El gran automóvil que se dirigía a la Mansión Delys corría por River Road, en las afueras de Nueva Orleáns, poco después de las seis de la tarde del viernes 22 de abril, con un chófer negro al volante y tres pasajeros atrás.
Sentado entre Serena y Dave, Jeff iba pensando en lo ocurrido mientras hablaba.
—Durante la mayor parte de nuestro viaje —recordaba—, navegamos tanto tiempo pegados a la orilla izquierda, más que a la derecha o por el canal central, que estaba seguro de poder echarle un vistazo a la Mansión al pasar.
—Nadie podría haber visto la Mansión —le explicó Serena—, aunque hubiera querido. ¿Necesito explicártelo? Con esa lluvia…
Sí, la lluvia. Desde la hora del desayuno del viernes había llovido casi ininterrumpidamente, unas veces era una ligera llovizna, otras, una gran turbonada que oscurecía toda visión. Menos de media hora antes de llegar a Nueva Orleáns, según la caprichosa modalidad de ese clima, la lluvia se disipó. Bajo el plácido cielo azul que anunciaba la noche, y con el órgano de vapor que tocó primero Waiting for the Robert E. Lee y luego There’ll Be a Hot Time in the Old Town Tonight, atracaron majestuosamente en el desembarcadero de la línea Gran Bayou, sobre el muelle.
Dave Hobart, sentado a la izquierda de Jeff en la limusina Packard, por el River Road, se refirió a esto, entre otras cosas.
—Verás la Mansión muy pronto —dijo—. Pero me alegra que hayas decidido aceptar nuestra hospitalidad en lugar de ir a otra parte. Hasta esta mañana no he logrado una respuesta franca de tu parte.
—No quisiera molestar demasiado…
—No será ninguna molestia. Jeff, me pregunto si cuando desembarcamos viste también algo que vi yo.
—¿Qué?
—La primera persona que salió del barco, en cuanto arriaron con las cadenas eso que no sé cómo se llama, fue tu pequeña amiga Penny. ¿Te diste cuenta?
—Sí, me di cuenta…
—Estaba el venerable Cadillac que juro lo han tenido por muchos años, casi tanto como el venerable Pierce Arrow de antaño. Estaba el viejo Bertie Lynn —así describía Dave al padre de Penny— esperándola con ansia. Estaba su tío Gordon, huésped en su propia casa. Se llevaron a esa chica como si pensaran que alguien la quería raptar.
—Puede que alguien quisiera hacerlo.
—En el alboroto del desembarcó —Dave apretó sus manos sobre los ojos— todo se volvió confusión y barullo. ¿Dónde estaba Kate? Ni siquiera la vi. ¿Qué pasó con ella?
—Kate —contestó Serena— estaba con Chuck Saylor. Chuck la ha estado cortejando durante varios días. Él la iba a llevar en su taxi, o ella le iba a llevar a él en el suyo: algo así era, en fin.
Señaló al chófer negro a través del panel de cristal:
—Cuando vi a Isaac esperando en el desembarcadero y comprendí que había traído el coche como le telegrafié desde Cincinnati, comprendí que no podía ofrecerme a llevar a todo el mundo. Podríamos habernos apretado para que entrara todo el grupo, pero no podríamos haber acomodado el equipaje; con el nuestro ya hay bastante. En cuanto a Chuck Saylor…
—¡Oh, Saylor! Olvídate de Saylor, ¿quieres? ¿Se ha comprobado si Kate estaba o no haciéndole el amor al capitán Josh Galway?
—No, Dave, seguramente no —le aseguró Serena—. El capitán Josh tenía cierta idea y todavía la tiene, pero eso no tiene nada que ver con Kate.
—¿Cómo lo descubriste?
—No estaba en la cabina del piloto cuando desembarcamos, cosa que todos vimos. No supervisó la entrada a puerto; eso lo atendió uno de los pilotos. No es frecuente ver la cara del capitán Josh sin una sonrisa. Pero esta tarde pasó por mi lado con un paso tan pesado como si llevara todo el mundo sobre sus hombros. Y dijo algo. No a mí; no se lo dijo a nadie; era la expresión de un hombre fuertemente atormentado. Simplemente murmuró: «¿Cuántos hay? Oh, Dios del cielo, ¿cuántos hay?», y pasó de largo. No entiendo qué habrá querido decir.
—Yo te lo puedo decir —se ofreció Jeff—. Anoche hablé con Minnoch.
—¡Ah, Minnoch! —dijo Dave, como en éxtasis—. ¡El buen teniente Minnoch! ¡El viejo Minnoch, espíritu de la justicia, el Gran Hijo de… la fuerza policial! Todos los caminos nos devuelven al círculo de Minnoch. Te suplico, Jeff, que nos repitas cada una de las palabras que te dijo.
Serena se irguió en actitud de protesta.
—¡Realmente, Dave! Desde esta mañana en el desayuno hemos repetido todo eso lo menos veinte veces. Seguramente —y sonrió casi con coquetería— no querrás que Jeff lo repita todo de nuevo.
—Sí, hermanita, eso es exactamente lo que yo quiero; y tengo muy buenas razones para quererlo. Si tú no ves la importancia que eso tiene y la que probablemente tendrá, es que no eres la chica inteligente que yo creía. ¿Y, Jeff?
Jeff miró a Serena.
—La actitud del capitán Josh —dijo— tampoco es muy misteriosa. Recordad lo que ha estado ocurriendo. El lunes por la mañana temprano, mucho antes de que el barco saliera de Cincinnati, Dave se desliza a bordo con la idea de mantener en estricto secreto su presencia, en el camarote 240, durante todo el viaje. Arregla el asunto con el capitán Josh, quien no se queda satisfecho, pero finalmente acepta por ser amigo de la familia.
»Luego el teniente Minnoch y el sargento que le acompaña, un tal Fred Bull, abordan al capitán Josh con una petición de la misma clase. Aunque no quieren mantener en secreto su presencia, se aseguran de que nadie a bordo diga una palabra sobre que son policías. Parece haber empleado alguna clase de amenazas. Dave cambió de idea; pero ellos no. El capitán Josh ha tenido ya bastantes compromisos así, ¿eh? Casi ha tenido tantos como… como…
—¿Casi tantos —interrumpió Dave— como encuentros tú has tenido con Penny, en los que ella ha sido parcial o completamente desvestida? Pero esa no es la cuestión. ¡Escucha, muchacho! Me importan dos pepinos si amenazaron al capitán Josh con las leyes o le sobornaron con dinero de la policía o dijeron que le iban a hundir el barco en mitad del canal si se negaba a acceder. Minnoch no ocultó su presencia; ocultó su trabajo. ¿Por qué?
—Bueno…
—¿Qué fue lo último que te dijo, antes de que os separarais ayer por la noche? ¿Lo último de todo?
—Dijo: «No puedo impedirle que les cuente a sus amigos quién soy yo, o cualquier otra cosa que le he dicho. Pero estamos tan cerca de casa que ya no puede causar un gran perjuicio».
—Ya no puede causar un gran perjuicio. ¿Y antes de eso, Jeff? ¿Qué había estado diciendo ese Viejo Espíritu de la Justicia antes de eso?
Jeff reflexionó.
—Hace unos minutos, Dave, dijiste que no habías podido obtener una respuesta franca de mí hasta esta mañana. Yo no pude conseguir una respuesta más franca de Minnoch que de ti o de Serena. Pero ya os he dicho el quid del asunto. Cierto informador no identificado ha estado acuciando a la policía y a mi tío a propósito de un caso antiguo, de hace años, que el informador pretende que es un asesinato.
—¿Cuál fue este supuesto asesinato, y cuándo ocurrió?
—Minnoch dijo que no podía contármelo si tío Gilbert no lo hacía primero. Todo lo que consintió en decirme es que en noviembre hará diecisiete años que sucedió.
Dave profirió una exclamación de triunfo.
—¡Diecisiete años este noviembre! ¿Has oído, Serena? Apuesto el Tesoro de los Estados Unidos de Norteamérica contra una moneda de níquel a que el Viejo Espíritu de la Justicia se refería a nuestro asunto casero de la fractura de cuello de Thad Peters en la escalera.
—¡Dave, eso es tonto! —la voz de Serena sonaba con indignación—. ¡Te toleraré esas fantasías si insistes, pero es tonto! Un simple accidente que puede ocurrirle a cualquiera…
—¿Podéis citarme otro caso que cumpla diecisiete años en noviembre? Sí, Iris March; sabemos que fue un accidente. Pero si alguien quiere problemas en este momento…
Dave se interrumpió.
—¿No se te ocurrió a ti, Jeff?
—Oh, sí. Se me ocurrió. Le dije: «Sea lo que fuere lo que ocurrió, teniente, ¿qué interés tiene usted en espiarnos a cualquiera de nosotros tanto tiempo después? En 1910 Dave Hobart y yo sólo teníamos quince años. La señora Keith no podría tener más edad; Serena Hobart tenía nueve o diez años cuando más, y Penny Lynn era menor todavía. ¿Por qué un interés tan tardío?».
—¿Y cuál fue la respuesta del Viejo Hawkshaw?
—Ya te la he dicho: «Bueno, dijo, ¿qué puede traerse entre manos cualquiera de ustedes ahora? ¿Usted mismo, o los Hobart, o incluso la señora de cabello oscuro y cuerpo bonito? No quiero incluir a la otra joven de tipo bonito. Ella está bien; es como la hija que nunca pude tener. Y yo no digo que haya nada en que se pueda uno interesar, entiéndame. Aunque, de todos modos, ¿qué podría traerse entre manos cualquiera de ustedes?».
—¿Y ahí quedo todo?
—Ahí quedó todo.
—¡Escucha, Dave —Serena alzó un hombro—, a menos que estés tratando de sentarnos sobre un hormiguero, lo que no lograrás, deseo que dejes este tema de una vez por todas! Y tú no debes preocuparte, Jeff.
—¿No debo preocuparme?
—Por Penny. Cuándo Dave insinúa que Penny puede haber desertado de tu compañía, por dejar el barco tan pronto…
—¡Por Dios, Serena! —exclamó Dave—. Yo no he insinuado tal cosa. Nadie tiene la menor oportunidad con ella cuando ese burdo polizonte ante cerca.
—Entonces, ¿te das cuenta? Jeff, poco antes de que el padre y el tío de Penny «se llevaran a esa chica», como dice Dave, tú y yo sabemos que te llamó y te pidió que le telefonearas pronto.
Jeff se inclinó hacia adelante, pensativo.
—Hay otra llamada que debo hacer. En una carta, el mes pasado, Dave pronosticaba que el tío Gilbert estaría en Bâton Rouge por cierto asunto de política. Según Minnoch, efectivamente está allí, y no volverá hasta el lunes. Yo quería darle la sorpresa, pero ahora no me parece una buena idea. Considerándolo todo, será mejor que le telefonee a su apartamento y le avise que he llegado.
Dave señaló con la mano hacia el lado derecho del River Road.
—Nuestro teléfono está a tu disposición. Y podrás usarlo dentro de un minuto. Casi hemos llegado.
En Inglaterra, quizás, algún Delys del siglo XVI había ordenado la construcción dé una pared que rodeara el terreno donde estaba la Mansión. Aquí no existía tal pared, ni nadie hubiera pensado construirla.
Alzándose bien lejos, detrás de encinas perennes cuidadosamente limpiadas de musgo negro, la Mansión Delys miraba al sur, hacia el río. El ladrillo y la piedra gris se habían oscurecido como los colores de una antigua pintura. Aunque solamente tenía dos pisos principales, con unas pocas ventanas de remate triangular que indicaban dependencias menores en un piso alto embrionario, cada planta se levantaba hasta gran altura, particularmente la de abajo, sobre una terraza de losas con una balaustrada de piedra. El camino de grava que también rodeaba una zona de césped con una estatua de Diana sobre pedestal de piedra, se dividía en dos ramajes ante los pequeños escalones bajos que subían hasta la terraza.
A pesar de que anochecía, el resplandor del sol incidía sobre las ventanas alineadas: cortadas en diagonal, cada ventana era un panel de cuatro cristales en forma de rombo, separados por columnas de piedra. Las partes bajas se podían abrir hacia afuera como pequeñas puertas. Muchas de la planta baja tenían cristales de colores. Proyectándose desde la mampostería entre los paneles de las ventanas, tanto en el piso alto como en la planta baja, destacaba una fila de ménsulas ornamentales de hierro en forma de flor de lys[8].
Jeff no tuvo tiempo para especulaciones. Isaac, el joven chófer, detuvo el coche junto a los escalones que conducían a la terraza. Después de mantener abierta la puerta para que descendieran los pasajeros, desató las maletas de la parrilla trasera y bajó el otro equipaje de la baca.
Dave, a quien Serena trataba en vano de hacer callar, señaló un Ford modelo T, estacionado en el camino de entrada, donde se doblaba hacia la derecha, o sea al lado este de la Mansión.
—¡Pregunta para antiguos moradores! —anunció Dave—. En todo Nueva Orleáns, ¿cuál es el único próspero personaje que todavía posee un Modelo T, y ese Modelo T en particular?
»Y hablando de automóviles, Jeff —agregó—, hay tres en el garaje, allá, detrás de la casa; este ataúd real, para uso oficial solamente; el de turismo, y un Stutz Bearcat para uso de Serena y mío. Te ofrecemos compartir el Stutz, si estás de acuerdo.
—Muy de acuerdo, gracias.
Dave subió bailando los escalones hasta la terraza de losas. En cuanto tocó el timbre la puerta en arco, maciza, de roble tachonado en hierro, fue abierta por el viejo Cato, que había sido mayordomo desde que Jeff tenía uso de razón.
El majestuoso vestíbulo de la planta baja, con su boisserie de roble, su famosa escalera, y su olor a piedra bien fregada, recibía ahora tan sólo una luz mortecina de sol a través de las ventanas con vitrales sobre la puerta delantera. Cato saludó a Jeff sin sorpresa, como si éste hubiera visitado la casa todos los días durante los últimos años.
Dave, en medio del equipaje amontonado, aclaró su voz como un maestro de ceremonias.
—Hay una pregunta para el público —declaró—. La habitación que está sobre la entrada —y señaló hacia arriba—, es de Serena. Solía ser el dormitorio de huéspedes principal; pero se apoderó de él en su temprana adolescencia y lo ha venido ocupando desde entonces. Y la pregunta es esta: Serena, ¿dónde vamos a alojar al bueno de Caldwell?
—En el Cuarto de los Gobelinos, creo.
Serena se volvió fríamente práctica.
—Sí, en el Cuarto de los Gobelinos; le gustará. Podrías ocuparte de eso, por favor, Cato.
Y sin embargo, un cierto aire de preocupación envolvía a Serena y a Dave. Este no hizo sino aumentar, por algún oscuro motivo, cuando se reunió con ellos otra persona.
Si uno estaba de pie en el vestíbulo de la planta baja, tenía a la derecha otra puerta maciza que comunicaba con el salón de recepciones. Más allá se extendía el comedor, al que llamaban refectorio. Del salón de recepciones, alto, encorvado, entrecano, de voz y aspecto cadavéricos, salió el apreciable abogado de la familia, Ira Rutledge.
—¡Ah, Serena! —dijo, ajustándose las gafas y parpadeando en el crepúsculo—. ¿Así que han regresado?
—Eso parece bastante evidente, señor Rutledge. Cogimos el vapor en Cincinnati.
—Eso me dijo Cato, cuando llamé por teléfono por otro asunto. Para ser exacto, me informó que tú habías tomado el vapor. Ni siquiera me había dado cuenta de la ausencia de Dave.
Luego, levemente inquieto, se dirigió a los dos.
—Ha sido necesario, por el propio interés de ustedes, consultar ciertos papeles del despacho. Espero que no les importe. Como los dos estaban ausentes…
—¡Qué cosas tiene! —dijo Dave cordialmente—. Por supuesto que no nos importa. ¡Consulte lo que quiera; haga lo que le parezca! Pero su vista debe estar peor que lo habitual. ¿No hay nadie aquí que usted conozca a haya visto antes?
—Ese caballero, allí…
—¿Quiere decir que no reconoce a Jeff Caldwell?
—¡Es verdad! —exclamó el abogado, avanzando de pronto, y estrechándole formalmente la mano—. Me alegro de verte y darte la bienvenida, Jeff. Mayor será el gusto de tu tío, estoy seguro, cuando vuelva de Bâton Rouge. ¿Te espera él?
—No, al menos que yo sepa. Su carta, señor Rutledge…
¿Ah, sí? Me pregunto, Jeff, si puedo pedirte que me visites mañana por la tarde en mi despacho. A las dos, si te resulta cómodo. El sábado es un mal día, claro. Pero los abogados, como los médicos, no pueden tener en cuenta su comodidad. Si es también mal día para ti…
—Puede estar seguro de que iré, señor. A las dos en punto.
—¡Bien! Entonces, con el permiso de todos ustedes, es mejor que me vaya a casa a cenar. Me temo que Ford no es lo que era antes; y no debo causarle preocupaciones a mi esposa ahora, ¿verdad? Antes de retirarme, sin embargo…
De nuevo se dirigió a Serena y Dave.
—Sin deseos de tocar ningún tema delicado —agregó con un seco carraspeo en la garganta—, ¿puedo preguntarles si han llegado a alguna decisión definitiva respecto al 1º de mayo?
—No hay motivos para llamarlo un tema delicado —respondió bruscamente Dave—. Serena y yo todavía no nos hemos decidido; pero la respuesta probablemente será que sí. ¿Basta con eso?
—El 1º de mayo —meditó Rutledge— será domingo. Si el sábado es un mal día, el domingo lo es tanto, es preferible calificarlo directamente de penoso. Pero habiendo elegido la fecha ustedes mismos, me atrevo a decir que deben atenerse a ella. Al mismo tiempo, quisiera saber…
—¿Qué?
—Perdóname, muchacho. Me parece observar en ustedes dos algo más que una sombra de desconcierto o de inseguridad. Si el tema no es delicado…
Luego, de pronto, respiró aliviado.
—Vamos, ¡esta cuestión no debía haberse suscitado nunca! Me parece que veo y comprendo; no hablemos más de esto. Entonces, con mis mejores augurios para el futuro, permítanme que les desee buenas noches.
Cogiendo su sombrero de una mesa jacobina próxima a la puerta, les hizo una reverencia y se fue, cerrando la puerta tras de sí. Hubo un momento de silencio en el crepúsculo que se espesaba.
—Por el cielo, Dave —comenzó a decir Serena en voz muy alta—, ¡no vayas a decir que es un viejo enmohecido! Es mucho más sagaz de lo que podría pensar la gente.
—No te preocupes, hermanita. Podrá estar cubierto de moho, pero nunca le he tenido por un tonto. Y yo aprecio al viejo. En realidad, no estaba pensando en Ira para nada.
Dave estudió las grandes baldosas del piso. Durante ese intervalo Cato, ayudado por un joven que muy bien podría haber sido su nieto, estuvo tan activo en acarrear equipaje que ya no quedaba un solo baúl ni maleta por allí.
Girando para ponerse de perfil en dramática actitud, Dave apuntó con el índice hacia el fondo del vestíbulo.
—¡He aquí esa cosa maldita! —dijo—. ¡He aquí la escalera que parece causa de todo el problema!
Serena y Jeff se volvieron también para mirar. Muy amplia, una pieza entera y sólida con pasamanos tallados y escalones algo gastados, se alargaba hacia arriba hasta entrar en una oscuridad casi total, en el piso superior.
—Habitada por trasgos y vampiros, ¿eh? —preguntó Dave, señalando todavía—. A ti, hermana mía, voy a reclamarte también una reflexión. Si yo no debo menospreciar a Ira Rutledge, no vayas tú a sobrestimar esos escalones ni su nefasto poder. No dejes que te afecten, chica. No te dejes asustar ni hipnotizar.
—Dave, ¿cuántas veces te tengo que decir que a mí no me afectan? Los únicos que parecen estar hipnotizados sois tú y quizá Chuck Saylor. ¡Desde luego, vamos…!
—Hay un precedente, Serena. Me parece recordar algo que decía Marmion en la tierra natal de Douglas[9]. Sí, ¡ya recuerdo!
Adoptando una actitud aún más dramática, se remontó en el vuelo de la cita:
Aquí en tus dominios, con tus vasallos cerca,
¡te lanzo un desafío!
Y si tú has dicho que yo no estoy al par
de cualquier señor de Escocia en este lar,
de tierras bajas o altas, aquí o allá,
¡Lord Angus, tú has mentido![10]
—Pero esas palabras de Marmion tienen muy poco que ver con todo esto, ¿verdad? Acudamos a un párrafo de mi cosecha.
Y con esto, como completamente transportado, Dave increpó a los escalones.
—Vampiros y fantasmas y bestias de largas patas, espíritus malos todos que podéis oírme, escuchad: ¡quedáis desafiados! Atrapadme a mí, ¿por qué no lo hacéis?
Y se precipitó hacia los escalones, saltando por ellos.
—¡Atrapadme, echadme lazos, arrojadme rodando para hacerme morir! ¡Venid, yo os desafío!
—Dave —prorrumpió Serena—, ¿qué es lo que pretendes? ¡Ten cuidado! Casi es de noche ya; no se ve nada; sería fácil perder pie y…
En ese mismo momento en que ella hablaba, Dave pareció perder el equilibrio. Echó los brazos al aire, giró en redondo, y cayó de cabeza. Rodando sobre sí mismo, aunque sin hacer mucho ruido relativamente, llegó hasta el pie de la escalera y quedó tendido.
Soltando un grito, Serena corrió hasta la entrada, buscó en una fila de llaves eléctricas que había junto a la puerta, e hizo funcionar una de ellas. Una corona de grandes lámparas, con su pesado marco de hierro colgado de cadenas desde la viga central del techo, se encendió con su suave luz amarilla.
Al hacerse la luz, la silueta tendida se agitó. Dave Hobart, completamente sano y sin el menor síntoma de preocupación, se puso en pie de un salto como un gato de goma.
—¿Qué os ha parecido? —preguntó—. Por supuesto, lo he hecho a propósito. Es un truco de caída que aprendí en el gimnasio; me contaron que todos los actores cómicos lo conocen y lo usan. Tú misma eras una excelente gimnasta, Serena, antes de que el doctor te obligara a abandonar el ejercicio. Me he estado preguntando cómo Thad Peters, con su famoso sentido del equilibrio, pudo haber permitido que una caída así fuera fatal. Thad Peters…
Se interrumpió.
—Eh, ¿qué hay?, ¿qué pasa?
—¿Qué pasa? —repitió Serena, mirándole fijamente—. ¡Idiota! ¡Bestia! ¡Eres irremisiblemente algo que no quiero decir! ¿Tienes el valor de hacer un truco de esa clase, y todavía preguntas qué pasa?
—No hay nada como una demostración, ¿verdad? Tenía que ver si algo podía conmover tu compostura. Si lo he hecho de una manera demasiado realista, lo siento; no tenía mala intención. Además…
Por más que tratara de fanfarronear, Dave no fue convincente, no hizo esfuerzos por ser convincente.
—No toméis demasiado en serio lo que voy a decir ahora. Sé que lo he imaginado o lo he soñado.
Se dirigió a Jeff.
—Mientras estaba en esa escalera, muchacho, ¿oíste tú a alguien?
—¿Que si oí a alguien?
—¿Oíste a alguien que estuviera aquí además de nosotros?
—No; ¿a quién habría de escuchar? Te he oído a ti gritar tu desafío de comedia a los fantasmas. He oído a Serena decirte que tuvieras cuidado, que podías resbalar. Es todo.
—Sí, eso fue todo; y sin embargo es muy extraño.
Dave hizo un pase hipnótico.
—Cuando Serena gritó para prevenirme, y me volví para hacer el truco de la caída, juraría que una vocecita en mi oído murmuró también: «Cuidado». Lo he imaginado, lo he soñado; ¡eso es seguro! Pero juraría que he oído esa voz, y por unos segundos me asustó un poco al caer.