Palizas y ayuda para hacer los deberes

Recibí muchas palizas de niño, pero nunca de mis padres.

Creo que el hecho de que mis padres no me pegaran se debía a que estaban divorciados. Como no vivían en la misma casa, nunca conseguían ponerse de acuerdo sobre cuándo merecía un castigo. Mi madre sabía muy bien que si se portaba mal conmigo, mi padre sería el primero en enterarse. Alguna vez yo llamaba a mi padre con el fin de pedirle permiso para quedarme levantado una hora o dos más de lo que me dejaba mi madre. Él siempre me apoyaba cuando comprendía que, a la vez que podía hacerme feliz a mí, podía irritar a mi madre. Así yo me aprovechaba a tope. También llamaba a mi padre cuando necesitaba más dinero del que mi madre me daba. Él nunca se enfadaba. Sólo me veía una vez por semana. A los dos nos pareció suficiente.

Fueron los chicos del colegio los que me propinaron las palizas, lo cual no era para presumir, porque yo no era ni grande ni fuerte. Me llamaban Petter el Araña. De pequeño visité el Museo Geológico con mi madre, y allí vimos un trozo de ámbar en cuyo interior había una araña de hacía muchos millones de años, y en una ocasión hablé en clase de esa araña. Acabábamos de estudiar la lección sobre la electricidad y expliqué a la clase que la palabra «electricidad» provenía de la palabra griega para «ámbar». Desde ese día, todos me llamaron Petter el Araña.

Aunque era bajito, era muy fanfarrón, por eso me ganaba tantas palizas. Era especialmente elocuente cuando había adultos cerca, por ejemplo al subir a un autobús o al abrir la puerta para meterme en el portal. A veces estaba tan inspirado que no pensaba mucho en las consecuencias. No se me daba muy bien eso que hoy en día llamamos planificación a largo plazo, nunca me paraba a calcular si merecía la pena correr el riesgo, ya que de todos modos iba a volver a ver a los chicos y no siempre había un adulto cerca.

Yo era mucho más hábil que mis coetáneos dando explicaciones, y también mucho mejor contando historias. Me resultaba más fácil expresarme que a muchos de los que iban tres o cuatro cursos por delante de mí. Por eso me gané muchos moratones. En aquellos tiempos se daba poca importancia a la libertad de expresión. Habíamos aprendido un montón sobre los derechos humanos en el colegio, pero nunca nos recordaron que la libertad de expresión también rige sin límites para los niños y entre los niños.

Una vez, Ragnar me envió derecho al gran tendedero que había en el patio de nuestro bloque y me hice una brecha en la cabeza. Cuando empecé a sangrar, tuve valor para decir muchas cosas que en otras circunstancias me hubiera guardado para mí. Hice públicas algunas verdades espectaculares sobre la familia de Ragnar, como que su padre siempre se estaba emborrachando con vagabundos e indigentes. Podría haberse defendido con palabras, pero Ragnar no era muy hábil hablando y se limitó a mirar cómo sangraba. Entonces le acusé de cobarde por no atreverse a callarme la boca, y dije que no se atrevía porque todo lo que había dicho era la pura verdad. Luego añadí que una vez le había visto comer caca de perro, y que su madre tenía que lavarlo como a un bebé porque se meaba y ensuciaba los pantalones. Dije que todo el mundo sabía que su madre compraba pañales en la tienda, compraba tantos que le hacían un descuento. Mi cabeza seguía chorreando sangre. Cuatro o cinco chicos me miraban con gran respeto. Me toqué y noté que tenía el pelo empapado. Sentí escalofríos. Dije que toda nuestra calle sabía que el padre de Ragnar era un paleto. Y también que sabía por qué se había venido a vivir a la ciudad. Era un secreto que Ragnar tal vez no conociera, pero yo podía contárselo. Su padre había tenido que huir a la ciudad porque la policía lo había arrestado. El motivo del arresto era que follaba con las ovejas. Tanto follaba con las ovejas, dije, que muchas enfermaron, y una de ellas murió. Esas cosas no están muy bien vistas, expliqué, ni siquiera en la región de Hadeland, de donde era su padre. Después de esa última información, todos se largaron, no sé si debido a lo de las ovejas de Hadeland o a la sangre que me salía de la cabeza, pues había un enorme charco a mis pies sobre el asfalto. Me sorprendió mucho que la sangre de la cabeza fuera tan densa y espesa, me la imaginaba de un color más claro y un poco más fluida que la de otras partes. Por unos instantes fijé la mirada en un cartel luminoso que había sobre la entrada del sótano. En grandes letras verdes ponía REFUGIO. Intenté leer la palabra al revés, pero las letras verdes me mareaban. De repente, El Metro vino disparado por la esquina, yo ya le llevaba cabeza y media de altura. Levantó la vista y me miró estupefacto, señaló mi cabeza con su bastón de bambú y exclamó: «¡Pero bueno! ¿Y ahora qué hacemos?».

Me daba vergüenza volver a casa, porque sabía que a mi madre no le gustaba ver sangre, sobre todo si se trataba de la mía, pero no tenía elección. En cuanto me vio, me enrolló con varias toallas de hilo la cabeza y parecía un moro. Fuimos en un taxi a Urgencias. Tuvieron que darme doce puntos. El médico dijo que era el récord de aquel día. Luego volvimos a casa a comer crepes.

Lo que acabo de relatar es realidad recordada. Sigo teniendo una ancha cicatriz justo donde empieza el pelo, encima del ojo izquierdo. No es la única cicatriz que me queda de cuando era pequeño, tengo varios rasgos distintivos. Por lo menos ahora ya no te ponen estas cosas en el pasaporte.

Como es natural, mi madre quiso saber qué había sucedido. Le dije que me había pegado con un desconocido porque me había dicho que mi padre era un follador de ovejas. Por una vez mi madre se apiadó de mi padre. Casi siempre era la primera en hablar mal de él, pero había un límite. Creo que consideró muy positivo que yo defendiera el honor de mi progenitor. Su único comentario fue: «Entiendo que te enfadaras». Y yo estuve totalmente de acuerdo.

Nunca fui un chivato. Chivarse equivalía a copiar acontecimientos reales. Resultaba demasiado trivial. Chivarse y pegar era algo propio de los que no sabían expresarse verbalmente.

Conforme nos iban poniendo más deberes en el colegio, recibía menos palizas, pues empecé a ayudar a los demás alumnos de la clase con los deberes. No es que me sentara con ellos a hacerlos, eso nunca, pues habría resultado muy aburrido. Además, tenía siempre miedo de hacer amigos. Pero, cada vez con mayor frecuencia, primero hacía mis deberes y, al acabar, los hacía de nuevo una o dos veces. Esos trabajos duplicados los regalaba o los vendía por una chocolatina o un helado a otros de la clase.

Solían dejarnos elegir entre tres temas diferentes de redacción. Si por ejemplo había escrito sobre «Algo parecido a un cuento», me entraban ganas de escribir también sobre el que llevaba por título «Cuando se fue la luz», pero como sólo se me permitía entregar una redacción, regalaba la otra a Tore o a Ragnar.

Fue una buena idea la de regalar redacciones a Tore y Ragnar, porque así dejaron de darme palizas, aunque no creo que fuera por agradecimiento, sino más bien por temor a que me chivara de que les había hecho las redacciones. Por mi parte, no habría tenido ningún problema en decírselo al profesor. Yo no tenía la culpa de que sólo se nos permitiera entregar una. Tampoco era yo el que entregaba los trabajos de Tore y Ragnar, porque evidentemente ellos mismos pasaban a limpio las redacciones. Faltaría más.

Jamás iba por ahí exhibiendo esos trabajos extraordinarios, pero, poco a poco, los chicos empezaron a acercarse a preguntar si les vendía alguna ayudita. De esa forma surgieron los negocios. No siempre tenía que ser a cambio de dinero o chocolate, había muy distintas formas de devolver los favores. A veces bastaba la promesa de pronunciar un par de palabras obscenas en la clase de manualidades, o de colocar una bola de nieve en la silla del profesor. Recuerdo que ese tipo de ayuda con los deberes duró incluso hasta la época en que un trabajo escolar podía venderse por la promesa de un chico de la clase de tirar del tirante del sujetador de alguna de las chicas que ya habían comenzado a usar esa prenda, y que no eran, dicho sea de paso, las más agraciadas. Si ese tipo de devolución de favores no se cumplía, los implicados sabían que estaban en peligro, pues significaba que me vería obligado a decir al profesor que había ayudado a Øivind o a Hans Olav con los deberes.

Ese tipo de ayuda no se limitaba a la asignatura de lengua. También ofrecía mis servicios para trabajos de geografía, religión, ciencias naturales o matemáticas. Lo único que había que cuidar era que no se parecieran demasiado a los que yo entregaba. Primero hacía mis ejercicios de matemáticas sin ningún fallo y luego no tardaba nada en elaborar un par de ejercicios más, pero con la obligación de cometer un número adecuado de fallos en cada uno. Sería demasiado improbable que Tore entregara unos deberes perfectos. Se contentaba con un notable alto, así que yo tenía que hacer unos ejercicios que merecieran esa calificación. Si otro aspiraba a la misma nota, yo tenía que elaborarlos para el mismo nivel pero, claro, con otros fallos.

También confeccionaba a menudo trabajos para aprobado o aprobado alto. Tampoco en ese nivel me faltaba mercado. Comprendía muy bien que a Arne y a Lisbeth no les diera la gana hacer los deberes, porque el premio jamás sobrepasaba el aprobado hicieran lo que hicieran. Y sin embargo, nunca cobré por los trabajos de aprobado bajo. Algún límite tenía que poner. Para mí era premio suficiente el confeccionarlos. Sobre todo, me gustaba mucho hacer trabajos con un gran número de errores, pues requerían más imaginación que los perfectos.

Cuando realmente necesitaba dinero, en esas raras ocasiones en que mis padres se hablaban y los dos se negaban a darme algo más de la paga normal, a veces me desprendía de algún sobresaliente. Incluso creo que una vez llegué a entregar una prueba de geografía de matrícula de honor a Hege, que hacía baile de salón y participaba en concursos. Estaba muy ocupada ensayando para uno de cha-cha-chá y samba. En esas ocasiones, solía cometer uno o dos pequeños errores en mi propio trabajo para optar sólo a un sobresaliente bajo y no solapar del todo el otro. Entonces el profesor ponía «¿Te has distraído, Petter?» o algo por el estilo. Era divertido. Ya a principios de los sesenta, algunos profesores habían introducido lo que más adelante se llamaría «puntuación individualizada». Era un comentario individualizado sostener que un trabajo merecedor de sobresaliente bajo fuera «distraído». Si hubiera sido el trabajo de Lisbeth, habría escrito «¡Enhorabuena, Lisbeth! ¡Buen trabajo!». El profesor no sabía que me había equivocado aposta y que había hecho trampas para conseguir una nota más baja.

Al final, Hege tuvo que leer su maravilloso trabajo de geografía en voz alta delante de toda la clase. No se lo esperaba, pero el profesor le pidió que subiera inmediatamente al estrado y se sentara en su silla. Él se sentó en el pupitre de ella, que estaba junto al mío. Yo me sentaba en el tercer pupitre, en la fila del centro, y Hege se sentaba a mi derecha. Hege empezó a leer en voz alta, era de las mejores de la clase en lectura, pero esta vez leía en voz tan baja que el profesor tuvo que decirle que elevara el volumen. Hege lo elevó, pero al cabo de un rato la voz se le quebró y tuvo que empezar de nuevo. Me miró varias veces, y una de ellas le hice una discreta señal con el dedo índice de la mano izquierda. Al terminar la lectura, el profesor empezó a aplaudir no por la lectura en sí, sino por el contenido de lo que había leído, y entonces yo también me puse a aplaudir. Cuando Hege bajó del estrado, pregunté al profesor si había tiempo para que Hege nos bailara un cha-cha-chá, pero el profesor contestó alegremente que lo dejáramos para otra ocasión. Hege parecía querer hacerme una mueca, pero no se atrevió. Tal vez tuviera miedo de que yo de repente la despojara del honor, proclamando en voz alta que había sido yo quien había tenido la cortesía de ayudarla con los deberes, porque ella estaba ensayando para un concurso de baile. Nunca ocurriría, porque Hege siempre había cumplido puntualmente lo acordado entre nosotros, y ya me había dado dos coronas con cincuenta. Pero ese hecho no pareció tranquilizarla, pues no era consciente de lo normal que era que yo ayudara a los chicos de clase con los deberes. No era la primera vez que escuchaba una de mis obras leída por otro. No me disgustaba, al contrario, disfrutaba mucho con ello. Yo era el buen ayudante, me responsabilizaba de todos mis compañeros.

Hege empezó también el instituto en la misma clase que yo, y en primero hicimos una apuesta muy divertida. A la profesora Laila Nipen le había tocado un montón de dinero en la lotería, y se compró un flamante Fiat 500. Se me ocurrió sugerir que entre unos cuantos podríamos meter el minúsculo vehículo por las anchas puertas dobles del edificio del colegio y colocarlo en el aula magna. A Hege le pareció una buena idea, pero no creyó que nos atreveríamos a hacer algo tan arriesgado. Aproveché la ocasión para sugerirle que hiciera la solemne promesa de ir conmigo a dar un romántico paseo por el bosque si el Fiat de Laila se encontraba en el aula antes de acabar la semana. En caso contrario, me comprometía a hacerle los deberes de matemáticas durante un mes. Unos días después, el coche estaba en el aula magna. La operación entera había durado diez minutos, se llevó a cabo durante un recreo mientras se celebraba un claustro de profesores. Incluso tuvimos la sangre fría suficiente para atar un lazo azul de seda alrededor del minicoche rojo para que pareciera un verdadero premio de lotería. Por parte del colegio, jamás se descubrió quién estaba detrás de esa pequeña travesura, pero Hege tuvo que ir conmigo a dar un paseo por el bosque. No intentó eludir la evidente segunda lectura de paseo «romántico» por el bosque. Hege no era tonta, y sabía lo astuto que yo podía llegar a ser. Y, al fin y al cabo, había participado por ella en el transporte de un coche al aula magna del colegio. Además, creo que yo le gustaba. Nos metimos en un cobertizo cerca de la colina de Linderud. Fue la primera vez que estuve con una chica desnuda. Sólo teníamos 14 años, pero ella estaba totalmente desarrollada. Me pareció la cosa más maravillosa que había tocado jamás.

A veces también ayudaba a los profesores. Les proponía divertidos temas de redacción y otro tipo de deberes para casa. En alguna ocasión, me ofrecí a ayudar al profesor de matemáticas a corregir los ejercicios de la clase. Otras veces les pedía que precisaran o profundizaran más sobre algo que habían explicado en clase. Si habíamos estudiado un tema sobre la historia de los egipcios, por ejemplo, pedía al profesor que nos hablara de la piedra Roseta. De no ser por esa piedra, los investigadores no habrían podido descifrar los jeroglíficos, le expliqué, y en ese caso no sabríamos gran cosa de cómo pensaban los antiguos egipcios. Cuando el profesor nos explicó la lección sobre Copérnico, le pedí que nos hablara también de Kepler y Newton, porque era bien sabido que Copérnico no acertó en todas sus suposiciones.

Yo era ya bastante leído a los 11 o 12 años, pues en casa teníamos tanto la enciclopedia de Aschehoug como la de Salomonsen, en total cuarenta y tres volúmenes. Tenía tres modos diferentes de aproximarme a una enciclopedia, dependiendo de mi estado de ánimo: unas veces buscaba artículos sobre un tema determinado, por regla general relacionado con algo sobre lo cual llevaba tiempo meditando; otras veces, me ponía a leer durante horas cualquier tomo de la enciclopedia, totalmente al azar, y otras me daba por estudiar un volumen entero, de la primera a la última página, por ejemplo el volumen número 12 de la enciclopedia de la editorial Aschehoug, de kvarn a madeira, o el volumen XVIII de Salomonsen, desde Nordlandsbaad a Perleøerne. Mi madre tenía además en las estanterías del salón varias decenas de libros interesantes. Me atraían sobre todo las obras que recogían todo el saber sobre un tema determinado, como El mundo del arte, El mundo de la música, El cuerpo humano, Historia de la literatura mundial, Historia de la literatura noruega o el Diccionario etimológico de los idiomas noruego y danés. Cuando tenía 12 años, mi madre compró Mi vida, de Charles Chaplin, y aunque no era muy objetivo, se convirtió en una especie de enciclopedia para mí. Mi madre siempre me daba la lata con que tenía que volver a colocar los libros en su sitio, y un buen día me prohibió tener más de cuatro libros a la vez en mi habitación. Si no puedes leer más que un libro al mismo tiempo, decía. Ella no entendía que lo divertido a veces era precisamente eso, comparar lo que en los distintos libros ponía sobre un mismo tema. Me temo que mi madre no tenía mucha idea de lo que yo llamaría hacer un uso crítico de las fuentes.

Aprovechando que en la clase de religión habíamos estado hablando de los profetas, le pedí al profesor que abriese la Biblia por el profeta Isaías, capítulo 7, versículo 14. Quise que explicara a la clase la diferencia entre una «virgen» y «una mujer joven». Pues ¿sabía el profesor que la palabra hebrea para «virgen» en este versículo en realidad sólo significa «mujer joven»? Eso era algo que yo, de pura casualidad, había leído en la enciclopedia de Salomonsen. Por otra parte dije que Mateo y Lucas seguramente no se habían estudiado lo bastante el texto original hebreo. Tal vez se habían contentado con la traducción griega, llamada Septuaginta, que me parecía un nombre muy divertido. Septuaginta era «número 70» en latín, y ése fue el nombre que recibió la primera traducción griega del Antiguo Testamento, porque fue elaborada por setenta judíos eruditos en setenta días. Todo eso le dije al profesor.

El profesor no recibía siempre con el mismo entusiasmo esos complementos míos a sus explicaciones, aunque siempre me cuidaba mucho de no corregirle cuando decía algo claramente equivocado. Cuando me atreví a atacar el dogma de la Inmaculada Concepción, haciendo referencia a algo que yo entendía como un lapsus de traducción en la Septuaginta, él aludió a su compromiso con la enseñanza de la Iglesia y las normas del Ministerio de Educación. También intentó hacerme callar cuando señalé algo tan inocente como que la actividad pública de Jesucristo se desarrolló durante un período de tres años, según el evangelio de san Juan, pero sólo de uno según los demás evangelistas.

Durante las clases de fisiología me parecía penoso que el profesor usara el término «colita» para referirse a una determinada parte del cuerpo masculino, al menos en relación con la procreación. Dije que la palabra «colita» estaba anticuada, especialmente cuando se trataba de sexualidad. «¿Entonces qué palabra debo emplear, en tu opinión?», preguntó el profesor. Era un tipo muy comprensivo, aparte de ser un hombre grande y fuerte, de casi dos metros de altura. Pero entonces estaba desconcertado. Ni idea, contesté, pero tendría que buscar otra. No obstante, procure evitar el latín, añadí.

Nunca daba ese tipo de consejos a los profesores en clase. No se trataba de mostrar a los demás que sabía más que ellos, o incluso en algunas ocasiones más que el profesor. Siempre daba esos amables consejos al profesor al entrar o salir de clase. No lo hacía para impresionarle, y tampoco para mostrarme más interesado por el trabajo escolar de lo que en realidad estaba. Más bien al contrario, pues algunas veces fingía un interés menor del que realmente tenía, pues así resultaba mucho más divertido. ¿Era entonces por pura bondad? No, tampoco.

De vez en cuando daba algunos buenos consejos al profesor porque me resultaba divertido observar sus reacciones. Me gustaba ver actuar a las personas. Me gustaba verlos bailar el baile de la vida.