Murmullos de la noche, ruidos del agua, nada más. Jeff, que un momento después siguió a Dave, también cruzó el umbral para ponerse a su lado.
Todas las luces altas, sobre la cubierta, habían sido apagadas, y Dave ya había cerrado las cortinillas de la ventana que daba al exterior. Sólo caía un resplandor, desde la puerta abierta, sobre las fregadas tablas del piso. Mirando hacia adelante, Jeff pudo ver, a unos veinte metros de ellos, la forma indefinida de una mujer que parecía estar apoyada con los codos sobre la barandilla, contemplando la difusa costa de Indiana.
Si Dave creyó haber oído a alguien afuera, pero que estuviera próximo, debió de haberse equivocado. La silueta se encontraba demasiado alejada para haber cubierto esa distancia en uno o dos segundos.
—¡Kate! —llamó Dave.
Al volverse la mujer, aún poco discernible, él levantó su dedo índice y lo curvó como llamándola. Evidentemente sin sorpresa, pero con una tosecita, sin embargo, ella se acercó con paso gracioso que no era del todo afectado.
La recién llegada emergió de la sombra con el aspecto de toda una belleza morena, de silueta bien desarrollada a pesar de la moda del momento, con un vestido blanco de falda brevísima, bajo un largo abrigo velludo, y el pelo confinado en su sombrero cloche. Si bien sus actitudes no se podrían llamar furtivas, su actitud era reservada. Los hermosos ojos castaños parecían estar al acecho. La mujer que Dave llamaba Kate podía tener unos treinta años.
—¡Dave Hobart, no me lo puedo creer! —dijo, con su voz gutural.
Extendió la mano, y Dave se la estrechó brevemente. No parecía demasiado cordial.
Kate ignoró esto. Su mirada, que combinaba lo espiritual con lo sensual, escudriñó el rostro de Dave. Dejó caer su mano sobre el hombro izquierdo de él y luego la dejó deslizarse hasta el pecho.
—Al pasar una vez, hoy, me pareció verte escondido ahí… realmente escondido, pobre muchacho… ¡como si no quisieras que te vieran! Tonta de mí ¿no?, tratándose de una pobre infeliz como yo. Pero…
—¿Escondiéndome? ¿Quién se esconde, por Dios? Estoy bien a la vista, como siempre. Y quiero presentarte a un viejo amigo mío, que también viaja hacia el mismo destino que nosotros en el muelle. Señora Keith, el señor Caldwell. Jeff, te presento a Kate.
—¡Tantísimo gusto, señor Caldwell! —canturreó la señora Keith—. He oído mucho sobre usted, por supuesto. Usted es…
Su atención se desvió hacia Dave.
—¿El señor Caldwell es tu compañero de camarote?
—No; viajamos por separado. ¿Tienes tú alguien de compañía en el camarote, Kate?
—¡Dave, criatura, yo también estoy sola! En definitiva, ¿qué chica querría viajar con una vieja viuda como yo? ¿Regresa a la ciudad de sus padres, Jeff?
—Sólo por poco tiempo, creo —contestó Dave por él—. Sin embargo, creo que le podré persuadir para que se quede con nosotros en la Mansión.
—¡Pero qué maravilloso! O por lo menos confío en que lo sea. Él no se caerá por la escalera y se romperá el cuello, espero. ¡Oh, pobre de mí! —exclamó Kate—. Otra vez se me ha escapado. Qué charlatana soy; todos me dicen que tengo menos tacto que un granjero de Arkansas. No era mi intención mencionar eso, Dave, ¡y te juro que no lo volveré a hacer!
—Alguien lo va a mencionar, Kate, y quizás hable de eso largo y tendido.
—¡Bien, pero no yo! —le aseguró ella—. No conocía a ese pobre hombre que se mató. Y por supuesto, es algo que pasó hace mucho tiempo, cuando yo era sólo una niñita. ¡Pero nunca olvidaré ese detalle de la bandeja y la gran jarra de plata!
La mirada de Jeff, entonces, se dirigió a Dave, quien evitó encontrar sus ojos. En cambio, Dave miró hacia el camarote, a espaldas de ellos. De cualquier modo que se sintiera, no olvidaba sus buenos modales.
—Pido disculpas por lo inapropiado de nuestras batas, Kate. Sin embargo, no hay motivo para quedarnos aquí de pie, ¿verdad? ¿Quieres tomar algo con nosotros?
Por un momento Kate Keith pareció estar muy perturbada.
—¡Me gustaría mucho, querido, bien lo sabes! Pero sólo estaba paseando para ver si me entraba sueño; basta por ahora. Así que prefiero no aceptar; ¡de verdad, es mejor que no acepte!
Después de retorcer por última vez un botón de la chaqueta del pijama de Dave, se apartó, sin quitarle el ojo de encima.
—Necesito más sueño que otras personas, a menos que encuentre algo mejor que me mantenga ocupada. ¡Buenas noches, buenas noches, buenas noches!
Y se fue taconeando por la cubierta Texas. Dave continuó observando la espalda en fuga de la viuda, flexible y soignée, que tan pocas dudas dejaba acerca de sus motivaciones. Jeff, volviéndose hacia el vano de la puerta, también se quedó observando hasta que la señora Keith, lo bastante lejos en su camino hacia proa como para hacerse invisible, abrió alguna puerta muy distante, detrás de la cual brilló una lámpara, y se deslizó hacia el interior.
—¿Cuál será ese camarote, Dave?
—No es ningún camarote: es una entrada a la sala Texas. Alguien ha dejado una luz encendida. Bueno…
—«Pobrecita de mí» —remedó brutalmente—. «Pobrecita ésta, pobrecita aquélla». ¿Y qué con el pobre hijo de… que la escucha?
—Kate Keith —meditaba Jeff—. Tiene que haber otro apellido ¿no?
—Lo hay. Su nombre de soltera era Kettering, si es que te la puedes imaginar soltera en algún sentido.
—Tiene proyectos con respecto a ti, evidentemente.
—Kate tiene proyectos sobre cualquier varón que esté disponible en el momento. Puede ser que esté sola ahora, pero no lo estará por mucho tiempo. Hace este viaje con tanta regularidad como los tahúres del río lo hacían en tiempos de mi abuelo. ¡Maldita sea!
—Tranquilo, Dave. Es una mujer muy atractiva.
—Oh, Kate es atractiva. Tiene todas las habilidades convenientes, si pudiera quedarse callada. ¡Pero la variedad de cosas que quiere y con la frecuencia que las quiere…!
—¿Desde cuándo comenzaste tú a predicar sermones?
—No quiero hablar como un mojigato, cosa que no soy. No podría predicar sermones aunque lo quisiera. Hay una mujer en mi vida, como es lo usual. A muchos de nosotros no parece afectarle; a mí me afecta. Cuando pienso en algo que no debiera hacer…
—Eso no te impide hacer lo que no debieras; simplemente te impide disfrutarlo, ¿no?
—¡Mi maldita conciencia es más fuerte que yo! Sí, pienso en una chica ahora mismo. Pero, aunque tampoco debo hablar como Kate, no quiero hablar sobre eso.
—No importa —lo tranquilizó Jeff—. Este conocido de la familia, Thad Fulano…
—Thad Peters, de Danforth & Co., Bâton Rouge.
—Thad Peters, de Bâton Rouge, el que se cayó por la escalera y se rompió el cuello. ¿No te molesta hablarme de él?
—No; ¿hay algún motivo por él que pudiera molestarme?
—Esa es la cuestión, Dave. Como eso ocurrió hace diecisiete años, o casi diecisiete años, ¿por qué te afecta ahora?
—En términos generales, no. Por muchos años ni siquiera pensé en eso. Sin embargo, hace poco recordé ciertas circunstancias peculiares que no se conocieron en ese momento…
—¿Circunstancias peculiares? Nunca me las has contado.
—No, ¡claro que no! Se me dijo que tuviera la boca bien cerrada o perdería mi asignación mensual.
—En aquellos tiempos se nos hacía cerrar la boca sobre cualquier cosa. De todos modos, ¿qué es eso de una bandeja y una jarra de plata?
Dave, que parecía dispuesto a lanzarse en una prédica o por lo menos en una conferencia, hizo gestos elocuentes.
—Era una jarra de plata para agua, muy grande y trabajada, con su bandeja de plata. Siempre estaba en nuestro comedor, que todos llaman el refectorio, sobre el aparador. ¿Recuerdas esa jarra con su bandeja?
—Probablemente la vi, pero no le presté atención. Había un montón de cosas sobre el aparador. Ese es el problema, Dave. ¿Tiene algo de extraño que un huésped se caiga por esa escalera? El atlético señor Peters empieza a bajar (en plena oscuridad, si mi memoria no me falla), pierde pie…
—No, Jeff; de nuevo te equivocas. No bajaba, ¿sabes? Había estado abajo, y subía otra vez, cuando… ¿Quieres que te lo cuente?
—Estoy esperando que lo cuentes.
—Sucedió —comenzó Dave con voz de oráculo— en noviembre de 1910; no importa la fecha exacta. Yo estaba en el colegio; Serena había ido a visitar a tía Betty. Aparte de los sirvientes, no había nadie en casa sino Thad Peters y mis padres. Ah, y el viejo Ira Rutledge, que había pasado la noche, pero él no cuenta.
»A las dos de la mañana se oyó un estruendo metálico que despertó a todos. Toda la casa estaba a oscuras. Encontraron a Thad Peters, vestido con un jersey, pantalones deportivos de franela y zapatos de tenis, tendido al pie de la escalera principal con la nuca rota. Tenía una linterna en el bolsillo, pero no parecía que la hubiera utilizado. La jarra y la bandeja de plata, ambas bastantes pesadas, estaban a cierta distancia, donde las había dejado caer.
»Bien, ¿por qué? —insistió Dave, enderezándose—. Date cuenta de qué es lo que hizo y qué es lo que debió estar haciendo. Salió de su dormitorio de madrugada; bajó la escalera. ¿No te he dicho que la jarra y la bandeja se guardaban en el refectorio?; en ninguna otra parte. Por algún motivo desconocido, comenzó a subir, llevando una pesada jarra vacía con su bandeja, cuando perdió pie. Y todavía hay una interrogante sin respuesta: ¿por qué? Esos son los hechos reales, aunque no se publicaron en los diarios ni se revelaron en la indagatoria.
Jeff sintió que sus ideas eran un remolino.
—Hubo una investigación policial —dijo—, ¿y no se publicaron ni se revelaron las pruebas en la indagatoria?
—Para empezar, tanto el Fiscal de Distrito como el forense eran, amigos de la familia.
—Aun así, aunque ambos tuvieran favoritismos…
Apoyado en el tocador, Dave volvió a mirar en la dirección que señalaba su índice.
—Aunque pueda parecer increíble, no era cuestión de favoritismos ni trataban de ocultar nada. Todo el asunto fue manejado por un investigador muy hábil, el teniente Trowbridge, que después tuvo renombre por cierto asunto en Bayou St. John. Ahora está retirado. En el caso de Thad Peters, que a todas luces era un accidente, el Fiscal de Distrito no pensó que fuera de ninguna utilidad darle mucha publicidad. Habían llegado a la peor impasse posible.
—¿Eh?
—Habían comprobado la verdad, pero la verdad no tenía sentido. Es como si algo, en aquellos escalones, hubiera agarrado a la víctima y la hubiera arrojado hacia abajo.
—Eso no vale —replicó Jeff—, y sabes que no vale.
—¡Pero…!
—No puedes sugerir que pudo actuar una fuerza o presencia malévola en los peldaños… No creo en eso; tampoco lo crees tú. En verdad, Dave —y sostuvo la mirada de su amigo—, es algo distinto, ¿no es verdad? ¿Qué es lo que realmente te preocupa desde hace tanto tiempo?
—Es posible que haya algo. Pensé que te lo podía contar y sacármelo de dentro pero hay cuestiones que no son fáciles de enfocar. Si te lo cuento, tiene que ser por etapas cortas. ¡Dios sabe que tengo mis motivos! Luego, además, está Serena.
—¿Serena? ¿Qué pasa con ella?
—Te dije en mi carta, creo, que la Doncella de Hielo tenía sus momentos de meditación. Escúchame, Jeff. Si te cuento algo en estricta confianza, ¿no le dirás a Serena que lo sabes?
—No; respetaré tu confianza.
—Ella había ido a visitar a Helen Westerby, ¿eh? —preguntó Dave—. Helen solía vivir en las afueras de Cincinnati; su esposo es un gran mandamás en cierta gran firma industrial. Hace poco menos de un año fue transferido a Jacksonville, Florida. Si Serena fue al Norte a visitar a alguien, no pudo haber sido a Helen. ¿A quién, entonces?
—¿Tienes alguna idea?
—Ninguna; esa es parte de la información confidencial. —Dave titubeó—. No puedo pretender ignorar, Jeff, que ella siempre tuvo fama de coqueta, algo más que una coqueta. Se supone que uno tiene que hincharle un ojo a cualquier hombre que sugiere eso de tu hermana, ¿no te parece? Pero yo tengo bastante certeza de que eso es verdad, o de que era verdad en el pasado. Creo que ahora tiene novio, y que por fin va en serio. Quién diablos podría ser, es cuestión aparte. ¿Ese tipo, Saylor, que dijiste…?
—Posiblemente, Dave, aunque no parece ser esa la atmósfera. Si Serena tiene novio, cualquier cosa o cualquier persona es posible. Puede ser Saylor; puede ser el príncipe de Gales o Douglas Fairbanks o Joe el de la perrera. ¿Hay algún motivo de peso por el qué no deba tener novio?
—¡No, por supuesto! Pero ¿qué es lo que la preocupa tanto?
—Bueno, ¿y qué es lo que te preocupa a ti?
Al oír esto, el inestable Dave pareció alterarse en su estado de ánimo súbitamente.
—Tú sabes, Jeff —estalló—, que esta incesante pesadumbre nuestra es la peor medicina que podemos tomar. Si desde mi punto de vista todas las noticias parecen deprimentes, ¿no podríamos ver esperanzas desde el tuyo? ¿Encontrarás aburrida Nueva Orleáns, después de París? ¿O tienes esperanzas, aunque sean pocas, de volver a echarle vistazos a la luna? ¿Nunca piensas en nadie del colegio de abogados que conocías?
Jeff trató de ponerse en el mismo tono.
—En realidad, Dave, sólo esta noche he pensado en la pequeña Penny Lynn. Penny siempre era encantadora; sin embargo, debe haberse casado hace años.
—¡Te equivocas por enésima vez, bobo! Todavía está allí y todavía libre; no hace caso a ninguno de sus pretendientes. Serena piensa que Penny es una fiel admiradora tuya. ¿Comprendes a qué me refiero con eso de «fiel admiradora»?
—Sí, lo comprendo. Pero no puedo pensar que haya nada menos probable.
—¿Por qué te parece tan improbable?
—Solamente vi a Penny tres veces en mi vida. Dos de esas ocasiones fueron desastrosas.
—Desastrosas, ¿eh?
—En un par de simples accidentes, en uno de ellos ni siquiera remotamente tuve yo la culpa, se convenció de que yo sólo quería avergonzarla de la peor forma posible. Naturalmente, eso no era cierto; yo estaba tan avergonzado como ella misma, o aún más. Pero no pude persuadirla de eso; ni siquiera pude pasar por el filtro de sus padres para verla.
Dave dejó el tocador y se sentó en la silla que había ocupado anteriormente.
—¿Tienes inconveniente en contármelo?
Jeff había conocido a Penny, según trató de explicar, durante las vacaciones de Navidad, cuando tenía diecisiete años, y las Lynn acababan de mudarse a Nueva Orleáns desde Kentucky. Hubo un baile muy formal, y con gran vigilancia, en la casa de la anciana Madame de Saure. La imagen de Penny volvía a él desde el pasado: el rizado cabello castaño claro, los ojos azul-grisáceos, vivarachos, en su precioso rostro, todo era la quintaesencia de la feminidad.
—Ella es menor que yo, y parecía muy joven, pero su cara y su figura eran tan maduras que no podían dejar de llamar la atención. Llevaba un vestido de noche muy suelto, como de espuma, lleno de adornos, de color lila, que tengo motivos para recordar. Progresamos rápidamente en nuestra relación; pensé que ya había perdido mi corazón y que había empezado a perder la cabeza.
»Al terminar, más o menos, nuestra décima pieza, no noté que mi pie izquierdo (por lo menos, una parte de él), pisaba el ruedo de su vestido. La música cesó. Penny saltó hacia atrás para aplaudir a la orquesta. Su vestido se abrió totalmente desde el cuello a la cintura, y se le salió del cuerpo de un tirón. Por supuesto, tenía ropa interior; todas la llevaban en esos tiempos. Pero se quedó en enaguas delante de todo el salón de baile. Penny no dijo nada. Por un segundo se mantuvo de pie allí, paralizada; luego rompió a llorar y salió corriendo.
»Bueno, la cosa estuvo bastante mal. La otra ocasión…».
—Sí, me parece haber oído algo del segundo encuentro que tuvisteis. Trataste de desvestirla otra vez, ¿eh?
—¡No, claro que no! Y no tiene nada de divertido, Dave.
—Ya lo sé; lamento que se me haya escapado la risa. Esas cosas sólo son divertidas cuando le ocurren a otras personas. ¿Qué pasó de verdad?
Su siguiente encuentro había sido inofensivo, y ocurrió durante las vacaciones de Navidad dos años después. Viviendo en casa de su tío Gilbert, porque la casa de la familia había sido vendida, cruzaba Jeff el Lee Circle una tarde cuando Penny y su padre pasaron en coche, por el Pierce Arrow. Penny levantó la mano para saludar, dedicándole una dudosa media sonrisa; hasta su padre había condescendido a saludarle con la cabeza. Juzgándose perdonado, el culpable había telefoneado y solicitado que ella le acompañara a una fiesta, la semana siguiente.
—Era un gran acontecimiento en el Hotel St. Charles. En este episodio también interviene una escalera, pero no de una manera trágica, salvo en lo que atañe a la dignidad. Se trata de esos amplios y altos escalones del salón de entrada del St. Charles, que suben desde el salón al entresuelo. Acostumbraban a cubrirlos con una alfombra gruesa y lisa de color rojo…
—Todavía acostumbran. ¿Y qué pasó?
—Penny y yo habíamos estado en uno de los salones del entresuelo, y comenzamos a bajar. Yo no la empujé; ni llegué a tocarla siquiera, a pesar de lo que dijeron después. Ella iba bastante de prisa y resbaló. De pronto, antes de que yo pudiera sujetarla, cayó hacia adelante y rodó. Puede que fuera por algo que había en los escalones; puede que fuera por el corpiño. Esta vez su vestido, de una clase de tejido plateado, se abrió en dos desde la cintura hasta el ruedo. Después se incorporó con demasiada presteza, sin darse cuenta de que no era solamente el vestido lo que había comenzado a perder. La enagua también estaba partida, y se le cayó hasta la cintura. Penny alcanzó a agarrar su ropa interior antes de que se deslizara más abajo de la cintura, pero hasta allí había caído. La gente que había en el salón de entrada no era mucha, pero entre ella estaba su madre.
»Penny gritó: “¿Qué me harás la próxima vez, aunque no habrá nunca una próxima vez? ¿Desnudarme por completo?” Eso fue todo, aparte del alboroto. Nuevamente rompió a llorar y echó a correr. Sí, las desdichas de la adolescencia siempre se supone que son divertidas. ¡Pero si te ríes te rompo el pescuezo!
—No me reía, Jeff —aseguró Dave—. ¿Dices que no pudiste apaciguarla?
—Ni entonces, ni después. No me quiso volver a ver. Cuando llegué a comunicarme con ella por teléfono, su padre intervino y nos cortó la comunicación. Hice un nuevo intento después, pero su madre interrumpió con la misma táctica. Traté de hablar con ella varias veces, una de las cuales cuando estaba razonablemente seguro de que sus padres habían salido, y Penny mandó decir con la criada que no tenía interés en conversar conmigo. Los psiquiatras, nuestros modernos médicos brujos, podrían haber dicho que ella había pasado por una experiencia traumática. Todavía puede que esté resentida conmigo.
—¿Después de todo el tiempo que ha pasado? —se burló Dave—. No lo vayas a creer, hijo. ¡No creas nada de eso!
—¿Qué sabes tú de este asunto?
—Nada, pero conozco a las mujeres. Penny tiene demasiado buen carácter como para haberte guardado rencor por tanto tiempo. Y si ella es tu fiel admiradora, como sospecho, realmente no le va a importar lo que hiciste entonces o lo que puedas hacer en el futuro. ¿Puedo explicarte algo más?
—Sí. ¿Puedes explicarme qué es lo que os preocupa a ti y a Serena?
Un toque prolongado y desabrido del pito del vapor vibró en ese momento. Y al mismo tiempo, Serena Hobart en persona, con el vestido oscuro de media etiqueta que había usado en la cena, abrió la puerta y entró desde la cubierta.
—Realmente, Dave… —comenzó, con fuerte acento de desaprobación.
Toda la atmósfera emocional se había alterado. Dave saltó, instantáneamente, a la defensiva.
—¡Está bien, Serena! No he dicho una sola palabra que no debiera.
—Es un alivio, si es que puedo creerte. Hay un asunto, por lo menos —y una mirada se cruzó entre ellos—, que nunca debe ser tratado ni siquiera mencionado, por grande que sea la curiosidad que puedan tener nuestros amigos. Cuando me enteré de que nos favorecías con tu presencia…
—¡Está bien, está bien! Siéntate y ponte cómoda, entonces. ¿Cómo supiste dónde encontrarme?
La rubia Serena, con el aplomo de una heroína de Michael Arlen, permitió que la acomodaran en el sillón de Dave y le observó con piadosa indulgencia, en su aturdimiento y su ajetreo.
—No hace mucho —dijo ella—, estaba sola sentada en el salón de la Texas, pensando en bueyes perdidos, cuando figuraos que veo entrar a Kate Keith. No la había visto en el almuerzo ni en la cena; evidentemente Kate no me había visto a mí, aunque difícilmente dejara de verte a ti. Me dijo que estabas aquí, entre otras cosas.
Serena levantó un hombro.
—Por supuesto, he tenido que fingir que ya lo sabía, y que estaba enterada de lo que hacías en esta parte del mundo. A propósito, Dave, ¿dónde estuviste?
—Fui a consultar a un experto, nada más. Luego, como ninguno de nosotros necesitamos estar en casa mucho antes del 1º de mayo, me pareció que esta era la forma más agradable de viajar.
—¿Agradable, Dave? También yo lo habría dicho, hasta esta mañana. Ahora no estoy del todo segura.
Una fría sonrisa recorrió el rostro de Serena.
—Jeff es aquí algo así como un personaje privilegiado, admitámoslo, pero no debe llevar las cosas demasiado lejos. ¿Todavía te sientes tan insaciablemente curioso, Jeff?
—Me siento curioso —replicó Jeff— porque se me han dado ya demasiados motivos para sentirme curioso.
—Oh, ¿de veras? ¿Qué motivo en particular, por ejemplo?
Jeff la miró.
—Primero Ira Rutledge me escribe una carta en la que dice que me quiere ver en Nueva Orleáns para hablarme de una situación delicada (sin puntualizar) que me concierne a mí y a otra persona (sin nombrar) que no pertenece a la familia Hobart. Luego Dave me escribe en el mismo sentido, pero con más urgencia, insistiendo en que tengo que estar aquí porque es algo de muchísima importancia. La naturaleza de esta situación, o en qué forma puede interesar a otro que no es pariente, aparte de mí, nunca llega siquiera a indicarse. Finalmente, ¿qué significado místico se relaciona con la fecha del 1º de mayo?
—¿El 1º de mayo, Jeff?
—Ira mencionó cierta fecha de fines de abril. Dave citó concretamente el 1º de mayo, que volvió a citar a continuación. En resumen, ¿de qué se trata y por qué el 1º de mayo?
Dave giró en dirección a él, furioso.
—¡Escucha, Sabatini…!
—El sentido del humor de los Hobart —señaló Jeff— no se aquieta por mucho tiempo. En la carta me llamabas Sabatini, no sé si lo recuerdas. Antes, esta misma noche, Dave, Serena misma murmuró un nombre que sonó algo así como «Merriman». No parecía mirarme a mí, pero tengo la sensación de que se refería al difunto Henry Seton Merriman. Si encontráis divertido bautizarme con el nombre de algún novelista histórico más o menos reciente, vivo o muerto, al menos podríais darle variedad a la lista. Están Stanley Welmen, Charles Major…
Serena rió en forma evidentemente sincera.
—No, Jeff. Estoy de acuerdo en que eso no es divertido; parece que no te das cuenta de qué es lo divertido. Es toda la verborrea que utilizas, la cual sería aburrida y molesta si no fuera tan completamente cómica.
Entonces sí sonó la burla en su voz.
—La situación es delicada ¿no? ¡Delicada de veras! Será mejor que se lo digamos, Dave.
—¡Pero…!
—Te repito que es mejor, o sólo lo sabrá por Ira y sacará falsas conclusiones. No es delicada; no es importante; no es absolutamente nada.
—¿Esa parte, quieres decir? —preguntó Dave.
—Esa parte, por supuesto. Como ahora, técnicamente, eres el cabeza de familia, será mejor que se lo digas tú mismo. Entonces dos de sus horribles perplejidades, mi supuesta palabrería y la terrible fecha del 1º de mayo, se resolverán de inmediato. ¡Habla, Rey David de Israel! Da rienda suelta a tu acostumbrada locuacidad, por una vez con mis bendiciones.
Dave pareció prepararse para hacer un esfuerzo.
—Muy bien; ¡yo bromeaba sobre Sabatini! Pero si Serena se ha referido a alguien llamado Merriman —miró a Jeff— no ha aludido al Seton Merriman que escribió Barlasch of the Guard. Se refería a Earl G. Merriman, de St. Louis, Missouri. Puede ser un bárbaro de la peor especie, pero ha hecho una oferta bastante justa y le hemos prometido tomar una decisión para el 1º de mayo. Como verás, Jeff, probablemente venderemos la Mansión Delys.