Penny—. Está bien, Jeff; ése es tan sólo Billy Vauban. Es director gerente de Danforth & Co., una firma industrial. La mujer es Pauline, su esposa.
—¿Danforth & Co., has dicho? He oído ese nombre hace poco, relacionado de algún modo con los Hobart. ¿Cuál es la relación, Penny?
—No sabía que hubiera relación alguna. Billy es muy popular, y merece serlo; todo el mundo le quiere. Normalmente es el hombre de mejor carácter de la tierra, pero… ¿está bebiendo?
—Se ha sorbido lo menos dos desde que estamos aquí. Cuando pasamos, uno de sus ojos se veía vidrioso; parece que no está muy contento por algo. Y no se puede soportar esa pócima verde como si uno bebiera jugo de pomelo o gaseosa.
—Cuando Billy está bebiendo, y esto es más que un rumor, puede volverse inaguantable. Pauline Vauban tampoco es ninguna paciente Griselda[12]. Se mantiene atenta con él para poderlo retar cuando tienen una de sus frecuentes desavenencias. Cuando Pauline se suelta, al parecer, pierde toda inhibición. —Penny tartamudeó—. En privado, por supuesto. Eso queda en casa; los Vauban son una antigua familia créole. Y-yo no creo que vayan a pelearse en público.
Pero iban a pelear.
La orquesta dio fin a un número con una nota elevada, y los músicos se acomodaron hacia atrás con ese aire desinflado que pronosticaba un intervalo. Cuando con aplausos fuertes no consiguieron que hubiera más música, los que bailaban volvieron a sus mesas. Se encendieron luces suaves en ambos salones.
Hasta ese momento, bajo el zumbido de la conversación en esa atmósfera húmeda y nublada, Pauline Vauban y su marido habían hablado en voz tan baja que apenas podían haberlos oído en la mesa vecina.
Ahora la cosa cambió. La señora Vauban se inclinaba intencionadamente hacia adelante. Aunque siguió siendo inaudible, debió de administrar una nueva puñalada o aguijón. Hasta en el lugar donde se encontraba, Jeff podía sentir el golpe al hacerse añicos la compostura del esposo. Se puso bruscamente en pie y se quedó balanceándose, hecho una torre amenazante de cara enrojecida. Su hosca voz se abrió paso entre el humo y los vapores.
—¡Ahora no empieces con los parientes de mi madre, eh! ¡Thad Peters era mi tío, el mejor defensa central que jamás tuvo Tulane!
La mujer, todavía de espaldas, también se irguió como por un resorte.
—¿Ofensivo? —chilló—. ¡Ya lo creo que sois ofensivos, todos vosotros! Empezando por el borracho de tu abuelo y terminando con tu misma borrachera, ¡tú, el peor de todos los ofensivos conservados en alcohol!
Los ocupantes de las mesas cercanas, haciendo un esfuerzo para fingir que no veían ni oían nada, estaban como paralizados en sus asientos. Billy Vauban no prestó atención.
—¡Ya estoy harto de esto! —tronó—. Cierra esa maldita boca, ¿oyes? ¿Te gustaría que te pusiera sobre las rodillas de papá y té diera una paliza como te mereces?
—Eso te gustaría, ¿eh? —gritó la esposa—. Cada vez que pierdes la cabeza empinando el codo, que es prácticamente siempre, te gustaría pegarme o ponerme esas asquerosas patas encima. Pero ¿podrías hacerlo? ¡Oh, no! ¡No con gente delante! ¡No te atreverías, no, o te encerrarían en un manicomio, que es donde tienes que estar!
El marido no contestó; parecía incapaz de responder. Con la mano izquierda algo extendida, y la derecha atrás, comenzó a dar la vuelta a la mesa hacia ella. Varios camareros, con chaqueta negra y pechera blanca, convergían hacia ellos sin apresurarse.
—Yo no lo haría, señor —aconsejó tranquilamente el camarero jefe—. Yo en su lugar, sinceramente, no trataría de tocar a la señora. Porque si lo hiciera, sabe, tendríamos que frenarle.
Borracho o no, excedido en peso o no, Billy Vauban se movió con la rapidez de un leopardo al saltar. Cogiendo la silla que estaba atrás de él, sosteniéndola por el respaldo, la enarboló y la blandió en el aire, desafiando a todos.
Si su arranque fue sorprendente, lo que pasó a continuación no lo fue menos. Porque, en el paroxismo de su furia, otro cambio se produjo. Pareció girar una rueda detrás de sus ojos. La rabia pareció disipársele súbitamente. Bajando la silla, se sentó en ella. Con un camarero a cada lado, los cuales tenían cada uno la mano cerca de su codo, puso ambos codos sobre la mesa y su cabeza en las manos.
Luego, después de una pausa durante la cual se podía haber contado hasta seis, Billy Vauban se sintió como si empezara a salir de su ofuscación.
—Bueno, bueno… —dijo con distinta voz—. Lo he hecho otra vez, ¿eh? Me he portado como un idiota, o casi.
El remordimiento, la contrición le sacudían al ponerse de pie.
—¡Chiguilla guerida, te pi… pido perdón por todo! ¡Pido perdón, también a todos estos chig… a todos estos b-buenos señores y señoras a los que he ofendido con mi salida de pata de banco! Ch-Chiguilla querida, vamos a casa.
La mujer, era evidente, quedó inmediatamente apaciguada. Extrayendo un grueso rollo de dinero, Vauban dejó caer varios billetes sobre la mesa. Tendió el brazo a su mujer, que se cogió de él. Inestable, pero no sin cierta curiosa dignidad, la condujo hacia afuera por el otro salón.
Los camareros, que habían seguido al escandalizador hasta la entrada, pero no habían intentado escoltarle, se dispersaron. Un breve susurro de comentarios se dilató hasta morir.
—Jeff —dijo Penny poco después—, no es tarde; poco más de las once y media. Pero… ¿quieres realmente quedarte aquí con la especialidad de la casa?
—¿Todavía me está prohibido acercarme a lo que quiero acercarme?
—No te está prohibido nada. Y quizá esté yo pensando sobre eso tanto como tú dices que piensas. Pero no es este el momento ni el lugar. ¡Haberte traído aquí para perder el tiempo!
—No hemos averiguado gran cosa sobre el supuesto novio de Serena, es verdad. Si tú quieres irte…
—Por favor.
Jeff pidió la cuenta y le sorprendió encontrarla razonable. La orquesta había comenzado a prepararse para otro número cuando dejaron la mesa. Marcel les guió hasta la puerta lamentando volublemente su temprana partida e insistiendo, según la costumbre del Sur, en que debían volver pronto.
La puerta se cerró, dejándoles en aquel pasaje enladrillado. El viento silbaba todavía por los techos, aunque no penetraba hasta allí abajo. Penny se detuvo ante la puerta. A pesar de la oscuridad casi total, había abierto su bolso para asegurarse de que tenía las llaves del automóvil.
—Jeff, ¿no sigues notando que alguien nos está vigilando?
—No, eso ya pasó.
Al avanzar unos pasos hacia un costado, se sintió inspirado como si fuera un oráculo.
—Te repito, Penny, que no nos hemos portado bien como detectives. Hemos averiguado solamente que cierto William Vauban de Danforth & Co., sobrino del difunto Thad Peters, se puede poner furioso y luego recuperarse antes de causar demasiado escándalo. La esencia de toda la velada es que nada ha ocurrido. Hay paz, al fin; hay una paz tan intensa que…
No terminó su discurso. Un objeto pesado y bastante grande, cayó silbando por el aire entre los dos y aterrizó estrepitosamente sobre el pavimento de ladrillos. Ambos se apartaron instintivamente; él oyó un sonido gutural de Penny.
Buscó una caja de fósforos en su bolsillo, encendió uno y bajó la llama.
La gran maceta de narcisos primaverales, que yacía ahora hecha un desparramado montón de trozos y fragmentos de ajadas flores amarillas, habría aplastado el cráneo de cualquier persona que estuviera abajo. Jeff se irguió. Vio el rostro asustado de Penny un momento antes de apagarse el fósforo.
—¿Iba destinada a ti o a mí? —gritó ella—. ¿Y por qué, oh, por qué tenía que estar destinada a uno de nosotros?