Es de noche, pero todavía oigo pasar alguna que otra moto por la carretera de la costa. Llevo un rato delante del ventanal mirando las luces de un barco que se mueve a lo lejos, desapareciendo de vez en cuando tras la cresta de una ola para luego volver a aparecer. Hay media luna, está menguante y sin embargo dibuja una ancha franja plateada en el agua.
De nuevo me he sentado delante de la mesa. Estoy mirando un estúpido perchero que hay en la habitación, parece un espantapájaros y me hace sentir como un polluelo.
No tengo más deseo que el de vivir como un ser humano. Sólo quiero mirar los pájaros y los árboles y escuchar las risas de los niños. Quiero estar en el mundo, quiero dejar atrás toda la imaginación y sólo estar en el mundo. Primero tengo que rogar que me dejen ser algo tan normal como el padre de mi propia hija. Ella tal vez no vea más solución que romper toda relación conmigo, no me resultará difícil entenderlo. Soy culpable, ¿pero no hay una pequeña diferencia entre la culpa subjetiva y la objetiva? Lo que le había hecho a Orito había sido una imprudencia, pero no intencionada.
Son las cinco. Ya no me quedan fuerzas. No importa, porque no tengo nada más que defender.
El hielo ha comenzado a agrietarse, y se está abriendo la fría y oscura profundidad bajo la superficie. Ya no se harán más piruetas. A partir de ahora tendré que aprender a nadar en las profundidades.
El Metro está delante de la chimenea francesa, con una expresión casi solemne. Por primera vez se ha puesto el bastón sobre el hombro, como si de una pesada carga se tratara. Me mira y dice: ¿Y ahora qué? ¿Vamos a recordar ya?
Pero pienso que es imposible guardar un claro recuerdo de algo que sucedió cuando tenía sólo 3 años. Miro al hombrecillo y digo: No puedo expresarlo con palabras. Me he olvidado del lenguaje que usaba entonces. Es un niño pequeño el que me grita en un lenguaje que ya no entiendo.
El hombrecillo dice: ¿Pero recuerdas algo?
Es como una película, contesto. Es como si se tratara de unos metros de rollo de película.
Entonces escribiremos la sinopsis de ese trozo de película, señala El Metro.
Trago saliva. Pero será la última sinopsis de todas, pienso cuando me pongo a teclear:
Oslo, mediados de la década de los cincuenta, otoño. Petter, 3 años, vive en un piso moderno de un bloque de viviendas con sus padres. El padre trabaja en las cocheras de los tranvías del barrio de Grefsen, y la madre trabaja a tiempo parcial en el Ayuntamiento.
Imágenes de una idílica vida familiar, de doce a quince minutos un picnic junto al lago de Sogn, excursión de domingo a Ullevålseter, etc. Imágenes de la madre y el padre saludando al nuevo vecino del primero. Tiene un perro labrador.
Temprano por la mañana: Petter y su padre están en la entrada preparados para salir. La madre (en bata) sale de la cocina con unos bocadillos para los dos. El de Petter lo mete en una pequeña mochila azul, que cuelga del hombro del niño, y la cierra con el cordel. Bromea con Petter, se agacha y le besa. Luego se incorpora, da al padre un breve beso en la boca y le desea un buen día.
Petter y su padre sentados en el autobús. Petter pregunta por qué tiene que ir a la guardería. El padre dice que él tiene que ir a trabajar para cuidar de que todos los tranvías estén en buen estado, y que la madre tiene que ir a la lavandería a lavar la ropa, y luego a la peluquería. Petter dice que puede acompañar a su madre a la lavandería y ala peluquería, pero su padre dice que también Petter tiene que ir a trabajar. Su trabajo consiste en estar en la guardería y jugar con los demás niños. El padre reflexiona un instante y confía a su hijo que el juego de los niños es tan importante como el trabajo de los adultos.
Cuando llegan a la guardería se encuentran una nota en la puerta en la que pone que la guardería está cerrada porque las dos profesoras están enfermas. El padre lee la nota a Petter en voz alta. Luego le coge de la mano y dice que va a acompañarle a casa. Pasan por una repostería y compran panecillos recién hechos, unas lonchas de jamón de york, un paquete de pepinillos en vinagre (marca NORA) y cien gramos de ensaladilla rusa. El padre dice que él no tendrá tiempo de comer esas cosas tan buenas que acaban de comprar, que son para Petter y su madre.
Petter y su padre de nuevo en el autobús. Los dos están de buen humor, Petter aplasta la cara contra la ventanilla y mira a la gente, los coches (al menos un taxi), las bicicletas y una apisonadora (o sea: el gran mundo fuera del núcleo familiar).
Durante el camino de la parada del autobús a casa, el padre va silbando la melodía «Smile» de la película Tiempos modernos de Chaplin.
Suben por la escalera. A Petter le hace mucha ilusión volver con su madre. El padre abre la puerta del piso con la llave. La madre sale precipitadamente del cuarto de estar aterrada, se tapa con la bata, está casi desnuda. Pánico.
Punto de vista de Petter desde un metro de altura: los padres gritan y se dicen cosas terribles. También Petter grita para acallar a los adultos. Se refugia en el cuarto de estar, donde el nuevo vecino se levanta de la alfombra también desnudo, su ropa está tirada sobre un puf persa que hay delante de la estantería, sobre la que hay un viejo aparato de radio (marca Radionette), él se cubre con un libro de partituras (por ejemplo con la antología Ópera sin palabras).
Una escena tipo cine mudo con muchos gritos (punto de vista de Petter), pero sin palabras comprensibles. Los padres entran en el cuarto de estar. El padre abofetea a la madre y ésta cae y se golpea la cabeza con un viejo piano blanco. Empieza a sangrar por la boca. El vecino quiere intervenir, pero el padre arranca el teléfono de la pared y se lo tira a la cara, el vecino se lleva la mano a la nariz. Todos gritan, Petter también. Lo único que se oye son palabras feas, muy feas. Petter intenta superar a los adultos gritando las palabras más obscenas que conoce.
Petter se echa a llorar. Sale corriendo escaleras abajo. Llama a todos los timbres mientras grita: ¡POLICÍA, BOMBEROS, AMBULANCIA! ¡POLICÍA, BOMBEROS, AMBULANCIA!
Vuelve a entrar en el portal y baja corriendo al sótano. Sobre la puerta que da al sótano pone REFUGIO en letras verdes fosforescentes. Abre la puerta y se esconde detrás de unas bicicletas. Se queda sentado, inmóvil.
Petter sigue en cuclillas detrás de las bicicletas. Ha pasado mucho tiempo.
La madre entra en el sótano y lo encuentra. Los dos lloran desconsoladamente.
El niño no recuerda nada más, y yo no le puedo forzar. No puedo estar seguro de que sus recuerdos sean auténticos.
A El Metro se le ha caído el bastón al suelo, o lo ha depuesto para siempre, pues no lo vuelve a coger. Se queda mirándome con una mirada nostálgica, triste. Luego dice: ¡No digamos nada más por ahora!
Al instante ha desaparecido, y sé que jamás volveré a verlo.
El suelo que estoy mirando está cubierto de azulejos verdes y rojos, y me pongo a contarlos.
He delimitado un cuadrado de 4 azulejos en medio del suelo, están rebosando, expandiéndose, como si desplazaran al resto del suelo, pero a la larga se vuelven monótonos. Aíslo 9 azulejos, 3 × 3 son 9. También esto resulta demasiado pobre, pues ¿cómo me van a contar algo a mí 9 azulejos? He delimitado un cuadrado de 16 azulejos, cada uno de ellos se encuentra ahora en un contexto superior, ellos no lo saben, pero yo sí. Da igual, pues ya he aislado un cuadrado de 25 azulejos. Escribo B, E, A, T y E en los 5 azulejos de arriba, intentando configurar un cuadrado mágico con las 5 letras, intento también con M, A, R, Í y A, pero las dos cosas me resultan tan complicadas que decido aplazarlo hasta que tenga más tiempo.
El suelo es tan grande que no me resulta difícil formar un cuadrado de 36 azulejos, tras apartar un par de zapatos. Los 36 azulejos pertenecen al hotel, pero el contexto superior me pertenece a mí. Puede que ningún huésped de este hotel se haya fijado antes en ese cuadrado tan armonioso, soy yo quien lo ha elevado a un contexto superior, al reino del espíritu y de la atención. Ese contexto superior no se encuentra en el suelo, sino que está a salvo dentro de mi cabeza. Los 36 azulejos del suelo toman prestado de mi alma un marco imaginario, pienso que soy generoso por llevarle la contabilidad. Mi mirada se mueve por los 36 azulejos, horizontal y verticalmente, y en diagonal. Los azulejos no se dan cuenta de que los estoy repasando con la mirada. He empezado por concentrarme en el azulejo número 13, es el primero de la tercera fila. Tiene un pequeño defecto en la esquina inferior derecha, pero no tiene que preocuparse por ello, pienso, pues apenas hay un azulejo en el suelo que no tenga algún defecto. Los azulejos están tumbados de espaldas, con la nariz hacia arriba, de modo que no pueden verse entre ellos, juntos cubren un suelo entero, pero no necesitan relacionarse, aquí y ahora sólo se relacionan conmigo, y yo los contemplo uno por uno. Si divido el azulejo número 13 en diagonal en dos partes iguales, obtengo dos triángulos rectángulos, por supuesto son isósceles, pero no muevo un dedo, no soy el tipo de persona que destroza el inventario, aunque si sigo mirando ese azulejo, puede que lo haga añicos con la mirada. De nuevo me concentro en todo el tablero de 6 × 6. Se pueden hacer muchas cosas con 6 × 6 azulejos, muchísimas, se podría, por ejemplo, escribir un cuento por cada uno de ellos, pienso, es fácil.
Aparto una silla y consigo concentrar mi atención en 49 azulejos. Puedo verlos todos a la vez, sin parpadear, creo que debo de tener un talento especial para observar azulejos. Sobre todo estoy satisfecho con este último cuadrado, y nunca lo olvidaré, pues 7 × 7 azulejos constituyen la verdad suprema, y nada menos que la solución de la propia existencia. La esencia de la existencia es un cuadrado compuesto por 49 azulejos verdes y rojos en la habitación número 15 del hotel Luna Convento, Amalfi. Echo un vistazo al perchero, pero sólo tengo que desviar la mirada de nuevo hacia el suelo y vuelvo a divisar el cuadrado, no se ha desplazado ni un milímetro; es porque mantengo la forma en mi mente, no está en el suelo, sino que la crea quien mueve la mirada. Si alguna vez me meten en la cárcel, nunca me aburriré mientras pueda volver a recordar este cuadrado de 49 azulejos. He visto el mundo. Si trazo una diagonal invisible desde la esquina superior derecha, es decir, desde el extremo del azulejo número 7 hasta la esquina inferior izquierda, es decir, el azulejo número 43, me quedo con dos triángulos rectángulos, eso ya lo he dicho, pues es exactamente igual que dividir un azulejo, un cuadrado es un cuadrado. Cada uno de los triángulos tiene dos catetos de 7 largos de azulejo. La suma de los cuadrados de los dos catetos es 98 largos de azulejo, pero no soy capaz de calcular la raíz cuadrada de 98. Cojo la pequeña calculadora de mi maletín de piloto. La raíz cuadrada de 98 es 9,8994949. La hipotenusa de los dos triángulos rectángulos es entonces 9,8994949 largos de azulejo. Bien, entonces lo sabemos, pero me parece extraño que la diagonal de 7 × 7 azulejos pueda ser un número tan feo, diría que es casi una emboscada, pero el caos siempre ha tendido a aplastar el cosmos desde dentro. Además ahora hay algo que no cuadra, es como si hubiese fantasmas actuando entre los azulejos, claro, es ese espíritu que vuela sobre los azulejos, pero no puedo dividir 49 azulejos entre 2, entonces, ¿cómo puede haber mitad de azulejos rojos y mitad verdes? Me siento confundido, he empezado a dudar de mi propia razón.
Me salva un orden aún superior, es un cuadrado de 64 azulejos, pero primero he de empujar un poco el escritorio de Ibsen; es pesado y suena como un trueno en mitad de la noche. 8 × 8 son 64, de eso no cabe duda, ahora hay 32 azulejos rojos y 32 azulejos verdes en cada cuadrado, y sin levantar un dedo he conseguido restaurar el equilibrio total entre el rojo y el verde, entre el verde y el rojo. Además, ahora podré jugar al ajedrez, tal vez ésa ha sido la intención desde el principio, el que jugara al ajedrez. Se me da muy bien jugar al ajedrez conmigo mismo, y sin fichas; siempre se me ha dado bien: primera, segunda, tercera, cuarta, quinta, sexta, séptima y octava fila. Coloco las piezas blancas en la primera fila: a, b, c, d, e, f, g y h. Es fácil, controlo todo el tablero, y veo todos los escaques a la vez. Sitúo las piezas una por una sobre el tablero, no tardo nada en verlas nítidamente, están hechas de alabastro negro y blanco, y son bastante grandes, las figuras más grandes miden más de 30 centímetros de altura, son los reyes y las reinas.
Yo soy el rey blanco y me encuentro en la primera fila, me han colocado en un asiento rojo, en la entrada pone 1E, es una buena localidad, primera fila en el patio de butacas, faltaría más. En el gran escenario delante de mí están todas las demás piezas, me irrita un poco la densa fila de mis propios peones, están demasiado cerca de mí y huelen mal, pero arriba a la izquierda, vislumbro a la reina negra en 8D, también a ella le han dado un azulejo rojo donde ponerse, buena localidad también, pienso y la saludo con el brazo izquierdo, ella me devuelve distraída el saludo, lleva en la cabeza una brillante corona de oro macizo.
Las piezas ocupan ya sus puestos, y empieza la partida. Salgo con una apertura normal de rey: e2-e4, y ella responde igual de cortés, con e7-e5. Saco el caballo para proteger al peón: b1-c3, luego ella hace un movimiento sorprendente, pues lleva la reina de d8 a f6. ¿Pero por qué lo hace? ¡Es agresiva, es atrevida! Muevo el peón de d2 a d3 con el fin de proteger al peón de e4, y ella responde sacando el alfil: f8-c5. ¿En qué está pensando la señora? Vuelvo a mover el caballo y amenazo a la reina, lo hago para intentar forzarla hacia atrás: c3-d5. Entonces ocurre, sin que tenga posibilidad alguna de cambiar nada: la reina baja y come un peón, f6 se come a f2. La reina negra está muy cerca y me da jaque, huele a ciruelas y cerezas, pero no puedo tocarla, eso es lo terrible. He cometido el mayor error que puede cometer un jugador de ajedrez, no he pensado a largo plazo, y además, no he tenido en cuenta movimientos anteriores. He olvidado que la reina tiene un pasado, que es de alta cuna, que su casa está llena de sedas, y que tiene un alfil secreto en diagonal de c5, es el que en el momento de la verdad protege a la reina de ser derrotada. ¡Me ha dado jaque mate!
Ha sido una partida corta, demasiado corta. La reina negra me ha derrotado. Soy culpable, no intencionadamente, sino por una grave imprudencia. Me avergüenzo. Así es, me avergüenzo, yo que siempre he señalado que la gente ya no tiene vergüenza, voy y cometo el acto más vil que un hombre puede cometer.
Me tumbé en la cama, conseguí dormir un par de horas. Al abrir los ojos fue como si despertara al primer o al último día de mi vida. Tuve un hermoso sueño sobre una niña que venía hacia mí con un gran ramo de zapatillas de la reina. ¿Era en el lago de Sogn, o fue en Suecia, junto a uno de los grandes lagos? Pero sólo fue un sueño.
He vuelto a sentarme junto al escritorio, son las nueve. He hecho el equipaje, bajaré a pedir la factura dentro de unos minutos. Si Beate no me permite dejar mi maletín de piloto en su habitación, iré a la comisaría a ver si puedo dejarlo allí. No lo dejaré en el hotel. No me gustaría tener que volver a por algo.
Tengo la sensación de haber perdido un importante punto de apoyo. Ahora me acuerdo: ¿a qué hora y dónde iba a encontrarme con Beate? No lo acordamos. Sea como sea, he de salir de aquí, he de salir de mi propia conciencia.
Dejo el ordenador portátil en la habitación. Lo dejaré olvidado, o simplemente lo dejaré, que la gente se pregunte por qué. He borrado todos los archivos que deben desaparecer, pero no he borrado los que deben quedar. Hay muchísimas obras completas. Hay sinopsis e ideas en abundancia, suficientes para decenas de obras, tal vez más. Puedo pegar una nota al ordenador en la que ponga que pertenece a todos los escritores del mundo. Por favor, sírvanse, podría poner, aquí todo es gratis. Que hagan lo que quieran, por lo que a mí respecta, pueden seguir bailando todo lo que quieran.
Pero cambio de idea. Pongo PARA BEATE en una nota amarilla que pego al ordenador. Yo, por mi parte, sólo deseo convertirme en un ser humano normal y corriente. Sólo deseo contemplar los pájaros y los árboles y escuchar las risas de los niños.
Alguien llama a la puerta. Un momento, digo, luego oigo la voz de Reate. Dice que me espera abajo en el jardín.
Es el primer o el último día de mi vida, no sé si atreverme a esperar que suceda el milagro. Grabo y salgo. Todo está listo. Está listo para el salto más grande.