Un mundo mágico

Para mí, éste ha sido siempre un mundo mágico, desde que era muy pequeño, y mucho antes de que comenzara a espiar a una joven con naranjas por las calles de Oslo. Sigo teniendo la sensación de haber visto algo que nadie más ha visto. Resulta difícil describir esa sensación con palabras sencillas, pero imagínate este mundo antes de ese moderno machaqueo de leyes de la naturaleza, doctrinas evolucionistas, moléculas del ADN, bioquímica y células nerviosas, es decir, antes de que este globo comenzara a dar vueltas, antes de que fuera rebajado a ser un «planeta» en el espacio, y antes de que el orgulloso cuerpo humano fuera fragmentado en corazón, pulmones, riñones, hígado, cerebro, sistema sanguíneo, músculos, estómago e intestinos. Estoy hablando de cuando el ser humano era un ser humano, es decir un ser humano entero y orgulloso, ni más ni menos. Por aquel entonces, el mundo no era sino un cuento chispeante.

Un gamo sale de repente de un bosquecillo, te mira durante un segundo, y al instante desaparece. ¿Qué alma es la que pone en movimiento a ese animal? ¿Qué fuerza insondable es la que decora la tierra con flores de todos los colores del arco iris y siembra el cielo nocturno con unos suntuosos encajes de estrellas centelleantes?

Un sentimiento de la naturaleza desnudo y directo lo encuentras en la literatura popular, por ejemplo en los cuentos de los hermanos Grimm. Léelos, Georg. Lee las sagas islandesas, lee los mitos griegos y nórdicos, lee el Antiguo Testamento.

Mira el mundo, Georg, mira el mundo antes de haber engullido demasiada física y química.

En este momento, grandes manadas de renos salvajes corren por la asolada planicie de Hardanger. En la isla de la Camargue, entre dos brazos de la desembocadura del río Ródano están incubando miles de flamencos rosados. Cautivadores rebaños de esbeltas gacelas saltan como por arte de magia por la sabana africana. Miles y miles de pingüinos reales charlan en una playa helada de la Antártida, y no sufren, están a gusto. Pero no sólo cuenta la cantidad. Un alce solitario y meditabundo asoma la cabeza en un bosque de abetos al este de Noruega. Hace un año, uno de ellos se extravió y llegó hasta Humleveien. Un lemming aterrado corre por entre las tablas de madera de la leñera de la cabaña de Fjellstölen. Una foca rellenita se lanza al agua desde un islote cerca de Tönsberg.

No me digas que la naturaleza no es un milagro. No me digas que el mundo no es un maravilloso cuento. Quien no lo haya entendido, tal vez no lo haga hasta el momento en que el cuento esté a punto de acabar. Pues es cuando te dan la última oportunidad de quitarte las anteojeras, una última ocasión de frotarte los ojos de asombro, una última ocasión de entregarte a este milagro del que ahora te despides y al que vas a abandonar.

Me pregunto si entiendes lo que estoy intentando expresar, Georg. Nadie se ha despedido llorando de la geometría de Euclides o del sistema periódico de los átomos. Nadie se echa a llorar porque va a ser desconectado de internet o de la tabla de multiplicar. Es del mundo de lo que uno se despide, de la vida, del cuento. Y al mismo tiempo, uno se despide de una pequeña selección de seres queridos.

Alguna que otra vez pienso que desearía haber vivido antes del invento de la tabla de multiplicar, y al menos antes de la física y química modernas, antes de que comenzáramos a entenderlo todo, es decir cuando todo era MAGIA. Así me parece la vida en este momento en que estoy sentado delante de la pantalla del ordenador escribiendo estas líneas. Yo mismo soy un científico y no rechazo ninguna de las ciencias, pero también tengo una concepción del mundo mítica, casi animista. Nunca he permitido a Newton ni a Darwin que se carguen el mismísimo misterio de la vida. (Consulta la enciclopedia si hay alguna palabra que no entiendes. Hay una enciclopedia moderna en el cuarto de estar. Bueno, al menos está allí ahora, y no sé si ahora te parecerá ya tan moderna.)

Voy a confiarte un secreto. Antes de empezar a estudiar medicina tenía dos alternativas para el futuro: ser poeta, es decir alguien que canta, con palabras, alabanzas a este mundo mágico en el que vivimos, creo que ya te lo he mencionado, o ser médico, es decir alguien que sirve a la vida. Para más seguridad, decidí hacerme médico primero.

No me alcanzó el tiempo para convertirme en poeta. Pero sí me alcanzó para escribirte esta carta.

Volver a casa todos los días y encontrarme con una Joven de las Naranjas pintando flores de cerezo en nuestro jardín, era como la realización de todo lo que podía haber soñado. Una vez me entusiasmé tanto al verla en el jardín que la cogí en brazos y me la llevé al dormitorio. ¡Ella se reía!, ¡ay, cómo se reía! La coloqué en la cama y la seduje allí mismo. No me avergüenza darte a conocer también ese aspecto de la felicidad que compartimos ella y yo. ¿Por qué iba a ocultártelo? Es uno de los hilos conductores de esta historia.

Lo primero que decidimos al instalarnos en la casa tras varios meses de reformas fue dejar de tomar precauciones para no tener hijos. Lo decidimos la primera noche que dormimos aquí. A partir de esa noche empezamos a hacerte a ti.

Y cuando llevábamos año y medio viviendo en Humleveien naciste tú. Me sentía muy orgulloso cuando te tuve en brazos por primera vez. Fuiste un niño. Si hubieras sido una niña, habríamos tenido que ponerte por nombre Ranveig, como se llamaba la hija de aquella Joven de las Naranjas.

Verónica estaba agotada y pálida después del parto, pero feliz. No podríamos haber estado más felices. Comenzaba un nuevo capítulo con reglas completamente nuevas.

Voy a confiarte otro secreto. En el hospital trabajaba un compañero mío de la universidad, lo cual quiere decir que era médico. Tras el parto, entró en la habitación del hospital con una copa de champán tanto para la parturienta como para el flamante padre. En realidad no estaba permitido, de hecho estaba prohibidísimo. Pero en la ventana que daba al pasillo había una pequeña cortina que se podía correr. Brindamos los tres por esa vida en la Tierra que acababas de iniciar. Obviamente no te dimos champán, pero al poco tiempo te pusieron al pecho de Verónica, y ella sí había tomado unos pequeños sorbos de champán.

Pero aquel día en que la Joven de las Naranjas me acompañó al autobús del aeropuerto, habíamos visto una paloma muerta. Fue un mal presagio. Tal vez fuera porque yo no había seguido todas las reglas del cuento.

¿Te acuerdas de que estuvimos en la cabaña esta Semana Santa? Ya tenías casi 3 años y medio, pero supongo que te habrás olvidado de todo. Cuando se estudia medicina, también se estudia algo de psicología. Sé que no se recuerda casi nada de la vida antes de haber cumplido los 4 años.

Recuerdo que tú y yo nos sentamos fuera junto a la pared de la cabaña compartiendo una naranja mientras Verónica grababa todo en vídeo. Fue como si ella intuyera que algo estaba llegando a su fin. Georg, pregúntale si aún guarda ese vídeo. Tal vez le duela sacarlo, pero pregúntaselo de todos modos.

Después de Semana Santa supe que estaba gravemente enfermo. Verónica no se lo creía, pero yo lo sabía. Yo sabía interpretar los signos, sabía diagnosticar.

De modo que fui a ver a ese compañero del que te he hablado; ese que nos sirvió champán en el hospital al nacer tú. Primero me hizo unos análisis de sangre, y luego algo que se llama TAC, una especie de examen por rayos X. Estuvo de acuerdo conmigo. Habíamos llegado a la misma conclusión profesional.

Comenzó una nueva forma de vida. Fue una catástrofe para Verónica y para mí, pero intentamos al máximo mantenerte fuera de ella. Una vez más se introdujeron nuevas reglas. Palabras como añoranza, paciencia y carencia adquirieron un nuevo sentido, ya no podíamos prometemos estar juntos todos los días de los años siguientes. No podíamos prometernos nada en absoluto. De pronto los dos nos sentíamos vulnerables y desamparados. Ese pronombre tan entrañable, «nosotros», tenía una fea grieta. Ya no podíamos exigimos nada el uno al otro, ni podíamos compartir ninguna expectativa sobre el tiempo que teníamos por delante.

Tras haber leído esto, ya conoces algo de la historia de mi vida. Ya sabes quién soy. Eso me reconforta.

En cierto modo me conoces mejor de lo que me conocen muchas otras personas, aunque no hayamos conversado a solas desde que tenías apenas 4 años. Nunca me he sincerado con nadie como contigo en esta carta. Entenderás también por qué me resultó tan duro tener que aceptar las nuevas reglas. Sabía cómo sería mi final, y tuve que habituarme poco a poco a la idea de que me vería obligado a abandonaros a ti y a la Joven de las Naranjas.

Tengo que preguntarte algo, Georg. No puedo esperar más. Pero primero voy a contarte lo que sucedió aquí en Humleveien hace unas semanas.

Por las mañanas Verónica ya al instituto a enseñar a jóvenes a pintar naranjas. Le he dicho que no le permito quedarse conmigo en casa todo el día. Tú y yo desayunamos juntos. Luego te acompaño a la guardería, y tengo esas horas para mí durante las cuales me siento ante el ordenador, en el cuarto de estar, a escribirte esta larga carta. A menudo tengo que hacer equilibrios para no tropezar con tu tren BRIO. Te habrías dado cuenta enseguida si algo se hubiera movido.

A veces también necesito dormir un poco durante ese tiempo, no porque me sienta mal, sino porque no consigo tranquilizarme por las noches, pues es cuando me invaden todos esos pensamientos, es cuando más me asolan. En el instante de acostarme me adentro en los tristes enigmas, en el cuento grande y feo que no tiene hadas buenas, sólo espíritus oscuros y elfos malvados. Entonces es mejor renunciar al sueño por la noche y quedarte dormido en el sofá en algún momento de la mañana cuando hay luz fuera.

No se me hace muy cuesta arriba permanecer despierto sabiendo que tu madre y tú estáis aquí durmiendo. Además, sé que puedo despertar a Verónica cuando quiera, y algunas veces lo hago, y ella me hace compañía. Alguna que otra vez hemos estado sentados juntos toda la noche. En esas ocasiones no nos decimos gran cosa, simplemente estamos juntos. Nos preparamos alguna taza de té. Nos hacemos algún sándwich de queso. Así es la situación ahora, Georg. Ésas son las nuevas reglas.

Podemos estar sentados juntos cogidos de la mano durante horas sin hablar. Alguna vez contemplo su mano, es suave y bonita, y luego miro fijamente la mía, a lo mejor sólo un dedo o una uña. ¿Cuánto tiempo tendré este dedo?, me pregunto. O me llevo su mano a los labios y la beso.

He pensado que a esa mano, que en esas noches tengo cogida, estaré agarrado hasta que llegue mi último momento, tal vez en la cama del hospital, y tal vez durante muchas horas, hasta que por fin suelte las amarras y también la mano. Estamos de acuerdo en que será así, ella me lo ha prometido. Es bueno saberlo. Y también indeciblemente triste. Cuando suelte este universo soltaré una mano cálida y viva, la mano de la Joven de las Naranjas.

¡Imagínate, Georg, si al otro lado también hubiera una mano que agarrar! Pero no creo que exista ningún otro lado. Estoy casi seguro. Todo lo que hay sólo dura hasta que se acaba. Pero lo último a lo que suele estar agarrado un ser humano es a una mano.

He escrito antes que lo más contagioso que conozco es la risa. Pero también la pena puede contagiarse. El miedo es diferente. No se contagia con la misma facilidad que la risa y la pena… y menos mal. El miedo es algo solitario.

Tengo miedo, Georg. Tengo miedo de ser expulsado de este mundo. Tengo miedo de noches como ésta, que no se me permitirá vivir.

Pero una noche te despertaste, a eso iba. Estaba sentado en el jardín, y de repente te vi salir de tu habitación y entrar en el salón. Te frotabas los ojos y mirabas a tu alrededor. Normalmente habrías subido la escalera hasta nuestro dormitorio, pero esa vez te quedaste de pie en el salón, quizá porque veías todas las luces encendidas. Entré en el salón desde el jardín de invierno y te levanté por los aires. Dijiste que no podías dormirte. Tal vez lo decías porque nos habías oído a mamá y a mí hablar a veces de que no lograba dormirme.

He de admitir que me alegré mucho de que te hubieras despertado, de que vinieras a mí cuando más te necesitaba. Por eso no hice ningún esfuerzo para que te durmieras de nuevo.

Me hubiera gustado mucho hablarte de todo esto, pero sabía que no podía, que eras demasiado pequeño. Y sin embargo eras lo suficientemente mayor como para consolarme. Si te quedabas despierto, quería compartir contigo unas horas. Era una de esas noches que podría haber despertado a Verónica, pero como estabas tú, la dejaba dormir.

Sabía que afuera había un maravilloso cielo estrellado, lo había visto desde el jardín de invierno. Estábamos en la segunda quincena de agosto, y es posible que tú no hubieras visto nunca un cielo estrellado, al menos no durante ese verano tan luminoso que estaba llegando a su fin, y el año anterior eras aún demasiado pequeño. Te puse un jersey de lana y un pantalón de punto, también yo me puse una chaqueta, y nos sentamos los dos en la terraza. Había apagado las luces de dentro y apagué también las de fuera.

Primero señalé una finísima luna. Estaba baja en el firmamento, al este. Tenía forma de C, lo que significaba que estaba en cuarto menguante. Te lo dije.

Tú estabas sentado sobre mis rodillas, absorbiendo toda esa seguridad que te rodeaba. Yo bebía de la seguridad que emanaba de ti. Y me dio por señalarte todas las estrellas y los planetas en el firmamento. Quería hablarte de todo aquello, de todo ese gran cuento del que formamos parte, de ese enorme puzzle del que tú y yo éramos unas piezas minúsculas. También ese cuento tenía leyes y reglas que no éramos capaces de entender, ante las cuales teníamos que doblegarnos, nos gustaran o no.

Sabía que probablemente pronto tendría que dejaros, pero no podía decirlo. Sabía que estaba saliendo de ese gran cuento que tú y yo contemplábamos en ese momento, pero no podía decírtelo. De modo que me puse a hablarte de las estrellas, primero lo hice de forma que pudieras entenderme, pero luego, cuando ya me había emocionado, hablé libremente del espacio como si fueras un adulto.

Y tú me dejaste hablar, Georg. Te gustaba oírme contar aunque no fueras capaz de interpretar todos los enigmas que iba mencionando. Tal vez entendías más de lo que yo creía. Al menos no me interrumpiste, ni tampoco te dormiste. Fue como si entendieras que no podías abandonarme esa noche. Quizá percibiste que no era yo quien estaba contigo. Eras tú quien estaba conmigo. Eras el canguro de tu papá.

Te conté que era de noche porque el planeta había girado alrededor de su propio eje y estaba dando la espalda al sol. Sólo en el momento de salir o ponerse el sol podemos ver al globo terráqueo dar la vuelta, te expliqué. Eso creo que lo entendiste, aunque a veces cantábamos una nana que empezaba: El sol cierra su ojo, y yo pronto cerraré el mío… ¿Lo recuerdas?

Te señalé Venus y te dije que esa estrella era un planeta que daba vueltas alrededor del sol de la misma manera que la Tierra. En esa época del año podíamos ver Venus bajo en el firmamento al este, porque el sol brillaba sobre él de la misma manera que lo hace sobre la Tierra. Luego te conté un secreto: te dije que pensaba en Verónica cada vez que miraba ese planeta, porque «Venus» era una antigua palabra asociada al amor.

Casi todos los puntos luminosos que veíamos en el cielo eran estrellas de verdad, te expliqué, y brillaban por su cuenta, exactamente igual que el sol, porque cada estrellita en el cielo era un sol ardiente. ¿Sabes lo que dijiste entonces?: «Pero no nos quemamos la piel con las estrellas».

Había sido un verano maravilloso, Georg, habíamos tenido que ponerte crema con un alto factor de protección. Te estreché contra mi pecho y te susurré: «Eso es sólo porque están muy, muy lejos».

Mientras estoy escribiendo esto tú estás jugando en el suelo haciendo nuevas construcciones con tu tren BRIO.

Ésta es la vida de todos los días, pienso. Ésta es la realidad. Pero la puerta para salir de la realidad está abierta de par en par.

¡Son tantas las cosas de las que tengo que despedirme! Son tantas las cosas que dejamos atrás.

Hace un ratito te acercaste a mí y me preguntaste qué estaba escribiendo en el ordenador. Te contesté que estaba escribiendo una carta a mi mejor amigo.

Tal vez te extrañara un poco la tristeza en mi voz al decir que estaba escribiendo una carta a mi mejor amigo. Preguntaste: «¿Es para mamá?».

Creo que te dije que no con la cabeza. «Mamá es mi novia», dije. «Eso es algo muy diferente.»

«¿Y quién soy yo?», preguntaste.

Me pusiste en un aprieto. Pero te cogí en brazos, te apreté fuertemente contra mí y te dije que eras mi mejor amigo.

Por fortuna ya no preguntaste nada más. No podías pensar que la carta fuera para ti. Y a mí me parecía curioso imaginarme que un día la leerías.

El tiempo, Georg. ¿Qué es el tiempo?

Continué contando, aun sabiendo que no eras ya capaz de entender lo que te estaba diciendo.

El espacio también es muy viejo, dije, tal vez tenga 15.000 millones de años. Y sin embargo nadie ha conseguido enterarse todavía de cómo se creó. Convivimos en un gran cuento que nadie sabe lo que es. Bailamos, jugamos, charlamos y reímos en un mundo que no tenemos ni idea cómo surgió. Ese bailar y jugar es la música de la vida, dije. Lo encuentras por todas partes donde hay seres humanos, de la misma manera que hay tono de marcar en todos los teléfonos.

Echaste la cabeza hacia atrás y me miraste. Lo del tono del teléfono lo entendiste, te encantaba levantar el auricular y escucharlo.

Entonces, Georg, te hice una pregunta, la misma que quiero hacerte ahora que ya eres capaz de entenderla. Por esta pregunta te he contado la larga historia sobre la Joven de las Naranjas.

Dije: «Imagínate que hace miles de millones de años, cuando todo se creó, te encontraras en el umbral de este cuento y pudieras elegir si quieres nacer a una vida en este planeta. No sabrías cuándo vivirías, ni tampoco el tiempo que permanecerías aquí, pero de todos modos no serían más que unos cuantos años. Lo único que sabrías es que, si eliges entrar en el mundo, tendrías que despedirte y dejarlo todo algún día, cuando llegara el momento. Tal vez te causara mucha pena, porque muchos seres humanos opinan que la vida en este gran cuento es tan maravillosa que se les saltan las lágrimas con sólo pensar que se va a acabar. A veces es todo tan bueno aquí que duele mucho pensar que un día se acabará».

Estabas sentado en mis rodillas sin moverte. Añadí: «¿Qué habrías elegido tú, Georg, si una fuerza mayor te hubiera permitido elegir? Tal vez podamos imaginarnos un hada cósmica en este gran cuento de misterio. ¿Habrías elegido vivir una vida en la Tierra, larga o corta, dentro de cien mil o cien millones de años?».

Creo que respiré con dificultad un par de veces antes de proseguir: «¿O te habrías negado a participar en el juego por no aceptar las reglas?».

Seguías inmóvil sobre mis rodillas. Me pregunto en qué estabas pensando. Tú eras un milagro vivo. Me pareció que tu pelo rubio olía a mandarinas. Eras un ángel de carne y hueso.

No te habías dormido. Pero tampoco dijiste nada.

Estoy seguro de que me oíste, incluso es probable que me escucharas. Pero no pude adivinar lo que se movía dentro de tu cabeza. Estábamos muy juntos, y sin embargo había de repente una gran distancia entre nosotros.

Te apreté aún más fuerte, tal vez pensaras que era para que no pasaras frío. Pero te fallé, Georg, porque me eché a llorar. No era mi intención, y enseguida intenté recobrar la serenidad. Pero lloré.

Durante las últimas semanas me había hecho muchas veces esa misma pregunta. ¿Hubiera elegido vivir una vida en la Tierra sabiendo que un día de repente me sería arrebatada, tal vez en medio de una gran felicidad? ¿O habría rechazado desde el principio ese agitado juego de «dar y quitar»? Pues sólo venimos al mundo una vez. Las puertas del gran cuento se nos abren. ¡Y colorín colorado, este cuento se ha acabado!

No estaba muy seguro de lo que hubiera elegido. Creo que me habría negado a aceptar las condiciones. Tal vez habría rechazado cortésmente la oferta de visitar el cuento, e incluso es probable que no hubiera contestado tan cortésmente. Tal vez habría dicho con un bramido que el dilema en sí estaba tan cargado de maldad que no quería saber nada de él. Eso pensaba justo en ese momento, sentado en la terraza, contigo sobre las rodillas. Estaba seguro de que habría rechazado la oferta en su totalidad.

Si hubiera elegido no meter la cabeza en el gran cuento, no habría sabido lo que me iba a perder. ¿Entiendes lo que quiero decir con eso? Algunas veces a los humanos nos resulta peor perder algo querido que no haberlo tenido nunca. Escucha: si la Joven de las Naranjas no hubiera cumplido su promesa de vernos todos los días durante los seis meses siguientes a su estancia en España, habría sido mejor para mí no haberla conocido nunca. Lo mismo sucede en otros cuentos. ¿Crees que la Cenicienta habría elegido ir al palacio como princesa si hubiera sabido que ese juego duraría sólo una semana escasa? ¿Cómo crees que se hubiera sentido al regresar a las cenizas y los atizadores, la malvada madrastra y las feas hermanastras?

Pero ahora te toca a ti contestar, Georg, te cedo la palabra. Fue sentado contigo en la terraza bajo el cielo estrellado cuando decidí escribirte esta larga carta. Fue en el momento en el que me eché a llorar de repente. No lloraba sólo porque iba a abandonaros a ti y a la Joven de las Naranjas. Lloraba porque tú eras muy pequeño. Lloraba porque tú y yo no podíamos hablar.

Vuelvo a preguntar: ¿qué habrías elegido si te hubieran dado la posibilidad de elegir? ¿Habrías elegido vivir un breve rato en la Tierra y al cabo de unos años ser arrancado de todo para jamás volver? ¿O habrías rechazado la oferta?

Te doy sólo estas dos alternativas. Así son las reglas. Si eliges vivir, también eliges morir.

Pero prométeme tomarte el tiempo suficiente y pensártelo bien antes de contestar.

Tal vez sea meterme demasiado en tus entrañas. Tal vez intente que te abras demasiado y no tenga ningún derecho a hacerlo. Pero es muy importante para mí lo que contestes a esta pregunta, ya que soy directamente responsable de que estés en el mundo. Tú no habrías estado en el mundo si yo hubiera podido rechazar el entrar en él. Tengo a veces un sentimiento de culpabilidad por haber contribuido a introducirte en el mundo. En cierto modo soy yo quien te ha dado la vida; la Joven de las Naranjas y yo, claro. Pero también somos nosotros los que vamos a arrebatártela. El dar la vida a un niño no es sólo darle el gran Regalo de la Vida. También es arrebatarle ese mismo regalo inconcebible.

Tengo que ser sincero contigo, Georg. Yo habría rechazado la oferta de un veloz tour tipo «conoce-el-mundo» por el gran cuento. Y si tú piensas como yo, me siento culpable de lo que he ocasionado.

Me dejé seducir por la Joven de las Naranjas, me dejé tentar por el amor, me dejé convencer por la idea de tener un hijo. Ahora me llega el arrepentimiento y la necesidad de la reconciliación. ¿He hecho algo mal?, me pregunto. Lo vivo como un sangriento conflicto de conciencia y necesito dejar las cosas en orden antes de desaparecer.

Pero ahora, Georg, puede surgir un nuevo dilema, que tal vez no sea tan difícil —o tan maligno— como el primero. Si contestas que a pesar de todo habrías elegido vivir, aunque sólo hubiera sido por poco tiempo, entonces no tengo derecho a desear no haber nacido.

Así puede crearse una especie de equilibrio en esas cuentas, en el sentido de que las dos partidas se compensan. Naturalmente, eso es lo que espero. Incluso es el motivo por el que escribo.

No podrás contestarme directamente a la gran pregunta que te he hecho. Pero puedes hacerlo indirectamente. Puedes responder mediante la manera en la que eliges vivir esta vida que empezaste cuando Verónica, un médico desobediente del hospital y yo brindamos por ti con champán. Ese médico del champán fue una buena hada para ti, estoy completamente seguro de eso.

Ahora podrás dejar de lado este mensaje mío. Ahora te toca vivir a ti.

Mañana ingresaré en el hospital, así que mamá te llevará a la guardería.

Tuve que escribir esto también. Y he de añadir: no puedo prometer que vaya a volver más a Humleveien.

¡Georg! Una última pregunta: ¿puedo estar seguro de que no existe vida alguna después de ésta? ¿Puedo estar convencido de que no me encuentre en otro lugar cuando leas esto? No, no puedo estar seguro del todo. Porque si el mundo existe, es que ya se ha sobrepasado el límite de lo improbable. ¿Entiendes lo que quiero decir? Estoy tan saciado de asombro por que exista un mundo que ya no me cabe más asombro, aunque luego resultara que existe otro mundo después.

Recuerdo que hace un par de días tú y yo pasamos unas horas jugando a un videojuego. Quizá fuera yo quien más se divirtiera, necesitaba desesperadamente distraerme un poco. Cada vez que nos «moríamos» en ese juego, salía inmediatamente un nuevo tablero, y estábamos otra vez jugando. ¿Cómo podemos saber que no existe un «nuevo tablero» también para nuestras almas? Yo no lo creo, de verdad que no lo creo. Pero el soñar con algo improbable tiene un nombre. Lo llamamos «esperanza».