Tos peligrosa

Solveig no comía bombones, aunque de vez en cuando se tomaba una chocolatina con el café, antes y después de las reuniones de la asociación misionera. No pocas veces se permitía una tableta entera de mazapán cubierto de chocolate para el desayuno. Y mientras canturreando hacía las faenas de la casa, no paraba de chupar caramelitos y pastillas. No estaba delgada, pero no comía bombones.

Podrían contener eso que llaman jerez o alcohol, o esos otros licores que te dejan la cabeza confusa y te hacen pecar. Más valía tener cuidado. Había oído decir que incluso el vino de misa podía contener alcohol, hasta en la sangre de Cristo. Varias veces se había dirigido al despacho del pastor, detrás de la sacristía de la iglesia misionera, con el fin de asegurarse de que no había licor o vino dulce en el vino de misa. Se veía obligada a preguntar, porque le parecía que el vino de misa sabía muy bien.

Pertenecía a una familia de pecadores. Incluso en la tienda de la esquina vendían cerveza. Había pensado en comprarles todo el stock con sus ahorros y tirarlo al arroyo, pues de todos modos allí era donde acababa el alcohol. Pero ella sola era demasiado insignificante para derribar todas las mesas. Charlaba siempre de eso con Jesús y con su periquito.

De vez en cuando, Solveig leía su historia favorita de la Biblia, el Éxodo, sobre los milagros obrados por el Señor en Egipto. Sonreía y se golpeaba los muslos cada vez que el Dios de Israel enviaba uno de sus castigos al pueblo de pecadores. El que más le gustaba era aquel relato sobre cuando el Señor endureció el corazón del faraón y convirtió todo el polvo de la tierra en mosquitos que se pegaban a personas y animales. Y si seguía hojeando, llegaba al milagro de las aguas, cuando Moisés, Aarón y todos los demás eran seguidos por un ángel de Dios a través del mar, mientras los inútiles egipcios se ahogaban uno a uno. Ninguno salvó la vida, ponía en la Biblia. Ella se los imaginaba a todos muertos, diseminados por la playa. ¿Pero por qué no enviaba el Señor también hoy en día a sus ángeles para que pusieran orden en las tiendas de la tierra? Ésa era una de las cosas que no entendía.

Luego llegaban el otoño y las toses. De nada servía el zumo caliente de arándanos, ni el té con miel. Necesitaba algo más fuerte. Así se explicó con todo lujo de detalles en la farmacia. Le dieron un frasco del Jarabe Pectoral de Bergen. Qué curioso, pensaba Solveig, que esa ciudad produjera su propio jarabe.

Al llegar a casa se apresuró a abrir el pequeño frasco y se tomó una cucharada grande. Sabía fuerte y extraño, pero era importante tratar bien al cuerpo. También es un templo de Dios, le explicó aquella misma noche a su periquito.

Se tomó otra cucharada, y otra más. Era una medicina milagrosa. Después de la sexta cucharada, la tos había desaparecido. Pero más valía asegurarse, pues tenía una larga noche por delante. Una séptima y una octava cucharada buscaron el camino hacia su boca, y su boca no protestaba. Sólo quedaba una pizca en el frasco. Se lo acercó a la boca y se bebió el resto. Mal no podía hacerle. Lo había comprado en la farmacia.

Aquella noche, Solveig tuvo muchos sueños extraños antes de dormirse. La medicina había surtido efecto. Tal vez fuera la respuesta a sus oraciones, al menos eso pensaba. Porque los últimos días había incluido la tos en sus oraciones de la noche. Hoy, no obstante, estuvo a punto de dormirse antes de rezar. Así era como Satanás podía tentar incluso al hijo más piadoso de Dios.

A la mañana siguiente se despertó feliz y excitada. Aún más feliz se puso cuando tosió tres veces seguidas justo después del desayuno. De manera que se encaminó de nuevo a la farmacia. Esta vez pidió dos frascos de jarabe a la amable señora de detrás del mostrador. No sabía cuánto tiempo le duraría esa tos tan mala. Más valía tener algo en casa.

—Lo siento, pero no puede usted comprar más de un frasco cada vez —dijo la señora. Qué curioso, pensó Solveig, parece que han vuelto a introducir el racionamiento. ¡Y de jarabes! Ojalá hubiera sido de tabaco y alcohol…

Pero en Bergen había más farmacias. Solveig atravesó a toda prisa la ciudad hasta llegar a la farmacia El León y compró otro frasco.

Orgullosa y digna como una reina, volvió a su casa y metió el frasco en la nevera.

No se tomaría el jarabe enseguida, sería mejor guardarlo hasta la noche. Pero durante toda la tarde estuvo entrando y saliendo de la cocina sólo para abrir el frasco y oler su contenido. Olía a incienso y mirra.

Si ella hubiera sido uno de los Reyes Magos, habría regalado jarabe al Niño Jesús. Porque Jesús había compartido la condición humana. También a él le había dolido la garganta… No estaba muy de acuerdo con ella misma en este punto. La Virgen María habría cuidado muy bien al Niño Jesús para que no se enfriara.

Llegó la noche. Se puso un bonito vestido en honor a esos dos pequeños de la nevera. Y no esperó mucho para echar unas gotas de jarabe en una taza de café y sentarse delante de la jaula del periquito, su mejor amigo después de Cristo.

Esa noche fue muy aplicada y se tomó gran cantidad de medicina. Primero una tacita y luego otra. Y otra más. Intentó hojear el misal, pero no consiguió concentrarse. De repente había muchas letras y palabras extrañas. A decir verdad, no llegó más que a las letras. La simple A, con sus piernas abiertas, resultaba tan divertida que le produjo risa. También la A había sido creada por el Señor, el Dios de Israel. Fue la primera letra que Él creó, la letra de Adán. Luego creó todo el alfabeto, hasta la letra Å[*], que era como una A con una aureola encima.

Cuando se despertó a la mañana siguiente había dos frascos de jarabe vacíos debajo del banco de la cocina.

Era una vida nueva.

Por alguna razón a veces se sentía avergonzada por sus constantes visitas a la farmacia. Resultaba un poco incómodo tener una tos tan mala durante tanto tiempo.

Intentaba ocultar su auténtico propósito comprando tiritas, un frasco de vitaminas o un paquete de chicles, antes de pedir los pequeños frascos marrones.

Pero descubrió que había muchas farmacias en la ciudad de Bergen…

Solveig empezó a dar una vuelta diaria. Llegaba a meter hasta tres o cuatro frascos de jarabe para la tos en su bolso antes de volver a casa con su periquito. Había oído la expresión «cuidar un catarro». Ella era cada noche paciente y cuidadora a la vez.

Por fin una mañana tuvo que admitir que estaba curada de todo lo que podía llamarse catarro. Aunque quisiera, no lograba toser. Carraspeaba y producía un montón de ruidos, pero la tos había desaparecido por completo. El periquito se reía de sus intentos. Pero aún le quedaban un par de frascos en la nevera. Y al llegar la noche se fue de puntillas hasta la cocina sin que el periquito la viera y sacó un frasco, como si quisiera poner orden después de los esfuerzos del otoño. Cuando lo hubo vaciado, sólo quedaba un frasco, y también se lo tomó.

A la mañana siguiente había nieve en las calles, y Solveig notó un atisbo de dolor de cabeza.

¡Qué deprisa habían transcurrido últimamente los días! Ya estaban en Adviento y se acercaba la Navidad.

A pesar de los catarros y la tos, Solveig pensó que había sido un buen otoño. Era como si un invisible par de alas de ángel la hubiesen llevado a través de los últimos meses. Al mismo tiempo sintió un pequeño pinchazo de miedo por lo que se avecinaba.

Tenía ya un nuevo amigo. Hasta entonces sólo habían sido el periquito y el misal. Ahora también tenía el jarabe, o el «bálsamo pectoral», que era una expresión más bonita.

En una ocasión, cuarenta o cincuenta años atrás, Solveig se había enamorado. Lo recordaba como si hubiera sido el día anterior, aquel enamoramiento aún permanecía en su interior. Así había sido este último otoño. Con la ansiedad de la enamorada metida en el cuerpo, había hecho sus compras diarias y luego esperado con ilusión que pasara la tarde delante de la jaula del periquito.

Por lo demás, ninguna novedad. Solveig seguía sin comer bombones. Por cierto, tampoco comía ya casi chocolate ni caramelos. Pero seguía teniendo un primo que bebía cerveza negra con la comida los domingos. Y seguía siendo difícil comprar queso y leche sin ver aquellas horribles botellas.

Las botellas marrones de cerveza siempre le habían parecido especialmente feas, aunque en los últimos tiempos se había familiarizado más con el color del cristal. El pecado no estaba en el color.

En la asociación misionera le habían dicho que tenía muy buen aspecto, que parecía feliz y contenta. Pero se guardaba para ella el secreto del jarabe. No iba a traicionar la confianza de un amigo. ¿Qué pasaría si toda la asociación misionera empezara a frecuentar la farmacia con el fin de comprar jarabe contra la tos?

El catarro de Solveig llegó a su fin, de la misma manera que la propia vida un día llega a su fin. El primer día sin bálsamo pectoral transcurrió sin problemas. El segundo día, no tanto. Y el tercer día se encontró de nuevo ante el mostrador de la farmacia El Cisne.

—¿Y bien… señorita Andersen?

Compró un paquete de chicles y un frasco de bálsamo pectoral. Luego se apresuró hasta La Estrella del Norte y compró otro. Y a continuación fue hasta El Águila, en la calle Rasmus Meyer.

Un poco de jarabe también sería eficaz contra la tos que podía llegar al día siguiente o a media mañana del siguiente si ella no se cuidaba y no tomaba su medicina. Llevaba ya tres días sin cuidarse, pero ahora se bebió uno de los frascos ya en el camino hacia su casa.

Se permitió un café y un bollo en el Reimers. Y ninguno de los hombres ocultos tras sus periódicos se fijó en que ella cumplía con su deber. Con un ágil gesto de la mano, abrió su bolso negro y acabó con el frasco número uno. No porque estuviera obligada a ello, sino para cuidarse en salud (nunca mejor dicho).

Se sintió inmediatamente mejor, luego se fue corriendo a casa para estar con su periquito.

—Dulidulidu, mi chiquitín —gorjeó al introducir la llave en la cerradura—. ¡Aquí llega tu mamá!

Luego se tomó un frasco, y otro más. Así transcurrían los días.

Pronto tocaría a María y José empadronarse. En honor a todos los reyes magos de la calle en la que vivía, Solveig colgó la estrella de Belén en la ventana e hizo siete clases de pastas navideñas.

Las Navidades de Solveig duraron hasta Semana Santa. Para entonces, el Niño Jesús ya se había hecho un hombre adulto con túnica y sandalias. Un viernes, a finales de marzo, ella tomó parte en su crucifixión, como es la costumbre. Para este solemne acto, Solveig había guardado una caja entera de pastas. El domingo bien temprano, él resucitó, tal y como se lo había prometido a ella durante el año litúrgico. Ella, por su parte, se levantó unas horas más tarde. Para entonces todo el dolor había terminado. El pequeño malestar que aún quedaba, lo ahogó con jarabe para la tos.

El secreto enamoramiento duró toda la vida. Ni un solo día la abandonó su amado. Con mano amorosa —y no sin el fragor del deseo—, Solveig agarraba cada vez con más fuerza el frasco.

A veces le resultaba un poco triste deshacerse de los envases vacíos. Pero al menos todos los frascos eran iguales, idénticos como gemelos, por lo que ella los consideraba a todos una sola persona.

Solveig, que hasta entonces no había tenido precisamente una vida muy atareada, siempre tenía ahora algo que hacer. Todos los días daba su vuelta por la ciudad, lo que le permitía encontrarse con mucha gente a la que sonreía y saludaba con mucha confianza. También había aprendido a dirigirse a dependientas diferentes en todas las farmacias que frecuentaba, elaborando así un esquema que seguir.

Por las noches, soñaba a veces que los frasquitos eran niños huérfanos a los que el basurero acompañaba de vuelta a la farmacia después de que ella los hubiera despedido uno a uno con un beso.

Antes de que brotaran los árboles, la dosis había aumentado a cuatro o cinco frascos diarios. Pero todavía su bolso de mano podía contener todo lo que necesitaba para mantener una buena conversación con el periquito.

Gracias al jarabe nunca le dolía la garganta. Era tanto innecesario como insensato beber cerveza con la comida, si tomando jarabe se podían evitar los males de garganta.

De repente, llegó el punto de inflexión. Un día, el jarabe sólo sabía a jarabe, del mismo modo que el café sabe a café y los caramelos a caramelos. Algo había desaparecido. Solveig no sabía qué era, pero ese punto dorado y seductor con el que su amigo secreto había paliado su soledad había desaparecido.

Lo notó en el instante en que se llevó el frasco a la boca. De repente el frasco no era más que un frasco. Y el jarabe era jarabe y era jarabe.

Así ocurre cuando muere el amor. Aunque el tiempo fuera más templado y el sol estuviera más alto en el cielo, el humor de Solveig cayó por debajo de todo límite imaginable, y los días ya no eran maravillosos.

Tras días y semanas llenos de esperanza y promesas rotas, llegó el momento de la verdad, con todo lo que momentos así conllevan de dolor y humillación. Fue noticia de primera plana en Dagen, su periódico de siempre inspirado en el Verbo:

Solveig no había estado tomando jarabe, sino alcohol.

Hasta ahora, decía el artículo, el Jarabe Pectoral de Bergen había contenido más de un 20 por ciento de alcohol. Pero tras una insistente protesta, de, entre otros, su propia asociación misionera, dicho porcentaje había sido reducido al mínimo necesario.

De esa manera Satanás la había traicionado, pues Solveig no veía razón alguna para dudar de la noticia aparecida en el periódico. En su opinión, Dagen no era más que un anexo del Nuevo Testamento, un periódico escrito bajo la tutoría del Espíritu Santo.

Solveig sabía muy bien lo que era el tanto por ciento. Era algo muy feo y abominable. Era el signo del Animal, el sello de Satanás.

Aquella noche, Solveig soñó que era un discípulo. Era Jueves Santo y ella cenaba con Jesús y los discípulos en la asociación misionera. Ella era Judas Iscariote, y sabía que traicionaría al Niño Jesús por treinta frascos de jarabe. Luego de repente era san Pedro. Estaba en una roca, sola entre el cielo y la tierra, y tosió tres veces. En ese instante gorjeó el periquito, el pastor entró a la fuerza en el piso y apartó el misal.

A partir de aquel día Solveig comió bombones. A partir de ese día comía todos los domingos en casa de su primo. A partir de ese día ya no sólo compraba leche y nata en la tienda de comestibles. A partir de ese día ya no se vio más a Solveig en la asociación misionera.