Cuando Jeff bajó a desayunar, a las nueve de la mañana del martes, pocas preguntas habían recibido contestación y pocas actitudes se habían aclarado.
Se hicieron las dos de la madrugada antes de que dejara a Serena y a Dave, sentados pensativamente en el cuarto de este último, con un marcado desasosiego pesando sobre ambos. Tampoco habían mejorado sus estados de ánimo, dando vueltas y vueltas alrededor del mismo círculo.
—¡No, por supuesto! —había dicho Serena, con estremecida vivacidad—. Me imagino lo que debes haber pensado, Jeff, pero estás equivocado. No hay una dificultad financiera, de veras, no la hay. Nuestro padre puede haber hecho una o dos pequeñas inversiones que no fueron prudentes, pero el grueso de las propiedades permanece intacto. Todavía podemos mantenemos en el estilo a que estamos acostumbrados. Dave no necesita encontrar trabajo y yo no tendré que trabajar de lavandera.
—Pero —protestó Jeff—, vender la Mansión Delys…
—¡Por supuesto que la vendemos, mi pobre tonto romántico! Estoy aburrida y harta de ese lugar; hace mucho que lo estoy. ¡Es tan falso, tan esencialmente pretencioso!
Aquí había intervenido Dave.
—La Mansión tiene sus inconvenientes; estoy de acuerdo en que debemos vender. ¿Pero qué es falso o pretencioso?
—Adornar el edificio con un montón de muebles históricos… Fingir que somos señores feudales de la mansión con siglos de historia sobre nuestras espaldas…
Dave meditó.
—Siempre se han hecho chistes —le recordó— sobre el nouveau riche compatriota nuestro, real o imaginario, que importó un castillo del siglo XIV para su campo en Idaho. Pero siempre he sentido una secreta simpatía por ese tipo, que debe haberse parecido en mucho a Earl George Merriman. De todos modos, no es lo mismo.
—¿No, Dave?
—No, Serena. Como comentábamos Jeff y yo, la Mansión tiene aspecto de antigua y es antigua; nunca ha parecido fuera de lugar donde ahora está, como lo parecería un castillo feudal en Idaho o en cualquier otra parte. Esos tres siglos y medio de historia (¡más de tres y medio!), no son una broma ni un mito: son reales. ¡No pongas ese aire de superioridad, hermanita! Tú eres la que…
Dave se detuvo bruscamente, como si hubiera estado a punto de cometer un desliz, y se volvió hacia Jeff.
—¡Pero esto es sólo discutir en el vacío, muchacho! ¿Hay alguna diferencia en el hecho de que vendamos ese edificio o no?
—La hay para la cuestión que estamos considerando. Vosotros podéis vender la Mansión; podéis cualquier cosa. Prescindiendo de eso, ¿dónde está la situación delicada o el asunto de gran importancia?
—No hay nada de eso —le dijo Serena—. Es solamente el lenguaje jurídico de Ira Rutledge, ya sabes.
—También es el lenguaje de Dave, no lo olvides. Sea lo que sea lo que vosotros vendáis o dejéis de vender, ¿en qué forma puede afectarme a mí y a esa otra persona fuera de la familia?
—Más lenguaje jurídico, me atrevería a decir —Serena se irguió—. Si llegara a resultar que hubiera alguna cosilla en el fondo, sin duda tu curiosidad quedaría satisfecha en el momento adecuado. Yo no te lo diría, aunque lo supiera; tu impaciencia es horriblemente excesiva para tu propio bien.
Y así, sin más, Jeff se marchó y los dejó solos.
Durmió bien, aunque poco más de seis horas. En una mañana de brillante sol sobre las aguas que lo rodeaban, se afeitó, se duchó, y se vistió con calma. Se dirigía a desayunar cuando recordó haber dejado su reloj de pulsera sobre un estante junto a la cabina de la ducha del pequeño cuarto de baño. Pero no necesitaba volver a buscar el reloj ahora; podía ir en cualquier momento después del desayuno.
Y Jeff observó algo más al mismo tiempo.
Había entrado desde la cubierta de camarotes de lujo, al salón delantero de esa cubierta, en su camino hacia la Sala Plantación de abajo, cuando se dio cuenta de que había un hombre de mediana edad, calvo, sentado solo junto al despacho del comisario de a bordo, en el costado de babor o de «un silbato».
La mirada de Jeff pasó con indiferencia. Había llegado a la gran escalera, consistente en un tramo de peldaños de caoba cubiertos de bronce, entre curvados pasamanos de caoba, y había bajado un escalón, cuando algo le hizo mirar a través de la sala. El hombre de edad mediana, que tenía un grueso bigote más propio de alguna generación anterior que esta presente de afeitados totales, se había puesto de pie y miraba en dirección a Jeff con un interés tan evidente como inexplicable. Sintiéndose observado él mismo, se volvió a sentar inmediatamente y empezó a encender ostensiblemente un cigarro. Jeff se apresuró a bajar hasta la Sala Plantación.
Aunque la mayoría de los pasajeros había terminado su desayuno y se había ido, algunos se demoraban aún entre un ligero murmullo de conversaciones. En su misma mesa Jeff encontró a Serena Hobart y a Charles Saylor sentados y a punto de terminar su café. En otra mesa de cuatro que cruzaba el salón, también solos, Kate Keith y Dave Hobart parecían estar conferenciando.
Serena no parecía haber dormido bien; todavía la acosaban las sombras de la noche anterior. Pero saludó al recién llegado con; una buena dosis de su habitual aplomo.
—Dave ha encontrado un lugar para sí, como ves. Dave suele encontrarlo, aunque sea un lugar equivocado. Siéntate, Jeff. Tengo que marcharme dentro de un momento, pero aquí Chuck quiere decirte algo. Espero que seas discreto en lo que dices.
—Con tu ejemplo, Serena, difícilmente podré ser de otro modo.
Mientras terminaba de pedir tocino, huevos, tostadas y café, Jeff vio la mirada de Serena que se dirigía hacia la escalera. Rápidamente miró hacia atrás por encima de él.
El hombre de gruesos mostachos que había estado en el canapé, con el cigarro aún sin encender entre los dedos de su mano izquierda, se detuvo en la escalinata y paseó su mirada por el otro lado del comedor. Después de un momento de inspección, se volvió y se fue pesadamente escalera arriba.
—Ese personaje de bigote, Serena…
—¿Qué?
—Al pasar junto a él cuando bajaba, por algún motivo, me ha estado vigilando.
—Tú no eres el único. Cuando estaba desayunando, no hace mucho, me clavó los ojos largamente. Puede que sean imaginaciones mías, pero no me parece.
—¿Tienes idea de quién puede ser?
—No, ninguna. Pero puedo averiguarlo fácilmente. Y ahora me tengo que ir corriendo. ¡Au revoir, muchachos! ¡Hasta luego!
Y así se fue, elegante en su traje sastre gris, con el bolso de cocodrilo bajo el brazo.
El corpulento y amistoso señor Saylor no habló hasta que Jeff hubo terminado de comer, aunque parecía dar vueltas como si estuviera esperando la oportunidad. Por fin ofreció a su acompañante un cigarrillo, cogió él otro, y encendió los dos.
—¡Así es mejor! Serena tiene razón, sabes. Necesito cambiar unas palabras contigo; quería hacerlo ayer. Pero me pareció un poco ordinario recordártelo en seguida. Y, de todas maneras, le prometí a Serena que no lo haría. La verdad es, como verás… ¿te molesta que te tutee?
—No, de ninguna manera.
—La verdad es, como verás, que también yo soy escritor. Artículos de revistas, en su mayor parte y cosas así. Tampoco es mal negocio, desde que tuve la suerte de trabajar para las revistas más importantes.
—¿Artículos de revistas, dices? ¿Estás ahora haciendo un trabajo?
El fuerte sentido dramático del otro se encendió al momento.
—¡Sobre las grandes mansiones de nuestro país! —proclamó—. ¿Por qué ir al exterior, en busca de historia y leyendas, cuando las tenemos aquí, en nuestra casa? «En la margen izquierda del Mississippi, no lejos de la pintoresca Nueva Orleáns…».
—¿La Mansión Delys, naturalmente?
—Naturalmente, la Mansión Delys, entré otras. Se puede llevar a cabo la mayor parte de la investigación en cualquier buena biblioteca pública, sin necesidad de causar demasiadas molestias a la gente. Pero me voy a dedicar a la Mansión Delys. Se ha escrito tanto acerca de ella, y no sólo en Nueva Orleáns, que ya estaba bastante bien informado antes de decidirme a bajar el río y empaparme de su atmósfera. El domingo por la tarde, al conocer a Serena en el Netherland Plaza Hotel de Cincinnati, y saber quién era…
—Parece que todos estábamos en el Netherland Plaza. ¿Cómo ha recibido tus preguntas hasta ahora?
Saylor pareció incómodo.
—Admito que no ha colaborado mucho. Pero por otra parte, tampoco me ha rechazado…
—Si no puedes obtener respuestas de un miembro de la familia, ¿qué clase de respuestas esperas conseguir de mí?
—¡Ninguna! Es decir, nada que a ti mismo no te permitieran publicar si tuvieras autorización. ¡Por mi vida —juró el corpulento joven, con aire de virtud incorruptible—, ni siquiera pediré que me permitan entrar en ese lugar infernal, si ella no quiere! Escucha, Jeff —continuó, aplastando el cigarrillo que acababa de encender y encendiendo otro inmediatamente—, nunca he disgustado a nadie con una palabra de lo que he escrito, y estoy orgulloso de eso.
—Bueno, eso es algo.
—¡Ya lo creo que lo es! Lo que realmente me interesá, y que interesaría a muchísimos lectores, es esa historia de un cuarto secreto, o un escondrijo secreto. Solamente hay un hombre en Estados Unidos que es una autoridad verdadera en trucos de arquitectura de esos; si llegáramos a lo peor, cosa que espero no suceda, siempre podré escribirle a él.
»Aparte, además, está la historia de una muerte misteriosa hace dieciséis años. Cierto visitante llamado Peters o Peterson subía la escalera cargado de objetos de plata, cuando cayó y se rompió el cuello. ¡Qué asunto, eh!
De pronto, en el fondo del pensamiento de Jeff sonó una alarma.
—¿De dónde has sacado esa historia?
—Oh, no de las hemerotecas; no hay confirmación sobre el montón de objetos de plata. Sin embargo, un amigo mío —es anciano ahora, pero vivió en Nueva Orleáns— me dio el dato verdadero. Dijo que era una de esas cosas que siempre se habían sabido entre los que realmente estaban informados, pero no se publicaban ni se hablaba de ellas. ¡Jeff, cuánto se podría hacer, con un tratamiento imaginativo, sobre una fuerza asesina que resida en una escalera encantada…!
Jeff golpeteó la mesa con los nudillos.
—¡Un momento, Señor Investigador a Fondo! Aunque no estoy muy familiarizado con las revistas ni sus exigencias, ¿estás seguro de lo que quieres hacer? Supongamos que preparas tu relato sobre la muerte misteriosa, agregándole todos los espantosos detalles que puedas desenterrar o soñar, ¿publicaría algún editor responsable ese cuento si no pudieras sostener la parte de mayor importancia?
Chuck Saylor, con su pelo amarillo-rojizo, le miró horrorizado.
—No creerás que tengo intenciones de escribir eso, ¿no?
—¿No era esa tu idea?
—No, no es esa mi idea. Dulce y sufriente Moisés, ¡jamás en la vida! El padre de Serena murió hace apenas unos meses. No lo ha tomado muy a pecho, como habrás notado. Pero eso no tiene nada que ver. ¿Soy tan tonto como para arriesgarme a causar un trastorno a la chica, hablando acerca de la muerte misteriosa de cualquiera, aunque no fuera una muerte en la familia y sucediera allá por 1910?
—Gracias. Eso está mejor.
—En cambio —prosiguió Saylor, concentrando su energía—, el asunto del cuarto secreto es muy distinto. El abuelo de Serena fue un viejo tramposo, un pirata del Caribe o algo así; debo estar seguro de los hechos. Si hizo construir tal cosa en la Mansión Delys, o encontró allí algo cuando desarmó el edificio, quiero saber qué es. El informe sobre un cuarto secreto nunca ha sido ningún secreto, ¿verdad?
—Por lo menos, no fue muy secreto. No te vas a hacer muy popular si describes al Comodoro Hobart como un viejo tramposo, pero…
—No te preocupes por eso, Jeff. No describiré al maldito viejo en ninguna forma que pueda ser ofensiva. Y puedo mostrar un interés legítimo por el cuarto secreto, escondrijo, o lo que sea. Una historia muy similar, sólo que más trabajada y adornada, se ha contado durante siglos sobre el castillo de Glamis, en Escocia.
Jeff le llamó al orden.
—Glam-is, no; si no te molesta: Ese nombre se pronuncia Glams, en una sílaba, como si rimara con psalms.
El otro exhaló un gemido de agonía.
—¡Estas malditas pronunciaciones británicas! —exclamó, manoteando como si estuviera deslumbrado—. ¡Nunca se pronuncia un nombre como se escribe!
—¿Y no hacemos exactamente lo mismo nosotros? A juzgar sólo por las letras, ¿cómo pronunciaría cualquier erudito extranjero Connecticut o Arkansas?
—Admito que lo hacemos ocasionalmente. Pero ellos lo hacen en todo momento, y se ofenden si se les dice que es una cosa de locos. Cholmondoley es Chamly, Cavendish es Candish…
—No Candish, y no te molestes de nuevo. Ellos decían Candish en los tiempos de Thackeray; según el testimonio que tenemos de Thackeray era así. En el Londres de hoy, si preguntaras el camino a la plaza Cavendish y dijeras Candish, o te corregirían o te preguntarían a qué plaza te refieres.
—¡Mira! —exclamó el exaltado investigador, manteniendo su voz baja, pero hablando con poderosa persuasión—. No discutamos sobre eso, ¿eh? Pero Glamis, que yo llamaré Glams para satisfacción del Viejo Sur, abre una nueva línea de pensamiento. Glams fue uno de los castillos de Macbeth, me parece recordar, aunque puede no ser el lugar donde mataron al rey Duncan. Sin embargo, el viejo Macbeth era un gran tipo para borrar la gente del mapa y no dejar testigos. Ahora bien, si llegara a haber un asesinato en la Mansión Delys, o si la escalera asesina funcionara de nuevo…
—¿Asesinato? ¿Quién ha dicho nada de asesinato?
—No tu humilde servidor; no he abierto la boca y no la voy a abrir. De todos modos, eso sería una noticia; yo no me ocupo de las noticias. Tampoco te preocupes ahora; no va a suceder, y no sería muy divertido si sucediera. Pero sólo estoy pensando que…
De pronto se interrumpió, para escuchar.
—¡Eh! ¿Qué es eso?
Jeff también se puso a escuchar.
—Si te refieres a la música o a la supuesta música que oímos afuera (Beatiful Ohio) viene de una famosa institución en los vapores de río: un órgano.
—Un órgano de vapor, ¿eh? ¿Cómo en los circos?
—Es algo parecido. Si quieres subir a cubierta, podrás ver el órgano de vapor, así como escucharlo. Toca cuando nos acercamos o partimos de las ciudades ribereñas.
Saylor meditó un rato.
—Hace años, una Nochebuena, allá en el oeste de Filadelfia, ciertas almas piadosas, o pretendidos humoristas, alquilaron un órgano instalado en un camión de circo para rodar por las calles lo más tarde posible, despertando a todo el mundo con su ensordecedora versión de Noche de Paz. El lugar donde encontraron un camión de circo hacia fines de diciembre sería un cuento aparte.
»Sí, —agregó, aplastando su cigarrillo y levantándose—, me imaginé que sería un órgano de vapor. Además, por lo que Serena me ha dicho, nuestra primera parada será Louisville. ¿Bajas a tierra?
Creo que no por esta vez. ¿Y tú?
—Yo sí; me gusta estirar las piernas un poco. Bueno…
Jeff echó una mirada por el salón; Kate y Dave se habían ido.
—Bueno, ejemplo de cordura —sugirió Saylor, aún vacilante—, ¿eso es todo? ¿Algunos indicios o avisos para ayudarme?
—Solamente uno. Cuando te encuentres con Serena, o con su hermano, podrías moderar tu febril fantasía. No les digas lo que no dirías si pensaras un momento, especialmente acerca de asesinos y de una escalera que mata.
El otro se pasó la mano por el pelo rubio.
—¿Cuántas veces —insistió— te tengo que decir que no te preocupes? Todo está bien. Yo no soy de los que hacen sugerencias irresponsables o interpretan mal los hechos, eso debe quedar muy claro. No quiero causar molestias a nadie, y menos aún a mí mismo. Confía en Tío Chuck para manejar las cosas, y todo será alegre como campanas de boda. Y así —concluyó, como para que todo quedara en radiante claridad—, hasta que Townsend encuentre ese cuarto secreto y todos nos reunamos en un pico de Darien ¡te doy mi adiós con la absoluta conciencia de mis buenas obras!
Y de este modo se fue Saylor, haciendo muecas por encima del hombro.
Jeff pidió más café. Lo bebió lentamente, y continuó bebiendo mientras el Bayou Queen se deslizaba hasta su atracadero en la margen izquierda, donde los altos depósitos ocultaban toda vista inmediata desde las ventanas de la Sala Plantación. Comenzó el alboroto fuera de la escena: golpes sordos, crujidos, arrastrar de cadenas, testimoniaban la actividad de la tripulación en cubierta.
Jeff terminó su café y saludó con la cabeza al mozo. Subiendo la escalera a su vez, buscó primero el aire libre de la cubierta de camarotes de lujo en el lado contrario al muelle, luego el aire libre de la Texas, más arriba. Allí, de inmediato, se dirigieron a él Kate y Dave Hobart. Este último, que llevaba una chaqueta azul, pantalones de tenis de franela y tenía el aire de quien está espiritualmente marchito, detuvo a Jeff poniéndole una mano sobre el brazo.
—¡Tranquilo, Dave! ¿Qué pasa?
—Nos están siguiendo, eso es lo que pasa. Puede ser que ahora no, pero tenías que haber estado aquí hace un momento.
—¿Os siguen?
—Esta bañera —explicó Dave— tiene setenta y cinco metros de largo, ochenta y cinco si cuentas la rueda impulsora. Kate y yo pensamos dar diez vueltas a la cubierta como un ligero ejercicio. Y lo teníamos detrás, a seis metros de nosotros, pero manteniéndose al mismo paso…
—¿Quién era, Dave? ¿De quién estás hablando?
—Parece que nadie sabe quién es. Podría ser un suboficial de marina o un sargento del ejército en traje de civil. Podría ser un tendero anticuado, con ese bigote. Parece todo eso en uno solo.
—¡Ah, nuestro hombre misterioso! Sí, lo he visto. ¿Y bien? ¿Qué ha pasado?
—No ha pasado nada realmente, en el sentido de una acción definida.
—Si me preguntas a mí… —comenzó Kate, que nuevamente estaba vestida de blanco.
—Si me preguntas a mí, mujer —interrumpió Dave—, tenía sus ojos sobre mí y no sobre ti, aunque eso sea extraño para cualquiera. Cuando paseábamos más despacio —continuó Dave, volviéndose hacia Jeff nuevamente—, el hombre misterioso disminuía la marcha y no nos pasaba. De pronto nos hemos vuelto y hemos empezado a pasear en dirección contraria. Entonces, después de un rato, para que no fuera tan evidente, él también se ha vuelto.
Se detuvieron en la parte delantera, cerca de la sala Texas, cuyas ventanas formaban una pared de tres lados con las sillas de cubierta alineadas debajo de ellas. Dave volvió la espalda a la sala.
—Puede ser que esta mañana esté un poco excitado. Pero cuando el hombre misterioso nos estaba siguiendo, cosa que ha durado como media hora, me he empezado a poner nervioso. Me fui derecho a él y le he dicho, muy cortésmente: «¿Puedo hacer algo por usted?». Me ha contestado solamente que él había estado dando un paseo, y se perdió en la sala esa.
Mirando por la ventana que estaba más cerca, Jeff pudo ver tres costados de un oblongo mostrador de caoba donde se servían gaseosas y soda como bebidas en sí, o para mezclarlas con alcohol, que proveían los mismos pasajeros. También se podía divisar un fuerte mostacho,
—¡Ay, Dave, pobre muchacho! —exclamó Kate condolida—. ¡Si hicieras lo que yo quiero que hagas…!
—Cuando hago lo que tú quieres que haga, amorcito, me quedo peor de lo que estoy ahora. Aunque, en serio —dijo Dave a ambos—, no me diréis que es una situación fácil. No hay nada que dé motivos para quejarse o gritarle; ese fantasma perseguidor tiene tanto derecho a estar aquí como nosotros. Es esta sensación inquietante de ser vigilado o espiado, ¡nada más! Y esto no puede seguir así todo el día, o veré al capitán Josh y haré que tome medidas. Mientras tanto…
—No hemos terminado las diez vueltas a la cubierta, ¿sabes? —le recordó Kate—. ¿Seguimos paseando los tres?
—No, gracias; ya es suficiente. Mientras tanto, como decía, el vapor no se detendrá aquí mucho rato. Dentro de lo que deba ser un tiempo muy corto…
Dave se interrumpió, galvanizado.
—¡Por supuesto! Jeff, ¿qué hora es?
Automáticamente Jeff miró su muñeca izquierda, antes de recordar.
—¡El reloj! —dijo—. He dejado mi reloj en el estante junto a la ducha; será mejor que corra a buscarlo antes de que desaparezca. No, no os molestéis en acompañarme; vuelvo en un momento.
Por lo menos, esperaba, mientras se apresuraba hacia los escalones descubiertos de popa, haber silenciado a Chuck Saylor el tiempo que duraran las seguridades que había dado. Podría resultar un respiro muy corto. El irreprimible Saylor volvería inevitablemente a la imagen de la escalera asesina que había conjurado. ¿Escalera asesina? ¡Qué venenosa tontería!
—Hubo una escalera en mi vida —se decía Jeff—. Ahora no quiero una que sea mortal, además de aquel estúpido asunto de hace trece años.
Estúpido, sí. Cuando pensaba en Penny Lynn, tan bien formada y a la vez tan enojada en el Hotel St. Charles, se daba cuenta de que debería haber desechado ése incidente de su cabeza mucho antes. La inexperiencia y la timidez de la juventud, frente a ese accidente tan imprevisible como ridículo, había hecho que se comportaran los dos como se comporta la juventud.
Pero todo estaba ya pasado y terminado; podía convertirse en un recuerdo casi tierno, con un toque de nostalgia. Cuando llegara a Nueva Orleáns, ni siquiera necesitaba tratar de evitar a Penny. La combinación de circunstancias que tanto la avergonzaron debía ser única entre todos los infortunios; era única; nunca podría volver a ocurrir.
Con este estado de ánimo, pensando sólo en la recuperación de su reloj de pulsera, Jeff corrió hacia su camarote, abrió la puerta y la cerró tras de sí. El pequeño cubículo que albergaba los artefactos y la ducha había sido construido en la esquina más lejana de la pared izquierda, entre esa pared y la división que separaba el camarote 340 del 339, al otro lado de la cubierta de deportes. Ni siquiera necesitaba encender la luz del cubículo; por ambas, ventanas entraba suficiente luz solar.
Se introdujo decididamente en el espacio cerrado, buscando el estante con su reloj, y mirando la cabina de la ducha a su derecha, justo cuando alguien abrió la ducha. Vio un gorro de baño de goma amarilla, vio unos vividos ojos de azul grisáceo, y vio carne de mujer. Vio todo esto una fracción de segundo, antes de que el súbito carraspeo de ella se convirtiera en un grito, antes de que la cortina de la ducha se cerrara apresuradamente y que se cortara el agua.
Jeff se retiró rápidamente, cerrando la puerta del baño. Había sido un golpe, pero no debía dejar que le derribara. Se inclinó hacia la puerta cerrada.
—Esta vez, Penny —gritó—, ni siquiera tus padres podrían decir que soy yo el culpable. Hay una gran diferencia, ¿eh?