Hacia la una de la madrugada tuvo que rendirse a la evidencia de que no podía dormir. Por lo menos, aún no.
Rodó sobre su codo izquierdo, buscando con su mano derecha la cadenita de la lámpara de la mesita. La luz alumbró el lujo sobrio del camarote 140, en la cubierta de deportes sobre la popa, a estribor del buque; no, no era a estribor, se debía decir el lado de los «dos silbatos». Su ventana abierta (nunca se deben llamar ojos de buey a las ventanas) dominaba la enorme rueda propulsora, pintada de rojo, cuyo batir soñoliento debió dormirle como un arrullo. Y aquí estaba, solo, habiendo pagado por las dos camas.
Y eran camas, no literas, para mayor sibaritismo en la comodidad fluvial. La hora, la una menos diez según el reloj de la mesita de noche. El pequeño calendario de viaje ribeteado de cuero indicaba que la flecha era lunes 18 de abril de este año de 1927. A esta hora ya era martes 19 de abril. El Bayou Queen, de la línea Grand Bayou —que se dirigía a Nueva Orleáns bajando el Ohio y el Mississippi— había salido de Cincinnati el lunes a mediodía. Su primera escala sería Louisville en algún momento de ese martes.
Jeff Caldwell, que a mediados de julio cumpliría treinta y tres años, tenía en su cabeza muchas preguntas. De hábitos sedentarios, aunque no de aspecto débil ni poco atlético, se podría opinar de él que era demasiado estudioso, demasiado solitario, de no ser por su sardónico sentido del humor. Pero esta maldita situación le seguía atormentando. Y necesitaba un poco de aire.
La luz pintó de oro pálido las paredes blanco-brillantes. La puerta del bañito estaba entornada. La otra conducía al aire libre de la cubierta, hacia el lado de los «dos silbatos». Jeff impulsó las piernas fuera de la cama, metió sus pies en las zapatillas y se echó una bata sobre el pijama. Luego, encendiendo maquinalmente un cigarrillo salió afuera.
Cubierta principal, cubierta de camarotes especiales, cubierta Texas, cubierta de deportes; esta última por encima de todas, pero la brisa fresca y el rayo de la luna. Aparte del batir de la rueda y el suave palmotear del agua al costado del barco, casi ningún ruido. Una o dos luces dispersas, remotas y fantasmales; ningún otro signo de vida.
—No se llenó ni a medias en este viaje —le dijeron en la oficina de la compañía, en Cincinnati—. Usted ya sabe cómo es esto. La gente adinerada no descubre América, por lo general: van al extranjero. De junio a septiembre estaremos llenos, salvo, quizás, los camarotes de lujo. O quizás usted lo sepa. ¿Es su primera visita a Nueva Orleáns?
—Yo nací y me crié en Nueva Orleáns.
—Pues no habla como un sureño.
—Fui educado, si es que se puede llamar así, casi por completo en el Norte.
—¿Vive en Nueva Orleáns ahora?
—Ni siquiera vivo en este país.
—En fin, no es asunto mío…
Jeff había pensado: «No, claro que no». Y no había dicho más.
Ahora, con el codo apoyado sobre la baranda, protegiendo el fuego del cigarrillo con su otra mano, todavía meditaba. Jeff Caldwell no podía negar que tenía bastante dinero. Con la Dixieland Tobacco Company en continua prosperidad (había comenzado desde que su bisabuelo la fundó en Carolina del Norte, bastante más de un siglo atrás), ni él ni su tío Gilbert, hermano de su difunta madre, debían temer el futuro. Él y Gilbert Bethune, ahora fiscal de Distrito de Nueva Orleáns, eran los únicos miembros sobrevivientes de la familia. Así como también Dave y Serena eran los únicos Hobart que quedaban.
En cuanto a lo que el viejo Ira Rutledge había querido decir, era no menos que lo que el tío Gilbert quería decir…
En su mente las preguntas, lejos de ser contestadas, ni siquiera estaban completamente formuladas. Después de cruzar el océano, había ido en tren desde Nueva York a Cincinnati para seguir luego el lento viaje en barco hasta su ciudad natal. ¿Por qué hacía esto? ¿Por qué lo creía necesario? ¿Había venido a unirse el destino de Dave y Serena Hobart, ese hermano y esa hermana tan extrañamente opuestos, al suyo propio? Considerando que su abuelo había sido en otro tiempo amigo íntimo del viejo comodoro Hobart, abuelo de ellos…
O puede que fuera esa carta tan inesperada, casi frenética, de Dave.
En la cubierta de deportes del Bayou Queen, bajo la ancha humareda expelida por la única chimenea, Jeff Caldwell descubrió que sus pensamientos retrocedían no sólo hasta el día o el mes anterior, sino hasta diez años atrás. Finalmente, ¡qué poco conocía realmente Nueva Orleáns, ni a los parientes y amigos de su primera juventud! ¡Qué poco tiempo había pasado allí!
Estuvo en la escuela preparatoria en el Norte desde temprana edad, y sólo pasaba las vacaciones de Navidad en su casa. Su padre había muerto en 1913, su madre un año después; él y tío Gilbert habían vendido la casa de los Caldwell del Garden District. Luego, a pesar de sus dificultades con las matemáticas, fue admitido en Yale. No había terminado su tercer año en New Haven cuando en abril, hacía poco más de diez años, los Estados Unidos habían entrado en lo que para siempre se iba a llamar la Gran Guerra.
—Harás, supongo —comentó tío Gilbert—, lo que creas que debes hacer; o más bien, lo que creas que quieres hacer. Si yo fuera más joven, probablemente sería lo bastante tonto como para hacerlo también.
Y así combinando al créole[1] Bethune con el anglosajón Caldwell, Jeff se había alistado. Primero la prolongada monotonía del entrenamiento básico, luego la otra prolongada monotonía del entrenamiento para oficial; siempre, por un motivo u otro, alguna demora. El tranquilo, imaginativo teniente segundo Jeffrey Caldwell fue embarcado para Francia. Todavía no había marchado al frente, no había oído nunca el rugir de los cañones, cuando las noticias de un falso armisticio precedieron a las inmediatas noticias del armisticio verdadero, en la segunda semana de noviembre de 1918.
Embarcado de vuelta para ser desmovilizado el siguiente mes de mayo, Jeff fue más tarde a Nueva Orleáns para sostener una conferencia acerca de su futuro. Gilbert Bethune siempre se había negado resueltamente a ocuparse de los asuntos financieros de la familia.
—Cuando un abogado trata de manejar las finanzas de su propia familia —decía el tío Gilbert—, significa fricción en él mejor de los casos y mala sangre en el peor. Que Ira Rutledge se ocupe de eso, como siempre lo hizo.
Pero tío Gilbert había estado presente en la conferencia acerca del futuro de su sobrino. Jeff nunca olvidaba ese día de 1919: no había cumplido los veinticinco años; tío Gilbert, magro, de rostro enjuto, tenía cuarenta; Ira Rutledge, delgado y canoso en lo que entonces parecía una avanzada edad, era la perfecta imagen del abogado de familia que asesoraba a tanta gente acomodada, en su polvoriento despacho de Canal Street.
—Ahora que podemos retomar a nuestras vidas normales nuevamente, Jeff —dijo el abogado de la familia—, ¿volverás a New Haven?[2]
—No, creo que no. Fue un error haberme admitido desde el primer momento, y yo nunca me podré graduar.
—Pero los estudios que ya hiciste…
—Sí, de eso hablo.
—¿Y?
—Mi mala disposición para las matemáticas o para cualquier clase de ciencia, señor, no es simple desagrado. Es odio en su máxima expresión y una falta de aptitud que hoy llamarían patológicos. ¿Qué puede importar el más alto grado que alcance en Inglés o en Historia, si soy incapaz de comprender el más simple problema algebraico o la proposición geométrica más sencilla, no digamos ya de obtener la calificación más avanzada (más una ciencia) que es lo que necesito siquiera para graduarme en artes? Con razón o sin razón, graduarme no tiene para mí ninguna importancia.
—Bien, ¿y qué piensas hacer?
—¿Qué ocurre con las finanzas, señor Rutledge? ¿Cómo anda la Dixieland Tobacco?
El señor Rutledge le aseguró que la Dixieland Tobacco nunca había marchado mejor, y que (siempre dentro de lo razonable, por supuesto) se le podía pagar mensualmente cualquier asignación que necesitara, en el banco que quisiera.
—Pero me temo que todavía debo preguntarte, muchacho, qué es lo que piensas hacer.
—Vivir fuera por un tiempo, me parece. Con base en París, pero visitando Londres con la mayor frecuencia posible.
—Por supuesto —dijo secamente Ira Rutledge—, no hay razón alguna por la cual debas trabajar.
—Oh, yo pienso trabajar, señor, aunque hay quienes no lo llamarían dé ese modo.
—Como gustes. ¿Qué quieres hacer?
—Quiero escribir novelas históricas, como siempre he soñado. Relatos de capa y espada, aventuras amorosas y cosas por el estilo, pero históricamente exactas. Francia e Inglaterra son terreno ideal para eso. También hay otra clase de novelas que me gustaría bastante intentar escribir, aunque no creo que me sea posible.
—¿De veras? ¿Y cuál es?
—Relatos policíacos, sobre quién mató a quién y por qué. Siempre existe mercado para la sangre y el estruendo, ¡y me gusta!
—Ahora sí —había intervenido el tío Gilbert con cierta cordialidad—, que estáis hablando realmente en mi idioma. Nuestro amigo Ira no querría tocar un caso criminal aunque acusaran a su propio hijo de asesinato, y sin embargo es lo que a mí me gusta. No lo dudes, escribe novelas históricas, a condición de que no te dediques a la empalagosa repostería que siempre nos dan. ¿Por qué no escribes relatos policiacos también?
—Porque no creo tener suficiente ingenio. Se necesita una idea de primera clase, flamante, con todos los trucos para presentarla. En cambio me puedo bandear con las novelas históricas. Con las otras probablemente haría un picadillo. Pero creo que sé escribir un inglés legible, y estoy dispuesto a emprender todas las investigaciones necesarias.
—Que sea París, entonces —suspiró el señor Rutledge—, ya que pareces estar decidido. Que triunfes o fracases, desde el punto de vista práctico, es de poca importancia. ¿Cuándo te gustaría partir?
—Lo más pronto posible. Habrá un gran alboroto antes de que se termine la conferencia de paz en Versalles, pero no es preciso que eso interfiera en mi vida diaria. Además quedarme aquí no será agradable si aprueban esa ley que llaman de prohibición, y cierran Nueva Orleáns más de lo que la cerraron Josephus Daniels[3] y los suyos durante la guerra.
Gilbert Bethune se quedó pensativo.
—Nunca la cerrarán del todo —dijo—, por más intentos que hagan. Hablando de novelas policíacas y de ingenio, recuerda que aquí en nuestra propia casa…
Tío Gilbert había hecho una pausa, sin proseguir luego. Mucho después Jeff se preguntaba si en aquel momento se refería a los Hobart, una familia anglosajona tan antigua y respetada como los Caldwell, y a la indudablemente imaginaria pero todavía pintoresca leyenda de la Mansión Delys.
Jeff no podía recordar al viejo comodoro Fitzhugh Hobart, de la Armada de los Estados Confederados, muerto hacía muchos años. Solamente había conocido superficialmente al difunto Harald Hobart, el hijo del comodoro, padre de David y Serena. Ni del voluble Dave, ni de Serena, siempre tan controlada (el primero de su misma edad, la segunda cinco o seis años más joven), podría decirse que eran amigos íntimos. ¿Qué había sucedido con los otros amigos del pasado? ¿Qué había sido de Penny Lynn (nadie pensaba jamás en ella por su nombre, Penélope), que le había arrebatado el corazón durante aquellas vacaciones de Navidad en que él tenía diecisiete años, y a quien después había visto sólo en dos ocasiones?
Pero esas reflexiones se habían alejado de su mente desde hacía casi ocho años atrás. Tomó el barco para Francia, eligió un pequeño hotel residencial detrás de los Campos Elíseos y después de estudiar con ahínco los documentos de la Bibliothèque Nationale, escribió su primera novela.
No trató de emplear un agente literario, pues no conocía a ninguno. En lugar de esto, envió El bufón del Cardenal a un conocido de la antigua firma neoyorquina Kene & Sons. Con gratísima sorpresa por su parte lo aceptaron inmediatamente, al igual que Justus de Londres.
Cualquier cosa que hiciese, trabajar o haraganear, debía dar su paseo cotidiano. Jeff no era bohemio, a no ser que la bohemia pudiera practicarla gente limpia y bien vestida: se apartaba de las compañías de la rive gauche [margen izquierda del Sena. Barrio conocido por su población de artistas y bohemios]. Aunque demasiado solitario para hacer amistades numerosas, llegó a tener algunos buenos amigos. Hubo cortos contactos de diferente naturaleza: la midinette francesa, la muchacha inglesa que enredaba con la escultura, la aburrida heredera norteamericana que buscaba algo en qué interesarse. Durante esos primeros años, a pesar del dificultoso cruce del canal, pasaba tanto tiempo en Londres como en París. Hoy, con la Air Unión (francesa) y la Imperial Airways (inglesa), que mantenían vuelos regulares entre Croydon y Le Bourget, el viaje resultaba tan fácil como agradable.
Al principio, a pesar de sus largos dias ante la máquina de escribir, no había tenido éxito. Los libros, que recibían críticas favorables, no se vendían. Durante la década de 1920, las novelas se sucedían una tras otra, cada cual con su ambientación en Francia o Inglaterra, en distintos siglos, y se decía a sí mismo que no debía irritarse tanto.
«Da las gracias», se decía en voz alta, «por disponer de una economía independiente».
Sin embargo, aunque con pocas aspiraciones a producir «best-sellers», quería escribir una novela que alguien quisiera leer. Entonces, por alguna de esas causas misteriosas, su quinta experiencia, Mi amigo Fouché, le produjo realmente algunas ganancias. A Ojo de Bruja, su sucesora, le fue mejor aún. En enero de este año, antes de terminar Hasta que lleguen las grandes armadas, los editores le ofrecieron un contrato por dos libros con mejores condiciones. Él había insinuado, le escribieron, que podría estar en Nueva York esa primavera para entregar el original. Si eso era cierto…
—Bien, ¿por qué no?
Esta idea de entregar el libro personalmente había estado en su pensamiento por algún tiempo. Mantenía correspondencia en forma bastante regular con su tío Gilbert, y sabía poco por o de los demás. Desde 1924, su tío se había convertido en el Señor Fiscal de Distrito Bethune. Las novelas policiales, que Jeff nunca había intentado escribir, adoptaban la tesis de que él fiscal siempre estaba equivocado y que la defensa siempre estaba en lo cierto. Le encantaba que un abogado tan afecto a las novelas de misterio como Gilbert Bethune se encontrara en ese puesto, tan ingrato en la ficción. A principios de marzo de ese año, tío Gilbert le escribió algunas noticias.
«Puede que hayas oído decir, o no, que Harald Hobart murió de un ataque al corazón la semana pasada. Sí, “Harald” está correcto; la esposa del viejo comodoro era una belleza de origen danés; de ahí el nombre escandinavo. Su padre le dejó una pensión desahogada, aunque no encontraron ningún tesoro escondido. A pesar de que Harald nunca me pareció muy sagaz para los negocios, todavía debe haber una herencia bastante sustanciosa para Serena y Dave».
Dos días después llegó una carta comercial de Ira Rutledge, en el estilo superlativo discreto de ese dignatario.
Con posterioridad al fallecimiento del señor Harald Hobart, decía la carta, había surgido una situación algo delicada en la que estaban comprometidos Jeff y otra persona más, ajena a la familia. Como asesor legal de los Hobart, por supuesto, el señor Rutledge podía explicarle la situación por carta, como se proponía hacer con la otra parte interesada. Sin embargo, dado que tenía entendido que Jeff visitaría Nueva York antes de finales de abril, y sin duda decidiría visitar también Nueva Orleáns, él preferiría comunicárselo personalmente. Confiando en que no hubiera recibido ya alguna información errónea, y que lo que le sugería no fuera de mucha incomodidad, le saludaba muy atentamente…
Jeff estaba furioso. ¿Qué situación, delicada o no, podría incumbirle de algún modo a él y a otra persona que no se especificaba? El viejo Ira —¡qué se pudran sus códigos!— prefería la discreción a la coherencia.
Como si eso no fuera bastante, llegó poco después la carta de David Hobart. Estaba escrita a mano en papel de carta impreso con el emblema de la familia Delys, ya que la familia Delys era pariente de los Hobart, pero no créole, sino de origen inglés-normando. El mismo Dave, rubio, delgado y violento, parecía estar allí, en la habitación.
«Si te sorprende saber de mí después de estos largos años, Jeff, no es porque nunca me haya preguntado cómo iría, o que me haya olvidado de los días en que éramos oponentes en los debates de Lawrenceville. Decías que sabías escribir y has probado tu afirmación; más poder a tu alcance.
»Mi motivo para caerte del cielo es este: Me he enterado que estarás en nuestro país la primavera próxima…
[Así que todos estaban informados, ¿eh?]
»¡Por Dios, Sabatini, [Famoso escritor de novelas históricas], tienes que estar en Nueva Orleáns antes del primero de mayo a más tardar! Algo le ocurre a la Doncella de Hielo, a nuestra mismísima Serena. Podría haber dicho que algo me ocurre a mí, sólo que soy un tipo tan sobrio y siempre tan firme que nadie creería que tengo nervios. No me preguntes de qué asunto se trata; es todo demasiado indefinido. ¡Simplemente ven aquí!
»Puede ser que no encuentres a tu tío Gilbert; hay un gran acontecimiento político en Bâton Rouge por esos días. Aunque él odia la política, o dice que la odia, te juro que le están preparando para que se convierta en el Senador Bethune o en el Gobernador Bethune. Puedes quedarte a vivir con nosotros ¿no?, Jeff, esto es tan infernalmente importante…».
Ya tenía decidido ir. Pero no se lo había dicho a nadie, excepto al señor Sewall de Keane & Sons. A Ira Rutledge le escribió con términos tan velados como los de ese sabio brahmán, diciéndole que esperaba estar presente pero que no le prometía nada. A Dave Hobart igualmente le escribió sin comprometerse. Al tío Gilbert, a quien esperaba sorprender, no le escribió. Si ocurría que el tío Gilbert estaba ausente, tampoco se quedaría en la Mansión Delys ni molestaría al viejo Melchior invadiendo el apartamento de su tío; se alojaría en un hotel.
Terminó Hasta que lleguen las grandes armadas, de la que mandó sacar tres copias. En Cherburgo cogió su buque favorito, el Aquitania, que le dejó en Nueva York justo antes de que mediara el mes de abril.
En Nueva York, donde Henry Sewall le agasajó con una comida y el gerente le llevó a un bar clandestino, la prohibición no era ridiculizada sino simplemente ignorada. En los bares clandestinos, los clientes bebían prácticamente de todo. En privado bebían ginebra falsificada, compuesta de alcohol, agua y bayas de enebro, que diluían con Hoffman’s Palé Dry o Hoffman’s Lime Dry para quitarle el mal sabor. Jeff, a quien le gustaba la cerveza y el vino, aprendió en una sesión a cuidarse de esa ginebra.
El Domingo de Pascua caía en el 17 de abril. Aunque nativo de Nueva Orleáns, Jeff Caldwell nunca había visto mucho el río. La compañía Grand Bayou le llevó desde Cincinnati a Nueva Orleáns en cinco días. El día 16 tomó un tren nocturno a Cincinnati, pasó el Domingo de Pascua en el Queen City y esa noche en el Netherland Plaza Hotel.
La mañana siguiente se presentó fresca, aunque sin el frío suficiente como para ponerse un abrigo. Después de hacer su reserva de pasaje de ida en la oficina de la Grand Bayou, Jeff se embarcó en el gran vapor de rueda en la popa: cuatro cubiertas de blanco-brillante contra el agua gris pizarra, bajo la cabina blanca del piloto y la negra chimenea.
Se acomodó en su camarote y comenzó a abrir las maletas. Poco antes de la hora de partida, entre una baraúnda de otros pasajeros cargados con sus pertenencias, bajó hasta la ornamentada sala delantera de la cubierta de camarotes de lujo. Y a esa misma sala entró también Serena Hobart.
La actitud de Serena decía: «Acépteme como soy, por favor, o no me moleste». Decididamente atlética, y decididamente con mucha personalidad, tenía, sin embargo, un encanto difícil de resistir. El bruñido cabello rubio miel enmarcaba un rostro bonito que casi parecía demasiado fino, a pesar de su firme mandíbula. Llevaba un batik [Tela estampada, en cierto estilo oriental], de acuerdo con la moda, su falda hasta la rodilla, y un bolso de cocodrilo.
—¡Ho--la, Jeff! —le saludó con una cortesía que no llegaba a ser cordial. Pero no parecía estar tranquila—. Cuánto tiempo, ¿no? ¡Ahora no digas que estás sorprendido de encontrarme haciendo el viaje por barco!
—No iba a decir eso. Me alegro de verte, Serena.
—Realmente, ¿por qué no iba a volver de esta manera? A decir verdad, ¿por qué no podemos hacerlo cualquiera de los dos?
—No hay ninguna razón, claro. Lamento lo de tu padre.
—Todos lo lamentamos. Pero es un hecho de la naturaleza; no se puede alterar; no nos pongamos sensibleros ni triviales. En fin, ¿por qué tanta prisa por volver a casa? No hay prisa hasta…
Se detuvo.
—¿Hasta cuándo?
—¡Oh, sólo «hasta»! Quiero decir, hasta el momento que uno elija.
—Serena, ¿qué ha estado ocurriendo en Nueva Orleáns?
—No demasiado, como no tardarás en comprobar.
—Bien, y ¿cómo está Dave?
—Más o menos como siempre. ¡Pobre Dave! Es mi hermano y le quiero, pero piensa muy poco y habla demasiado. En cuanto a lo que estoy haciendo aquí —continuó con súbito apuro—, vengo de visitar a una amiga. Jeff, ¿te acuerdas de Helen Farnsworth, de los viejos tiempos? No; creo que ella vino después de irte tú. De todos modos, se llama ahora Helen Westerby; se casó con alguien que no conoces. Lo que me hace recordar…
A su lado se asomaba ahora un joven alto, vacilante, de pelo amarillo rojizo, con un traje castaño, pantalón de golf y calcetines de dibujos en rombos. Serena tocó la manga del recién llegado con la mano izquierda y elevó sus cándidos ojos azules.
—Hablando de personas que no conoces, Jeff. Mejor haré lo que corresponde. —Hizo balancear su bolso—. Charles Saylor, Jeff Caldwell.
—¡Mucho gusto, señor Caldwell! —dijo el joven voluminoso estrechándole la mano con entusiasmo—. Como ve, señor Caldwell…
—Vamos a ver —apreció Serena con respecto a ambos—, ¿no será mejor que empecéis por tutearos? En estas circunstancias…
—He oído hablar de ti, Jeff, aunque no esperaba conocerte tan pronto. Como ves, soy…
Y entonces fue él quien se detuvo.
—Sí, señor Saylor, ¿o Charles? ¿Todo el mundo tiene que hacer observaciones enigmáticas?
—No hay nada enigmático en esto; luego te lo diré. No puedo afirmar que estoy muy familiarizado con esta parte del mundo, ni con Nueva Orleáns tampoco; mi reducto es Filadelfia. ¡No importa! Estaremos en camino en un minuto o dos. Y luego el almuerzo. ¡Y entonces…!
El gesto de Saylor parecía conjurar inimaginables alegrías.
Efectivamente, se pusieron en camino poco después, tras algo así como un ademán desde la casilla, del piloto, y en seguida se dirigieron a su excelente almuerzo servido en un salón blanco y dorado que llevaba el nombre de Sala Plantación. Cada mesa había sido preparada para cuatro. Serena tomó posesión de una de esas mesas, actuando graciosamente como dueña de casa.
—Si alguien más trata de sentarse con nosotros —les ordenó—, despedidle sin más y decidle que está reservada. Yo sabía que Jeff estaba aquí; le vi llegar a bordo. Alguien más se unirá a nosotros, aunque no hoy. Y está todo arreglado; ya he hablado con el camarero.
Y continuó advirtiendo:
—Ahora, Jeff —indicándole a los negros de chaqueta blanca que servían—, acuérdate de no llamar camareros a los mozos. Hay solamente un camarero: un oficial; él está al cargo de los mozos, cargadores, botones, sirvientas, y demás. En el río no empleamos los mismos términos que en el mar, sabes…
—Ya lo sé, Serena. También yo soy de Nueva Orleáns.
Pero de nada se enteró, ni entonces ni esa noche en la cena. En cuanto llegaba a insinuar en su mente ciertas preguntas, Serena cambiaba de tema, o le salía al paso con alguna observación destinada a mostrar que él debía ser un mal educado Paul Pry [Personaje de una comedia de John Poole, que se distingue por hacer infinidad de preguntas]. Charles Saylor, a quien luego le dijeron que debía llamar Chuck, parecía haber adoptado tácticas muy similares.
Después de cenar, jugaron desganadamente una partida de brigde a tres manos en la sala situada detrás de las cabinas. En cierta ocasión un hombre corpulento de rostro colorado y aspecto afable, con cuatro barras doradas alrededor de la bocamanga de su uniforme, cruzó a grandes zancadas la sala y saludó a Serena al pasar, pero no se detuvo. Por fin, Chuck Saylor, como si se hiciera cargo de todo, dijo en tono agorero: «Seguidme».
Les condujo a un camarote doble de la misma cubierta (todos los camarotes eran dobles), que compartía con algún pasajero que en el momento no estaba visible. Allí extrajo un litro de un líquido incoloro que se denominaba Gordon’s Dry Gin, junto con una botella de «ginger ale» más convencional que las que se vendían con la marca de Hoffman en Nueva York. Salió a buscar hielo y vasos, que trajo prontamente.
El ambiente del cuarto se espesó con el humo de cigarrillos. Serena y su anfitrión bebieron dos veces cada uno. Jeff, después de terminar valientemente su primer vaso de lo que sólo podía ser la variedad Filadelfia de una bebida familiar, se negó a tomar el segundo. Serena ya había rechazado el tercero.
Y Jeff seguía sin averiguar nada. Una vez Serena, abstraída, Murmuró un nombre que sonaba algo así como «viejo Merriman». Como Dave le había llamado ya en su carta Sabatini, presumiblemente Rafael Sabatini, se preguntó si Serena, con gracia igualmente pesada, quería decir algo con respecto al seudónimo de quien había escrito novelas históricas bajo el nombre de Henry Seton Merriman.
Pero no siguió con este tema. Cualquier cosa que dijeran, o evitaran decir, persistía y aumentaba la sensación de tirantez. A las once y media les dejó.
Subió a su cuarto, se puso la ropa de dormir, y se sentó a leer. Un amigo de Inglaterra le había enviado encuadernadas las pruebas de imprenta de un libro, esperado ansiosamente por Jeff, pero no publicado aún, que había llegado a su hotel de Nueva York el sábado. También tenía el último número de American Mercury. Pero esta noche hasta su novela policíaca favorita le resultaba insulsa. No podía siquiera mirar al Mercury.
Poco antes de medianoche se acostó. Una hora después, despierto aún como en el primer momento, se dio por vencido y salió a cubierta.
Y así estaba, en la brisa nocturna del ancho Ohio, en lo que Serena hubiera protestado de oír llamar cubierta de estribor. No había ningún ruido de máquinas, apenas una vibración; sólo el agua batiendo y chapoteando bajo la gran rueda de popa. Si por algún motivo Serena debía ser reservada o enigmática, ¿qué era lo que él sabía hasta ese momento?
Relativamente poco. Todo parecía girar en tomo a la muerte de Harald Hobart, hacia fines de febrero. El difunto Harald había tenido siempre fama de ser algo excéntrico, aunque no tan románticamente excéntrico como el viejo comodoro Fitzhugh, quien, pagando generosamente para volver a colocar ladrillo sobre ladrillo, había importado su mansión del otro lado del océano. Él Comodoro Hobart… esa leyenda de un tesoro escondido…
Jeff tiró su cigarrillo por la borda y se volvió súbitamente, mirando con fijeza las sombras del lado de popa. Allí no había nadie, por supuesto; no podía haber nadie. Sin embargo, la sensación de que alguien estaba de pie en ese sitio y le vigilaba, con los ojos fijos en su nuca…
Uno podía imaginarse cualquier cosa en estas horas soñolientas de la madrugada. Volvió a su camarote y cerró la puerta. El sueño todavía parecía imposible. Al tomar de nuevo las pruebas de imprenta encuadernadas, no fue su imaginación la que le hizo oír pasos que se aproximaban fuera en la cubierta, y que alguien golpeaba suave pero insistentemente a su puerta.
—¿Sí? —casi gritó Jeff—. ¡Entre!
Quien abrió la puerta fue David Hobart.
Dave, el miembro «artista» de la familia, iba en pijama, zapatillas y una bata negra con dibujos de dragones plateados. De mediana altura, delgado pero musculoso y viril, tenía el aspecto que habitualmente se asocia con las personas de piel oscura más que con las rubias. Un mechón de pelo rubio había caído sobre su frente, y se pasaba la mano por el mentón.
—Bueno… —comenzó.
—Hace un momento —dijo Jeff— me pareció oír a alguien rondando por ahí fuera. ¿Eras tú?
—¿Qué significa «rondando por ahí fuera»? Acabo de subir de la cubierta Texas, eso es todo. Tengo algunas cosas que decirte.
—¡Muchas gracias por el alivio! ¡Voy a conseguir que me den hechos concretos! —fue el voto de Jeff—, aunque tenga que usar la tortura del potro. ¿Qué es lo que pasa, Dave? ¿Qué es lo que anda mal?
Dave titubeó.
—Hay toda clase de problemas, me parece —contestó—. Puede ser que la Mansión Delys no sea realmente la Mansión de la muerte. Pero dentro de pocos días va a estallar un volcán. Eso es lo que he venido a decirte.