En Praga nació hace mucho tiempo un niño llamado Jirí Kubelík. Vivía en una casa muy pequeña con su madre. Era huérfano de padre, y cuando tenía 3 años soñaba a menudo con un hombrecillo con sombrero verde de fieltro y un fino bastón de bambú. En el sueño, el hombrecillo era de la misma estatura que Jirí, pero por lo demás tenía el aspecto de un hombre normal, sólo que era mucho más bajo, y más elocuente que la mayoría de los hombres.
En los sueños, el hombrecillo intentaba convencer a Jirí de que era él quien decidía todo lo que el niño hacía y decía, no sólo por la noche, sino también de día. Cuando Jirí a veces hacía cosas para las que no tenía permiso de su madre, pensaba pues que tendría que ser el hombrecillo el que le había instado a hacerlo. Cada vez más a menudo, Jirí empleaba palabras y expresiones adultas que su madre no sabía dónde podía haber aprendido. Además, le contaba unas historias rarísimas, fragmentos o largas narraciones que le había contado el hombrecillo mientras dormía.
Los sueños con el hombrecillo eran siempre divertidos y alegres, y Jirí solía despertarse con una sonrisa en los labios. No protestaba nunca cuando su madre lo mandaba a la cama. Los problemas surgieron una mañana en que el hombrecillo no desapareció con el sueño, pues cuando Jirí abrió los ojos un soleado día vio con toda claridad al hombrecillo del sombrero verde de fieltro al lado de la cama y, acto seguido, el hombre en miniatura salió de la habitación y continuó hasta el cuarto de estar. Jirí se levantó a toda prisa y fue corriendo él también al cuarto de estar. Y allí se encontró, como había sospechado, con el hombrecillo paseándose entre los muebles y dando vueltas a su bastón. Estaba vivito y coleando.
Cuando la madre de Jirí salió de su dormitorio un poco más tarde, el niño se apresuró a señalar al hombrecillo, que en ese instante estaba en un rincón del cuarto de estar hurgando en un libro con su bastón de bambú. La madre tuvo que reconocer que era incapaz de verlo. A Jirí le extrañó pues, para él, el hombrecillo era todo menos invisible. Sus contornos eran tan nítidos como los del gran jarrón en el suelo o los del viejo piano verde que su madre había pintado hacía poco, porque el antiguo color blanco había comenzado a amarillear.
Sin embargo, en algunas cosas el comportamiento del hombrecillo había cambiado mucho con respecto a los sueños. A partir de entonces sólo muy de tarde en tarde se dirigía a Jirí para decirle algo. Así pues, la relación entre ambos cambió, pues mientras el hombrecillo había vivido en los sueños de Jirí apenas había hecho otra cosa que jugar con las palabras. Fue como si a partir de ese momento hubiera renunciado a casi todo el lenguaje a favor del pequeño Jirí. Además, en los sueños le encantaba coger ciruelas y cerezas, que se metía en la boca inmediatamente y comía con gran placer, o llevaba a Jirí a un secreto almacén de refrescos en el sótano y abría una botella tras otra de bebidas dulces que se llevaba a la boca y vaciaba antes de tener tiempo de preguntar al niño si quería un trago para matar la sed. En el mundo real, en cambio, nunca cogía ningún objeto, excepto sus propios sombrero y bastón, al que no paraba de dar vueltas. Tampoco bebía ni comía nada. En el mundo real era sólo una sombra de sí mismo, en comparación con lo vivo y ágil que era en la imaginación de Jirí. Tal vez fuera el precio que el hombrecillo tuvo que pagar por haber pasado del sueño a la realidad, pues se trataba de un salto considerable.
Jirí creció y el hombrecillo continuó siguiéndolo por todas partes, pero sin crecer ni un milímetro. Cuando Jirí tenía 7 años, le llevaba ya una cabeza, y desde entonces lo llamó El Metro, porque sólo medía un metro de altura.
Desde el día en que El Metro metió la cabeza en la realidad, apareciendo por primera vez en el piso de Jirí, el chico jamás volvió a soñar con él. Así pues, estaba seguro de que había salido del mundo de los sueños, bien por voluntad propia bien porque, sin querer, se había alejado del país de cuento del que provenía y era incapaz de encontrar el camino de retorno. Jirí se echó la culpa de que el hombrecillo se hubiera extraviado, y nunca perdió la esperanza de que El Metro encontrara algún día el camino de retorno a su país de origen. Al fin y al cabo, era adonde pertenecía, y todo el mundo debe cuidarse mucho de no alejarse demasiado de la realidad a la que uno, al fin y al cabo, pertenece. Conforme Jirí iba creciendo, a veces se cansaba y se ponía nervioso por tener siempre cerca al hombrecillo.
Durante toda la vida, El Metro siguió a Jirí como una sombra. Parecía perseguir a Jirí, pero el hombrecillo siempre juraba que era al revés, es decir, que era él quien empujaba al niño, y que era él quien decidía sobre la vida de Jirí. Algo de razón tenía, pues Jirí nunca podía decidir por su cuenta cuándo o dónde se encontraría con El Metro. Siempre era el hombrecillo el que decidía cuándo aparecer ante Jirí, por lo que podía presentarse en los momentos menos oportunos de la vida del chico.
Nunca nadie aparte de Jirí vio a El Metro, ni en casa ni en las calles de Praga. Eso jamás dejó de extrañarle.
Cuando era ya un hombre, conoció un día al gran amor de su vida, se llamaba Jarka, y como Jirí quería compartir vida y alma con ella, intentó un par de veces señalar a El Metro cuando éste aparecía en la habitación, para que también su novia pudiera ver el milagro, aunque fugazmente. Pero Jarka pensaba que Jirí estaba a punto de perder el juicio, por eso se fue apartando poco a poco de él, y un día le abandonó por un joven ingeniero, pues pensaba que Jirí vivía más en su propia imaginación que en el mundo real con las demás personas.
Solo y aislado, Jirí se hizo viejo, y cuando murió, tuvo lugar un singular cambio. Desde el día en que Jirí salió del tiempo, es decir, de nuestro mundo, empezaron a circular por Praga rumores de que algunas personas habían visto a un homúnculo pasearse al caer la tarde por la gran plaza del casco viejo, dando iracundas vueltas a un pequeño bastón de bambú. Al hombrecillo se le veía de vez en cuando sentado sobre una tumba en el cementerio, siempre en la misma tumba, en cuya lápida ponía JIRÍ KUBELÍK.
Había por allí una anciana que se sentaba a veces en un banco pintado de blanco, desde donde saludaba amablemente con la mano al hombrecillo cuando éste muy de tarde en tarde hacía acto de presencia sobre la tumba de Jirí. Era Jarka, que muchos años antes había rechazado a Jirí porque pensaba que había perdido el juicio.
Se decía que la anciana era la viuda de Kubelík, tal vez porque siempre se sentaba en aquel banco del cementerio pintado de blanco y miraba fijamente la lápida de Jirí, o tal vez no.