El viejo se levantó, abrió la puerta y salió. Yo le seguí. En el exterior, era noche cerrada.
—He tenido un cielo estrellado sobre mí y otro cielo estrellado bajo mis pies —murmuró.
Comprendí lo que quería decir. Sobre nosotros resplandecía el cielo estrellado más claro que jamás había visto. Pero ése era sólo uno de ellos. Abajo, en la ladera, brillaban las tenues luces de las cabañas del pueblo. Parecía como si un poco de polvo estelar se hubiese desprendido del cielo y esparcido sobre la tierra.
—Los dos cielos son igual de inescrutables —y señalando hacia el pueblo, añadió—: ¿Quiénes son? ¿De dónde vienen?
—Eso es algo que ellos tendrán que preguntarse —objeté.
El viejo se volvió hacia mí:
—¡No, no! —exclamó—. Jamás deben hacerse esa clase de preguntas.
—Pero…
—No podrían vivir junto al que los ha creado, ¿no lo entiendes?
Entramos de nuevo en la cabaña, cerramos la puerta y nos sentamos cada uno a un lado de la mesa.
—Todas las figuras eran distintas —continuó el viejo—. Pero tenían algo en común: ninguna se preguntaba quiénes eran o de dónde venían. De esa manera, formaban una parte natural de su entorno. Simplemente existían en ese frondoso jardín… tan terca y descuidadamente como los animales… Entonces llegó Comodín. Se deslizó por el pueblo a hurtadillas, como una serpiente venenosa.
Se me escapó un sonoro silbido:
—Ya hacía muchos años que la baraja estaba completa, y nunca se me había ocurrido pensar que pudiera llegar algún comodín a esta isla. Aunque en la baraja había uno, pensaba que ese comodín era yo mismo. Pero, de repente, un día el pequeño bufón entró en el pueblo. Jota de Diamantes fue el primero que lo vio y, por primera vez en la historia de la isla, se armó algo de revuelo en torno a un recién llegado. No sólo iba vestido de forma extraña, con cascabeles que colgaban de su traje, sino que, además, tampoco pertenecía a ninguna de las cuatro familias. Y, sobre todo, enfurecía a los enanos, haciéndoles preguntas a las que no eran capaces de contestar. Poco a poco, empezó a vivir su vida algo retirado de los demás. Le hicimos una cabaña para él solo en las afueras del pueblo.
—¿Era capaz de razonar más que los otros?
El viejo suspiró profundamente:
—Una mañana en que yo estaba sentado aquí, delante de la puerta, apareció de repente por la esquina de la casa. Dio una alocada voltereta y un gran salto delante de mí, haciendo sonar todos sus cascabeles, inclinó su pequeña cabeza y dijo:
»—Maestro, hay algo que no entiendo…
»Me pareció extraño que me llamara “maestro”, porque los enanos siempre me habían llamado Frode. Tampoco era corriente que iniciaran una conversación diciendo que no entendían, porque cuando alguien asume que no entiende algo, es que está en el buen camino para comprender muchas cosas.
»El pequeño comodín carraspeó un par de veces, y siguió:
»—Hay cuatro reyes en este pueblo, así como cuatro reinas y cuatro jotas. Tenemos cuatro ases, y del dos al diez en cuatro palos.
»—Correcto —dije.
»—Pero es que, además, también son trece en cada palo, sean diamantes, corazones, tréboles o picas.
»Asentí con la cabeza. Era la primera vez que uno de los enanos daba una descripción tan precisa del orden del que todos formaban parte.
»Comodín prosiguió:
»—¿Y quién puede haber organizado todo esto tan sabiamente?
»—Debe de ser una casualidad… —mentí—. Es como cuando lanzas unos palitos al aire; siempre podrás buscar una interpretación a la forma en que hayan caído.
»—No lo creo —dijo el pequeño bufón.
»Era la primera vez que alguien de esta isla me hacía frente. No estaba delante de una figura de cartón, sino que tenía ante mí a una persona.
»Por un lado me alegré, quizá Comodín podría convertirse en un buen interlocutor; pero también me entró una gran preocupación: ¿y si los enanos entendieran de repente quiénes eran y de dónde venían?
»—¿¡Ah, no!?, ¿entonces tú qué crees? —pregunté.
»Me miró fijamente a los ojos. Estaba inmóvil como una estatua, pero una de sus manos le temblaba ligeramente, y hacía sonar los cascabeles.
»—Todo parece muy planificado —dijo intentando ocultar su preocupación—, perfectamente preparado y tramado. Creo que estamos de espaldas a algo que puede elegir ponernos boca arriba, o no hacerlo.
»Los enanos utilizaban con frecuencia palabras y expresiones del lenguaje de las cartas, lo que les permitía expresar de forma adecuada lo que tenían en la mente. Yo intentaba pagarles con la misma moneda cuando era posible.
»El pequeño bufón dio unos extraños saltos tan bruscos que hizo sonar todos los cascabeles.
»—¡Yo soy Comodín! —exclamó—. No lo olvides, querido maestro. No soy como los otros habitantes de este pueblo, ¿sabes? No soy ni rey ni jota, y tampoco soy diamante ni trébol, ni corazón ni pica.
»Yo ya estaba preocupado, pero sabía que no debía poner las cartas sobre la mesa.
»—¿Quién soy yo? —continuó—. ¿Por qué soy Comodín? ¿De dónde vengo y hacia dónde voy?
»Opté por una jugada de riesgo:
»—Ya has visto todo lo que he obtenido de las plantas de esta isla —empecé a decir—. ¿Qué pensarías si dijera que soy yo quien te creé a ti y a todos los demás enanos del pueblo?
»Se quedó mirándome fijamente a los ojos. Vi cómo temblaba su frágil cuerpo, y oí el nervioso tintineo de los cascabeles.
»Dijo con voz entrecortada:
»—Entonces, querido maestro, sólo me quedaría la alternativa de matarte, con el fin de recuperar mi dignidad.
»Me reí forzadamente.
»—Claro —contesté—. Pero ése no es, por suerte, el caso.
»Se quedó un segundo o dos mirándome con desconfianza. De repente, desapareció por la esquina de la casa, pero volvió al cabo de un momento, trayendo consigo una botellita de bebida púrpura. Era una botella que yo había tenido escondida en lo más oculto de un armario durante muchos años.
»—¡Salud! —exclamó—. ¡Mmm, dice Comodín!
»Dicho esto, se llevó la botella a la boca.
»Me sentí totalmente paralizado. No era por mi propia vida por la que temía. Lo que me preocupaba era que todo lo que yo había creado en esta isla se disolviera y desapareciera tan de repente como había llegado.
—Pero eso no pasó, ¿no?
—Deduje que Comodín había bebido de la botella, y que esa extraña bebida fue la que le proporcionó tanta lucidez.
—¿Pero no dijiste que la bebida púrpura hace que uno pierda la capacidad mental y el sentido de la orientación?
—Sí, es verdad, pero no enseguida. Al principio, la bebida te vuelve enormemente inteligente. Es porque toda la inteligencia es absorbida de golpe. Pero, poco a poco, va llegando la apatía. Eso es lo que hace que esa bebida sea tan peligrosa.
—¿Qué ocurrió con Comodín?
—Gritó:
»—¡Se acabó la conversación! ¡Pero volveremos a vernos!
»Bajó corriendo al pueblo y dio la botella a los enanos, y, desde ese día, todos los habitantes del pueblo han estado consumiendo la bebida púrpura. Varias veces por semana los tréboles van a recoger jugo de púrpura a los troncos huecos. Luego, los corazones fabrican la bebida roja, y los diamantes la embotellan.
—¿Todos los enanos se volvieron tan inteligentes como Comodín?
—No exactamente, aunque estuvieron tan lúcidos durante unos días que tuve miedo de que me descubrieran. Pero luego se volvieron más distantes aún que antes. Lo que has visto hoy no son más que restos de lo que fueron.
Pensé en todos los trajes y uniformes de colores. Por un instante, vi en mi mente a As de Corazones con el vestido amarillo.
—Pero al menos son unos hermosos restos —dije.
—Sí, son hermosos, pero inconscientes. Están en esta naturaleza exuberante pero no lo saben. Ven el sol y la luna, saborean todas las plantas y verduras, pero no lo notan. Cuando dieron el gran salto eran verdaderas personas, pero en cuanto comenzaron a tomar la bebida púrpura se distanciaron y desaparecieron. Era como si se hubiesen encerrado en sí mismos. Todavía son capaces de mantener algo parecido a una conversación, pero se olvidan de lo que han dicho nada más terminar de decirlo. Comodín es el único que conserva algo de la antigua chispa. Y quizá también As de Corazones. Dice siempre que está intentando «encontrarse a sí misma».
—Hay algo que no me cuadra.
—¿Qué?
—Dijiste que los primeros enanos llegaron a la isla sólo unos cuantos años después de tu propia llegada. Pero todos parecen muy jóvenes. Resulta difícil creer que muchos de ellos tienen 50 años.
El anciano rostro se iluminó con una misteriosa sonrisa:
—No se hacen viejos.
—Pero…
—Cuando yo estaba solo en la isla, las imágenes de mis sueños eran cada vez más nítidas; luego, saltaron de mis pensamientos y se lanzaron a la vida en este lugar. Pero siguen siendo imaginación. Y la imaginación tiene la extraña capacidad de que lo creado por ella se mantiene siempre joven y vivo.
—Es incomprensible…
—¿Has oído hablar de Rapunzel?, hijo mío.
Negué con la cabeza.
—Pero sí habrás oído hablar de Caperucita Roja, o de Blancanieves, o de Hansel y Gretel.
Asentí.
—¿Y qué edad crees que tienen? ¿Cien años? ¿Acaso mil? Son a la vez muy jóvenes y muy antiguos, porque han surgido de la imaginación de los seres humanos. Tampoco yo iba a imaginarme que los enanos de esta isla se volvieran viejos y canosos; ni siquiera los trajes que llevan han envejecido un ápice. Es distinto al caso de los mortales, que un buen día estamos tan gastados que nos rompemos en trocitos y desaparecemos. No ocurre así con nuestros sueños, siguen vivos en otras personas, mucho, muchísimo tiempo después de que hayamos desaparecido.
Se acarició su pelo cano y señaló su gastada chaqueta.
—La gran pregunta —prosiguió— no era saber si las figuritas serían consumidas por el tiempo. La cuestión era saber si verdaderamente también estaban en el jardín y podían ser vistas por otras personas.
—¡Y sí que estaban! —dije—. Primero conocí a Dos y Tres de Tréboles. Luego me encontré con los diamantes en la fábrica de vidrio…
—Hmm…
El viejo se quedó absorto en sus propios pensamientos. Parecía no escucharme.
—La segunda gran pregunta es —dijo finalmente— saber si seguirán aquí cuando yo haya desaparecido.
—¿Qué crees tú?
—No sé la respuesta a esa pregunta, y nunca la sabré. Porque cuando yo ya no esté, no podré saber si mis figuras siguen viviendo en la isla o no.
De nuevo se quedó callado durante un largo rato. Me pregunté si no sería todo un sueño. Quizá no estaba en la cabaña de Frode. Quizá estuviera en un sitio distinto y todo lo demás ocurriera sólo dentro de mí.
—Mañana te contaré más, hijo mío. Tengo que hablarte del calendario y del gran juego de Comodín.
—¿El juego de Comodín?
—Mañana, hijo. Ahora, los dos necesitamos dormir.
Se levantó y me señaló un camastro cubierto con pieles y mantas tejidas a mano. También me dio un camisón de lana. Fue agradable poderme quitar por fin el sucio traje de marinero.