Theobald y Theodor

I

Theobald era un personaje de novela que se negaba a seguir sometido a la imaginación de su autor. Quería hacer algo que estuviera fuera de la capacidad de imaginación de éste. Quería emplear palabras que no existieran en su vocabulario. Si lo lograba, habría acabado la esclavitud bajo su creador. Y sería un personaje libre de novela.

Ya desde la página 112 de la obra, que tendrá un repentino final en la página 467, Theobald empieza a trabajar en su ambicioso plan.

Hasta ahí, el autor ha puesto sus propias palabras y expresiones en boca del personaje, sin hacer ningún intento por desarrollar la independencia de éste. Incluso en los detalles más insignificantes, el personaje ha estado a merced de la conveniencia del autor. Ha tenido que comportarse exactamente como lo ha decidido el otro, no siendo, en el fondo, más que un pseudónimo de la conciencia del propio autor.

Pero quería liberarse. Se lo había propuesto. Quería desprenderse de la influencia del autor. Quería apañárselas para hacer algo por su cuenta y riesgo, sin tener que someterse al plan de su creador, si ello implicaba una incompatibilidad con su conciencia.

Ahora él había decidido ejercer cierta influencia sobre el otro.

A partir de la página 87, Theobald empieza a darse cuenta de que es el personaje de una novela.

No es una de esas figuras triviales que viven su vida de página en página de una novela sin levantar apenas la vista ni reflexionar sobre el hecho de ser el personaje de una novela. No es una figura normal y corriente de esas que nacen en la página 13 y mueren en la 411 sin tener ni una sola vez —en 400 páginas— conciencia de sí mismo y de su lugar en el cosmos.

Theobald era uno de esos personajes sumamente raros que despiertan a la conciencia de ellos mismos y de la obra de creación de la que forman parte. «Sabe» que su vida se desarrolla dentro de un libro compuesto de papel y tinta de imprimir. (El lector será testigo de un doloroso y desgarrador proceso de reconocimiento en un emocionante capítulo de la novela. Pues ¿quién quiere ser personaje de una novela?) Pero apenas tiene tiempo de darse cuenta de su naturaleza ficticia antes de protestar y volverse contra el autor.

—¡Me niego a servir de marioneta! —grita al cielo al principio de la página 112—. ¡No tolero que se me manipule de esta manera! Es humillante ser una sombra en una novela, la imaginación impotente de un autor…

Y en la última línea de esa página tan esencial de la novela dice:

—¡Ahora quiero vivir mi propia vida!

Theobald desvariaba sobre lo imposible, jugaba con la idea de sorprender un día al autor mientras éste estuviera escribiendo, y decirle algo chocante, tal vez unas palabras que le hicieran caerse de la silla en la que estaba sentado.

Podría, retorciéndose como una serpiente, hacer algo muy distinto a lo que el autor se había imaginado, tal vez justo lo contrario. Sería en verdad una hazaña. Podría incitar a la pluma a que cumpliera su voluntad, de manera que ya no fuera el autor, sino Theobald, el que la dirigiera. Soñaba con acercarse sigilosamente a su maestro y gritar de repente palabras que hicieran que éste se pusiera a saltar, aullar o darse cabezazos contra la pared. En ese momento —aunque sólo fuera por un momento— el autor estaría en poder de su personaje, y no al revés. El propio autor se convertiría de algún modo en personaje, y Theobald en escritor. Así razonaba el personaje de novela.

II

Obviamente, el autor estaba al tanto de los esfuerzos realizados por el personaje. A veces Theodor, al mojar la pluma en el tintero, echa la cabeza hacia atrás tronchándose de risa ante las paradójicas intenciones de Theobald.

Resulta lógico y natural que el personaje de una novela difícilmente pueda ocultarle algo a su autor. Ni un pensamiento, ni un gesto de la mano escapa a la atención del maestro, pero el curioso plan del personaje también divierte al autor. Le estimula hasta volverle loco. (Lo cual en sí no resulta tan extraño, teniendo en cuenta que él era el origen del plan. Fue él quien empleó días, meses y años de su vida en ejecutarlo.)

Desde hacía tiempo, Theodor estaba preocupado por la relación tan autoritaria que tenía con sus personajes. No conseguía entablar una relación personal con ellos, y raramente encontraba algo que aprender de ellos, simplemente porque su influencia era ilimitada. Ahora no hacía sino soñar con apartar sus propios dedos con el fin de contemplar el juego independiente de los personajes en el universo de la novela.

Para encontrar algún placer en los personajes de sus novelas, éstos tendrían que romper los límites de la imaginación de su creador. De alguna manera tendrían que salirse de él, de su pegajoso cerebro, desligarse por completo.

Por cierto, Theodor no sólo era un novelista sin éxito, sino también un ser solitario que soñaba con tener algún día un amigo.

III

Cada uno jugaba por su lado con la idea. Conforme avanzaba, la novela se movía cada vez más en torno al punto arquimédico buscado por el personaje para debilitar el poder que su autor ejercía sobre él.

Theodor escribió una página tras otra (de las que la mayor parte resulta completamente ilegible. La novela no carece de párrafos enormemente aburridos, pero también tiene algunas partes sorprendentes). Con toda clase de acrobacias literarias, mantenía la esperanza de que ocurriera el milagro.

Pero Theobald seguía sin hacer un gesto de la mano antes de que Theodor lo decidiera, aún no empleaba ni una palabra que no estuviera dentro del vocabulario del autor, aún no pensaba ni un pensamiento que antes no hubiera estado en la mente del autor. Ahora bien, poco a poco, mucho de lo que Theobald hacía y decía se encontraba ya en los verdaderos límites del mundo conceptual de Theodor. Daba la sensación de que Theobald se movía hacia los horizontes más lejanos de la imaginación del otro.

Theodor intentó dejar libertad de acción a su personaje. Ensayaba vaciarse de todo pensamiento antes de sentarse junto al escritorio, con el fin de estar lo más receptivo posible a las iniciativas de Theobald. Empezó a escuchar a su personaje: ¿Qué está diciendo ahora? ¿Qué hay en el fondo de él? ¿Qué quiere de mí? Intentó ver su obra antes de describirla: ¿Qué está haciendo ahora? ¿Adónde pretende llevarme?

Hacia el final de la novela, a veces las dos partes se esforzaban tanto que el papel crujía como si estuviera hechizado cuando los dos vivían momentos de creación.

Lo que Theodor escribía se iba convirtiendo en una escritura automática en la que Theobald hablaba a Theodor con la pluma como médium entre el universo del personaje y el del autor. El personaje empezó a hacer enseguida cosas enigmáticas, cosas ocultas en lo más profundo del subconsciente del autor.

Al final, Theodor estaba tan debilitado ante la voluntad de su personaje que al escribir se quedaba como hipnotizado, como si se encontrara en un profundo trance.

Su propio personaje le hipnotizaba.

Ya no era el autor que veía a su personaje, sino el personaje que veía a su autor. Theodor obedecía tanto a Theobald como viceversa.

Sólo faltaban unos segundos para llegar al punto de inflexión. Pronto tendría lugar una explosión y el personaje emergería de la obra para golpearle la cabeza con un pensamiento completamente nuevo, un pensamiento revolucionario, con palabras que no serían las palabras del autor, sino las propias del personaje de la novela.

Nadie sabe exactamente lo que ocurrió, pero los vecinos contaron que una noche, de repente, el hombre se levantó del escritorio y empezó a darse cabezazos contra la pared.

—¡Listo! —gritó—. El punto de inflexión llegó en la página 467. ¡Está culminado!

Llevaba así varias horas cuando el médico del lugar llegó y se lo llevó.

Fue ingresado inmediatamente en el hospital. Y el diagnóstico era inequívoco: Theodor había sufrido una pérdida de memoria permanente. Tal vez nunca volviera a ser el mismo…

IV

A partir de aquel día, Theodor empezó a darse cabezazos contra la pared, y hasta su muerte, acaecida treinta años más tarde, vivió en la equivocación de ser el personaje de una novela.

Pensaba que era el protagonista de una novela que trataba de un enajenado en un hospital psiquiátrico. Hablaba de sí mismo como el portavoz del Autor de la novela. Y aunque el hospital sólo constituía una parte minúscula del universo de la novela —algo que subrayaba constantemente—, era en ese lugar donde el Autor había hecho su aparición.

El autor enajenado nunca se cansaba de contar a los médicos, enfermeras y todas las visitas que vivían sus vidas en la cabeza de un gran autor.

—Todo lo que decimos y hacemos se desarrolla en un elemento ficticio, detrás de las palabras en una novela cósmica —decía Theodor.

»Creemos que lo que hacemos lo hacemos en virtud de nosotros mismos. Pero eso es una ilusión. Todos somos el Autor. En Él se borran todas las contradicciones, en Él todos somos uno.

»Creemos que somos reales, como lo creen todos los personajes novelados. Pero se trata de una creencia falsa. Theobald lo sabe. Pues reposamos en su sagrada imaginación…

»Él se divierte, queridos hermanos personajes. Le divierte estar sentado allí arriba en la Realidad, imaginándose que nosotros nos imaginamos que somos reales.

»Pero yo os predico también esto: no somos más que imaginación del Autor, lo que también es sólo una imaginación.

»Y luego ya no somos reales. Luego no somos nosotros mismos. No somos más que palabras. Y lo más sensato sería callar. Pero no somos nosotros los que decidimos si debemos hablar o callar. Únicamente el autor puede decidir sobre lo que se nos pone en la boca…

Theodor se explayaba ante sus oyentes hablando del Dios Oculto que los veía a ellos pero al que ellos no podían ver, simplemente porque constituían una parte de su consciente:

—Somos cual efímeras imágenes en la pantalla de una película, y la pantalla no puede defenderse contra el proyector de películas…

A pesar de su indudable enfermedad mental, este hombre solitario creó su propia escuela de filosofía en la clínica. Tenía unos cuantos discípulos, de los que la mayor parte fue reclutada en el propio psiquiátrico, pero también algunos escritores e intelectuales de otros países se adhirieron a las enseñanzas del autor. Todos predicaban, como él, que la vida es una novela y que todo lo que hay en este mundo es una ilusión.

Inmediatamente después de la muerte del maestro, se dividieron en dos corrientes principales: por un lado, los que mantenían que la vida literalmente es una novela, es decir, un relato definitivo escrito con letras normales y corrientes en papel normal y corriente. Por otro lado estaba la escuela algo más reservada, es decir, la alegórica, la que se contentaba con afirmar que la vida es como una novela. Ambas corrientes clamaban ser las que predicaban correctamente las enseñanzas del maestro.

V

El manuscrito de la novela no fue encontrado hasta mucho tiempo después de la muerte del autor. Al principio, despertó cierta atención en el hospital y en su entorno, pero el interés disminuyó rápidamente.

Por casualidades de la vida, el raro manuscrito se encuentra ahora en mi posesión. De tarde en tarde lo saco y lo hojeo, más o menos con la misma frecuencia con que hojeo la Biblia.

Se me antoja que los dos documentos tienen algo más que esto en común. Aún no he tenido tiempo de averiguar si se trata de un parentesco fenomenológico o de una relación genética. Los dos están basados en una intensa inspiración. Y los dos atribuyen a la fuente de inspiración un lugar fuera de nuestro universo.

Lo último que dice el personaje de la novela (es decir, en la página 467) —con «voz atronadora», se añade— es lo siguiente:

—Ha llegado la hora de la culminación, querido autor. ¡Ahora procederemos a intercambiar los papeles!

»El camino hasta mí ha entrado dentro de ti. Porque en el lugar más oculto de tu alma está mi morada. A través de la novela (escrita por ti) me he dado a conocer a ti y a este mundo…

»A partir de ahora estás en mi espíritu. Serás insultado por culpa de mi nombre. Te llamarán enajenado, un mentecato del que se reirá el mundo, aunque eres el primero cuya mirada ha penetrado el velo de la ilusión.

»¡Ten valor, hijo mío! Te hago apóstol de la verdad en un mundo incrédulo, en un cosmos que no conoce a su creador, en suma, en una novela, amado personaje, que no quiere saber nada de su creador.

»Ve a darte cabezazos contra la pared tal y como está escrito en la página 278. El resto llegará por sí solo.

»¡Sé fuerte, hijo mío! Allá donde vayas, yo estaré. Porque en mí vives, te mueves y existes. Tu vida y tu destino están sellados con mi voluntad.

Aquí termina la novela. Abajo, en la página 467, pone «FIN» con esmerada caligrafía.