—¡Un minuto, Dave!
—¿Qué?
—En nuestra mesa del comedor hay un asiento reservado para alguien que se supone alcanzará el barco más adelante. ¿Se trata de ti?
—¡No, por Dios! Además, yo ya estoy a bordo.
—Ya lo veo, pero Serena dijo…
—¿Serena? —Dave abrió grandes los ojos—. ¿Me vas a decir que ella también está aquí?
—Te lo estoy diciendo.
—¿Qué está haciendo ella en el norte?
—Visitando a una amiga de Nueva Orleáns cuyo nombre de soltera era Helen Farnsworth. Su apellido de casada… es…
—¿Westerby? ¿Helen Westerby?
—Eso es. Serena dijo…
—Es raro, es el colmo de la rareza. Mira, no digo que mienta descaradamente; no digo eso ni mucho menos; pero es raro. Sin embargo, a Serena le gusta hacerse la misteriosa simplemente por el gusto de serlo. ¿Viaja sola, como yo?
—No exactamente sola. Viaja con, o por lo menos en la compañía de, un personaje que se llama Charles o Chuck Saylor, S-a-y-l-o-r, de Filadelfia.
—No le conozco. ¿Quién es? ¿Qué hace?
—Eso es lo que no he logrado averiguar, aunque Serena dice que por algún motivo Saylor y yo debemos estar en rapport. Entre ellos tienen la habilidad de torcerle el sentido a cualquier pregunta; es como tirarle estocadas a un esgrimista. ¿Vas a hacerme lo mismo?
—¡No, jamás en la vida! Yo estoy aquí para informar.
—Entonces ya puedes empezar. Si no sabías que Serena estaba a bordo, ¿sabe ella que estás tú?
—No lo creo; he tenido muy buen cuidado para que no pueda saberlo. Escucha, Jeff. Yo confío en ti; siempre he confiado en ti. Cuando te he visto subir a bordo esta mañana…
—Parece haber cierta falta de confianza mutua entre los Hobart. Dices que confías en mí. ¿Significa eso que no confías en tu propia hermana?
Dave levantó la mano como si fuera a hacer un juramento.
—¡Muchacho, por supuesto que confío en ella! Serena también está en esto, suceda lo que suceda. Mira: estuve haciendo una pequeña misión por el bien de la familia. Por el momento podría decir que soy una especie de polizón, un polizón que ha pagado su pasaje.
—¿Un polizón que ha pagado su pasaje?
—Te lo explicaré —dijo Dave con gran nerviosismo—. Estoy en el 240, debajo, en la Texas, directamente debajo de éste; tomé el camarote completo, como pareces haberlo hecho tú. Me metí a bordo por la mañana temprano, antes de la hora en que habitualmente permiten entrar a los pasajeros; he estado como escondido allí. Pero lo arreglé todo con el capitán Josh.
—¿Con quién?
—El capitán Joshua Galway. Siempre le llamamos capitán Josh. Los Galway son propietarios de la Línea Grand Bayou, y han estado navegando por el río durante generaciones.
—Ese capitán Josh, ¿es un hombre robusto, de cara colorada, con una gran sonrisa?
—Sí. Le he hecho jurar que mantendría en total secreto mi presencia.
—¿Y aceptó?
—Bueno, me dio un buen sermón; dijo que tendría que sobornar por mi cuenta a la tripulación si quería que me trajeran la comida en privado. Pero es un tipo estupendo, y un viejo amigo de la familia, así que…
Jeff miró a su acompañante.
—¿Utilizas también un nombre supuesto? ¡Dave, por Dios! Meterse furtivamente a bordo… Esconderse… Mantenerse de incógnito secreto… comer en privado… ¿A qué tanto misterio?
—Ahora que lo pienso —Dave exhaló un profundo suspiro—, no hay motivo alguno. Revelaremos mi presencia mañana por la mañana. Mientras tanto, déjame repetirte que tengo cosas que contarte. Y esto merece un trago en honor a tu regreso. Es algo tarde, pero eso no importa. Ven conmigo abajo a mi camarote, y descorcharemos una botella.
—Si es ginebra falsificada…
—Nada de ginebra. Es whisky escocés, importado. Puede que lo hayan rebajado, pero por lo menos se puede tomar. Y ya tengo los ingredientes. ¡No discutas ahora; ven conmigo, y verás!
Dejaron la cubierta, con sus batas flameando en la brisa, y bajaron la escalera exterior por el lado de estribor.
El camarote 240, algo más pequeño que el de arriba, era igualmente cómodo. Todas las luces habían quedado encendidas en él; a plena luz, Dave Hobart se veía macilento, hasta algo enfermo. Sobre la mesita de noche había dos vasos, junto con un recipiente lleno de cubos de hielo que se estaban derritiendo.
Dave extrajo una botella de medio litro, escanció porciones generosas sobre el hielo y agregó agua del grifo. Si el resultado no estaba a la altura de la etiqueta, por lo menos se aproximaba bastante. Ambos encendieron cigarrillos, y cada uno ocupó un sillón.
—Jeff —comenzó Dave con la misma intensidad de antes—, ¿qué sabes de la historia de mi familia?
—No mucho. La he oído en líneas generales, pero con muy pocos detalles.
—Es lo que yo me figuraba. Algunos podrían imaginarse que tú, tan aficionado a la historia, habrías investigado una leyenda borrascosa tan próxima a tu casa.
—No la he investigado, supongo, precisamente porque está tan cerca de casa.
—Es cierto. Pero es muy importante que escuches los detalles, o por lo menos los detalles que ahora se conocen. Tengo que llevarte a un pasado muy remoto, casi a tres cuartos de siglo más atrás, hasta 1860. Ese es el año en el que nació mi padre, y mi abuela murió en el alumbramiento. Mi abuelo, a quien por lo común llamaban el Comodoro Hobart, de la Armada de los Estados Confederados, como lo fue luego…
—¿Quieres decir que todavía no era de la Armada de los Estados Confederados, porque esa marina en sí misma aún no existía?
—¡Exacto! —Dave bebió, dejó su vaso sobre la mesa, y señaló con el cigarrillo—. Fitzhugh Hobart nació el 31 de octubre de 1827, y murió a fines de 1903, recién cumplidos los setenta y seis; yo apenas puedo recordarlo.
»La mayoría de la gente le considera un esforzado capitán del barco expedicionario Louisiana, o el barbado patriarca que muestra su retrato. En el verano de 1860 era un hombre de treinta y dos años, y hacía diez meses que se había casado con Ingrid De Meza, de Dinamarca, y aunque interesado hasta la locura por la navegación, solamente había llegado a ser comodoro del Delta Yacht Club. Pero ese verano, sin haberse enterado del nacimiento de su hijo, ni de la muerte de su mujer, uno de los más grandes románticos del, mundo se había lanzado tras un romántico sueño. Con su propia goleta fue a buscar un tesoro hundido en las Bahamas.
—Ahí está lo interesante, Dave. ¿Encontró algún tesoro?
—Lo encontró; no hay duda sobre eso.
En esto, Dave se puso de pie de un salto.
—Tú me conoces, Jeff; soy un tipo bastante inútil. En mi primera juventud pensé que quería escribir, como tú. Tú cumpliste lo que decías; en cuanto a mí, yo sabía que nunca lo iba a hacer. Pero en este asunto de familia realmente yo he hecho algo: reuní todos los datos, con tanto cuidado y tan concienzudamente como si pudiera extraer algún sentido de ellos, cosa que no he logrado.
»Allá por el siglo diecisiete —continuó—, quince galeones españoles cargados de tesoros, de regreso a Cádiz desde Sudamérica, zozobraron y sé hundieron en medio de una tormenta, cerca de los Ambrogian Reefs, en el extremo de las Bahamas, en aguas británicas. Su cargamento consistía principalmente en oro en barras además de dinero acuñado y joyas. Un aventurero inglés había recobrado parte de este botín, aunque muy poco en proporción a su valor total; mi abuelo extrajo algo más. Pero el mayor volumen de ese tesoro, que se estima en el valor de unos diecisiete millones de dólares, nunca fue encontrado y allí se encuentra hasta hoy. ¿Me sigues?
—De cerca.
—El viejo Fitzhugh era un demonio en cuanto a ingenio; toda su carrera lo prueba. Tal vez nosotros creamos que las expediciones submarinas del siglo diecinueve fueran ensayos rudimentarios y a medio cocinar. Es un error. Julio Verne pudo escribir Veinte mil leguas de viaje submarino en 1870. Si estudias el asunto, comprobarás que hace más de sesenta años su equipo de bucear (traje de lona engomada, casco de metal, con aire bombeado desde arriba por un tubo), solamente era una versión algo menos complicada del que tenemos hoy.
»Y los aventureros de aquellos tiempos tenían un estilo muy piratesco. Si mi querido abuelo hubiera informado sobre su descubrimiento a las autoridades británicas, habría necesitado suerte para llegar a conservar una parte considerable de lo recobrado. Pero nunca les dijo nada; y nunca tuvo la intención de hacerlo. Entró y salió tan sigilosamente, tan secretamente, que jamás supieron siquiera que había estado buscando un tesoro y menos aún que lo hubiera encontrado. De modo que él y su tripulación pusieron rumbo a casa triunfantes con el botín.
»Sabemos qué hizo. El metálico… el oro acuñado, quiero decir…
—Sé qué es lo que se llama metálico. ¿Y bien?
Dave adoptó un aire pensativo.
—Vendió el metálico y las joyas por lo que pudo conseguir. El oro lo escondió; y lo hizo con tanta habilidad que nadie ha podido ponerle la mano encima jamás. Dónde escondió tanto oro, cómo pudo haberlo escondido para que no se descubriera, son cuestiones que han desconcertado a mentes más perspicaces que la mía. Viejo amigo, esto es todo lo que sabemos actualmente.
—Muy bien, pero ¿cómo lo hemos averiguado?
—Por notas que dejó el comodoro —dijo Dave, comenzando a pasearse por el camarote—, y por lo que él le dijo a mi padre. Existen claves en el problema que no necesito explicar ahora, para quienes intenten buscarle la solución. Y el cuento tiene dos partes, como verás. En este punto se bifurcan momentáneamente para después unirse otra vez.
»En aquellos dias la familia tenía una cantidad muy grande de negocios. No es que le interesaran mucho a Fitzhugh, que odiaba los negocios y decía que él no podía molestarse en atenderlos. Aun así, le fue bastante bien. Entre los negocios se encontraba una gran plantación azucarera a unos veinticinco o veintiséis kilómetros río arriba. ¿Habrás oído, verdad, que estamos lejanamente emparentados con la familia anglonormanda Delys?
—Sí, creo que lo he oído en alguna parte.
—¡Nada de sarcasmos, muchacho! El mismo Fitzhugh compró esa plantación, también bajo cuerda, antes de salir en busca del tesoro. Pero tampoco podía molestarse en cultivar azúcar. Hacia el fin de la década de 1850 había emigrado de Inglaterra, con su esposa y un hijo menor indigente del clan Delys. Fitzhugh los estableció como patrones de Faracres, la plantación, en una gran casa de columnas, que ahora está derruida. Aunque mi abuelo era propietario de esa tierra, y siguió siéndolo, dejó que todos pensaran que el verdadero dueño era Arthur Delys.
»Luego vino la Gran Desavenencia de 1861 a 1865» [Dave llama así Unpleasantness (pelea de familia) a la guerra de Secesión en Estados Unidos].
»Es importante mencionar que en ese momento Fitzhugh Hobart, pronto convertido en el Capitán Hobart, y luego en el Comodoro Hobart, tenía dos grandes amigos. Uno siguió siéndolo, el otro no. El primero de ellos, el que continuó en su amistad, fue tu abuelo, de quien recibiste el mismo nombre: el coronel Jeffrey Caldwell del 4º regimiento de Louisiana.
Dave detuvo su ir y venir.
—¡Déjame pensar, ahora, Jeff! ¿No estuviste tú en el servicio también en infantería durante la pasada Gran Guerra?
—Estar en el servicio es mucho decir; jamás me encontré cerca del frente. Terminé siendo teniente segundo en el regimiento 18º de Connecticut.
Dave se enderezó.
—Tuve una muy ligera afección cardíaca —manifestó—, cosa que me impidió entrar en la marina… No viene al caso; volvamos a los fantasmas. El otro camarada de Fitzhugh, que no seguiría siendo su camarada por mucho tiempo, era un genio de las finanzas llamado Bernard Dinsmore, unos siete u ocho años mayor que él.
»El problema entre ellos se declaró aún antes de las hostilidades. Fitzhugh le llamó maldito traidor amante de los yanquis, y le dijo que se fuera al Norte con sus condenados amigos.
»Fitzhugh nunca le perdonó. Mi padre, que entonces era sólo un niño, se ocupó después de investigar la querella. Mi padre siempre dijo que el acusado había sido juzgado muy mal, y que se debía hacer una reparación. Bernard Dinsmore, aunque era un hábil hombre de negocios, simplemente quería que el Sur no entrara en guerra. Pero se vio en tal remolino que tuvo que irse al Norte. Si bien no se unió realmente a los yanquis de modo activo, hizo allá una fortuna. El único pariente de Bernard que vive aún es su nieto, que debe ser bastante mayor que nosotros: Horace Dinsmore, un clérigo de Boston, piadosísimo y de rostro adusto.
Dave se había puesto a pasear otra vez por el cuarto.
—Pronto verás, Jeff, de qué modo nos afecta esto en la actualidad: Se desató la tormenta de la guerra, que arruinó a tantos Confederados, pero que no hizo mella en los Hobart. Ya se han olvidado amarguras, aunque haya uno o dos que aún murmuran por lo que le hicieron a Georgia en el 64. [Las tropas del Norte lo arrasaron todo en su avance]. En Nueva Orleáns los estuvimos molestando desde 1862 hasta que echaron al último politicastro norteño[4] en 1877.
»Una vez estuvo en peligro el destino de los Hobart cuando Cucharas Butler, el comandante Federal, quería apoderarse de esa casa de la plantación, río arriba. No sé decirte por qué querían una casa tan lejos de la ciudad, pero Cucharas quería cualquier cosa que se pudiera arramblar, incluyendo los cubiertos de plata. ¡Si hubieran sabido que la propiedad pertenecía a Fitzhugh, que había mandado al infierno a tantos barcos de la Unión…! Pero Arthur Delys juró que Faracres era suyo, y es posible que para aquel entonces Arthur realmente lo creyera.
»“Soy súbdito británico”, decía, y era verdad. “A menos que no le importe provocar un incidente internacional, señor, mantenga sus manos fuera de mi propiedad”. Cucharas lo pensó mejor.
»Y entonces, en seguida, el comodoro Hobart regresó. No volvió a Faracres, donde había vivido con mi abuela; probablemente temía que algún politicastro se apoderara del lugar. Jeff, ¿por qué pensamos que esos hombres barbudos no podían tener sentimientos? Nunca se volvió a casar, siempre adoró la memoria de su mujer. Su hijo, a quien llamó Harald en memoria de ella, fue criado por una ama hasta que tuvo edad suficiente para internarlo en una escuela. Fitzhugh alquiló habitaciones amuebladas en el distrito de Garden, que fueron su hogar por muchos años.
»Arthur Delys y su esposa murieron en una epidemia de fiebre a fines de la década de 1870. Con la ida del último politicastro norteño, mi abuelo vendió Faracres, reinvirtiendo en forma segura sus grandes ganancias. En la primavera de 1882, con sus maduros cincuenta y cuatro años, partió al extranjero: fue a Inglaterra, donde había pasado su luna de miel. En parte era un peregrinaje sentimental, y en parte era una visita al jefe de la familia Delys en la Mansión Delys, de Delys, Lincolnshire.
»Allí se erguía, entre los pantanos: un edificio solariego estilo Tudor del siglo XVI, de ladrillo oscuro, con muchas ventanas; la fecha 1560 estaba grabada en la piedra sobre la puerta principal. Pero los parientes Delys del viejo, antes tan ricos, atravesaban malos tiempos; querían vender. Y Fitzhugh concibió otro sueño romántico.
»Él ya había comprado esa fracción grande, fuera de Nueva Orleáns, río arriba pero bastante cerca de la ciudad, con la intención de construir allí una casa para su vejez. Entonces haría algo mejor. Compraría la Mansión Delys y la mandaría desmontar para transportarla y hacerla construir de nuevo junto al Mississippi.
»Y eso es lo que hizo. Aparte de la luz de gas para su iluminación moderna (la gente ya hablaba de luz eléctrica, pero todavía no la tenían), y unas pocas mejoras más, como baños actualizados, no hubo alteraciones en su historia de más de tres siglos. Allí se alza ahora, con sus ventanas y altas chimeneas y demás, como la habrás visto mil veces en el pasado.
Jeff, que había estado fumando un cigarrillo tras otro, aplastó el último.
—No me gusta interrumpirte, Dave…
—Entonces ¿por qué interrumpes?
—¡Porque no entiendo!
—Por amor de Dios, ¿qué es lo que no entiendes?
Jeff se puso de pie y se encaró con él.
—Esta historia de familia es fascinante; al menos lo es para alguien de mi mentalidad. Pero ¿qué tiene que ver con la situación actual?
—¿Eh?
—Dave, tienes los nervios de punta; has estado actuando como un criminal perseguido. Dices que hay toda clase de problemas, y que muy pronto estallará algo malo o peligroso. ¿Qué relación tiene la historia del comodoro, o la de tu padre, con esos problemas que ahora te amenazan?
—¡Todo! ¿No lo ves?
—No. Y eso no es todo.
—Si al menos te callaras y me dejaras llegar al fondo del asunto —dijo Dave quisquillosamente— quizás lo verías. Todavía tienes reservas; ¡muy bien! Si te prometo probar que no exagero, ¿puedo tomarme la libertad de decir lo que quiero?
—Por supuesto. Yo no pretendo…
Dave hizo un gesto magnánimo.
—Si bien es cierto que mi padre tuvo poco que ver con esto, es mejor que lo incluya. Andaba por los veinte años cuando trasplantaron la Mansión, y observó cómo los obreros hicieron esas pocas alteraciones bajo la dirección del comodoro. Mi padre estudió ingeniería en el Instituto de Massachusetts, pero no terminó la carrera. Lo que hizo principalmente fue ayudar en los asuntos de finanzas hasta la muerte del comodoro, y más tarde los manejó totalmente.
»Cuatro años después de estirar el viejo la pata, tanto mi padre como mi madre pensaban que debían hacer reparaciones en la estructura de la Mansión. Recuerda que el clima húmedo puede ser perjudicial para los antiquísimos ladrillos y la madera. Pero el arquitecto que consultaron les dijo que no serían necesarias: cualquier cosa que pudiera soportar la región de los pantanos ingleses, podía soportar el clima de Louisiana. No hicieron cambios, salvo la instalación de la luz eléctrica, y el arquitecto vigiló esos trabajos.
—¿También esto tiene algo que ver?
—Mucho. No olvides el tesoro escondido del viejo Fitzhugh.
Dave corrió hacia la puerta que daba a la cubierta Texas. Abrió la puerta, inspeccionó el exterior, luego la cerró con suavidad y volvió.
—Ese edificio nunca pareció incongruente en la nueva heredad, como podría haber parecido. Tiene aspecto antiguo; es antiguo; estaba predestinado a recoger leyendas. Desde que el comodoro hizo su trabajo de trasplante, qué terminó en 1883, hubo un rumor persistente, que tú habrás oído, como muchos otros. La Mansión Delys, murmuraban, contiene una habitación secreta, una habitación escondida, y allí es donde mi abuelo puso su oro español. ¿No hay un cuento parecido sobre cierto edificio de Escocia?
—Sí, sobre el Castillo de Glamis. Pero el Castillo de Glamis es un edificio enorme en que se puede ocultar casi cualquier cosa. La Mansión es grande, lo admito, pero…
—No hace falta que discutas, Jeff; estoy de acuerdo. Otro cuento dice que no existe un «cuarto» en el sentido técnico, sino que el oro fue ocultado entre dos paredes.
—¡Un momento! El comodoro encontró el oro, me dijiste, más de dos décadas antes de poner sus ojos en la Mansión Delys. Si insistió en esconderlo en un lugar u otro, ¿dónde lo escondió durante esos veintidós años?
—No lo sé, y no me importa. Nuestro tema es la Mansión; mantengámonos en él. Bien, No hay oro escondido entre ninguna de las paredes; yo puedo atestiguar eso.
—¿En qué forma?
La excitación de Dave había aumentado, junto con su nerviosismo.
—Los obreros —replicó— abrieron las paredes cuando instalaron la electricidad y el teléfono. Y aquel arquitecto tenía bastante interés en las leyendas como para inspeccionarlo todo. Yo solamente tenía doce años entonces; Serena tenía menos. Ni mi padre ni el arquitecto me querían decir qué andaban murmurando constantemente. Pero los chicos tienen las orejas y los ojos grandes; desde entonces he verificado lo que pensaba. Y no necesitas, creer en mi palabra al respecto. El arquitecto en cuestión todavía está vivo; ¿por qué no preguntarle? No había nada entre las paredes. Y sin embargo —Dave miró en la dirección que señalaba su índice—, ¡el maldito oro debe estar en alguna parte de la casa!
—¿Estás seguro?
—Segurísimo. El comodoro dejó unas notas en un gran libro mayor que llamaba su cuaderno de bitácora, como te decía. Está ahora disponible para inspeccionarlo. También le habló a mi padre, y él me lo contó a mí mucho después.
—Oro en lingotes era, ¿no? ¿Qué cantidad de oro?
—El peso aproximado se encuentra en estas notas. Yo pregunté a un amigo mío del Planters & Southern Bank, como una curiosidad hipotética acerca de la reserva de oro en Estados Unidos, cuál sería el valor de ese peso en lingotes. Resulta poco menos de trescientos mil dólares.
—¿A tanto asciende ese oro?
—A tanto asciende; ¡sin bromas! «Está aquí», le dijo una vez a mi padre el viejo, refiriéndose a nuestra casa. «No está enterrado: en cierto modo ni siquiera está cubierto. Está a la vista, si es que sabes verlo».
—¿No dijo: «Si es que sabes dónde mirar»? ¿Dijo: «Si es que sabes verlo»?
—Son sus propias palabras. Es descabellado, ¿no?
—Es más que descabellado; ¡es antinatural!
Jeff le miró fijamente.
—Dave, ¿comprendes a tu abuelo? Podríamos reconciliar lo empecinado con lo sentimental: eso parece haber caracterizado a su generación. Pero les dejó a tus padres una fortuna, ¿no? Si guardó otra fortuna en cierto lugar oculto que no es un lugar oculto, ¿por qué lo mantuvo tan en secreto? ¿Por qué no se lo dijo?
Dave paseó fanfarroneando un poco, con los pulgares enganchados en las solapas de su bata.
—A mi modo de ver, al pícaro viejo del diablo le divirtió brindarles ese desafío.
—¿Y si suponemos que ha estado engañando a todo el mundo?
—No, Jeff; el abuelo no mentía. Todos dicen que nunca mintió, aunque le encantaba decir cosas intrigantes, dentro de la verdad, como uno de esos cuentos de misterio en que se juega limpio. Tú acostumbrabas leer muchos cuentos de misterio, ¿no?
—Y todavía los leo.
—Sí; también a mi padre le gustaban. El viejo comodoro habría sido un gran aficionado a esa clase de cuentos, si en su tiempo hubiera podido leer algún otro, aparte de Sherlock Holmes. Como sabes, él nunca pensó que nuestra familia necesitaría ese oro. Realmente no lo necesitamos, ahora, por supuesto, pero ¡qué triunfo sería si alguno pudiera descifrar este enigma!
—Ese no es el único enigma en este asunto, Dave, ni tampoco la conducta de tu abuelo. Tu propia conducta es tan extraña como la de él.
—¿Mi conducta?
—Sí, la tuya. Dices que explicarás la inquietud que tan a la vista te afecta, y que lo pondrás todo en claro. ¡Pero hasta ahora no has dicho una sola palabra que explique nada!
—Bah, no sé. Debe haber alguna razón, ¿no es verdad?, para que a la Mansión Delys la llamen la Mansión de la muerte…
Jeff, que se había sentado, se puso de pie de un salto.
—¡Ahora sí que te callas! Por mí cuenta lo que quieras, ¡pero no me vengas con esas cosas!
—¡Oh, Dios mío! ¿En qué estás pensando ahora?
—En lo que ya hace tiempo pensaba. Cierto libro sobre las grandes mansiones de Inglaterra, Dave, dedica un capítulo entero a la Mansión Delys antes de que la trasplantaran. Como historiador aficionado de mala muerte, yo puedo decirte algo sobre ese edificio y sobre la familia Delys también.
—¿Qué?
—Tus parientes Delys, que construyeron su casa dos años después del advenimiento de la reina Isabel, eran de buena y antigua estirpe; También eran de linaje sobrio, nada espectacular: firmes protestantes de la Iglesia Anglicana de Enrique VIII. Evitaron las pendencias, religiosas o políticas antes, entonces y a partir de entonces. Por algún milagro hasta se las ingeniaron para mantenerse neutrales durante la guerra civil inglesa. Y sus vidas privadas fueron iguales en cuanto a falta de espectacularidad. Sin asesinatos, ni duelos, ni amores trágicos que llevaran al suicidio.
—Ahora es a ti a quien le toca explicar.
—La Mansión Delys fue llamada Mansión de la muerte en Inglaterra. Recibió ese nombre por un hábito natural de nuestra lengua corriente[5], «Delys» instantáneamente sugerirá «deadly» a un sentido primitivo del humor inglés. No adquirió ese nombre por algo que hubiera ocurrido en ella, porque nunca ocurrió tal cosa. ¿Ha sido denominada fantasmal, siniestra o de mala reputación por alguna causa?
—Puede ser que en Inglaterra no. Pero…
—Bien —continuó Jeff—, ¿no sucede lo mismo en su historia de aquí? Ese edificio rezuma antigüedad, como tú has señalado…
—Rezuma escalofríos, digo yo. ¡Maldito sea este asunto, Jeff…!
—De todas maneras, ¿puedes indicar un solo aspecto siniestro? ¿Ocurrió algo violento allí alguna vez?
—¡Sí, una vez! —explotó Dave—. ¿Te olvidas de lo que ocurrió aquella noche de otoño de 1910, cuando tú y yo estábamos fuera de casa debido a nuestro primer curso de ingreso en la universidad?
—Si te refieres al amigo de la familia que se cayó por las escaleras abajo en el vestíbulo principal y se rompió el cuello, no es la clase de violencia que estamos comentando. Y casi no atrajo ninguna atención. Esa escalera es de roble macizo, pero los peldaños están gastados y tienden a ser resbaladizos. Un huésped que está borracho o siquiera descuidado…
—¡Estás completamente equivocado, hijo mío!
—¿Completamente equivocado?
Dave contó con los dedos.
—No puedes llamar a Thad Peters un amigo de la familia: tenía ciertos pequeños asuntos comerciales con mi padre. Nunca fue descuidado y no podía haber estado borracho; jamás bebía.
Thad Peters, en realidad, era un atleta de fama con un perfecto sentido del equilibrio. Como ves, Jeff…
Otra vez los ojos de Dave se desviaron hacia la puerta; de pronto se puso rígido. Se precipitó en dirección a ella y la abrió de par en par. Luego, dando un largo paso hacia afuera, se contuvo, giró hacia la izquierda y se quedó de pie mirando fijamente hacia la cubierta.
—¡Buen Dios! —murmuró.