Un tiempo después, cuando Jeff Caldwell pasaba revista a los acontecimientos subsiguientes a ese viaje río abajo, desde el almuerzo del martes hasta su llegada a Nueva Orleáns, ya avanzada la tarde del viernes, comprendió que había visto o percibido poco, aparte de lo que era evidente. Fuera de uno o dos incidentes sin importancia no pareció nada en especial antes de la última noche de navegación, cuando amenazó de pronto con estallar algo demasiado grande.
El buque podía disminuir o aumentar su velocidad a discreción, con su silbato brindando siempre un hosco saludo a las naves que pasaban a su lado. Después de Louisville salvaron los Ox Bow Bends del Ohio. Luego, inmediatamente, el ancho Ohio se convirtió en el anchuroso Mississippi.
No bajó en Memphis, en las alturas de Fourth Chickasaw Bluff, en la margen izquierda. Ni vio tampoco Vicsburg, donde pasaron las primeras horas del jueves por la mañana. Natchez, decidió, sería distinto.
El tiempo pasó también entre múltiples conversaciones en las que se dijo poco. A insistencia de Jeff, apoyado por Serena, Penny y hasta Dave, se las arreglaron para disuadir a Chuck Saylor de hacer demasiadas especulaciones sobre el pretendido cuarto secreto de la Mansión Delys. Pero el rubio señor Saylor necesitaba estar especulando siempre sobre algo, y habitualmente sobre algo sensacional. Relató cada uno de los espantosos detalles de un caso que los periódicos llamaban «estrangulamiento en un nido de amor» de Nueva York, y trató calumniosamente a todos los involucrados.
La única dificultad real, tan inesperada como inexplicable, le ocurrió a Jeff con Penny.
Desde la comunicación de Serena, antes del almuerzo del jueves, Penny había cambiado. No es que tratara de evitarle, o que demostrara menos cordialidad, pero ya no parecía dispuesta, anhelante, ni especialmente interesada. Se había levantado entre ellos algún tipo de valla que mantenía a la chica fuera de su alcance. Cuanto más se daba cuenta él que se estaba enamorando de Penny, menos aliento recibía. Intentó hacer preguntas de tanteo ya el jueves por la noche.
Las diversiones de a bordo comprendían una orquesta de músicos blancos, cinco activos jóvenes con chaquetas de color castaño, camisas blancas, pantalones y corbatas negras. Después de la cena, casi todas las noches, tocaban para que los pasajeros bailaran en la sala de detrás de los camarotes especiales.
El martes por la noche, al compás de un vivo fox-trot de la obra Hit the Deck, Jeff y Penny daban vueltas al salón de baile semivacío, cuando ella dijo que no quería ir a la cubierta a tomar aire.
—¿Hay algo que anda mal, Penny?
—¿Mal? Por Dios, ¡no! ¿Qué podría andar mal?
—Eso es lo que me he estado preguntando. ¿Te he ofendido de nuevo? ¿O te ha dicho Serena algo que causara ese cambio?
—¡No he cambiado un ápice! No es nada que tenga que ver contigo, por supuesto. Serena es amiga tuya, Jeff. Ella te estima; en privado lo demuestra. Y yo soy exactamente la misma que he sido siempre. Tú no eres absurdo con frecuencia, pero sí ahora.
Además, luego había tenido lugar esa conversación con Dave antes de la cena, cuando él y Dave terminaron sus cigarrillos en la cubierta Texas, al caer la tarde.
—Esta noche hay baile —anunció Dave, tarareando uno o dos compases—. No es de etiqueta ninguna noche, a menos que quieras vestirte para el baile del capitán, más tarde. Por lo menos, Penny no irá de gala. No se va a poner un vestido de fiesta, quiero decir, porque sino, tú probablemente le arrancarás de un tirón todo lo que lleve encima antes de concluir la primera pieza.
—Por el amor de Dios, Dave, ¿nadie va a dejar de gastarme esa fastidiosa broma?
—¿Qué hay de fastidioso en esta, o en cualquier otra broma? ¡Si nunca te preguntaste cómo sería Penny desnuda antes de que la vieras realmente así, no eres el hombre que yo creo! Yo me lo he preguntado con mucha frecuencia, ¡te lo aseguro!
—¡Eh, un momento! Este chiste de ver a Penny… de ver a Penny…
—¿Al desnudo, quieres decir? Sí, hasta hoy por la mañana, según entiendo…
—¡Pero…!
—¡Sí, ya sé! Ha sido un error; Serena me ha dicho que fue un error. Enviaron a Penny al cuarto equivocado, cuando tú entraste.
—¡Pero, Dave…!
—Pasó, ¿no es cierto? De alguna manera tenía que suceder. Tú probablemente no vas a echar la puerta abajo, y no creo que ella te vaya a invitar a observarla cómo se ducha. Kate Keith lo haría, otras quizá también; ¡pero no Penny!
Por supuesto, Dave nunca se hubiera referido a eso si Penny hubiera estado presente o al alcance del oído. Tampoco, por lo que sabía Jeff, lo había comentado con nadie más.
Pero ¿podría algún aspecto de ese infortunado asunto de la ducha explicar la presente actitud de ella? Aunque Penny lo había negado casi en el mismo momento en que ocurrió, ella a veces hacía observaciones que después estaban en contradicción con su conducta posterior. Él le había dado vueltas a ese tema antes de sus tanteos de esa noche, que sólo dieron por resultado una negación total.
Durante el baile del miércoles por la noche estuvo a punto de preguntárselo nuevamente, pero decidió abstenerse. Con Penny prácticamente en sus brazos, aunque espiritualmente a millas de distancia, él no debía permitirse perder la cabeza y decir tonterías. ¡Tranquilo, Caldwell! ¡No apures las estocadas ni gastes pólvora en salvas!
El baile del miércoles fue precedido y cerrado por un incidente que pudo haber provocado una discusión. Después de cenar, la pequeña comitiva marchó hasta la Sala Plantación a través del amplio hall, donde las puertas de los camarotes se abrían hacia el interior en lugar de hacerlo hacia cubierta. Iban a la sala del piso de camarotes especiales, que estaba detrás de éstos, hacia el final. Kate Keith y Dave abrían la marcha; les seguía Penny con Jeff a su lado; Serena y Chuck Saylor iban lentamente, un poco más atrás.
—¡Señora Keith! —exclamó Saylor, que había estado tratando a Kate con arrolladora galantería desde que fueron presentados—. ¡Señora Keith!
Kate con su vestido amarillo de media etiqueta, se desprendió del brazo de Dave y se volvió.
—Hoy —entonó Saylor—, usted bajó del barco en Memphis. Se fue sola, desdeñando nuestra compañía. Cuando usted volvió, se murmura en Gath, llevaba un bolso de papel con el preciso contorno de una botella en su interior. Yo no quiero ser un entremetido; si he metido la pata, señora, usted me lo dice y me voy a volar cometas. Sin embargo ¿no le parece que debería invitarnos a su cuarto a tomar un refresco…?
—¿Hasta ese punto somos una banda de borrachines? —preguntó Dave mirándolo, desabrido—. ¿Necesitamos licor para sostenemos durante una velada? Si yo estuviera en tu lugar Kate, preguntaría en la tienda de regalos si tienen buenas cometas.
—¡Lo lamento, Dave! —se apresuró a pedir disculpas—. Pero ustedes saben cómo son éstas cosas.
—¡En verdad que sé cómo son! —suspiró Kate—. ¡Más tarde; por supuesto, sería mucho mejor!
El baile se balanceaba y giraba, compuesto en su mayor parte de fox-trots, alternados ocasionalmente con algún vals, y contaba con suficiente cantidad de acompañantes para cada muchacha. Penny, charlando de cosas triviales con Jeff, parecía más remota que nunca. Un buen rato antes de medianoche, cuando la orquesta decidió retirarse, se fueron hasta la sala de la cubierta Texas y se apoderaron de una de sus mesas rectangulares de caoba.
Kate desapareció un momento y volvió con un paquete envuelto en papel que pasó a Saylor por debajo de la mesa y cuyo contenido, inspeccionado subrepticiamente, resultó ser una botella de forma cuadrangular, rotulada London Dry Gin.
—Nos dice bastante del carácter de esta dama —murmuró Saylor, cuando Kate se llevó a Dave a otra mesa—. Entre otras cosas, no le falta la generosidad. Vamos a ver: mañana estaremos en Natchez, ¿no?
Así fue. Llegaron a Natchez hacia el mediodía del jueves.
En todos esos días, salvo en las comidas, casi no habían visto al enigmático, bigotudo señor Minnoch. Con su compañero de viaje (otro señor de edad mediana, tan delgado como macizo era Minnoch; y además tenía el pelo gris liso, en contraste con la calvicie de Minnoch), se pasó todo el tiempo masticando una serie de platos, en la mesa de cierta anciana y amable pareja que sonreía a todo el mundo. En otro sentido, los señores Minnoch y Bull se mantuvieron callados, sin manifestar ninguna curiosidad.
Jeff terminó el libro de cuentos policiacos que le había derrotado la primera noche, encontrándolos a la altura de la alta calidad del autor. Y le fascinaba la simple contemplación del río. Cuando pensaba que era pardo como un pantano, percibía matices de verde, de azul o de los tres colores juntos. Pero su preocupación por Penny no había disminuido. Si pudiera persuadir a Penny de que le acompañara a tierra en Natchez, vería cómo se comportaba ella fuera de esta atmósfera.
Penny en seguida estuvo dispuesta a ir. Como Serena y Dave optaron por quedarse a bordo, Saylor acompañaría a Kate Keith. Antes de que los excursionistas bajaran, sostuvieron una conferencia.
—Dave estuvo diciendo algo acerca del baile del capitán —observó Jeff—. Como llegaremos a Nueva Orleáns mañana, ¿lo harán esta noche?
—O Dave entendió mal —dijo Serena— o, como siempre, no pensó en nada. Esto es una especie de crucero, sabes; la mayoría de los pasajeros volverán río arriba. El baile del capitán no se celebrará hasta que hayan llegado hasta Cincinnati. ¡Diviértanse, señoras y señores!
Si se podía denominar a Nueva Orleáns una mezcla de elementos políglotas, la antigua Natchez parecía el mismísimo Viejo Sur en cada uno de los caminos, de las casas, de los árboles, desde la ladera que la convirtió en «Natchez de la Colina» hasta las lejanas y majestuosas mansiones grecorrenacentistas.
Bajo un sol que adormecía, no demasiado cálido, el grupo compuesto por una docena de visitantes fue llevado en autobús para visitar varias casas importantes entre cuidados céspedes y jardines en flor. En el Garden Club, en sí mismo una mansión de importancia, Jeff vio en la pared un óleo que representaba a una mujer, acicalada belleza de la corte de Carlos II, que podría haber jurado era obra de Kneller.
Y más de una vez recibió de Penny un destello de esa comunicación ansiosa que le había demostrado antes de cambiar, aunque no comprendía, le bastaba con aceptar. Pronto estuvieron de regreso; y fue la misma Penny, junto a él en el autobús, quien hizo una sugerencia.
—Hemos tenido pocas oportunidades de hablar, ¿no es cierto? Quiero decir, de hablar a solas. Como esta es nuestra última noche, ¿podríamos conversar esta tarde?
—En cubierta, ¿te parece?
—Sí, por supuesto. En la cubierta sin falta, me parece bien. ¿No te olvidarás?
—El riesgo de que me olvide, Penny, en el Lloyd’s tendría todas las probabilidades en contra.
Se sentía tan apoyado, tan estimulado al volver al barco, que apenas oyó la pregunta de Saylor; Saylor quería saber quién se había empeñado en el duelo más sangriento que hubo al sur de la línea Mason-Dixon. [Línea que dividía los estados del Norte de los del sur, antes de la Guerra de Secesión].
Otra vez el batir de la rueda entre la espuma y el agua pulverizada. Zarparon de nuevo. Al poco rato, cuando el crepúsculo había comenzado a teñir el cielo, Jeff subió a lavarse antes de cenar. Todavía con el estado de ánimo exaltado, todavía lleno de prisa, subió por la escalera exterior, abrió de par en par la puerta de su cuarto, cruzó el marco de la puerta, que se levantaba algo del suelo, y se detuvo como si hubiera estado a punto de pisar una serpiente.
Lo que casi había pisado era solamente una hojita de papel de carta con el membrete del barco, una reproducción en colores de la embarcación misma, como se podía encontrar en cualquier escritorio del salón de la cubierta de camarotes especiales. Lo habían echado por debajo de la puerta durante su ausencia, y no contenía más que una línea y media mecanografiada en letra pequeña y pulcra, como por mano experta.
Cuando le sea cómodo, pruebe en Royal Street 701b. No tema nada, pero recuerde la dirección.
Eso era todo. Sin saludo ni firma; simplemente una dirección que no tenía significado alguno para él, con la exhortación igualmente misteriosa de que no temiese nada. ¿Por qué debía sentir temor nadie en determinado número de Royal Street: casa, tienda, o lo que fuera?
Pero había algo tan desagradablemente furtivo en esa pequeña nota, tan lleno de secreta sugestión, como un susurro, que a Jeff no le gustó nada. La levantó, se acercó a la ventana, y la inclinó hacia la luz. Todavía la tenía en la mano, cuando un golpecito en la puerta precedió a la entrada de Dave Hobart, seguido de Chuck Saylor, vestidos los dos con traje oscuro y corbata de color apagado.
Jeff les mostró la nota y les dijo dónde la había encontrado.
—¿Royal Street? —preguntó Saylor, inmediatamente alerta—. ¿Dónde está Royal Street?
—Si se trata de Nueva Orleáns, lo que es presumible —respondió Dave—, Royal Street es una famosa avenida del Vieux Carré.
—Bien, pero ¿qué es Royal Street?
—Como lugar de compras —contestó Dave—, ha sido llamada nuestra Quinta Avenida. Hay una diferencia. Se pueden comprar las joyas o las antigüedades más caras, y también se puede comprar una golosina barata que llaman praliné. ¿Esa descripción te recuerda algo, Jeff?
—No. Me parece recordar vagamente que, si te paras en Royal Street de espaldas a Canal Street, mirando en dirección a la Esplanade Avenue, los números pares están a la derecha de la calle y los impares a la izquierda. Entonces, el número 701…
—Dice 701b —indicó Saylor.
—Generalmente —explicó Dave—, la b significa bis, y entonces serían dos establecimientos separados, ya sea de familia o de comercio, en diferentes portales del mismo edificio. En nuestro barrio francés, sin embargo, no significa eso: 701b señala un edificio distinto al 701, pero ocupado por alguien distinto que el residente del 701.
»¡Un momento, un momento! —exclamó, tomándose de pronto la cabeza—. Empiezo a recordar. No te puedo decir qué hay en el 701b, pero te puedo decir muy precisamente qué hay en el 700, y qué era lo que había en el 701, en la acera de enfrente.
—¿Qué? —apremió Jeff.
—Es cierto que los números pares están a mano derecha. El número 700, en la esquina nordeste de Royal Street y St. Peter Street, es uno de los más célebres lugares que se pueden ver en la ciudad: el edificio Labranche, a veces llamado el edificio de encaje por el complicado trabajo en herrería de hojas y bellotas de roble en cada galería que da a la calle. Está erizado de hierro forjado; tiene más encaje de hierro que ninguna otra casa del barrio: es difícil pasar por allí y que no haya alguien fotografiándolo. ¿Comienzas a recordar ahora, Jeff?
—Sí. Y cruzando la calle…
—Cruzando la calle, el edificio de ladrillo del 701 fue siempre una famosa panadería. La panadería de Cadet Molon, a comienzos del siglo XIX. No podría decir quién le tiene ahora y mucho menos de quién o qué puede ser el 701b de la puerta siguiente. Sólo estoy tratando de fijar ideas para ayudarte, en caso de que sientas algún irresistible deseo de ir por allí.
—Sí —Jeff blandía el papel—, pero ¿qué clase de bromista puede mandar una nota así? Y, si se la tiene que enviar a alguien, ¿por qué a mí? Parece haber sido escrita con una máquina de escribir portátil.
—Eso parece —convino Saylor vivamente—. El bromista ha escrito con tu propia máquina, ¿no?
—Yo no traigo máquina; no me gustan las portátiles.
—Bueno, yo si la traigo y a mí me gustan. Pero no está escrita con mi Corona, podéis venir y comparar las escrituras. —Se dirigió a Dave—. Sin embargo, Jeff tiene razón. Se trate o no de una broma, ¿quién la ha mandado y por qué? ¿Tienes alguna idea, Dave?
—No; ninguna. Seguramente tú quieres sugerir algo, ¿verdad?
—No se podría llamar una sugerencia, exactamente. Pero sólo estaba pensando…
—¿Sí, Hawkshaw? —[Personaje de una novela de Tom Taylor].
—¿No hay, o no había, un distrito íntegro de Nueva Orleáns en el que se podía practicar la prostitución legalmente?
Dave hizo un ademán.
—Sí, mi manantial de no sugerencias, había. En no menos de treinta y ocho manzanas del Vieux Carré las mujeres de vida alegre circulaban con todo su esplendor, libres de interferencias, a condición de que no armaran escándalos ni robaran a nadie. Fue la medida más prudente que jamás adoptó el gobierno local; funcionó con gran éxito durante veinte años, desde 1897 a 1917.
Luego unos condenados puritanos y mojigatos de Washington pensaron que eso podía corromper a nuestros soldaditos en la guerra que iba a terminar con todas las guerras —[Eso es lo que se decía de la primera guerra mundial]— y mandaron clausurar para siempre Storyville.
—¡Está bien, está bien! Pero si en esa dirección, por casualidad…
—¿En Royal Street? —exclamó Dave—. ¿Royal Street en nombre de Dios? Aun en los días de la mayor libertad, te lo digo yo, no hubieras encontrado una prostituta que tuviera su morada en Royal Street, con más seguridad que a todo el coro de ángeles tañendo sus arpas en el bar de Tom Anderson.
»Mira un poco, George Horace Lorimer[6] —prosiguió Dave en un tono más razonable—. Os he dicho que no sé que encontrará Jeff en el 701b. Pero puedo deciros lo que no encontrará, y es un establecimiento de la clase que tú piensas. En cuanto a la nota, creo que es mejor no mencionársela siquiera a las mujeres. No sé qué podríamos explicarles si la nombramos. Así que, por grande que sea la tentación, mantengamos la boca bien cerrada y guardemos silencio sobre la nota. ¿De acuerdo?
—Sí, de acuerdo. Es mejor no preocuparlas.
—Por supuesto, aunque esa nota me tiene bastante intrigado, estando las cosas como están. Me intriga y me choca, en realidad, porque no tiene sentido. ¡Pero en todo este maldito asunto nada tiene sentido!
Y así, después de otro largo debate, que no dejó cosa alguna en claro, bajaron finalmente a cenar.
En la mesa, Jeff dedicó tanta atención a Penny que todas las demás consideraciones quedaron excluidas de su mente. Aunque se dijeron poco entre sí, ya que Serena y Saylor hicieron el mayor gasto en la conversación, cruzaron sus miradas más de una vez: él no había perdido el sentido de comunicación que lograra esa tarde.
Más tarde, todo el grupo se dirigió escaleras arriba y esperaron hasta que comenzó a tocar la orquesta. Saylor salió a la pista con Serena, Jeff con Penny, Dave con Kate. Además de las piezas del momento, los músicos la emprendían a veces con melodías de varios años atrás, Down on the Farm, Barney Google, Nobody Lied, y hasta llegaron a retroceder hasta Dardanella. Todo el mundo había cambiado de pareja varias veces, volviendo cada uno al acompañante con el que había iniciado el baile, cuando Jeff y Penny restablecieron por fin la comunicación totalmente.
Penny, una visión vestida de seda anacarada, comenzó a hablar en más de una ocasión. Jeff comenzó a hablar también a la carrera, justo en el mismo momento, y entonces ambos se callaron.
—¿Cuáles son tus pensamientos? —preguntó entonces él—. ¿Tendré que ofrecerte un penique por ellos, Penny?[7]
—No, no lo hagas. No valen la pena. Y-yo realmente… ¡no quiero decir que ellos no valen nada…! Quiero decir…
—¿Vamos a tomar un poco de aire?
—Sí, por favor; me encantaría.
Al salir él con Penny afuera, Kate se inclinó por sobre el hombro de Dave.
—¡No os vayáis por mucho tiempo! Por lejos que sea, ¿eh?
Kate nunca evitaba decir trivialidades, aunque las hubiera repetido innumerables veces:
—¡No hagáis nada que yo no quisiera hacer!
—Eso es improbable, querida —le recordó Dave—. No tendré la suficiente falta de galantería como para aclarar el tema, siendo el hombre callado y fuerte que soy. Pero déjame decir…
La pareja que se alejaba no pudo escuchar lo que él quería decir. Salieron al aire libre por el lado de estribor; Penny desechó todo chal o pañuelo que impidieran a su cabello dispersarse al viento. Pero no soplaba la más leve brisa. Al ascender primero a la cubierta Texas, y luego a la más alta, hacia adelante, el río se prolongaba sombrío y misterioso, salpicado de luces muy suaves bajo la luna, que iba aumentando en resplandor.
El mismo sentimiento de expectativa parecía invadirles a los dos. Casi llegaban a la proa cuando Penny hizo un gesto hacia su izquierda.
—Allí está el órgano de vapor —dijo—. Es decir, ese es el teclado del órgano: las válvulas que lo hacen funcionar están en el techo, encima. Al mismo lado que tu camarote, sólo que hacia proa en vez de a popa. Espero que haya dicho bien los nombres, porque Serena siempre me corrige.
—Serena siempre está corrigiendo a todo el mundo.
—En el río, dice ella, no lo llaman órgano de vapor; lo llaman piano de vapor. Cuando salimos esta tarde de Natchez tocaba: Hasta esta noche en él país del ensueño, ¿recuerdas?
—Invitación que yo repito con todo mi corazón ahora. Es algo bastante parecido a la región del ensueño, Penny; podría ser más que eso.
—Tendrías que decirme cómo —Penny alzó los ojos—. ¿Pero antes puedo pedirte algo?
—Por supuesto. Todo lo que quieras.
—Dave ya te lo ha pedido. Cuando lleguemos a Nueva Orleáns, Jeff, él no quiere que te quedes con tu tío o en el hotel. Quiere que te quedes en la Mansión. ¿Te quedarás allí? No te dejarás disuadir por ninguna charla estúpida sobre escaleras con fantasmas o fuerzas asesinas. ¿Querrás quedarte en la Mansión?
—Nada me gustará más, Penny, si es esa la petición que me querías hacer. ¿Tienes algún motivo especial para pedírmelo?
—Bueno, sí. No-nosotros nos hemos mudado a la casa de campo que tenemos junto al río, a poca distancia de la Mansión Delys. Tú podrías ir a buscarme a mí, y yo podría ir a verte con mucha más facilidad que si estuvieras en la ciudad. Si es de tener en cuenta eso, por supuesto…
—Es algo importantísimo para que yo lo tenga en cuenta. No creía que podía tener importancia para ti. Desde que Serena dio cierta información el jueves…
—Sí, Serena dijo algo. Pero ya te dije que no tenía nada que ver contigo, absolutamente nada. Y, de todos modos, debía haberle dicho a Serena en ese momento que no me importaba, lo que es cierto. En cuanto a si ha sido importante para mí el encontrarte —su suave voz vaciló—, ¡oh, Jeff, si supieras hasta qué punto lo es…!
Estaban de pie junto a la barandilla delantera de lo que en términos marinos sería el lado de estribor. La proximidad de Penny, ya embriagadora, le hacía perder el equilibrio al bascular hacia él. Pasó su brazo izquierdo alrededor de los hombros de ella, y su mano derecha por su cintura. Penny, sin ofrecer resistencia, y con buena disposición, se dejó atraer, cuando un leve estallido; detrás de la espalda de Jeff les hizo separarse de un salto como si se hubieran quemado.
Alguien, apenas algo más que una imperceptible forma maciza a la luz de la luna, estaba allí espiando.
—¡Bueno, bueno, bueno! —dijo una voz con tono pensativo.
La llama de un encendedor de bolsillo, al ser accionada por el pulgar de alguien, se elevó para iluminar los rasgos toscos y el fuerte bigote del hombre llamado Minnoch, con una gorra de tela echada sobe su frente.
—¡Bueno, bueno, bueno! —repitió—. No era mi intención entremeterme ni de alarmarles: fue un accidente. Pero…
Penny huyó. Alocadamente, sin pronunciar palabra, cruzó corriendo la parte delantera de la cubierta y dobló hacia el cuarto 339, al otro lado. Se oyó un portazo; Jeff rechinó los dientes y esperó.
—Repito que no era mi intención entremeterme ni alarmarles —repitió el recién llegado con su fuerte voz—. Y lo siento, ¡de veras que lo siento! Creo que es mejor que me presente.
—Sí, indudablemente es mejor. También parece necesaria alguna explicación de su actitud.
—Así es, ¿no? Reconozco que le debo alguna clase de explicación. Mi nombre es Minnoch, Harry Minnoch, teniente Minnoch. De la Policía de Nueva Orleáns —agregó—, soy policía.
—¿Policía?
—Así es; ha oído bien. Usted es sobrino del señor Gilbert Bethune, entiendo. Sí, soy de la policía; y no soy tan mal tipo si me llega a conocer.
—Muchos de nosotros podríamos renunciar a ese placer. ¿Y esa explicación de que hablaba…?
El teniente Minnoch bajó la llama del encendedor para inspeccionar algo del suelo, luego la apagó y se irguió.
—Nadie lo creería —dijo amigablemente—, una buena pipa de cerezo que se deshace en pedazos al caer al suelo… Se había apagado, eso sí; no hay peligro de incendio. Lo que yo decía…
—Si usted espera que yo sienta que la pipa se haya roto, va mal encaminado. Explique por qué nos está siguiendo otra vez.
—Bueno, vamos, ¡yo no lo llamaría seguir, exactamente!
—Entonces, ¿cómo lo llamaría?
—Vamos, vamos, joven, no se ponga violento. No ha habido intención de ofender; ¿insultaría yo al sobrino preferido del Fiscal de Distrito? Yo y Fred Bull (él es el sargento Bull, vea) estábamos en Cincinnati efectuando un trabajo profesional. Yo teñía pendiente un permiso; y Fred también; por eso estamos aquí. Hemos tenido que utilizar ciertas prácticas policiales para hacer que todos a bordo de este barco callaran sobre nuestra condición de policías. Es posible que nos hayamos excedido sobre nuestra autoridad; sí, creo que nos hemos excedido. Si usted piensa que le hemos molestado, me podría causar muchos problemas con sólo quejarse a su tío.
—Cualquier queja, teniente Minnoch, la dirigiré sólo a usted No le hago caso al hecho de importunarme a mí. Pero cuando usted importuna a la señorita Hobart y a su hermano, por no decir nada de la señorita Lynn esta noche…
—Por el amor del dulce Jesús, señor Caldwell —en la voz del teniente Minnoch sonó una ronca nota de súplica— ¿quiere dominar su genio y tratar de calmarse? ¿No podemos hablar de esto de manera sensata?
—Parece que va a resultar imposible. Pero, si insiste usted en hacer una tregua…
—¡Así es mejor, mucho mejor!
—¿Sospecha que alguno de nosotros, o todos nosotros, estamos complicados en algún crimen?
—¿He dicho yo que sospechara algo de alguien? ¿Por lo menos, en algo que tuviera probabilidad de llegar a un tribunal? La respuesta es: no he dicho nada, esa es la realidad.
El teniente Minnoch se acercó a la barandilla lateral, apoyó sus codos sobre ella, y miró hacia el agua. Jeff hizo lo mismo.
—Sin embargo —prosiguió Minnoch—, he estado preguntándome si no debía hablar con usted. He sabido bastante de usted por su tío; sé que es escritor de libros, y que su tío tiene muy buena opinión de usted. El señor Bethune dice que me falta sutileza. ¿Sutileza es la palabra? Si entiendo lo que él quiere decir, sutileza es lo último que un policía puede necesitar o usar.
»Mi idea de un buen oficial de policía siempre ha sido el viejo Zack Trowbridge; me ascendieron a su puesto cuando él se retiró. Ahora Zack vive tranquilo; como todos los que se van. Y es un gran lector también, aunque yo terminé la escuela secundaria y él no. Fue un escritor quien le ayudó en el trabajo más importante que tuvo: lo admite él mismo. No es que yo crea que usted me puede ayudar a mí; su tío es el hombre de los casos raros. De todos modos, me he estado preguntando…
—Se ha estado preguntando —apuntó Jeff— si no debería hablarme ¿de qué?
—Bueno, verá, ahí está la cuestión. No le puedo decir gran cosa sobre eso a menos que lo haga el señor Bethune. Pero le puedo llegar a decir esto. Hemos recibido una información que podría causar el mayor ruido y alboroto desde el asunto Axeman, al fin de la guerra. Alguien quiere que volvamos a abrir lo que nuestro informador jura que es un caso de asesinato aún sin resolver.