Al abrir los ojos, descubrió a su padre sentado al otro lado de la silla.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Las siete.
—¿Llevas aquí mucho tiempo?
—Sólo unas horas…
De repente, Cecilia se acordó del paseo nocturno con los esquís. Miró la habitación. No había nada que pudiera revelar que los había estrenado. «Tal vez no haya sido esta noche. Tal vez hayan pasado algunos días», pensó.
Se sentía más cansada que nunca. ¿Podría ser por lo del paseo en esquís con Ariel?
—No me encuentro muy bien.
Su padre le cogió la mano.
—No estás bien.
—¿Qué día es hoy?
Su padre miró el reloj:
—22 de enero.
—Casi ha pasado un mes desde Nochebuena.
—Pronto vendrá mamá con la inyección.
—«Con la inyección…»
—Sí, está en el cuarto de baño.
—Estoy harta de todo esto.
Su padre le apretó la mano.
—Claro que debes de estarlo —se limitó a decir.
Cecilia intentó levantar la vista hacia él:
—Cuando sea mayor, voy a estudiar astronomía.
—Ah, sí… es muy interesante.
—Alguien tendrá que buscar la solución a todas las cosas.
—¿En qué estás pensando?
—La que está enferma soy yo, papá…
—Así es.
—… pero sois vosotros los que no sois capaces de prestar atención en la clase. Quiero decir que alguien tendrá que averiguar cómo son las cosas. Esto no puede continuar así.
—La ciencia avanza siempre un poco más…
—¿Crees en los ángeles?
—¿Por qué me preguntas eso?
—Bueno, ¿crees en Dios?
Asintió con un gesto:
—Y tú también, ¿no?
—No lo sé… si no fuera tan tonto. ¿Sabías que ha colocado un ángel casi en cada asteroide? Si quieren pueden quedarse allí, pasándoselo bien eternamente. Ni siquiera tienen que cortarse las uñas o cepillarse los dientes. Otros ángeles están sentados en enormes cometas que dan vueltas alrededor del sol a una velocidad vertiginosa. Y miran hacia la Tierra con mucha curiosidad porque se preguntan cómo es ser una persona de carne y hueso…
—Creo que estás fantaseando.
—… mientras Dios el todopoderoso está cómodamente sentado soplando burbujas de jabón. Sólo para exhibirse ante los ángeles del cielo.
—Estoy seguro de que no está haciendo semejante cosa.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? Imagínate, tal vez es una verdadera mierda.
—No podemos entenderlo todo, Cecilia.
—Todo eso ya lo he oído antes… Sólo entendemos en parte. Lo vemos todo como por un espejo y oscuramente…
—Sí, son palabras muy sabias.
Cecilia le miró con resignación.
Transcurrió un largo rato. Ella quería decir algo más, pero no sabía si tenía fuerzas. Era como si tuviera la esperanza de que su padre le fuera a arrancar las palabras de la cabeza, sin que ella tuviera que abrir la boca.
Añadió:
—¿Te acuerdas de cuando fuimos a Creta?
Su padre intentó sonreír.
—¡Cómo no voy a acordarme!
—Quiero decir si te acuerdas del viaje en avión hacia allí, tonto.
Él asintió:
—Incluso recuerdo que en el viaje de ida nos dieron para comer pollo con ensaladilla rusa, y en el de vuelta albóndigas con salsa de pimienta…
—No hables de comida, papá. Quiero decir que yo miraba por la ventanilla. Miré hacia abajo, hacia la Tierra.
Y no dijo nada más. Pero pensó que había estado sentada arriba en el cielo mirando el planeta con todas sus ciudades y carreteras, montañas y campos arados. En el viaje de vuelta volaron primero por encima de las nubes. Fue como si se encontraran a medio camino entre el cielo y la tierra. Habían llegado a Noruega muy tarde por la noche. Antes de aterrizar en el aeropuerto de Gardemoen, se habían metido entre las nubes, y entonces se les había revelado un país de cuento con luces eléctricas de todos los colores.
Cecilia dijo:
—Cuando llegamos al mundo recibimos un mundo entero de regalo.
Su padre asintió. Era como si no le gustara que Cecilia tuviera tantas cosas de que hablar.
—Pero no somos solamente nosotros los que llegamos al mundo, también se puede decir que el mundo llega a nosotros.
—Es casi lo mismo, ¿no?
—A mí me parece que soy dueña de un mundo entero, papá.
Su padre le cogió también la otra mano.
—De alguna manera es así.
—No solamente esta casa… y la colina Ravne… y el río allí abajo. También soy dueña de una parte de la llanura Lasithi de Creta… y de toda la isla Santorini. Es como si en el pasado hubiera vivido en el viejo palacio de Cnosos. Soy dueña del sol y de la luna, y de todas las estrellas en el cielo. Porque lo he visto todo.
Papá cogió la campanilla de la mesilla de noche y la hizo sonar. ¿Por qué lo hizo? ¿No estaría enfermo él también?
Cecilia prosiguió:
—Nadie me puede quitar todo esto. Será para siempre mi mundo.
Su madre entró en la habitación. Su padre se levantó de la silla y salió corriendo del cuarto. Llevaba sentado con ella tanto tiempo que seguramente necesitaba ir al servicio.
—¿Cecilia?
Se volvió hacia su madre con una mirada acusadora.
—¡Cecilia!
—¿No puedes ponerme la inyección sin más, mamá? No hace falta hablarlo todo.
Le puso la inyección inmediatamente, y seguramente se durmió, porque cuando se despertó de nuevo era Ariel quien estaba sentado a su lado.
Cecilia se encontraba mucho mejor que cuando habían estado sus padres. ¿Podría ser que mejorara cuando estaba con el ángel?
—¿Has dormido bien? —preguntó Ariel.
Cecilia se levantó y se sentó en el borde de la cama; miró hacia la ventana y vio que fuera había luz.
—Es de día —dijo—. A veces me hago un lío.
Ariel movió la cabeza misteriosamente:
—El planeta no para de dar vueltas.
Cecilia se rió; no entendía muy bien por qué, pero en ese momento le resultó muy divertido pensar que la Tierra daba vueltas y vueltas.
—Alguien ha dicho que el mundo es un escenario. En ese caso tendrá que ser un escenario giratorio.
—Desde luego que sí —dijo Ariel con determinación—. Pero a lo mejor no sabes por qué.
Cecilia se encogió de hombros:
—En realidad no importa, porque yo no noto que el mundo dé vueltas. Por mí podría ser un poco más movido. ¡Imagínate si fuera así…! Entonces las norias del mundo entero no harían gran negocio.
Ariel se levantó de la silla, voló lentamente por la habitación y se sentó sobre el escritorio. Miró a Cecilia:
—La Tierra da vueltas sin parar para que los seres humanos puedan mirar al universo en todas las direcciones del cielo. De esa manera veis casi todas las estrellas y todo lo que hay allí fuera, estéis donde estéis.
—Nunca se me había ocurrido.
Ariel prosiguió:
—Da igual que viváis en Jessheim o en Java, ni una minúscula franja de la gloria del cielo debe permaneceros oculta. Sería muy injusto que sólo la mitad de la humanidad pudiera sentir los rayos solares en el rostro, o que, por ejemplo, la mitad de los habitantes de la Tierra jamás viera ni siquiera una media luna. Tanto el sol como la luna pertenecen a todos los seres humanos de la Tierra.
—¿Por eso Dios puso en marcha la peonza?
—¡Sí, señorita! Pero no sólo por eso…
—Cuéntame más cosas.
—También fue para que todos los ángeles del cielo pudieran ver todo el planeta Tierra, independientemente del astro en que se encontraran. Porque, ¿sabes?, es mucho más fácil vigilar un planeta que gira constantemente que un planeta que sólo pone una mejilla.
A Cecilia le pareció que Ariel se estaba entusiasmando demasiado. No paraba de hablar. Y también había empezado a mover las piernas como antes.
—Creo que te he dicho que tenemos una mirada de rayos X. Pero no creo haberte dicho que también tenemos una telemirada…
—¿Quieres decir que podéis ver a los seres humanos en la Tierra, incluso cuando estáis sentados en algún insignificante planeta muy lejos en el universo?
—Exactamente. Allí arriba, como puedes imaginar, no ocurre gran cosa. Pero cuando estamos cómodamente instalados en ese insignificante planeta mirando a la Tierra, podemos seguir el teatro celestial independientemente de que las escenas tengan lugar en Creta o en Klofta.
—¿«El teatro celestial»?
Ariel asintió:
—El planeta Tierra, Cecilia. La vida de los seres humanos en la Tierra es como una eterna obra de teatro. Venís y os vais. Como los del juego…
Cecilia permaneció inmóvil en el borde de la cama durante unos segundos. Luego dijo:
—¡Me parece horrible!
Dio un fuerte golpe a la silla con el pie.
—Si hubiera sido verdad, habría sido muy injusto.
Ariel pareció ofenderse un poco, pero seguía moviendo las piernas. Añadió:
—Entonces no hablemos más de ello.
—No sé si me apetece hablar más de algo.
Por un instante, Ariel dejó de mover las piernas:
—Estás amargada, Cecilia.
—¿Y qué?
—Por eso estoy aquí.
Cecilia miró fijamente al suelo:
—Es que no me cuadra que el mundo no pueda estar hecho de diferente manera.
—Ya hemos hablado de eso. Estoy seguro de que muchas veces has intentado dibujar algo muy bonito y luego te ha salido algo diferente a lo que habías imaginado.
—Eso ocurre casi siempre. Precisamente eso es lo que lo hace tan interesante… el no saber exactamente qué va a ser.
—Pero entonces no eres exactamente todopoderosa en relación con lo que dibujas.
Cecilia no contestó. Al cabo de un rato dijo por fin:
—Si yo supiera que lo que dibujara iba a cobrar vida, no me atrevería a dibujar nada. Jamás me atrevería a dar vida a algo a lo que no pudiera defender de esos impacientes lápices de colores.
El ángel se encogió de hombros:
—De todos modos, las figuras que dibujaras sólo habrían entendido parcialmente. No habrían podido ver cara a cara.
Cecilia suspiró profundamente:
—Tantos misterios empiezan a ponerme nerviosa.
—Lo siento. No era mi intención.
—Algún tonto dijo una vez que lo más importante es ser o no ser. En realidad, cada vez estoy más de acuerdo con él. O con ella, si quieres… porque tú mismo has dicho que lo de los sexos no es tan importante en el mundo espiritual…
—«Ser o no ser» —repitió Ariel—. Está bien dicho, porque no hay nada entre medias.
—Quiero decir que estamos en la Tierra sólo esta vez. ¡Y jamás volveremos!
—Sé que estás muy enferma, Cecilia…
—Pero no te dejo que preguntes por la enfermedad que tengo. No permito a nadie hablar de eso, ni siquiera a los ángeles del cielo.
—Sólo quería decir que he venido para consolarte.
Cecilia arrugó la nariz:
—¡Consolarme!
Ariel despegó del escritorio y empezó a volar por la habitación mientras hablaban.
—Cuando me haga vieja y luego muera, creo que seré un bebé de nuevo. Y luego continuaré viviendo en el cielo exactamente como vosotros. Nos convertiremos todos en cuervos de Odín. Creo que estará bien…
—¿Crees? —preguntó Ariel.
—«¿Crees?», «¿crees?». ¡Eso tienes que saberlo tú!
Ariel estaba descansando en el aire delante de la cama, tapando el viejo collar de perlas y el calendario griego de los gatos.
—¡No señora! —dijo con firmeza—. La obra de la creación y la celestial constituyen un misterio tan grande que ni los seres humanos de la tierra ni los ángeles del cielo consiguen captarlo.
—Entonces igual puedo hablar con papá o con la abuela.
Ariel asintió:
—Porque también ellos están flotando en algún lugar del gran misterio de Dios.
Cecilia le miró:
—¿Has visto a Dios? En persona, quiero decir.
—Estoy sentado delante de una puntita de él en este momento. Porque lo que he mirado y hablado con uno de sus más pequeños lo he mirado y hablado con él.
Cecilia reflexionó un buen rato:
—Si ésa es la única manera de encontrarse con Dios, resulta difícil aplastarle.
Ariel tuvo que reírse:
—Sería simplemente que él se aplastaba a sí mismo.
Hubo un silencio total en la habitación, antes de que el ángel Ariel continuara:
—Cuando te quejas de que Dios es tonto, quizá sea que el propio Dios se acusa a sí mismo. ¿O has olvidado lo que dijo cuando estaba colgado en la cruz?
Cecilia lo había olvidado. Últimamente la abuela le había leído muchos trozos de la Biblia, pero de ése justamente se había olvidado.
—¡Dilo de una vez!
—Dijo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».
A Cecilia de repente se le iluminó la mente. Jamás había pensado en eso. Si Jesucristo era Dios, entonces Dios estaba hablando consigo mismo cuando estaba en la cruz. Tal vez hablara también consigo mismo cuando habló a los discípulos en Getsemaní. Ni siquiera se habían preocupado de permanecer despiertos cuando los soldados vinieron a prenderlo.
—«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» —repitió Cecilia.
Ariel se le acercó volando y, mirándola a los ojos con su mirada azul como el zafiro, dijo:
—Dilo, Cecilia. ¡Dilo una y otra vez! Porque hay algo en el espacio celestial que no cuadra. Algo ha fallado en el gran dibujo.
Cecilia intentó concentrar sus pensamientos.
—¿De verdad que no sabes nada más sobre lo que hay al otro lado? —preguntó.
Ariel movió su reluciente calva:
—Vemos todo por un espejo. Acabas de mirar a través del cristal y has vislumbrado algo al otro lado. No puedo pulir del todo el espejo. Tal vez así hubieras podido ver algo más, pero entonces ya no habrías podido verte a ti misma.
Cecilia le miró asombrada.
—Ése es un pensamiento muy profundo.
—Y más a fondo no se llega en los huesos y en la carne. Porque el hueso y la carne son un lago de poca profundidad. Constantemente se ve la arena y las piedras del fondo.
—¿De verdad?
Ariel asintió:
—Como sabes, el hueso y la carne no son más que tierra y agua. Pero además Dios os insufló algo de su espíritu. Por eso, dentro de vosotros hay algo que es Dios.
Cecilia extendió los brazos vencida.
—No sé qué decir.
—Podrías felicitarte a ti misma…
—¡Pero si no es mi cumpleaños!
—Podrías felicitarte porque eres un ser que ha tenido la oportunidad de hacer un extraño viaje alrededor de un sol ardiente en el espacio celeste. Allí has vivido una fracción de la eternidad. ¡Has contemplado el universo, Cecilia! Has podido levantar la vista de ese dibujo en el que estás dibujada. Así pudiste ver tu propia gran majestuosidad en el inmenso espejo celestial.
Ariel estaba tan solemne que sus palabras daban miedo a Cecilia:
—Creo que ya no debes decir ni una sola palabra más. No tengo capacidad para más.
—¡Sólo esto!
La miró fijamente a los ojos con una mirada más clara y más profunda que el mar Egeo:
—Todas las estrellas se caen algún día. Pero una estrella no es más que una chispa de la gran hoguera celestial…
Al instante siguiente, había desaparecido. Cecilia debió de quedarse dormida al mismo tiempo. Cuando volvió a despertarse, estaban sentados junto a su cama mamá, papá y la abuela.
—¿Estáis aquí todos?
Todos dijeron que sí con la cabeza. Mamá le humedeció la boca con una toallita.
—¿Dónde está Lasse?
—Está fuera con el abuelo, patinando sobre el hielo.
—Quiero hablar con la abuela.
—¿Quieres que papá y yo os dejemos solas?
Cecilia asintió con un gesto.
Los dos salieron de puntillas. La abuela le cogió las manos.
—¿Te acuerdas de lo que me contaste de Odín?
—Claro que me acuerdo.
—Tenía un cuervo en cada hombro, y todas las mañanas volaban por el mundo para ver cómo estaba todo. Luego volvían y contaban a Odín lo que habían visto…
—Ahora eres tú la que me lo estás contando a mí —dijo la abuela.
Como Cecilia no contestó, su abuela prosiguió:
—Pero, de alguna manera, era Odín el que volaba. A la vez que estaba tranquilamente sentado en su trono, volaba por el mundo sobre las alas de los cuervos. Como sabes, los cuervos tienen muy buena vista…
Cecilia la interrumpió:
—Eso era lo que iba a decir…
—¿El qué?
—Me hubiera gustado tener dos cuervos así. O al menos me hubiera gustado ser uno de ellos.
La abuela le apretó un poco más las manos:
—No tenemos por qué hablar de esas cosas ahora.
—Además, he empezado a olvidarme de lo que me contaste —dijo Cecilia.
—A mí me parece que tienes muy buena memoria.
—¿Dijiste que nos ponemos tristes cuando algo es bonito? ¿O dijiste que nos ponemos bonitos cuando algo es triste?
La abuela no contestó. Seguía teniendo las manos de Cecilia entre las suyas, y la miraba a los ojos.
—Hay un cuaderno debajo de mi cama. ¿Me lo coges?
La abuela le soltó una mano, se agachó y cogió el cuaderno chino. También encontró el rotulador negro.
—¿Puedes anotarme una cosa?
La abuela le soltó la otra mano y Cecilia dictó:
—«Vemos todo por un espejo y oscuramente. Algunas veces podemos mirar a través del espejo y vislumbrar algo de lo que hay al otro lado. Si puliéramos del todo el espejo, veríamos mucho más. Pero entonces dejaríamos de vernos a nosotros mismos…»
La abuela levantó la vista del cuaderno.
—Es un pensamiento profundo, ¿no te parece? —preguntó Cecilia.
La abuela dijo que sí con la cabeza. Le corrían unas lágrimas por las mejillas.
—¿Estás llorando? —preguntó Cecilia.
—Sí, estoy llorando, mi tesoro.
—¿Porque es bonito o porque es triste?
—Por las dos cosas.
—Hay más, ¿sabes?
—Di lo que quieras…
—«Si yo supiera que lo que dibujara iba a cobrar vida cuando acabase el dibujo, no me atrevería a dibujar nada. Jamás me atrevería a dar vida a algo a lo que no pudiera defender de esos impacientes lápices de colores…»
Se hizo el silencio en el cuarto. También el resto de la casa estaba en silencio.
—¿Qué te parece? —preguntó Cecilia.
—Muy bien…
—¿Puedes seguir anotando?
La abuela lloró de nuevo. Luego dijo que sí y Cecilia dictó:
—«La obra de la creación y la celestial constituyen un misterio tan grande que ni los seres humanos de la tierra ni los ángeles del cielo consiguen captarlo. Pero hay algo en el espacio celestial que no cuadra. Algo ha fallado en el gran dibujo.»
Levantó la vista:
—Sólo hay una cosa más.
La abuela volvió a hacer un gesto de asentimiento y Cecilia dijo:
—«Todas las estrellas se caen algún día. Pero una estrella no es más que una chispa de la gran hoguera celestial.»