El corderito

Estaba anocheciendo. Las luces de las calles adornadas para Navidad estaban encendidas y gruesos copos de nieve bailaban entre las farolas. Había mucha gente por todas partes.

Entre todas esas personas ajetreadas se encontraban Joakim y su padre. Habían ido al centro a comprar un calendario de Navidad justo en el último momento, porque al día siguiente era uno de diciembre. Ya no quedaba ninguno ni en el quiosco de periódicos, ni en la librería de la plaza.

Joakim tiró de la mano de su padre y señaló el escaparate de una pequeña tienda. Delante de un montón de libros había un calendario de Navidad de alegres colores.

—¡Ahí! —dijo.

El padre se volvió.

—¡Menos mal! —exclamó.

Entraron en una minúscula librería. A Joakim le pareció un poco vieja y destartalada. Las paredes estaban cubiertas de estanterías repletas de libros y casi ninguno estaba repetido.

En el mostrador había un montón de calendarios de Navidad de dos modelos diferentes: unos con la imagen de un Papá Noel con reno y trineo, y otros con un establo, donde un minúsculo gnomo estaba comiendo un gran plato de gachas.

El padre cogió los dos calendarios.

—En éste hay figuras de chocolate —dijo—. Pero ya sabes que no le gustan mucho al dentista. En el otro son de plástico.

Joakim estudió los dos calendarios, sin saber cuál elegir.

—Cuando yo era pequeño era diferente —prosiguió el padre—. Entonces sólo había una pequeña imagen detrás de cada ventanita, una por cada día. Nada de figuras. Pero todas las mañanas teníamos la misma ilusión. Solíamos adivinar cuál iba a ser la imagen. Y cuando por fin abríamos la ventanita… era como abrir la puerta a otro mundo.

Joakim había descubierto algo en una de las paredes llenas de libros:

—Ahí hay otro calendario de Navidad.

Se apresuró a cogerlo y se lo enseñó a su padre. En él había una imagen de José y María inclinados sobre el pequeño Niño Jesús en el pesebre. Al fondo se veían los Reyes Magos arrodillados. Delante del establo estaban los pastores con sus ovejas, y desde el cielo bajaban volando los ángeles. Uno de ellos tocaba una trompeta.

Los colores del calendario eran pálidos, como si hubieran estado expuestos al sol durante todo el verano. Pero la imagen era tan bonita que Joakim la encontró un poco triste.

—Quiero éste —dijo.

Su padre sonrió.

—No creo que esté en venta, ¿sabes? Debe de ser muy viejo. Tal vez tenga la misma edad que yo.

Joakim insistió:

—No hay ninguna ventanita abierta…

—Está sólo de exposición.

Joakim era incapaz de apartar la mirada del viejo calendario.

—Lo quiero —volvió a decir—. Quiero éste que no está repetido.

Llegó el librero, un señor de pelo blanco que abrió unos ojos como platos al ver el calendario de Navidad que Joakim tenía en la mano.

—¡Precioso! —exclamó—. Y auténtico… original. Casi parece hecho en casa.

—Mi hijo quiere comprarlo —explicó el padre señalando a Joakim—. Estoy tratando de explicarle que no está en venta.

El hombre de pelo blanco frunció las cejas.

—¿Lo has encontrado… aquí? Hace un montón de años que no veía uno como éste.

—Estaba ahí, delante de los libros —contestó Joakim.

—Bueno, será el viejo Juan que ha querido gastarnos una de sus bromas —contestó el librero.

El padre miró fijamente al hombre de pelo blanco:

—¿Juan?

—Sí, todo un carácter… Vende rosas en el mercado, pero nadie sabe de dónde las saca. De vez en cuando entra a pedir un vaso de agua. En verano, cuando hace calor, a veces se echa las últimas gotas por la cabeza antes de marcharse. Algún día también me ha echado a mí. En agradecimiento por el agua deja a menudo una o dos rosas en el mostrador… o las mete en algún viejo libro de las estanterías. Una vez colocó la foto de una joven en el escaparate. Era de un país muy lejano, tal vez de su propio país. En la foto ponía «Elisabet».

—¿Y ahora ha dejado un calendario de Navidad? —preguntó el padre, mirando al librero a los ojos.

—Pues sí, al parecer eso ha hecho.

—Hay algo escrito en él —dijo Joakim, y leyó en voz alta:

CALENDARIO MÁGICO DE NAVIDAD

Precio: 75 øre

El librero asintió con la cabeza.

—En ese caso tiene que ser muy viejo.

—¿Puedo comprarlo por 75 øre? —preguntó Joakim.

El hombre se rió y dijo:

—Si de verdad lo quieres, creo que tendré que regalártelo. A lo mejor el viejo Juan lo colocó ahí pensando en ti.

—¡Muchas gracias! —exclamó Joakim, disponiéndose a salir de la tienda.

El padre dio la mano al librero y siguió a Joakim hasta la calle. Joakim apretó el calendario contra su pecho.

—Mañana lo abriré —dijo.

Aquella noche Joakim se despertó muchas veces pensando en el librero de pelo blanco y en Juan con las rosas en la plaza. Pero sobre todo pensaba en el calendario mágico, que tenía la misma edad que su padre, aunque nadie había abierto nunca las ventanitas. Antes de acostarse había localizado todas una y otra vez, de la 1 a la 24. El 24 era Nochebuena, y esa ventanita era cuatro veces más grande que las demás, cubriendo casi todo el pesebre del establo.

¿Dónde había estado el calendario mágico durante más de cuarenta años? ¿Qué ocurriría cuando abriera la primera ventanita? Cuando volvió a despertarse eran ya las siete. Se incorporó e intentó abrir la primera ventanita. Estaba tan nervioso e impaciente que le costó mucho trabajo. Por fin logró tirar de una esquina y la puerta se abrió.

Joakim vio delante de él la imagen de una tienda de juguetes. Entre todos los juguetes y toda la gente había un corderito y una niña, pero no tuvo tiempo de observar con detenimiento porque al abrir la ventanita algo cayó sobre la cama. Se agachó a cogerlo.

Era un trozo de papel muy fino doblado un sinfín de veces. Al desdoblarlo, descubrió que estaba escrito por ambos lados. Leyó lo que ponía:

—¡Elisabet! —gritó su madre tras ella—. ¡Vuelve, Elisabet!

Elisabet Hansen había estado contemplando asombrada un enorme montón de ositos y animales de peluche, mientras su madre compraba regalos de navidad. De repente un corderito saltó del montón al suelo, mirando a su alrededor. Llevaba al cuello un cascabel que empezó a competir con el ruido de las cajas registradoras.

Elisabet había visto animales de peluche con un cascabel al cuello, pero se preguntó cómo era posible que un corderito de juguete de repente cobrara vida. Estaba tan sorprendida que echó a correr tras el cordero por el gran local, en dirección a la escalera mecánica.

—¡Corderito, corderito! —gritaba.

—¡Ven aquí, Elisabet! —repitió su madre con voz severa.

Pero Elisabet ya se había embarcado en la escalera mecánica. Vio al corderito correr por la planta baja, donde vendían ropa interior y corbatas.

En cuanto volvió a pisar el suelo siguió corriendo tras el cordero, que ya había salido a la calle, donde los copos de nieve bailaban entre las luces navideñas que colgaban de lado a lado. Elisabet tiró un puesto de guantes y siguió corriendo tras el cordero.

Fuera, en la ruidosa calle, apenas se oía el cascabel, pero Elisabet no se dio por vencida. Estaba firmemente decidida a acariciar la suave piel del cordero.

—¡Corderito, corderito!

El cordero cruzó la calle con el semáforo en rojo. Quizá pensaba que el hombre rojo significaba «pasar» y el verde «detenerse». Elisabet creía haber oído que las ovejas son daltónicas. En cualquier caso, el cordero no se detuvo y Elisabet tampoco. Seguiría al cordero aunque fuera hasta el fin del mundo.

Sonaron los cláxones de los coches, y una moto tuvo que subirse a la acera para evitar atropellar a Elisabet o al cordero.

Mientras corrían, Elisabet oyó la campana de la iglesia dar las tres. Le llamó especialmente la atención porque sabía que habían bajado al centro en el autobús de las cinco. Puede que las manecillas estuvieran hartas de moverse en la misma dirección año tras año y que de repente se hubieran dado la vuelta. Elisabet pensó que también los relojes podían aburrirse de hacer lo mismo eternamente.

Pero eso no era todo. Cuando Elisabet había entrado en los grandes almacenes era de noche. Ahora de repente era otra vez de día, lo que resultaba muy curioso porque no había transcurrido ninguna noche entre medias.

En cuanto el cordero tuvo ocasión, tomó un camino que lo alejaba de la ciudad y se adentró en el bosque por un sendero rodeado de altos pinos. Se vio obligado a reducir la velocidad porque el sendero estaba cubierto por la nieve que había caído los últimos días. Y detrás de él corría Elisabet. También a ella le resultaba ahora más difícil avanzar, pero el cordero tenía cuatro patas que se hundían en la nieve y ella sólo dos.

Los gritos de su madre hacía tiempo que se habían ahogado con los ruidos de la calle, y pronto ni siquiera oiría éstos.

Joakim levantó la vista del papelito que había caído del calendario mágico. Lo que había leído era tan extraño que le dejó boquiabierto.

Siempre le habían encantado los secretos. Ahora se acordó del cofrecillo con llave que su abuela le había traído de Polonia. Metió el papelito, lo cerró con llave y la guardó debajo de la almohada.

Cuando sus padres se despertaron y fueron a mirar la ventanita del calendario no vieron más que la imagen del cordero en los grandes almacenes.

—¿Te acuerdas? —preguntó la madre, mirando al padre—. Exactamente como cuando éramos pequeños.

El padre asintió:

—Y podíamos usar la imaginación y soñar. Era mucho mejor que esas figuras alemanas de plástico que antes o después son devoradas por la aspiradora.

Joakim se reía para sus adentros. Sólo él sabía que el calendario había contenido un misterioso papelito.

Durante el resto del día, Joakim no podía dejar de preguntarse si Elisabet conseguiría alcanzar al corderito y acariciarlo. ¿Lo sabría al día siguiente?

En ese caso habría otro papelito, ¿no?