Por el momento, este universo es consciente de sí mismo y de su propio desarrollo desde el Big Bang, hace aproximadamente 13.700 millones de años. Y sin embargo, no debemos caer en la tentación de exagerar. Nuestra memoria —y mucho menos nuestra capacidad de entendimiento— no retrocede más allá de una fracción de microsegundo después del Big Bang.
Pero ¿qué es la conciencia? ¿Es un fenómeno indisolublemente relacionado con la propia naturaleza del universo? ¿O eso que llamamos conciencia se debe sólo a una casualidad cósmica?
La mayoría de los astrónomos, físicos y biólogos con los que he hablado insisten en lo último. Ni la vida ni la conciencia pueden remitirse a la naturaleza inerte como un producto «esencial» o «necesario». Ambas han surgido por una casualidad ciega, dicen.
El propio paradigma de comprensión de la ciencia parece suponer hoy en día que los átomos y partículas subatómicas, o también las estrellas y las galaxias, la materia oscura y los agujeros negros, son expresiones más esenciales de lo que es este universo que la vida y la conciencia, las cuales, según una ciencia reduccionista, no representan más que aspectos completamente arbitrarios, casuales, y, por tanto, «no esenciales» de la naturaleza. El que existan aquí estrellas y planetas es una consecuencia necesaria del Big Bang. El que también existan vida y conciencia no se debe más que al puro azar, una monstruosa casualidad, una anomalía cósmica.
El biólogo y Premio Nobel francés Jacques Monod ofreció la expresión clásica de esta visión en su espectacular ensayo El azar y la necesidad (1970). Escribe: «El universo no estuvo preñado de vida, y la biosfera tampoco del ser humano. Nuestro número ha salido por azar, como en la mesa de juego en Montecarlo».
La cita aparece como una manifestación sumamente rotunda —de una asombrosa seguridad, podríamos añadir—, teniendo en cuenta la profundidad y amplitud casi inconcebibles de tal afirmación. A veces, uno se deja cegar de inmediato por consignas o declaraciones tan elocuentes. No obstante, si reflexionamos, debemos preguntarnos qué es en realidad lo que el citado Premio Nobel quería expresar. Quiero decir: ¿Estuvo este universo alguna vez preñado de algo? Y, en ese caso, ¿estuvo más auténticamente «preñado» de algo de lo que realmente se ha desarrollado aquí que de otras cosas?
Antes siquiera de aproximarnos al planteamiento, debemos recordar que estamos obligados a eliminar de nuestro posible horizonte de entendimiento partes del primerísimo microsegundo de la historia del universo —al menos la llamada era de inflación, que según la teoría duró nada menos que entre 10 y 33 segundos—, simplemente porque ni un alma (en estos parajes) tiene conocimiento ni comprensión de algo que tenga que ver con ese «primerísimo» comienzo. Escribo «comienzo». Por lo que sabemos, el Big Bang igualmente puede haber sido una rígida continuidad de un orden a otro.
Para empezar, no hay ningún límite en las explicaciones posibles de por qué «surgió» el universo. Claro que no. Antes del Big Bang, es decir «antes» del tiempo y el espacio —y al menos «antes» del tiempo y espacio de esta vez—, la ciencia y los hechos empíricos no tienen validez alguna, sólo la imaginación y la especulación tienen claves para lo Enigmático. Aquí debemos, sin embargo, limitarnos a lo que podríamos llamar el tiempo histórico del universo, que, además, coincide con los límites de nuestro entendimiento.
¡Unas fracciones de microsegundo después del Big Bang! Llamemos T1 a este horizonte extremo. La temperatura en aquella época era tan alta que los quarks aún no se habían agrupado en protones y neutrones. Pero ése es el momento a partir del cual los astrónomos se creen capaces de reconstruir y comprender casi todo lo que ha ocurrido en el universo desde entonces.
Y preguntamos: ¿Esa sopa cósmica —o plasma de quarks y gluones— estuvo «preñada» de átomos?
Los astrónomos y los físicos de partículas no tendrán más remedio que asentir a esta pregunta. Pues son precisamente ellos los que han explicado cómo surgieron los átomos. Entonces, ¿el plasma de quarks y gluones estuvo «preñado» de estrellas, planetas, galaxias y cúmulos de galaxias? Sí, sí, pero de nuevo estamos dando rodeos, porque es justamente eso lo que han predicado los cosmólogos, es decir, por qué el actual universo se ha creado como lo observamos hoy.
Pero ¿el universo estaba además «preñado» de vida, tal y como la conocemos en nuestro propio planeta, y tal y como cada uno de nosotros sentimos en cuerpo y alma que estamos vivos? Es ahora cuando los astrónomos y los físicos empiezan a retorcerse en su cátedra. O reaccionan a la ofensiva, a menudo con un alto grado de ironía juvenil relacionada con la ingenuidad de los legos. No, no, contestan, no hubo nunca ningún «plan» de vida. Es casi como si dijeran que la vida surgió por sí misma, como si simplemente llegara y se colocara fuera de la vieja materia como una perturbación espontánea, accidental e irregular. Porque la vida o la biosfera no surgen del interior de la materia, por así decirlo (de la misma manera que el metano y el amoniaco). La vida tiene poco o nada que ver con los quarks. (Por lo tanto, aún no tenemos que preguntar si la vida ha estado «preñada» de conciencia. Antes de recibir y dejar entrar a un fantasma como un objeto natural, no se debe hablar demasiado alto de sus atuendos más atrevidos.)
Cuando Jacques Monod rechaza la categoría vida como un fenómeno esencial o esencialmente cósmico, lo hace con las siguientes palabras: «Lo que quiero afirmar es que la biosfera no contiene una clase previsible de objetos o fenómenos, sino que constituye un acontecimiento especial, que, si bien es compatible con los primeros principios, no puede deducirse de los mismos. En consecuencia, es más bien imprevisible».
Ésta es una puntualización útil, y claro, la afirmación de Monod puede que sea correcta, aunque parece difícil señalar alguna instancia que pueda verificarlo. «Imprevisible» tendrá que significar en este contexto que estamos hablando de fenómenos tan especiales —y por ello también tan marginales— que se encuentran más bien en los límites de las leyes de la física. Ahora bien, intentemos una vez más, y con la formulación de Monod en la cabeza, repasar el camino desde el Big Bang.
Como sabemos, los átomos son esenciales para la naturaleza de este universo. Son «compatibles con los primeros principios», a la vez que «pueden deducirse de los mismos», exactamente como ese tipo de fenómenos que llamamos cuerpos celestes. Los protones y los neutrones fueron formados por los quarks unos microsegundos después del Big Bang, y un poco más tarde surgieron los núcleos de hidrógeno y helio. Los átomos enteros con corteza de electrones no surgieron hasta cientos de miles de años después, aunque todavía eran casi exclusivamente hidrógeno y helio, y los átomos más pesados se «cocinaron» o «cocieron» probablemente en la primera generación de estrellas, para luego ser sembrados por el universo. Sembrados, sí, con esta palabra nos ponemos tendenciosos, claro está. Pues con los átomos más pesados empezamos a aproximarnos al jardín de la vida y al nuestro, porque nosotros estamos formados por esos átomos, y lo mismo ocurre con el planeta que habitamos.
Un primer requisito para nuestra propia existencia es por tanto la formación de las estrellas (que puede deducirse de «los primeros principios») y la muerte de las mismas (que también puede deducirse de «los primeros principios»).
No hay nada marginal o «no deducible» en la masa o en la capacidad de enlace de «nuestros» átomos. Los átomos de los que nosotros estamos formados se encuentran por todo el universo. Así pues, podría decirse que son esenciales para la naturaleza de este universo. La física de partículas, que recientemente nos ha permitido formamos una imagen de los primeros minutos del universo, es, además, completamente capaz de explicarnos con exactitud por qué los átomos necesariamente forman los compuestos que llamamos moléculas. También las moléculas pueden entonces ser deducidas de «los primeros principios».
Más complicadas, y en un contexto cósmico mucho más raras, son las llamadas macromoléculas de las que está compuesta la vida. Son básicas para toda vida en nuestro propio planeta macromoléculas tales como las proteínas (formadas por aminoácidos) y los autorreproductores ácidos nucleicos ADN y ARN (que dirigen la formación de las proteínas y se encuentran en el material genético de todos los organismos). Algo común a toda la vida en la Tierra es que ha sido construida por compuestos de carbono, y que la energía (la luz solar) y la existencia de agua líquida desempeñan un papel decisivo.
Ya no constituye ningún enigma el cómo las macromoléculas de la vida pueden haberse formado en la Tierra hace cerca de cuatro mil millones de años. Quedan por resolver muchos pequeños enigmas, pero la bioquímica ha demostrado, tanto teóricamente como mediante experimentos prácticos, cómo las piezas con las que se construye la vida pueden haberse formado en la atmósfera libre de oxígeno que nuestro planeta tenía en su infancia. Hasta después de la fotosíntesis de las plantas no surgió una atmósfera rica en oxígeno, además de una capa de ozono que protege la vida en la Tierra de la radiación cósmica.
La ciencia se considera capaz de explicar cómo pudo surgir la vida en la Tierra, por ejemplo de un «caldo primitivo» de macromoléculas (en una atmósfera sin oxígeno libre y sin capa de ozono), y reconoce a la vez que en un «caldo primitivo» de ese tipo (y bajo tales condiciones atmosféricas) sería probable que surgiera la vida.
El propio Darwin tenía ya ciertas ideas al respecto, aunque con una base más bien especulativa, digamos. Escribe en una carta: «Si (y ¡ay, qué si!) nos imagináramos un pequeño charco calentito, en el que hubiera toda clase de sales con amoniaco y fósforo, luz, calor, electricidad, etcétera, y que se formara químicamente en él un compuesto proteínico, dispuesto a pasar por cambios aún más complejos…».
Hoy en día sabemos que muchas de las piezas con las que se construye la vida pueden sintetizarse a partir de compuestos químicos simples. En general, ya no existe una marcada diferencia entre lo que antes se llamaba química orgánica e inorgánica. También se han encontrado en el espacio esas moléculas, de las que está compuesta la vida. Una novedad de los últimos años ha sido el hallazgo de compuestos orgánicos como el alcohol y el ácido fórmico en nubes de polvo interestelares. Recientemente se ha mostrado también la existencia de glicina en el espacio. Estas moléculas se encuentran en las colas de los cometas y en lejanas galaxias a miles de millones de años luz de la Vía Láctea. Pero la astroquímica es todavía una rama jovencísima de la ciencia.
La vida o las moléculas de la vida de nuestro planeta no han surgido necesariamente aquí. Las dos pueden haber venido del espacio, por ejemplo traídas por un cometa. De hecho (o al menos probablemente), la mayor parte del agua de nuestro planeta nos ha llegado hasta aquí con cometas. Toda esa agua no era muy «limpia», y mucho menos esterilizada.
Y, sin embargo, nuestro planeta es el único lugar en todo el universo en el que sabemos con toda seguridad que hay vida. Hace unos años se pudo demostrar por primera vez la existencia de planetas fuera de nuestro propio sistema solar. La razón por la que se tardó tanto en demostrarlo es simplemente que la tecnología de ayer no era capaz de detectar planetas extrasolares. Ahora, en pocos años, se ha demostrado la existencia de cerca de ciento cincuenta planetas, y se calcula que existen planetas en tomo al menos una cuarta parte de todas las estrellas de la Vía Láctea semejantes al sol.
Si hoy en día preguntamos a los astrónomos si creen que existe vida en otros planetas o lunas del universo, la gran mayoría contestará que sí. El universo es tan inmenso que lo que ha sucedido aquí abajo, en nuestro pequeño patio trasero, simplemente tiene que haber tenido lugar también en muchos otros lugares, dicen ellos. Lo curioso en este contexto es que muchos de esos mismos astrónomos, sin pensárselo —¡?—, sigan dispuestos a firmar el ya anticuado dogma de Monod, que clama que el universo no estaba «preñado» de vida. Pero si el universo no estaba preñado de vida, ¿cuál era entonces la relación del universo con la vida?
Hace unas décadas abundaban las ideas fantásticas sobre la vida extraterrestre, pero hoy en día la astrobiología busca ante todo agua. Aparece cada vez más como un paradigma bioquímico el que allí donde hay agua líquida, también podemos esperar encontrar vida. Tal vez el asombro sería mayor si un día se descubriera un exuberante pequeño planeta con placenteros lagos y agua corriente sin encontrar allí vida que en el caso contrario.
Los elementos químicos son pues universales y pueden derivarse directamente de «los primeros principios». Mucho más raras son las moléculas o macromoléculas complejas, aunque esto no significa que sean menos universales.
En la cosmología hay un concepto llamado el principio cosmológico, según el cual el universo tiene las mismas propiedades en cualquier dirección. Siempre que la escala sea lo suficientemente grande, el universo es isótropo, o bien homogéneo y de igual naturaleza. ¿Por qué no iba a ser aplicable este principio también a nuestra pregunta: Se puede esperar encontrar vida en todas partes del universo de la misma manera que planetas, estrellas y galaxias? ¿O la existencia de eso que llamamos vida sólo es algo que casualmente ocurre aquí?
Pero existen cientos de millones de galaxias en el universo, y cada una de ellas tiene del orden de cien mil millones de estrellas, lo que significa que estamos exageradamente bien surtidos de fábricas químicas. Quiero decir: ¡en ese caso se ha podido colocar una enorme cantidad de fichas en la mesa de juego de Montecarlo! ¡Y con ello desaparece parte del fundamento para declarar que un posible premio gordo es «casual»!
Obviamente, no es «casual» que un gran jugador se lleve de vez en cuando un sustancioso premio. De hecho, lo propio de un gran jugador es que se lo lleve de vez en cuando. Pero si alguna rara vez nos topamos con gente que presume de ganar muy a menudo en la Loto o en el hipódromo, a lo mejor preguntamos a los afortunados por la cantidad total apostada. Esta pregunta no les gusta a todos.
No tenemos razón alguna para sentirnos defraudados si no encontramos (más) vida en nuestro propio sistema solar. Y no habrá razón alguna para desanimarse aunque tengamos que viajar unas decenas de años luz por el universo antes de encontrarnos con un planeta con al menos un «pequeño charco calentito» lleno de «bacterias» o material prebiótico. Si nos disponemos a iniciar un verdadero «astrosafari» para encontrar «pequeños roedores» o «grandes fieras», en el peor de los casos tal vez necesitemos viajar algunos miles o decenas de miles de años luz dentro de la Vía Láctea. En un radio de esa magnitud seguramente ya nos habremos topado con cientos de planetas con «charcos calientes» llenos de microbios u «organismos unicelulares». La posibilidad de toparse con una especie de «pequeños roedores» en algún lugar de la Vía Láctea no parece improbable. Y donde abunden los «pequeños roedores», también habrá buenas condiciones para las «fieras».
No nos asiste razón alguna para ser demasiado pobres en nuestras estimaciones, pero en este caso optamos por ser extremadamente conservadores. Si en promedio sólo existe una vida altamente desarrollada en un planeta por cada una de las 100.000 millones de galaxias del universo, hemos de reconocer a pesar de todo que la vida altamente desarrollada es algo esencial para la naturaleza de este universo. Y quién sabe si le habría sido posible a este universo producir vida sin estar al mismo tiempo rodeada de cantidades inconcebibles de materia muerta.
Hemos afirmado que sin duda se puede decir que el universo en T1 estuvo «preñado» de estrellas y sistemas solares, pero no, claro está, de cuerpos celestes específicos tales como Marte o Venus, Calisto o Europa, el cometa Halley o Hale-Bopp. No estamos hablando aquí a favor del determinismo, más bien lo contrario. Lo que discutimos es la naturaleza de las cosas, su esencia.
El universo tampoco anduvo preñado de mariposas, margaritas o elefantes. Son las condiciones totalmente locales, en interacción con casualidades ciegas (tales como mutaciones y repentinos cambios climatológicos) las que en nuestra propia biosfera han formado los elefantes, las margaritas y las mariposas tal y como los observamos en este momento. (Un elefante sólo es un elefante en este momento, en una perspectiva geológica, se entiende. Hace sólo unos millones de años se parecía más a un tapir. El autor de este artículo procede de una «musaraña», pero naturalmente también de un «geco» o un «sapo».)
Ni el diseño del león, ni el del elefante, ni el del ser humano se encontraba en estado embrionario como una posibilidad en el plasma de quarks y gluones. Pero allí estaba el material necesario, allí estaban las reglas del juego, o las fichas con las que se jugaría. Fueron necesarias para producir unos millones de años más tarde las macromoléculas tremendamente plásticas de las que ha surgido la vida como por arte de magia.
La vida forma parte del universo. ¿A qué clase u orden iba a pertenecer la biosfera si no? Tal vez no seamos tan extraños aquí como muchos solían decir hacia finales del siglo XX. Tal vez aquí estemos en casa, o al menos camino de casa.
No sólo somos «ciudadanos del mundo». Somos ciudadanos del cosmos. Puede sonar a tautología, pero no es más que un recordatorio —como a veces el avestruz necesita que se le recuerde que tiene la cabeza metida en la arena.
No nos hemos olvidado de la conciencia. Monod proclama a los cuatro vientos que la biosfera no estaba preñada del ser humano. En eso le hemos dado ya la razón hasta cierto punto, pero de nuevo debemos precisar de qué estamos hablando.
Si miramos nuestra propia biosfera, debe poderse afirmar, al menos a posteriori, que estaba preñada del sistema nervioso y el aparato sensorial de los organismos. La vista, por ejemplo, ha surgido decenas de veces en nuestro propio planeta sin que se trate de una relación genética. Por consiguiente, podemos suponer que organismos grandes en cualquier otro planeta también habrán desarrollado una especie de capacidad visual. La razón es obvia: en cualquier biosfera será una ventaja evolutiva el ser capaz de registrar su propio entorno, como, por ejemplo, un terreno inhóspito, enemigos o presas. También otros sentidos constituirán una eficaz ventaja en la lucha por la vida en cualquier planeta, por ejemplo el oído, la localización de ecos, la capacidad de sentir dolor, el sabor, el olor, y también algunos sentidos exóticos que no son corrientes aquí.
Con el fin de coordinar las sensaciones, cualquier organismo superior tendrá un eficaz centro de control o «cerebro». De nuevo vemos ejemplos en nuestro propio planeta de cómo las distintas familias de animales, de un modo totalmente independiente entre ellas, han desarrollado un sistema nervioso más o menos complejo. Resulta interesante que algunos investigadores se hayan dedicado a estudiar las células nerviosas del calamar con el fin de entender mejor el sistema nervioso del ser humano.
Al hilo de nuestra teoría de que la vida representa un fenómeno de la naturaleza universalmente extendido, podríamos decir lo mismo del desarrollo de un «aparato nervioso» y un «cerebro».
Ahora bien, como hemos podido comprobar en nuestro propio planeta, hay un gran trecho desde un cerebro y un aparato nervioso a lo que llamamos «conciencia», al menos si con ello nos referimos a algo tan mordaz como la mismísima capacidad de reflexionar sobre su propio lugar en la existencia, no sólo en un bosquecillo o en un «cálido charquito», sino en el universo, por no decir en la realidad. ¡Menuda es ella! Por otra parte, cuando el vertebrado se irguió sobre dos patas, liberando así las patas delanteras para, por ejemplo, poder construir herramientas, resultó también muy ventajoso ser apto para aprender algunos trucos útiles, y además, ser capaz de compartir tales «experiencias de supervivencia» con otros miembros de la manada, por ejemplo con sus propios descendientes.
El vivir con lo que llamamos «conciencia» estaba ahí como un nicho libre para la familia de los antropoides. Si nosotros no hubiéramos llegado antes, tal vez habría habido, más tarde o más temprano, representantes de otro orden de vertebrados que hubiesen sido los primeros en meditar sobre cómo había surgido este universo, incluidas la vida y la conciencia.
Puede que sea un punto fácil, pero, no obstante, debe tenerse en cuenta que, hasta el momento, el cien por cien de todos los cuerpos celestes en los que se sabe con toda seguridad que existe vida, también han producido conciencia, incluso una conciencia con un posible horizonte de comprensión que se extiende hacia atrás —¡casi!— hasta el Big Bang.
La evolución del universo también trata de la formación de procesos físicos cada vez más diferenciados o integrados. Hasta el momento, el cerebro humano es el sistema más complicado o complejo que conocemos. Es la conciencia que habita este órgano la que constantemente contempla el firmamento preguntando de parte de todo el cosmos: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos?
Semánticamente, estas breves frases son tan sencillas y básicas que no sería de extrañar que también hubieran sido lanzadas a la noche universal desde otros puntos cardinales a muchos años luz de distancia de nuestro propio patio galáctico. La lengua en sí puede que tuviera una estructura completamente diferente, y fonéticamente, los sonidos podrían ser de tal índole que no comprendiéramos que se trataba de un lenguaje. Pero no es seguro que una civilización extraterrestre pensara de un modo muy diferente al nuestro, ni que hubiera tenido una historia de la ciencia muy diferente a la nuestra. Llamemos Áltero a un planeta así. También en él se creía en «dioses» y «poderes», y se tenían explicaciones «míticas» para casi todo. También en ese lugar los seres fueron «hace mucho, muchísimo tiempo» alimentados por una visión del mundo «alterocéntrica». También allí sus habitantes más destacados habrían ido tanteando por el largo y laborioso camino hacia una visión de conjunto —y a partir de ahora nos podemos permitir dejar los entrecomillados— del origen del universo y el sistema periódico de los elementos.
Si el llamado proyecto SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) gasta enormes sumas en la escucha de señales de vida en el universo, y, por definición, de una vida inteligente, no será porque se esté buscando algo tan improbable como una casualidad cósmica a sólo unos pobres años luz de nuestra propia estrella. Tiene que ser porque buscamos una confirmación de que nuestra propia estirpe representa algo característico o esencial de todo el universo.
A pesar de todo, tal vez seamos los únicos que estemos aquí. Aunque por ahora no podemos estar completamente seguros de que este universo no sea una fuente humeante de almas y espíritus en sus formas externas más diversas.
«El universo no está preñado de vida, tampoco la biosfera de seres humanos. Nuestro número ha salido por azar, como en la mesa de juego de Montecarlo.»
Pero sería tentador intentar tocar la floritura reduccionista de Monod hacia atrás, con el único propósito de escuchar si suena bien o mal: El universo estaba preñado de vida, y la vida de conciencia de este universo de sí mismo.
No nos suena tan mal. Al menos, no choca con lo que nos quede de intuición, si ésta tiene algún significado. Este universo es consciente de sí mismo, o tiene conciencia de sí mismo. No se puede dejar la interpretación de un hecho tan obvio, pero a la vez tan asombroso, únicamente a diversos tipos de movimientos esotéricos.
Porque hay algo en un nivel superior, por no decir el más superior que podemos alcanzar, que no debemos dejar de mencionar. Tal vez la conciencia no «debería» haber surgido, ni tampoco la vida, argumentaba Monod. Vale. Pero a lo mejor tampoco «debería» haber surgido este universo.
Si este universo desde sus primerísimos inicios hubiera sido de una naturaleza un pelín diferente a la que de hecho es, se habría derrumbado en unas millonésimas de segundo tras haber emergido. Incluso diferencias microscópicas en lo que Monod llamaba «los primeros principios» habrían conllevado la consecuencia inexorable de que ningún universo hubiese surgido. Nos limitaremos a poner unos cuantos ejemplos. Si no fuera porque el universo tuvo desde el primer momento un poco más de masa positiva que negativa, éste se habría aniquilado al instante después del estallido. Si la interacción nuclear fuerte hubiera sido sólo un poco menos fuerte, el universo entero habría estado compuesto de hidrógeno, y si hubiera sido un poco más fuerte, no habría contenido absolutamente nada de hidrógeno. Pero la lista es mucho más larga. O como dijo en una ocasión Stephen Hawking: «Las probabilidades en contra de que surgiera del Big Bang un universo como el nuestro son enormes».
Tan «casual» como que la vida y la conciencia surgieran aquí es el hecho de que surgiera un universo sostenible. ¡También «los primeros principios» de Monod han salido al azar, como en la mesa de juego de Montecarlo! ¿O a pesar de todo podemos permitirnos especular sobre si habría algo incluso antes del tiempo y del espacio? No existe ninguna base científica para excluir del todo el que «algo» pueda haber estado «preñado» de este universo.
Para que un universo pueda sacar por arte de magia una conciencia de sí mismo y su belleza, han de concurrir una serie de criterios, y eso ya antes de los primeros microsegundos posteriores al Big Bang. Este universo es un universo de ese tipo. Deberíamos prestar atención a ese hecho.
No vamos a decir ni una palabra escéptica acerca de las ciencias experimentales o de alguna de sus disciplinas. Las ciencias experimentales tienen que ser necesariamente reduccionistas, para eso las tenemos. Deben ser reduccionistas, y en consecuencia humildemente admitir los límites de su mandato. Y viceversa: la especulación y la metafísica deben tener alas, y ruborizadas admitir su ligereza.
Una ciencia no reduccionista habría sido de mal gusto y, en el peor de los casos, algo horroroso. Lo mismo, claro está, habría que decir de una metafísica, por no decir una religión, que se haga pasar por más real o científica de lo que es. Hemos visto ejemplos de ambos casos.
Aparte de una serie de detalles, hoy en día la ciencia se enfrenta a dos gigantescos enigmas: ¿qué ocurrió durante aquella primera fracción de microsegundo del universo? y la cuestión sobre la naturaleza de la conciencia. No tenemos razón alguna para creer que hay alguna relación entre estos dos únicos grandes misterios para el ser humano y la ciencia. Pero, por otra parte, tal relación tampoco se puede excluir.
La última palabra aún no se ha dicho. Vivimos en una edad cósmica de oro, y vivimos en una edad neurológica de oro. Resulta difícil predecir el futuro, y en particular predecir el futuro de las ciencias de las próximas décadas. Ahora bien, si llegara a producirse otro cambio fundamental de paradigmas dentro de la ciencia, lo que no es seguro y tal vez ni siquiera probable, presumiblemente se iría alejando de las explicaciones mecánicas y concentrándose más en una comprensión holística.
Hemos llegado lejos en nuestros esfuerzos reduccionistas, de hecho hemos llegado hasta los quarks y gluones. Es impresionante, y tenemos motivos para celebrarlo. Pero no hemos llegado igual de lejos por el otro camino, lo que no significa que no exista ese otro camino hacia donde orientarse.
No se ha extraído aquí ninguna conclusión. Tal vez el ser humano sea, al fin y al cabo, el único ser vivo de todo el universo que posee una conciencia universal. En ese caso, no sólo es una responsabilidad global conservar el hábitat de este planeta, sino una responsabilidad cósmica.