Permanecí delante de El jardín de las delicias durante al menos media hora, lo cual no es nada del otro mundo, porque el cuadro habría merecido al menos una semana entera. Estudié algunos de los detalles más pequeños, en varias ocasiones tuve que dejar a otras personas ponerse delante de mí. Y entonces, Vera, entonces oigo una voz conocida a mi espalda.
—Se tarda miles de millones de años en crear un ser humano —dijo la voz—. Y sólo se tarda segundos en morir.
Me volví lentamente hacia José, y comprendí enseguida que lo que acababa de decir no pretendía ser la interpretación de un cuadro pintado hace casi quinientos años, sino que Ana había muerto.
Ana había muerto: Ana, que no había querido revelar dónde la había visto antes, Ana que no quiso bailar flamenco, Ana que sufrió una repentina indisposición en la mesa del desayuno, y Ana, quien hace sólo unos días había abandonado ese café de Salamanca con una acalorada exclamación de que quería volver a su Sevilla.
No fue sólo el breve aforismo lo que me hizo entender. Miré un rostro pálido y demacrado que había estado en un lugar muy, muy lejano, y que aún no había tenido tiempo de buscar un camino de retorno. Una vieja impresión visual pasó velozmente por mi cabeza. En Salamanca, José me había lanzado una mirada casi de pánico al exclamar: «¡Tenemos que hablar, Frank! ¿Visitas de vez en cuando el Prado?». En ese momento se inclinó ante el cuadro y señaló a la izquierda, a una pareja de amantes dentro de una bola de cristal. Susurró, alterado y agitado:
—La felicidad es tan frágil como el cristal.
No se dijo nada más en un buen rato, pero estaba seguro de que él sabía que yo había entendido sus palabras. Empezamos a pasear lentamente por las salas, y subimos a la primera planta. De repente dijo:
—Éramos inseparables.
No logré decir nada, pero le miré a sus ojos resignados, y creo que mi cara y mis gestos expresaron mi estupefacción y mi compasión. A la vez, me estaba acercando a la solución del enigma, porque José me guió hasta la colección de Goya, y de repente nos encontramos ante los cuadros de La maja desnuda y La maja vestida. Estuve a punto de desmayarme, y José seguro que se dio cuenta, porque me agarró fuerte del brazo izquierdo. ¡Era Ana!
Era Ana, Vera. Era allí donde la había visto antes tantísimas veces. Me había preguntado si la había visto en alguna película o si podía haberme encontrado con ella en un sueño. Incluso pensé que quizá la hubiera conocido en otra realidad. Pero allí estaba. Allí estaba Ana, recostada sobre una chaise-longue del estudio de Goya, allí estaba, colgada en la pared del Museo del Prado, desnuda y vestida. Alrededor de los cuadros pululaban turistas curiosos. (…)
Me sentía conmocionado, abrumado y asustado. Si no fuera porque Goya pintó esos cuadros hace doscientos años, habría jurado que Ana tuvo que haber sido la modelo de los mismos, o al menos de la cara de la retratada.
Había algo más. A Ana no le gustaba que la reconocieran, y era obvio que a José tampoco le agradaba. «Hay muchas mujeres morenas en España, ¿sabes Frank? Y en Madrid también.» Su respuesta se había grabado en mi memoria. Ahora podía imaginarme lo molesto que habría tenido que resultarle a Ana ser constantemente reconocida. Y sobre todo, tuvo que haber sido sumamente duro ser reconocida como una mujer que vivió en España hace doscientos años. (…)
Tuve una ocurrencia monstruosa. ¿Por qué había sufrido Ana esa súbita indisposición en Maravu? ¿Y por qué había muerto unos meses después? ¿Podría haber una conexión entre el hecho de que se pareciera a la maja de Goya y de que hubiera muerto tan joven?
Dije:
—Es idéntica.
José negó con la cabeza.
—Es ella —dijo.
—Pero eso es imposible.
—Claro que es imposible. Pero es Ana.
Permanecimos un buen rato al fondo de la sala conversando en voz baja. José dijo:
—¿Conoces la historia de estos cuadros?
—No —respondí.
Creo que seguía boquiabierto. Prosiguió:
—No la conoce nadie, no del todo, pero algo sí se sabe.
Yo estaba impaciente:
—¿Y qué es lo que se sabe?
—La maja desnuda es mencionada por primera vez por Juan Agustín Ceán Bermúdez y el grabador Pedro González de Sepúlveda, quienes describieron el cuadro en el año 1800, cuando colgaba en un gabinete privado del palacio de Manuel Godoy junto a otros cuadros clásicos de mujeres desnudas, tales como La Venus del espejo de Velázquez, además de una madona italiana del siglo XVI. Ambos cuadros fueron robados por la reina y su amante Godoy a la duquesa de Alba.
—¿Tenía Godoy una predilección especial por los desnudos femeninos?
—Pues al parecer sí. En el mismo gabinete colgaba también una copia de la Venus de Tiziano. En esa época, los cuadros con desnudos femeninos estaban mal vistos, aunque los desnudos más idealizados de figuras mitológicas, como Venus, no se consideraban tan censurables como La maja desnuda.
—¿Por qué?
—Como ves, la maja de Goya es muy diferente a las figuras mitológicas. Es una mujer de carne y hueso, y, obviamente, es la reproducción de una modelo viva, por lo que resultaba un cuadro más picante, o decadente si quieres, que por ejemplo las venus de Tiziano y Velázquez. Se consideraba pornografía.
—Entiendo.
—Por ejemplo Carlos III y Carlos IV pensaron en destruir todos los cuadros de la colección real de esa clase, pero parece ser que a Godoy se le concedió un privilegio especial para conservar sus cuadros, aunque sólo en sus propias estancias.
—¿También tenía él La maja vestida?
—Sí. Es muy probable que La maja vestida fuera pintada después de La maja desnuda, porque no se menciona hasta 1808, en un catálogo elaborado por el pintor francés Frédéric Quilliet, que era el agente de José Bonaparte. Dicho catálogo nombra La maja vestida junto con La maja desnuda.
Bajó la voz para que los que pasaban por delante de nosotros no le oyesen. Luego añadió:
—¿Sabes qué es una maja? Goya pintó varias.
—¿Una mujer campesina? —sugerí.
—O una hermosa mujer del pueblo, una mujer bonita y vestida de fiesta. El correspondiente masculino es majo.
—¿Se podría haber dicho que Ana era una maja?
Hizo un enérgico gesto negativo con la cabeza.
—Ana era gitana. Por cierto, es dudoso que La maja fuese el título original dado por Goya. Cuando Fernando VII confiscó las propiedades de Godoy en 1813, las mujeres de ambos cuadros fueron calificadas como «gitanas» en un catálogo, lo cual es algo muy diferente a una maja. También en 1808 se dice que las mujeres de los cuadros son gitanas. No debemos olvidar que sólo habían transcurrido unos años desde que se pintaron, el pintor gozaba todavía de buena salud y faltaba aún mucho tiempo para que se marchara, por no decir exiliara, a Francia. Ya en 1815 se las llamó majas, una denominación que desde entonces ha acompañado a los cuadros.
José se tomó un pequeño descanso, pero yo le pedí que continuara. No entendía qué importancia podía tener que la mujer de los cuadros fuera una maja o una gitana. Eso no cambiaba el hecho de que Goya hubiera pintado un rostro nada menos que doscientos años antes de que se pudiera contemplar bajo el cielo. Prosiguió:
—En el mes de marzo de 1815, Goya fue requerido por la Inquisición a causa de los dos cuadros. Se le pidió que reconociera haberlos pintado, que indicara por qué motivo los había pintado, por encargo de quién y con qué fin. Esas preguntas nunca fueron contestadas y, hasta la fecha, nadie sabe con seguridad por encargo de quién fueron pintados.
Ya no había tanta gente delante de las majas, y volví a contemplarlas. Dije:
—No resulta difícil entender por qué has estudiado tan a fondo la historia de estos cuadros…
Dijo:
—Hay muchos indicios, como ya dije, de que la versión desnuda se pintara primero. Los dos estaban colgados en el palacio de Godoy, y también él tuvo, al fin y al cabo, que tener en cuenta a la Inquisición. Tal vez la maja vestida se pintara con el fin de colgarla encima de la desnuda. Por lo demás, también hay indicios de que los cuadros formaron parte de una especie de broma, de manera que primero aparecía la mujer vestida y luego, mediante un mecanismo, el cuadro giraba y entonces aparecía la desnuda. Desnudar a las mujeres es, como sabemos, un viejo deporte. (…) Entre 1836 y 1901 estuvieron colgados en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, pero allí nunca se expuso al público la versión desnuda. Desde 1901 los cuadros se encuentran en el Museo del Prado, e incluso aquí La maja desnuda fue al principio colgado en una sala de acceso limitado.
Quise saber más, porque aunque me había enterado de todo lo que me había contado, yo sólo pensaba en Ana.
—¿Y se sabe quién fue la modelo de los cuadros? —pregunté.
Levantó las cejas.
—O modelos —precisó.
Volví a mirar los dos cuadros.
—Pero si son idénticos…
—Acércate un poco más, y míralos bien antes de emitir un juicio.
Hice como dijo. Podía parecer que La maja vestida hubiera sido pintada más deprisa y con menos detalle que la desnuda; la mujer estaba más hinchada y más maquillada que en la variante desnuda. Ya sabemos que la maja desnuda fue pintada primero, y tal vez Goya se hubiese apresurado en pintar una equivalente vestida para cubrir a la desnuda. Pero era la misma mujer, y las dos eran Ana, aunque sólo cabeza, cara y pelo eran de Ana. Y ésa era la clave, claro. De repente me pareció obvio que Goya hubiera pintado primero el cuerpo desnudo de una mujer, y luego el rostro de otra mujer encima del desnudo. Estudiándolo bien, cualquiera podía ver que la figura de la mujer estaba dividida en dos partes: cabeza y cuerpo. Y eso se apreciaba con más claridad en la mujer desnuda.
Estaba mirando la cara de Ana, pero no su cuerpo. Era como si la cabeza de Ana hubiera sido trasplantada sobre la modelo desnuda.
Volví al lado de José.
—Utilizó dos modelos —indiqué—. Una para el cuerpo y otra para la cabeza.
Hizo un gesto afirmativo y no sonreía, eso no era ningún juego para José. Dijo:
—La modelo del desnudo seguramente fuese una mujer honesta, y, claro, Goya no podía pintar su cara.
Y en su lugar pintó la cara de Ana, pensé.
—¿Y no se sabe nada sobre quién podría ser esa mujer honesta? —pregunté.
—Existen varias teorías. Una muy conocida es que los cuadros fueron encargados por Godoy, que era el favorito de la reina, y que la modelo, es decir, la modelo del desnudo, fuera su amante Pepita Tudó. En ese caso sería especialmente importante esconder su identidad, claro está. Pero también existe otra teoría.
—¡Cuéntame!
—Sabemos que la duquesa de Alba mantuvo durante un tiempo una estrecha relación con Goya, y entre 1796 y 1797, la época en la que se pintó La maja desnuda, Goya vivió en la casa de campo de la duquesa, en Sanlúcar de Barrameda, en la desembocadura del río Guadalquivir. Ya a principios del siglo XIX, corría un insistente rumor de que la duquesa de Alba era la modelo de La maja desnuda. Detrás del rumor podía haber conocimientos de primera mano, y cuanto más antiguo es un rumor, más razón hay para creer en él.
—Entiendo —dije—. ¡Entiendo!
—Si has visto otros de los cuadros que pintó Goya de la duquesa, tanto el muy famoso de 1797, como el dibujo de la duquesa peinándose, también de 1796 o 1797, no hay nada en la mujer que impida la posibilidad de que también pudiera haber sido la modelo de La maja desnuda.
—¿Mantuvieron una relación amorosa?
—Eso nadie lo sabe, aunque hay muchos indicios de que Goya no hubiera tenido nada en contra de una relación de esas características. En una carta de 1795 cuenta que la duquesa le visitó en su estudio para que la maquillara. Y añade: «Eso me agradó más que pintarla sobre el lienzo». En la pintura al óleo realizada en Sanlúcar la pintó de negro y con mantilla, y ella lleva dos anillos con la inscripción «Alba-Goya». Y hay más, la duquesa señala con un dedo autoritario un punto en el suelo de arena donde se ve grabado: «Sólo Goya». La duquesa de Alba era sin duda una mujer hermosa y atractiva, y enviudó al morir el duque de Alba en Sevilla, el 9 de junio de 1796.
—Entonces, ¿por qué no podrían haber mantenido una relación amorosa?
—El cuadro de la duquesa perteneció al propio Goya, y puede tratarse más de fantasías y deseos soñados que de hechos reales. Aunque la duquesa, al parecer, era una mujer muy liberal, parece bastante improbable que hubiera aceptado un retrato que tan despiadadamente mostraba su arrogancia. Y, por otra parte, ¿qué probabilidad había de que una belleza de 34 años se enamorara de un hombre cincuentón, más bien endeble y, además, completamente sordo?
—Ah, sí, es verdad que contrajo esa enfermedad…
—Y sin embargo, no hay nada que excluya la posibilidad de que la duquesa fuera la modelo del cuadro en cuestión. Los dibujos hechos de ella pueden indicar que Goya tuvo una casi total libertad de movimiento dentro de la esfera de su intimidad. Pero nunca se sabrá qué clase de relación hubo entre la duquesa y el pintor, y ya no tiene ninguna importancia. Lo que sí se sabe es que los unió una gran amistad durante cierto período.
Yo seguía mirando fijamente el rostro de la mujer, porque era incapaz de dejar de pensar en Ana.
—Hasta ahora sólo hemos hablado de la mujer que puede haber sido la modelo del cuerpo —dije—. No hemos dicho nada de quién pudo ser la modelo de la cabeza.
No sé si no le noté un atisbo de una sonrisa. Dijo:
—Ésa es una historia mucho más larga, y también mucho más complicada. Y luego es mucho más difícil de comprender. ¿Nos vamos?
Consentí.
—Ya has visto bastante, ¿no?
Me acerqué a los dos cuadros por última vez y miré a Ana a los ojos. Exactamente así me había mirado ella muchas veces en Taveuni, con esa estrecha boca cerrada y una mirada de soslayo en sus ojos negros.
Seguí a José y salimos de la colección Goya, bajamos por las escaleras hasta la planta baja y salimos a la Plaza de Murillo. José se dirigió muy resuelto hacia la entrada del Jardín Botánico, sacó doscientas pesetas del bolsillo para la entrada y yo hice lo mismo, limitándome a seguirle.
Nos pusimos a pasear por el jardín y fuimos inmediatamente envueltos en una sinfonía de aromas de todas las plantas y árboles en flor. Estábamos a principios de mayo. También los pájaros estaban muy atareados, resultaba prácticamente imposible distinguir el trino de un pájaro del de otro.
Al principio, José andaba un par de pasos delante de mí, pero luego me permitió que le alcanzara. Sin volverse hacia mí, dijo:
—Ana amaba este oasis de Madrid. Cada vez que visitábamos la capital exigía venir aquí al menos una vez al día, fuera cual fuera la época del año. Mientras yo asistía a reuniones, ella era capaz de pasarse medio día aquí sola, y si me iba a alguna reunión a las diez, venía a buscarla aquí a la hora de comer. Siempre había descubierto algo nuevo. Era una especie de juego el que yo la buscara entre los árboles. Cada vez tenía que preguntarme dónde la encontraría ese día, cuánto tiempo tardaría en encontrarla y, sobre todo, qué novedad tendría que contarme. Cuando ella me veía primero, jugaba a esconderse, o incluso a seguirme a escondidas mientras yo la buscaba. Poco a poco fue aprendiendo los nombres de todos los árboles y arbustos, y al final sabía exactamente a qué árbol pertenecía cada pájaro.
—Pero vivíais la mayor parte del tiempo en Sevilla, ¿no?
Primero hizo un gesto afirmativo, y luego se contradijo:
—Hace siete u ocho años empecé a trabajar en una serie de televisión sobre la historia de los gitanos en Andalucía. Quise buscar nuevo material sobre el desarrollo de la cultura gitana en el viejo crisol de tradiciones ibéricas, griegas, romanas, celtas, moras, judías y, claro está, cristianas. Así conocí a Ana en Sevilla, donde ya era una destacada bailaora de flamenco, de hecho, lo era desde los 16 años. Al cabo de unas semanas nos habíamos hecho inseparables, y desde entonces no nos separamos ni una noche.
Yo seguía tan petrificado por ese asombroso parecido entre Ana y la maja de Goya que tenía que esforzarme para captar lo que estaba diciendo José. Él prosiguió sin mirarme (…):
—Ana María era la hija más pequeña de una familia gitana, con una gran tradición, que vivía en el barrio sevillano de Triana desde principios del siglo pasado, y allí siguen viviendo sus pobres padres y dos de sus abuelos. Una rama de la familia desciende supuestamente del legendario cantaor de cante jondo El Planeta, el fundador de lo que sería ese estilo tan particular de la escuela de Triana. Era natural de Cádiz y vivió entre 1785 y 1860, aproximadamente. Se cree que su apodo se debe a que creía en la influencia de las estrellas y los planetas, al menos hay un montón de alusiones a los cuerpos celestes en sus canciones. Su nombre también puede aludir a su condición de «errante»: una «estrella errante». A principios del siglo XIX llegó a Sevilla, donde trabajó en las fraguas de Triana, un oficio muy extendido entre los gitanos de aquella época. Según la familia, era el tatarabuelo de Ana, aunque yo no he logrado encontrar ninguna confirmación de este parentesco, fuera de la propia tradición esotérica de la familia. Bueno, tras siete generaciones, no dudo de que tenga cientos, e incluso miles de descendientes, ¿y por qué no iba a ser Ana uno de ellos?
—Sigue.
—En sólo unas semanas, Ana y yo nos unimos con lazos muy fuertes, inusualmente fuertes, y ella me abrió a una tradición familiar que no sólo me interesó muchísimo, sino que también me era muy útil para la serie de televisión en la que estaba trabajando. Por cierto, nunca la terminé.
—¿Por qué no?
—Yo mismo me convertí en gitano andaluz, al menos en un aficionado y amante de los misterios de la cultura flamenca. Me sentía como un yerno adoptado en esa familia tan consciente de sus tradiciones, y claro, no podía hacer una serie de televisión sobre mi propia familia, pues iba enterándome de demasiadas cosas, porque, como ya te he comentado, también había ciertos aspectos esotéricos en esas tradiciones familiares. Lo que mejor han sabido hacer los gitanos andaluces durante más de quinientos años ha sido cómo mantener secretos. Durante largos períodos también tuvieron que esconderse bajo tierra para escapar de la Inquisición. Ahora bien, en la familia de Ana se contaba durante muchas generaciones una historia muy especial, una historia increíble que se remontaba hasta El Planeta, y que, además, estaba relacionada con la muerte del bisabuelo de Ana tras una pelea en 1894. La cuestión es si esta historia gitana, o llámala leyenda si quieres, puede aclarar lo que le ocurrió a Ana. De lo que no cabe duda es que ensombreció su vida.
—Cuenta, cuenta.
Se detuvo en el camino de gravilla y me miró a los ojos.
—Primero te cuento lo que ocurrió.
Seguimos andando, y él contó:
—Un par de años después de conocernos, se constató que Ana tenía una lesión en el corazón, una lesión leve, difícilmente operable, al menos no sin un considerable riesgo. Tendría que vivir con esa dolencia el resto de sus días, pero sin tener que tomar medidas especiales en su vida cotidiana. Sin embargo, en el transcurso de los años, de vez en cuando, su circulación sanguínea empeoraba tanto que perdía el color de cara, aunque sólo duraba un minuto o dos, lo cual, según los médicos, no era en sí muy alarmante, pero bueno, era suficiente para aterrarnos a Ana y a mí. Su primer revés serio ocurrió hace escasamente un año, cuando se desplomó sobre el escenario y la llevaron en una ambulancia al hospital. Los médicos seguían emitiendo sus mensajes tranquilizadores, pero dictaminaron que tenía que dejar de actuar. El flamenco es un baile muy apasionado, ¿sabes?, muy apasionado. También dijeron los médicos, y no sé cuál de las dos fue peor noticia, que no recomendaban a Ana tener hijos.
—¿Cómo reaccionó Ana a todo eso?
Resopló, casi con desdén.
—Muy mal. El flamenco era el alma de Ana. Y también deseaba tener hijos, incluso le daba por comprar ropa de niños cuando veía algo que le gustaba especialmente.
—¿Y luego os fuisteis a Fidji?
No contestó.
—Luego tú y yo nos topamos en Salamanca —dijo—. Ana y yo vivíamos ya en Madrid, pero habíamos ido unos días a Salamanca para visitar a mi familia. En el café de la Plaza Mayor pusieron de repente flamenco, y el grupo que sonaba era uno con el que Ana había trabajado en Sevilla hacía unos años. Vi cómo las ganas de bailar le tensaban el cuerpo; empezó a dar golpes rítmicos en la mesa y yo le pedí que lo dejara, no quería que se torturara más de lo necesario. En ese momento, se levantó bruscamente y dijo que quería volver a su Sevilla. Temí no ser capaz de mantenerla alejada del baile, pero nos fuimos a Sevilla y pasamos un par de días con sus padres en Triana. No habíamos ido en medio año, y en el tiempo que estuvimos allí dimos largos paseos por el parque de María Luisa, la Plaza de España, los jardines del Alcázar y el barrio de Santa Cruz. Pero no logré llevarla a la Plaza de Santa Cruz, donde había bailado cada noche en los últimos años y desde donde se la llevaron en ambulancia la última en que actuó. No habló nada de eso entonces, ni una palabra sobre su dolencia de corazón, pero cada vez que nos acercábamos con la vieja cruz de hierro forjado a la plaza donde antes hubo una antigua iglesia, me cogía del brazo y me llevaba por algún callejón que conducía a otra parte.
José y yo habíamos llegado ya al extremo del Jardín Botánico donde una roca cubierta de plantas hace de límite con la calle Claudio Moyano y su larga fila de casetas con libros de viejo y de ocasión, en donde hace unos años compraste una vieja traducción de Victoria de Knut Hamsun, ¿recuerdas? José se sentó en el borde de la fuente de mármol, y yo hice lo mismo. Continuó:
—A los dos nos gustaba mucho pasear por los jardines del Alcázar; yo se los enseñé a Ana porque, aunque se había criado en Sevilla, nunca había estado en el Alcázar antes de que yo la llevara. A partir de entonces, ese lugar se convirtió en su refugio en Sevilla, y en ciertas épocas paseábamos por esos jardines al menos un par de veces a la semana. Bueno, el tercer día en Sevilla, nos paseamos por los jardines como tantas otras veces antes. Ese espacio cerrado nos parecía un mundo aparte, y aquel día bromeábamos con recluirnos en los jardines del Alcázar y vivir allí el resto de nuestra vida. Tal vez no deberíamos haberlo dicho. ¡No deberíamos haberlo dicho!
—¿Y luego? —dije—. ¿Y luego?
—Nos sentamos en un banco cerca del café, y de repente Ana avistó un enano. Primero señaló hacia la Puerta de Marchena y dijo que había visto a un enano asomarse por la Galería del Grutesco. «Me ha hecho una foto», dijo, como si fuera una ofensa mortal. Y al instante vimos los dos la pequeña figura mirarnos desde una de las almenas del largo muro que divide los jardines del Alcázar en dos partes, la vieja y la nueva. De nuevo el enano nos sacó una foto con su cámara. «¡Allí está!», exclamó Ana. «¡Es el enano de los cascabeles!»
—¿Pero quién? —le interrumpí—. ¿Qué enano?
José no contestó, se limitó a continuar con su relato:
—Ana se levantó bruscamente del banco y echó a correr tras el enano, a quien volvimos a ver asomarse por la Puerta de Marchena. Creo que intenté retenerla, pero al final opté por seguirla porque, desde que conocía a Ana, la había oído hablar de un enano. Lo persiguió primero hacia la izquierda, atravesó la puerta de hierro forjado, pasó por delante del estanque con la estatua de Mercurio, luego bajó las escaleras hasta el Jardín de la Danza y el de las Damas, pasó por la fuente de Neptuno, atravesó el gran portón y dio la vuelta por el cenador de Carlos Y, entró en el Laberinto con sus altísimos setos, volvió a salir y siguió corriendo por la Galería del Grutesco, para luego girar a la derecha, atravesando la Puerta del Privilegio, y finalmente bajar hasta el Jardín de los Poetas. Tanto el enano como Ana corrían más deprisa que yo, y además tuve que soportar los gritos de más de uno, pues debía de parecer que Ana y yo estábamos persiguiendo a un pobre enano, aunque en realidad fuera al revés: ella había decidido ir tras él para acabar con esa historia de una vez por todas. En el Jardín de los Poetas, Ana se desplomó sobre el seto, junto al último estanque, por cierto a muy poca distancia de la Plaza de Santa Cruz, pues sólo había un alto muro que la separaba del tablao flamenco Los Gallos, donde había sido una gran figura durante mucho tiempo. Antes de que me hubiera dado tiempo a llegar hasta allí, mucha gente se había congregado en torno a ella. No había perdido la consciencia, pero su rostro estaba prácticamente azul y respiraba con dificultad. La levanté y la metí unos minutos en la gran fuente de mármol con el fin de refrescar su cuerpo febril. Grité que ella padecía de corazón y creo que no tardó mucho en acudir una ambulancia, de donde sacaron a toda prisa una camilla, aunque exactamente no era capaz de captar el tiempo real de los sucesos.
José seguía sentado, contemplando el Jardín Botánico de Madrid. No se veía a más gente, pero los pájaros cantaban tan alto que casi ahogaban el ruido del tráfico del Paseo del Prado. Era como si también ellos cantaran por su amiga muerta.
—¿Y el enano? —pregunté.
—Nadie reparó en él. Fue como si se lo hubiera tragado la tierra.
—¿Y Ana?
—En el hospital le pusieron varias inyecciones, y experimentó cierta mejoría durante las primeras horas, pero no volvió a levantarse. Los médicos dijeron que la operarían cuando recuperara su pulso normal, pero no lo logró. Murió hace escasamente una semana, y el viernes se celebrará el funeral en la iglesia de Santa Ana, en Triana.
Me miró y dijo:
—Me gustaría que estuvieras presente.
—Claro que iré —contesté.
—¡Bien!
—Pero ¿qué dijo Ana durante esos días en el hospital? ¿Estuvo consciente todo el tiempo?
—Estaba más lúcida que nunca. Me contó cosas que yo ignoraba del enano, habló de El Planeta, de su bisabuelo, que murió tras aquella fatal pelea, y también me contó muchos secretos sobre el flamenco. Lo último que dijo, antes de que su corazón de repente dejara de latir, fue: «Se tarda miles de millones de años en crear un ser humano. Y sólo se tarda segundos en morir». Eran mis propias palabras, y la expresión de mi percepción de la vida, una percepción de la vida que también había dejado sus huellas en ella, al igual que yo me había convertido en un aficionado al flamenco. Las últimas palabras de Ana fueron a la vez una despedida y una declaración de amor.