Frode

—¡Menos mal que pudimos escapar! —dijo el anciano de la barba blanca y larga.

Permaneció sentado durante mucho tiempo, con la mirada clavada en mí.

—Tenía miedo de que contaras algo.

Por fin dejó de mirarme. Señaló hacia abajo, al pueblo, y se estremeció de nuevo:

—¿No habrás contado nada, verdad?

—Me temo que no entiendo lo que quieres decir.

—Es verdad. Seguramente estoy empezando por el final.

Asentí comprensivo:

—Si hay un principio —dije—, seguramente será bueno empezar por él.

—¡Naturalmente! —exclamó—. Pero ante todo quiero que me contestes a una pregunta: ¿sabes a qué día estamos hoy?

—No estoy totalmente seguro —admití—. Debe de ser uno de los primeros días de octubre…

—No me refiero exactamente al día. ¿Sabes en qué año estamos?

—En 1842 —dije. De pronto empecé a entender algunas cosas.

El viejo movió la cabeza.

—Entonces hace exactamente 52 años, hijo mío.

—¿Tanto tiempo llevas viviendo en esta isla?

—Sí, tanto tiempo.

Se le escapó una lágrima por el rabillo del ojo, que rodó por su mejilla, sin que él hiciera ningún intento de secarla.

—En el mes de octubre de 1790 salimos de México —prosiguió—. Al cabo de unos días de travesía, el bergantín en el que navegaba naufragó. El resto de la tripulación se perdió con el barco, pero yo me agarré a unos gruesos troncos que flotaban entre los restos del naufragio y logré llegar a esta isla…

Se quedó profundamente ensimismado. Le conté que yo también había llegado a la isla tras un naufragio.

Movió la cabeza con aire melancólico. Luego añadió:

—Dices «isla» y yo también lo he dicho. ¿Pero podemos estar totalmente seguros de que se trata de una isla? Yo he vivido aquí durante más de cincuenta años, hijo mío, y he explorado mucho, pero jamás he vuelto a encontrar el camino hacia el mar.

—Será una isla muy grande.

—¿Una isla muy grande que no figura en ningún mapa? —dijo mirándome.

—Evidentemente puede que hayamos encallado en algún lugar del continente americano —repliqué—. O en África, si quieres. No es fácil saberlo, ya que estábamos a merced de las corrientes marinas, antes de ser lanzados a la playa.

El anciano volvió a sacudir la cabeza con resignación.

—Tanto en América como en África hay seres humanos, joven.

—Pero si esto no es una isla, y tampoco uno de los grandes continentes, ¿qué es entonces?

—Algo muy diferente… —murmuró.

Volvió a quedarse totalmente ensimismado.

—Los enanos… —dije—. ¿Te refieres a ellos?

Pero contestó a mi pregunta con otra:

—¿Estás seguro de que vienes del mundo exterior? ¿No serás tú también de aquí?

—¿Yo…?

Por sus palabras deduje que, al fin y al cabo, se estaba refiriendo a los enanos.

—Yo me enrolé en Hamburgo —dije.

—¿Ah sí? Yo soy de Lübeck…

—¡Y yo también! Me enrolé en un barco noruego en Hamburgo, pero yo nací y me crié en Lübeck.

—¿De verdad? Entonces cuéntame primero lo que ha sucedido en Europa durante mis cincuenta años de ausencia.

Le conté lo que sabía. La mayor parte de mi relato se refirió a Napoleón y a todas las guerras. Dije que Lübeck había sido saqueada por los franceses en 1806.

—En 1812, el año en que nací, Napoleón inició una campaña en Rusia —dije para terminar—, pero tuvo que retirarse con grandes pérdidas. En 1813, fue vencido en una gran batalla en Leipzig. Entonces convirtió Elba en su pequeño imperio. Pero regresó unos años más tarde y reinstauró el imperio francés. Esta vez fue vencido en Waterloo. Vivió sus últimos años en la isla de Santa Elena, al oeste de África.

El anciano escuchaba con gran interés.

—Él al menos pudo ver el mar —murmuró.

Parecía estar rememorando todo lo que le acababa de contar.

—Suena como un cuento de hadas —añadió al cabo de mucho rato—. Así puede haber transcurrido la historia desde que yo dejé Europa. Pero también podría haberlo hecho de un modo completamente distinto.

En eso tuve que darle la razón. La Historia es un gran cuento, con la única diferencia de que es un cuento real. El sol estaba a punto de ponerse tras las montañas del oeste. El pequeño pueblo ya estaba en penumbra. Allí abajo, los enanos deambulaban de un lado para otro, como pequeñas manchas de color entre las casas.

Señalándolos, pregunté:

—¿Vas a hablarme de ellos?

—Naturalmente —contestó—. Te lo contaré todo. Pero tienes que prometerme que ellos no se van a enterar de nada de lo que te cuente.

Asentí con la cabeza, pendiente de lo que iba a decirme.

—Yo era marinero en un gran bergantín español que iba de Veracruz, en México, a Cádiz, en España. Navegábamos con una gran carga de plata. El tiempo era bueno, claro y tranquilo, y sin embargo naufragamos pocos días después de haber zarpado. Debimos de estar aguardando el viento en algún lugar entre Puerto Rico y las Bermudas. Ya habíamos oído hablar de extraños sucesos precisamente en esa zona. Pero supongo que los considerábamos cuentos de marineros. De repente, una mañana el barco se levantó por encima de un mar completamente en calma. Fue como si una mano gigantesca le diera la vuelta. Sólo duró un par de segundos, y volvimos a bajar al mar. El barco quedó ladeado, la carga se desplazó y comenzó a entrar agua.

»Sólo tengo vagos recuerdos de la pequeña playa en la que finalmente me encontré a salvo, porque enseguida comencé a adentrarme en la isla. Tras andar errante algunas semanas, me establecí aquí, y aquí he vivido desde entonces.

»Me las arreglé bien. Aquí crecían patatas y maíz, manzanas y plátanos. Pero también había otras frutas y plantas que jamás había visto antes, y que desde entonces forman parte de mi sustento. Yo mismo tuve que inventar nombres para todas las plantas desconocidas de esta isla.

»Pasado un tiempo, logré domesticar a los molucos hexápodos. No sólo me proporcionaban una leche buena y nutritiva, también me servían como animales de tiro. A veces mataba alguno y me comía la carne, que era blanca y fina. Me recordaba a la carne de jabalí, que siempre comíamos en Alemania por Navidad.

»Con el paso de los años, con las plantas de la isla fabriqué remedios contra las distintas enfermedades que contraía. También preparé bebidas que me ayudaban a levantar el ánimo. Pronto probarás algo que yo llamo tuf. Es una bebida algo amarga que obtengo hirviendo raíces de la palmera de tufta. El tuf me despierta cuando estoy cansado, y me ayuda a dormir cuando estoy demasiado excitado. Es una bebida rica, y completamente inofensiva.

»Pero también elaboré lo que llamamos la bebida púrpura. Es una bebida maravillosa para todo el cuerpo, pero al mismo tiempo tan traidora y peligrosa que me alegro de que no se venda en las tiendas en Alemania. La hago con el jugo de la rosa púrpura, que es un pequeño arbusto con minúsculas rosas de color púrpura y que crece por todas partes en esta isla. Ni siquiera tenía que molestarme en coger las rosas y sacar el jugo, porque ese trabajo me lo hacían unas abejas gigantes, más grandes que los pájaros en Alemania. Construyen sus colmenas en árboles huecos y allí almacenan sus existencias de jugo de púrpura. Simplemente hay que ir y servirse.

»Mezclando el jugo de las flores con agua del río del Arco Iris, en el que también cojo peces de colores, obtuve una especie de gaseosa dulce, de aspecto centelleante y ligeramente espumosa.

»Lo tentador de la bebida púrpura era que no sabía sólo a una cosa, sino que estimulaba todos los órganos del sabor, con todo el registro de matices que es capaz de saborear un ser humano. Y es más: la bebida púrpura no dejaba el sabor únicamente en la boca y en la garganta, sino que se saboreaba en cada célula del cuerpo. Pero no es sano devorar el mundo entero en un solo sorbo, hijo mío. Es mejor ingerir el mundo en porciones.

»Cuando obtuve la bebida púrpura, empecé a bebería a diario. Me ponía más alegre, pero solamente al principio. Poco a poco, comencé a perder la noción del tiempo y del espacio. De repente me “despertaba” en algún lugar de la isla sin acordarme de cómo había llegado hasta allí. De esa manera, vagaba durante días y días sin encontrar el camino de regreso a casa. A veces me olvidaba de quién era y de dónde venía. Era como si todo lo que me rodeaba fuera yo mismo. Empezaba como un picor en los brazos y las piernas, luego se iba extendiendo hasta la cabeza, y finalmente la bebida empezó a consumir mi alma. Bueno, al menos me alegro de haber parado antes de que fuera demasiado tarde. Hoy en día, la bebida púrpura sólo es consumida por el resto de los habitantes de esta isla. Más adelante te contaré por qué.

Habíamos estado sentados mirando el pueblo mientras hablaba. Estaba anocheciendo y, abajo en el pueblo, los enanos habían encendido los faroles de aceite que colgaban entre las casas.

—Empieza a hacer fresco —dijo Frode.

Se levantó y abrió la puerta de la cabaña. Entramos en una pequeña sala que tenía las paredes cubiertas de troncos de madera. Todos los utensilios que en ella podían verse habían sido fabricados por Frode con materiales encontrados en la isla. No se veía nada de metal, todo estaba hecho con barro, madera y piedra. Sólo había un material que recordaba a la civilización: había tazas y jarras, lámparas y fuentes de vidrio. Además había varias peceras con peces de colores dentro. También las ventanas de la cabaña eran de vidrio.

—Mi padre era maestro vidriero —dijo el anciano, como si hubiera adivinado mis pensamientos—. Y yo aprendí el oficio antes de hacerme marinero. Aquí, en la isla, me resultó muy útil. Después de algún tiempo, comencé a mezclar distintas clases de arena. Pronto pude fundir una excelente masa de vidrio, en hornos que fabriqué con una piedra resistente al fuego, a la que llamé dorfita porque la encontré en la montaña que está en las afueras del pueblo.

—Ya he visitado la fábrica de vidrio.

El viejo se volvió hacia mí y dijo bruscamente:

—¿No habrás contado nada, no?

No entendí muy bien lo que quería decir con eso de «contar algo» a los enanos.

—Sólo pregunté por el camino al pueblo —contesté.

—¡Bueno! Ahora vamos a tomarnos una copita de tuf.

Nos sentamos sobre unas banquetas que había a cada extremo de una mesa hecha de una madera oscura que yo no conocía. Frode echó de una jarra de vidrio una bebida marrón en un par de vasos redondos y encendió una lámpara de aceite que colgaba del techo.

Bebí un pequeño sorbo. Sabía a una mezcla de coco y limón. Mucho tiempo después de haberla tragado, un sabor ácido permanecía en mi boca.

—¿Qué te parece? —preguntó el viejo expectante—. Es la primera vez que invito a tuf a un auténtico europeo.

Contesté que la bebida era refrescante y muy rica, lo cual era cierto.

—¡Bien! Entonces supongo que ha llegado el momento de hablarte de mis pequeños ayudantes aquí en la isla. Seguro que estás pensando en ellos, hijo mío.

Asentí con la cabeza. El viejo comenzó su relato…:

—En el mar, jugábamos mucho a las cartas. Yo tenía siempre una baraja metida en el bolsillo de la camisa, y precisamente una de esas barajas francesas fue lo único que traje a esta isla después del naufragio.

»En mi soledad, los primeros años hacía muchos solitarios. Los naipes eran las únicas imágenes que podía contemplar. No sólo hacía los que había aprendido en Alemania y en el mar. Enseguida descubrí que con 52 cartas y todo el tiempo del mundo, no hay límites en la invención de solitarios y juegos. Con el tiempo, empecé a atribuir determinadas cualidades a cada una de las cartas, viéndolas como individuos pertenecientes a cuatro familias distintas. Los tréboles tenían la piel marrón, el pelo espeso y rizado, y eran de complexión fuerte. Los diamantes eran más delgados, más ligeros y más gráciles, tenían la piel casi blanca y su pelo brillaba como la plata. Y los corazones… pues los corazones eran precisamente un poco más cordiales que los demás. Tenían cuerpos rechonchos, las mejillas sonrosadas y el pelo rubio, abundante y rizado. Y finalmente los picas: de figura estilizada, aspecto autoritario, ojos penetrantes y pelo negro y escaso.

»Empecé a imaginarme las figuras cuando hacía solitarios. Por cada carta que ponía, era como si soltara a un espíritu de una botella hechizada. Un espíritu, sí, porque no sólo variaba el aspecto de las figuras de cada palo, tenían además, cada uno, su genio y su talante. Los tréboles tenían una personalidad un poco más torpe y firme que los ambiguos y susceptibles diamantes. Los corazones eran más amables y más alegres que los huraños y coléricos picas. Pero también había grandes diferencias dentro de cada palo. Todos los diamantes eran muy vulnerables, pero Tres de Diamantes era la que se echaba a llorar con más facilidad. Todos los picas eran algo irascibles, pero el más irascible de todos era Diez de Picas.

»De ese modo, fui creando, con los años, 52 individuos invisibles que de alguna manera vivían conmigo en la isla. En total fueron 53, porque Comodín llegaría a jugar un papel muy importante.

—¿Pero cómo…?

—No sé si eres capaz de imaginarte lo solo que me sentía. El silencio era infinito. Me topaba constantemente con animales; por las noches me despertaban los búhos y los molucos, pero no tenía a nadie con quien hablar. A los pocos días de estar aquí, empecé a hablar solo. Pasados unos meses, también empecé a hablar con las cartas. Unas veces, las colocaba en círculo a mi alrededor y jugaba a que eran personas de carne y hueso como yo. Otras veces, sólo sacaba una carta con la que mantenía largas conversaciones.

»Con el uso, la baraja se fue desgastando y, al final, quedó tan deteriorada que estaba a punto de romperse. El sol había ido consumiendo los colores, y apenas podía distinguir ya la imagen de una carta de la de otra. Entonces metí los restos en una cajita de madera que he guardado hasta hoy. Pero las figuras seguían viviendo en mi conciencia.

Hacía los solitarios en la cabeza, ya no me hacía falta la baraja. Es como cuando de pronto un día sabes sumar y restar sin utilizar el ábaco. Porque siete más seis son trece aunque no se vea con bolitas.

«Continué hablando con mis amigos invisibles, y pronto tuve la sensación de que me contestaban, aunque sólo fuera en el pensamiento. Cuando dormía estaban más presentes que nunca, porque en mis sueños me veía casi siempre con las figuras de la baraja. Éramos como una pequeña comunidad. En mis sueños, las figuras decían y hacían cosas por su cuenta. De ese modo, las noches se me hacían un poco menos solitarias que los largos días. Entonces las cartas daban rienda suelta a su propia personalidad y correteaban por mi conciencia como verdaderos reyes y reinas, como personas de carne y hueso.

»Con algunas de las cartas, entablé una relación más íntima. En los primeros tiempos, mantuve largas conversaciones con Jota de Tréboles. Con Diez de Picas también podía bromear, siempre y cuando él fuera capaz de controlar su genio.

»Durante un período estuve enamorado en secreto de As de Corazones. Me sentía tan solo que conseguía enamorarme de mis propias imaginaciones. Me la imaginaba con un vestido amarillo, pelo largo, rubio y ojos verdes. Echaba mucho de menos a una mujer en la isla. En Alemania estaba comprometido con una chica que se llamaba Stine. Bueno, bueno, Stine perdió a su novio en el mar.

El anciano se acarició la barba y permaneció sentado un buen rato sin decir nada.

—Es tarde, hijo mío —dijo finalmente—. Estarás agotado después del naufragio. ¿Quieres que sigamos mañana?

—No, no —protesté—. Quiero oírlo todo.

—De acuerdo, claro que sí. Además tienes que saberlo antes de que vayamos a la fiesta de Comodín.

—¿La fiesta de Comodín?

—¡Eso! La fiesta de Comodín.

Se levantó y dio una vuelta por la habitación.

—Pero tendrás mucha hambre —dijo.

No pude negarlo. El anciano entró en una especie de despensa y sacó comida que colocó en unos hermosos platos de vidrio. Los puso sobre la mesa junto a la que estábamos sentados.

Pensaba que la comida de la isla era sencilla y pobre, pero resultó todo lo contrario. Frode puso primero una fuente con pan y bollos. Luego sacó diferentes quesos y patés y fue a por una jarra de leche de aspecto delicioso. Comprendí que era leche de moluco. Al final sirvió el postre: una fuente grande con diez o quince frutas distintas. Reconocí las manzanas, naranjas y plátanos. Las demás clases eran especialidades de la isla.

Cuando acabamos de comer, Frode reanudó su relato.

Tanto el pan como el queso sabían un poco distinto a lo que yo estaba acostumbrado. Lo mismo ocurría con la leche, era mucho más dulce que la leche de vaca. La mayor sorpresa en cuanto a sabores llegó, no obstante, con las frutas, porque algunas tenían un sabor tan sorprendente que me hacía dar pequeños gritos y saltar en la silla.

—En lo que a la comida se refiere, nunca he podido quejarme.

Cortó una rodaja de una fruta redonda, del tamaño de una calabaza. Por dentro, la carne era blanda y amarilla, como la de un plátano.

—Ocurrió una mañana —prosiguió—. Había soñado mucho por la noche. Al salir temprano de la cabaña, cuando el rocío aún cubría la hierba y el sol estaba saliendo por encima de las montañas, vi de repente dos figuras que venían hacia mí desde una ladera al este. Pensé que por fin recibía la visita de alguien en esta isla, y fui a su encuentro. El corazón me dio un vuelco cuando me acerqué y los reconocí: eran Jota de Tréboles y Rey de Corazones.

»Primero pensé que estaba dormido y que este extraño encuentro no era más que un nuevo sueño. A la vez, estaba completamente convencido de que estaba despierto. Pero eso me sucedía a menudo cuando soñaba, así que no podía estar totalmente seguro.

»Me saludaron como si ya nos conociéramos, lo que, en cierto modo, era verdad.

»—Hace un día muy bueno, Frode —dijo Rey de Corazones.

ȃsas fueron las primeras palabras pronunciadas en esta isla por alguien que no era yo.

»—Debemos hacer hoy algo útil —dijo Jota.

»—Ordeno que construyamos una nueva cabaña —dijo el rey.

»Y eso hicimos. Las primeras noches, los dos durmieron conmigo en esta casa. Al cabo de unos días, pudieron meterse en una cabaña nueva, un poco más abajo de la mía.

»Se convirtieron en mis amigos y en mis iguales, con una única diferencia importante: nunca reconocieron que no habían estado en esta isla durante todos los años que yo llevaba viviendo en ella. Había algo dentro de ellos que les impedía entender que en realidad eran producto de mi imaginación. Lo mismo ocurre con todos los productos de la imaginación, claro está. Nada de lo que creamos en nuestra imaginación es consciente de sí mismo. Pero esas imaginaciones no fueron precisamente como otras imaginaciones. Habían recorrido el inexplicable camino del espacio creativo dentro de mi propia mente, hasta el espacio creado al aire libre bajo el cielo.

—¡Es… imposible! —dije sobresaltado.

Pero Frode no me hizo caso.

—Poco a poco se sumaron más figuras a las dos primeras. Lo más curioso era que los más viejos nunca parecían reaccionar ante la llegada de nuevas figuras. Es como cuando dos personas que viven en la misma casa se encuentran por el pasillo. Ninguna de ellas necesita hacer gestos o decir algo por el mero hecho de cruzarse con la otra.

»Los enanos hablaban entre ellos como si se conocieran desde hacía mucho tiempo. Y, en cierto modo, era verdad: habían convivido en esta isla durante muchos años, mientras yo soñaba, dormido o despierto, que las figuras hablaban entre ellas.

»Una tarde que estaba talando árboles en el bosque justo en este lugar, me encontré por primera vez con As de Corazones. Creo que se encontraba más o menos en el centro de la baraja, que no fue ni de las primeras ni de las últimas que salieron, quiero decir. Al principio no me vio, iba sola, canturreando una hermosa melodía. Me detuve y se me saltaron las lágrimas, porque me acordé de Stine.

»Me armé de valor y la llamé.

»—As de Corazones —murmuré.

»Entonces me vio y se acercó. Me abrazó y dijo:

»—Gracias por haberme encontrado, Frode. ¿Qué haría yo sin ti?

»Era una pregunta muy oportuna. Sin mí, no habría podido hacer nada. Pero ella no lo sabía. Y no debe saberlo nunca.

»Su boca era tan roja y tan suave que me entraron ganas de besarla, pero hubo algo que me retuvo.

»Conforme iban llegando más figuras a la isla, les hacíamos nuevas casas. Así, se construyó un pueblo entero a mi alrededor. Ya no me sentía solo. Pronto formamos una pequeña comunidad, en la que todo el mundo tenía una misión que cumplir.

»Hace ya treinta o cuarenta años que el solitario está completo, con sus 52 figuras. Sólo había una excepción: Comodín llegó mucho más tarde. No apareció en la isla hasta hace dieciséis o diecisiete años. Fue un alborotador que alteró nuestra armonía, justo cuando todos nos habíamos acostumbrado a nuestra nueva vida. Pero eso podrá esperar hasta más adelante. Mañana será otro día, Hans. Si la vida en esta isla me ha enseñado algo, es que siempre hay otro día…

Lo que Frode contó era tan increíble que, hasta hoy, recuerdo cada palabra.

¿Cómo era posible que 53 imágenes soñadas dieran de pronto un salto e irrumpieran en la realidad como personas de carne y hueso?

—No… no es posible —volví a murmurar.

Frode insistió:

—En el transcurso de unos años, todas las cartas de la baraja habían logrado salir de mi conciencia y aparecer en la isla donde yo me encontraba. ¿O era yo quien había hecho el camino al revés? También ésa era una posibilidad que no podía descartar.

»Aunque he vivido rodeado de todos esos nuevos amigos durante muchísimos años, aunque juntos hemos construido el pueblo, cultivado la tierra, preparado y degustado la comida, jamás he dejado de preguntarme si las figuras que me rodeaban eran reales.

»¿Sería yo el que había entrado en el eterno mundo de los sueños? ¿Me había perdido, no sólo en una gran isla, sino también en mi propia imaginación? Y si éste era el caso: ¿Volvería a encontrar el camino de vuelta a la realidad alguna vez?

»Hasta que Jota de Tréboles no te llevó a la fuente y te vi, no pude estar totalmente seguro de que la vida que estaba viviendo era real. Porque ¿no serás tú un nuevo comodín en la baraja; verdad, Hans? ¿No te habré soñado a ti también, no?

El anciano me dirigió una mirada suplicante.

—No, no —me apresuré a decirle—. A mí no me has soñado. Discúlpame por dar la vuelta a la pregunta: si no eres tú quien está dormido, tendré que ser yo. Puede que sea yo el que esté soñando todas esas cosas tan irreales que me estás contando.