La continencia

Floria Emilia

saluda a Aurelio Agustín,

obispo de Hipona

Me resulta curioso el saludarte con estos términos. Hace tiempo habría escrito sencillamente «a mi pequeño y divertido Aurelio». Pero han pasado más de diez años desde que por última vez me estrechaste entre tus brazos; mucho ha cambiado todo desde entonces.

Te escribo porque el sacerdote de Cartago me ha dado a leer tus confesiones. Piensa que tus libros pueden resultar edificantes para una mujer como yo. Durante muchos años he pertenecido a esta iglesia en calidad de catecúmena[1], pero no quiero recibir el bautismo, Aurelio. No me lo impide el Nazareno, tampoco los cuatro evangelios, pero no quiero ser bautizada.

En tu libro VI escribes: «Cuando por ser impedimento para mi matrimonio apartaron de mi lado a la mujer con quien compartía mi lecho, el corazón, rasgado por donde más unido a ella estaba, quedó llagado y manando sangre. Ella volvió a África haciéndote voto, Señor, de no volver a conocer a otro hombre y dejando en mi compañía al hijo natural que yo había tenido con ella»[2].

Me es grato que aún recuerdes los fuertes lazos que nos unían. Bien sabes que nuestra unión fue algo más que un común y fugaz concubinato, tan propio del hombre antes del matrimonio. Convivimos en fidelidad durante más de doce años y también nació nuestro hijo. No pocas veces la gente con la que nos topábamos nos tomaba por marido y mujer según la ley. A ti te gustaba, pues pienso que te hacía sentir orgulloso, aunque hay muchos maridos que se avergüenzan de sus mujeres. ¿Recuerdas cuando cruzamos juntos el Arno? De repente me detuviste poniendo tu mano sobre mi hombro. Y me dijiste algo, ¿lo recuerdas?

Repetidas veces escribes que omites muchas cosas y que otras las has olvidado. Así pues, perdóname si te ayudo a hacer memoria de algunas cuestiones importantes.

Es cierto que hice la promesa de no conocer a otro hombre, pero no se la hice a Dios. ¿Acaso no me pediste que te hiciera esa promesa a ti? Estoy segura de ello, porque fue mi único consuelo en el camino de regreso desde Milán. Todavía sentías algo, aunque fuera poco, por mí. Pensé que tal vez Mónica recapacitaría y podríamos volver a estar juntos, pues no se pide fidelidad a alguien a quien se rechaza por odio o por ira. Un poco más adelante escribes: «No se curaba aquella herida mía tras ser arrancado de la mujer con quien compartía mi vida sino que, después de elevada fiebre e intenso dolor, comenzaba a gangrenárseme»[3].

Los dos sabemos que no fui apartada de tu lado únicamente porque Mónica hubiera encontrado la muchacha adecuada, aunque ésa fuese la razón de Mónica, pues ella pensaba en el futuro de la familia. O quizá tuvo celos de mí. Me lo he preguntado muchas veces. Nunca olvidaré aquella primavera cuando llegó a Milán decidida a interponerse entre nosotros.

Entre los dos me apartasteis de tu camino, pero tu razón principal para hacerlo no fue ese matrimonio planeado, al menos existía también otra razón. Me repudiabas porque me amabas demasiado, dijiste. Lo natural es permanecer junto al ser querido, pero tú no lo hiciste porque habías comenzado ya a sentir desprecio por el amor carnal entre un hombre y una mujer. Pensabas que yo te ataba al mundo de los sentidos y que no tenías paz ni tranquilidad para concentrarte en la salvación de tu alma. Así, tampoco se llevó a cabo tu matrimonio. Que Dios prefiere que el hombre viva en celibato, escribes. Yo no tengo ninguna fe en un Dios así.

¡Qué infidelidad, Aurelio! ¡Qué gran traición cometiste al repudiarme! Y tu corazón, rasgado por donde más unido estabas a mí, quedó llagado y manando sangre. Lo mismo sucedió con mi corazón, si acaso a alguien le importa, porque éramos dos almas que fueron separadas violentamente, dos cuerpos, si quieres, o dos almas en un mismo cuerpo. Tu herida no se curaba sino que, después de una elevada fiebre y de un intenso dolor, comenzaba a gangrenarse. Pero te ibas haciendo más inmune al dolor. La causa era que amabas más la salvación de tu alma que a mí. ¡Qué tiempos aquéllos, honorable obispo, qué costumbres!

Acaso nunca hayas pensado que lo sucedido fue así. Al menos esto es lo que se aprecia en tus confesiones. ¿No se ve agravado el adulterio cuando se abandona a la amada para salvar el alma? Sería más fácil a una mujer que un hombre la abandonara para casarse con otra o bien por haber preferido otra amante. Pero no había otras mujeres en tu vida, simplemente amabas más la salvación de tu propia alma que a mí. A tu alma, que antaño encontrara reposo en mí, era a quien querías salvar. No había en ti deseo de casarte, no mientras me tuvieras a mí, decías. Ese matrimonio no era más que una obligación filial. Pero ni siquiera te casaste. Tu elegida no era de este mundo.

Y luego el hijo; ante Dios tú eras el padre carnal de Adeodato, pero yo era su madre. Yo lo llevé en mi vientre, yo lo amamanté porque 110 teníamos ama. Y escribes que yo dejé que se quedara contigo. Ninguna madre hace algo así por voluntad, ninguna abandona a su único hijo sin que le produzca el más profundo de los dolores. Pero sin ti a mi lado yo nada podía ya exigir; como sabes no tenía ninguna fortuna. ¿No fue por esto por lo que Mónica anhelaba saberte casado con alguien de posición elevada? Creo recordar que un griego decía que «La justicia sólo tiene lugar entre iguales»[4].

En el libro IX ruegas a Dios que atienda tus confesiones, incluso de los innumerables episodios que silencias. Entre esas omisiones está nuestro último encuentro; quizá sea esto a lo que te refieres pues ni una sola palabra aparece acerca de lo que hiciste en Roma durante ese año entero antes de regresar a tu casa en África. Si pienso en el gran empeño que pones en anotar tus confesiones, esta omisión me resulta, cuando menos, vergonzosa.

¿Qué piensas hoy de lo que sucedió en Roma? No comprendo cómo pudo ocurrimos a nosotros, Aurelio. Quizá en aquel miserable cuartucho en el Aventino dieron comienzo tus exámenes de conciencia. Alguien te diría que llegué bien a Ostia. Allí tuve la posibilidad de embarcarme de inmediato; el viaje por mar transcurrió sin problemas, a pesar de las circunstancias. Al menos llegué a Cartago, a casa. También tú en esa ocasión te encargaste del transporte. Por segunda vez se me devolvía a África como una mercancía. De eso hace mucho tiempo y mis heridas están ya cicatrizadas.

Desde que volví de Milán, hace ahora casi quince años, he estado siguiendo tus pasos. Aunque sería más acertado decir que he vuelto a recorrer nuestros viejos senderos de Cartago. Leí todo cuanto encontré sobre filosofía porque necesitaba averiguar qué había en esta disciplina, capaz de separar a unos amantes. Si te hubieras entregado a otra mujer, también habría deseado conocerla. Pero mi rival no era otra mujer a la que poder mirar con los ojos, sino un principio filosófico. Para entenderte mejor recorrí un trecho del camino que tú ya habías andado, ése es el motivo por el cual comencé a cultivar esta ciencia.

Mi rival no era sólo mi rival. Era la rival de todas las mujeres, era el ángel de la muerte del amor[5]. Tú te refieres a ella como Continencia y en el libro VIII escribes: «iba abriéndose paso la noble dignidad de la Continencia. Aparecía ante mí serena y sonriente, sin malicia. Recatada y delicadamente me invitaba a que me acercara a ella sin miedo, extendiendo sus piadosas manos hacia mí dispuestas a recibirme y abrazarme»[6].

Dices mucho con pocas palabras. Ni siquiera procuras ocultar la forma en que te dejaste seducir. No niego que mi corazón hervía de celos cuando leí esas palabras. ¿Acaso no te entregaste a mí de ese modo en nuestra ardiente juventud? ¿No te seduje yo «recatada y delicadamente»? Me siento tentada a decir, como Horacio, que cuando un necio quiere evitar cometer un error, incurre en el error contrario.

Empecé leyendo a Cicerón, como habías hecho tú. De él escribes en tu libro III: «hallaba mis delicias únicamente en aquella exhortación. Sus palabras eran un incentivo, una provocación, un revulsivo para que amara, buscara, alcanzara, conservara y abrazara no esta o aquella secta o escuela, sino la sabiduría misma»[7]. Esa sabiduría, Aurelio, es la que me ha impulsado a leer a los filósofos y a los grandes poetas. He leído también los cuatro evangelios. Desde que nos separaron, he consagrado mi vida a la Verdad[8], del mismo modo que tú te entregaste a la Continencia. Sigues siéndome muy querido, aunque debo añadir que hoy la Verdad me es más querida[9]. Ahora soy considerada una mujer erudita y se me permite instruir a otros aquí en Cartago. ¿No te resulta curioso que sea ahora yo quien enseñe Retórica? Aunque quizá has perdido tu sentido del humor, pues tus confesiones no dejan entrever mucha ironía. Era diferente cuando estábamos juntos. Bromeábamos y nos reíamos desde la puesta del sol hasta el amanecer. Quizá hoy digas que el humor es sinónimo de «sensualidad» y de «avidez de placeres».

Sin embargo, te doy las gracias por tus libros. Ninguna otra obra[10] me ha explicado mejor por qué me abandonaste para esperar a que una muchacha de 11 años estuviera preparada para el matrimonio, y por qué luego elegiste adorar a esa diosa a quien llamas Continencia. Te agradezco el que escribas con tanta sinceridad. Pero el que tu memoria se eclipse es algo bien diferente y es una de las razones que me mueven a escribirte. Tácito ha dicho que a la mujer conviene llorar las pérdidas y al hombre recordarlas. ¡Pero tú ni siquiera recuerdas!

Ante mí tengo tres cartas. Una me la enviaste desde Milán, nada más haber decidido no casarte. Eso sucedió pocos meses después de mi partida. Recibí luego la carta que me escribiste desde Ostia, cuando Mónica murió. Qué conmovedor que dejaras a Adeodato escribir un pequeño saludo a su madre. Un par de años más tarde volví a recibir noticias tuyas. Fue cuando la muerte te arrebató al pobre niño. ¿Te vio alguien llorar en aquella ocasión? Confío en que no pienses que el niño murió porque fue concebido en pecado. Si lo dudo es debido a algo que has escrito en el libro IX, donde hablas de Adeodato como «fruto de mi pecado», aunque luego añades: «Tú, Señor, le habías hecho bueno»[11]. Escribes que no tenías más parte en ese muchacho salvo tu pecado. ¡Deberías sentir vergüenza, tú que le diste por nombre Adeodato! No creas que el Señor le apartó de tu camino por ayudarte en tu carrera sacerdotal y episcopal. ¡Dios tenga piedad de tus errores!

Es la muerte de un hijo, Aurelio. Deberías haber acudido a mí para que los dos la hubiéramos llorado juntos. Aún no habías sido ordenado sacerdote, no tenías ningún compromiso y Adeodato era nuestro único hijo. ¿Acaso estabas tan avergonzado por lo que sucedió en Roma que no tuviste el valor de encontrarte conmigo? ¿O quizá tenías miedo de que volviera a ocurrir lo mismo?

No entiendo por qué te cuesta tanto llorar. Es tu libro IX, Aurelio, quien lo dice. ¿En verdad opinas que es demasiado carnal mostrar dolor? ¡Ni siquiera permitiste que tu propio hijo derramara lágrimas al despedirse de su abuela paterna! Pero yo pienso que es más «carnal» reprimir el llanto, pues si no nos permitimos llorar, el dolor nos quedará dentro como una pesada carga. ¡Que el niño descanse en paz!

Relatas en tu libro V el viaje de Cartago a Roma: «mi madre lloró amargamente mi partida y me acompañó hasta la orilla del mar. Pero yo la engañé cuando estaba firmemente asida a mí, tratando de convencerme de que desistiera de mi propósito o bien le permitiera ir en mi compañía»[12]. La engañamos, Aurelio. Le hiciste pasar la noche en aquel templo de Cipriano y nos hicimos a la mar, amparados por la oscuridad, con el pequeño Adeodato a sus 11 años. Recuerdo que bromeabas diciendo que esa noche la reina de Cartago viajaría con Eneas a Roma, y cuando salimos de Cartago me sentí verdaderamente como una orgullosa Dido. Recordé aquella extraña pregunta que me hiciste diez años atrás: que si había estado alguna vez en Roma. Estaba convencida de que hacíamos lo correcto. Si íbamos a emprender una vida juntos, debíamos dejar atrás a Mónica.

Luego tuviste que guardar cama a causa de unas fiebres, pero yo te cuidaba y rezaba por ti. Recuerdo el miedo que tenías a morir. Preguntabas una y otra vez si ibas hacia tu perdición. Aún no habías encontrado una salvación para tu alma: «Mis fiebres arreciaron hasta ponerme en trance de muerte. De haberse producido ésta, adónde habría ido sino al fuego y tormentos que mis obras merecían según la justicia de Tu ley»[13].

¡Por Hades, Aurelio!, ¡qué clase de nueva mitología es ésta! ¡Tú, que antaño te burlabas de las antiguas leyendas mitológicas, sigues creyendo en un Dios de la ira que quiere castigar y torturar eternamente a los seres humanos por sus actos! Suerte que no pensabas así cuando la fiebre te atacó en un humilde cuarto en Roma; entonces sólo temías que tu alma fuera hacia su perdición[14]. Yo tenía que procurar aliviar tu angustia con palabras de consuelo extraídas de la filosofía de los estoicos. También hablábamos del Nazareno y la esperanza cristiana. Pero ninguno de los dos nos sentíamos próximos a esas palabras sobre el fuego y los tormentos eternos. Éramos demasiado cultos para ello. ¡Cómo puede un rétor imperial creer en esas cosas!, creer que dentro de unos años el obispo de Hipona Regia estará gozando del santo paraíso de Dios y que Floria Emilia será enviada al fuego y a los tormentos eternos por haberse negado a recibir el bautismo. No, piadoso obispo, deberíais revisar esas teorías cuanto antes; si no, me preocupará que haya cada vez más gente dispuesta a recibir el bautismo y que la Iglesia de Roma crezca. Los dos conocemos la decadencia política por la que está atravesando nuestra sociedad y no deberá extrañarnos que las costumbres y creencias atraviesen una decadencia parecida.

Regreso a mi asunto. No he olvidado cuán rápidamente te curaste de la fiebre y pudiste ponerte de nuevo en pie. Juntos recorrimos la ciudad. Enseñaste Retórica durante algunos meses, a la vez que te nutrías de las conversaciones con los académicos[15]. Siempre me dejabas acompañarte, especialmente cuando ibas a conocer gente nueva. Te sentías orgulloso, un triunfador, por tenerme a tu lado; no tanto por haberme elegido como por que yo te hubiera elegido a ti.

En ese tiempo conseguiste un puesto imperial como maestro para enseñar Retórica en Milán. El viaje hacia allí fue una gran experiencia, posiblemente porque ésa fue una de nuestras mejores épocas. Quizá aún recuerdes cuando paseamos por la Via Cassia en aquel magnífico día de otoño con Adeodato, un par de amigos y con algunos desconocidos.

Luego llegamos a la antigua ciudad militar de Florencia, a orillas del Arno. ¿Recuerdas cómo nos quedamos extasiados contemplando las colinas cubiertas de nieve que surgían detrás de los árboles? Pero me temo que tú sólo puedes recordar ideas o pensamientos, no te siento capaz de asistir a las experiencias que se aprehenden con los sentidos. Cruzamos el río y te aproximaste a mí mientras atravesábamos el puente. Ibas hablando con alguien pero de repente apareciste a mi lado. Me abrazaste tiernamente y susurraste: «¡La vida es tan breve, Floria!».

Me agarraste con fuerza la mano, como si hubieras decidido no olvidar nunca ese momento, y entonces oliste mi pelo. Notaba tu respiración en mi cuello mientras soltabas mis cabellos y los olías. Era como si quisieras introducirme dentro de ti, como si mi hogar lo contuvieras tú dentro. Creí que ese acto significaba que querías que permaneciéramos siempre juntos porque nuestras almas se habían fundido. Pero esto sucedió antes de que Mónica llegara a Milán, antes de que planeara tu matrimonio, antes de tu encuentro con los teólogos.

Lo que sucedió sobre el Arno no estaba causado por un «apetito carnal» o un «deseo sensual», honorable obispo. Allí, en ese puente, hiciste algo que sabías que me gustaría, fue un gesto hacia mí, una muestra de que me reconocías como tu elegida, aunque las leyes no te lo reconocieran. Fue una muestra de alivio el poder movernos, por fin libremente, en una tierra apartada de Mónica. Éramos como dos fugitivos.

Han pasado los años y muchas cosas han sucedido desde que tú y yo vivíamos juntos en Italia. Sigo insistiendo porque crees que tu Dios te condena por haber encontrado placer en el aroma de mis cabellos y que, para redimir pecados de tan baja índole, hizo clavar en la cruz a su único hijo. También a ti y a mí nos acompañaba un hijo en ese viaje, un hijo que saltaba y corría alrededor de su padre y su madre. ¿Lo verías clavado en una cruz en nombre del amor? Espero, por la salvación de tu alma, que tu Dios tenga un sentido del humor tan desarrollado como el tuyo antes del encuentro con tus teólogos. Incluso quizá tenga un sentido del humor aún más macabro y piense que tu alma se ha deteriorado tanto desde que cruzamos juntos ese río que ya no es posible salvarla. ¡Donde hay más ingenio, honorable obispo, suele haber menos amor!

Al otro lado del puente había unos comerciantes; a ellos les compraste el camafeo que ahora tengo apretado en mi mano. Dios me perdone por concentrarme en algo «carnal», pero es todo lo que tengo. Yo no he visto ningún resplandor en mi interior, ni he tenido visiones ni oído voces, en ese aspecto soy una mujer simple. No te deseo más que el bien para la salvación de tu alma. La vida es breve y yo sé muy poco. Pero imagina, Aurelio, que no hubiera ningún cielo sobre nosotros, imagina que hayamos sido creados sólo para vivir esta vida. En ese caso, ojalá nuestras almas vuelen sobre el Arno eternamente; pues fue en Florencia donde floreció Floria y fue bajo el sol de un áureo atardecer en el Arno cuando tu frente, Aurelio, brilló como el oro.

La tragedia ha dado fin, obispo. Sólo queda ya la representación de los sátiros[16], pues también he copiado algunos extractos de tu libro X.

He comentado en repetidas ocasiones cómo analizas sentido por sentido y placer por placer, a la vez que alabas al Señor por haberte dejado casi totalmente desprovisto de sentimientos terrenales. No obstante, debes admitir que te resulta difícil regular tu ingestión diaria de alimentos para que quede limitada a la que estrictamente es necesaria para tu salud. Expuesto a este tipo de tentaciones, luchas cada día «contra la concupiscencia del comer y del beber». Y añades: «No es cosa que se pueda cortar drásticamente de una vez para siempre, determinado a no volver a hacerlo, como hice con mis apetitos carnales»[17].

Hemos vuelto al punto al que yo quería llegar. Escribes: «Me mandaste que me abstuviera del trato carnal con mujer. Y después me aconsejaste algo mejor que el matrimonio que me permitías. Y como fuiste Tú quien me concedió esta gracia, lo logré incluso antes de convertirme en dispensador de Tu sacramento. En mi memoria, de la que tan extensamente he hablado, siguen viviendo las imágenes de aquellas cosas que quedaron grabadas por la costumbre. Cuando estoy despierto se agolpan sobre mí languidecidas, pero es en sueños cuando me arrastran a la delectación e incluso al consentimiento y a algo muy parecido al acto real. Y es tanta la fuerza ilusoria de aquellas imágenes en mi alma y en mi carne que estas falsas visiones, estando dormido, llegan a persuadirme de lo que, cuando estoy despierto, no logran las cosas reales. ¿Es que cuando duermo no soy yo mismo, Señor Dios mío?»[18].

No, Aurelio, quizá sólo seas una sombra de ti mismo. Habría sido mejor que fueses esclavo sobre la tierra que sumo sacerdote en el siniestro laberinto de los teólogos[19]. Una vez más ruegas a Dios que te asista en estas cuestiones: «¿Es que no es poderosa Tu mano, Dios omnipotente, para sanar todas las enfermedades de mi alma y extinguir con una mayor profusión de Tu gracia los movimientos lascivos de mis sueños?… para que mi alma, libre de la concupiscencia viscosa, vaya tras de Ti y no se rebele contra sí misma; para que ni aun en sueños cometa actos tan vergonzosos como la polución del cuerpo, junto con las imágenes sensuales, sino que ni siquiera consienta en ellas. Para un ser todopoderoso como Tú no es gran cosa… el hacer que ya nada me deleite o me deleite tan poco que pueda rechazarlo fácilmente mientras duermo y se trate de un afecto puro»[20].

¡Pobre Aurelio! Quien mucho desea, mucho añora, escribe Horacio. Tienes casi 50 años; me siento tentada a decir que estoy impresionada. Además, me siento orgullosa de haberte causado una impresión tan imborrable. En absoluto pude imaginar aquel día de primavera en Cartago, cuando viniste a sentarte conmigo bajo la higuera, que nuestro amor sería tan tormentoso. Los «apetitos de la carne» no se extinguen mediante la continencia, eso ya lo he comprendido: ¡el lobo sólo cambia de piel, honorable obispo, no cambia de naturaleza! O como diría Zenón: ¿Por qué es tan difícil escapar a la propia sombra?

O sea que si la comida o el amor nos saben bien, tenemos que huir de ambos. También escribes que estás dispuesto a prescindir para siempre de las tentaciones del olfato. Yo me pregunto entonces, honorable obispo: qué queda entonces de nuestra vida sobre la tierra. Porque también el oído acecha, según tú, con sus peligrosas tentaciones: «Más intensamente me subyugaron y rindieron los deleites del oído, pero Tú has roto sus ligaduras y me has liberado de ellos. Confieso que todavía encuentro algún deleite en la música de los himnos animados por Tus palabras cuando se cantan con voz suave y melodiosa… El resultado es que peco en estas cosas sin darme cuenta, hasta que luego reparo en ello»[21]. A veces te gustaría apartar de tus oídos las maravillosas melodías que acompañan el salterio de David, y no sólo de tus oídos, dices, sino de los oídos de la mismísima Iglesia. Y prosigues: «me parece más acertado lo que he oído decir muchas veces de Atanasio, obispo de Alejandría. Éste hacía cantar al lector los salmos con una modulación tan tenue que más parecía recitarlos que cantarlos»[22]. Pobres feligreses, honorable obispo. ¿No debería el arte ser una adoración a Dios y la adoración a Dios un arte?

Has dejado de amar, Aurelio. De igual modo has dejado de disfrutar de la comida, has dejado de oler las flores, y casi has dejado de escuchar el canto de los salmos. Añades: «Quiero confesarme del placer de estos ojos de mi cuerpo, que me queda aún por tratar… Los ojos aman las formas bellas y variadas, los colores nítidos y luminosos. Que mi alma no quede cautivada por estas cosas y sea Dios quien la cautive, que fue quien las hizo; pues Él es mi bien y no ellas». Luego suspiras profundamente diciendo que la luz corporal «sazona la vida mundana de sus ciegos amantes con su estimulante y peligrosa dulzura». Luego continúas: «Cuántas e innumerables cosas han añadido los hombres para halago de los ojos gracias a la diversidad de estilos y formas en el vestido, el calzado, vasos, muebles y cosas semejantes, así como también en pinturas y otras distintas representaciones, fruto de su imaginación. Todas ellas van más allá de la necesidad, conveniencia y sentido religioso que deberían tener. Todas ellas no son más que un nuevo pábulo a los atractivos de los ojos, pues los hombres, al hacer esto, buscan fuera de ellos mismos lo que piensan por dentro. Y abandonando en su interior al que ha hecho todas estas cosas, destruyen de esa manera lo que son»[23]. Acaso olvidas que es esta calidad de criatura la que nos hace deleitarnos con la creación divina, honorable obispo. De nuevo me siento tentada a recordarte que nunca es tarde para seguir el ejemplo de Edipo.

A modo de conclusión adviertes contra las tentaciones a las que puede conducir la curiosidad humana: «Radica en el alma y se expresa o manifiesta a través de los sentidos del cuerpo. Consiste no en el deleite de la carne, sino en servirse de ella para tener experiencia de las cosas. Dicha curiosidad tiene su raíz en el apetito de conocer. Ahora bien, en el orden del conocimiento sensible, los ojos ocupan el lugar principal, y la palabra de Dios la ha denominado “concupiscencia de los ojos”»[24]. Así escribes, Aurelio, tú que fuiste nombrado profesor imperial de Retórica en Milán. Si hubieras guardado silencio, podrías haber seguido pasando por filósofo[25].

Más adelante adviertes contra el peligro de que nuestra mente se deje cautivar por el curso de las estrellas, o por un galgo que corre detrás de una liebre. Pones ejemplos concretos e insistes en lo fácil que resulta caer en la tentación de dejarse distraer por lo que captan los ojos. Escribes: «¿Qué decir de las veces que estando sentado en casa me detengo a contemplar cómo la salamanquesa caza las moscas o la araña las atrapa cuando han quedado enredadas en su tela? ¿No es el efecto el mismo, a pesar de ser animales pequeños? Bien es verdad que después me elevo hacia Ti y Te alabo por ello, Creador admirable y Ordenador de todas las cosas; pero mi impulso primero no es verlas con esa intención. Una cosa es levantarse presto y otra no caer»[26].

Estas palabras me hacen pensar en Ícaro. Se elevó muy deprisa, pero pronto cayó al mar: pronto se olvidó de que sólo era un ser humano. Si te gusta más la comparación, puedo recordarte también qué les ocurrió a los babilonios cuando intentaron construir una torre tan alta que llegara hasta el mismísimo cielo…

Yo escribo con la misma sinceridad que tú, honorable obispo, y la carta no se ruboriza, como diría Cicerón. Pienso que has de estar agotado después de todo cuanto te ha sucedido, completamente agotado; no intentas ocultarlo. Ojalá me regalaras a mí, quiero decir al mundo de los sentidos, algunas horas de tu vida sobre la tierra. ¡Sal afuera, Aurelio; sal afuera y túmbate bajo una higuera. Abre tus sentidos, aunque sólo sea por una última vez! Hazlo por mí y por todo lo que nos dimos el uno al otro. Respira hondo, escucha el canto de los pájaros, mira el firmamento e inhala todos los olores. Todo eso es el mundo, Aurelio, está aquí y ahora. Aquí, ahora. Has estado en el laberinto de los teólogos y los platónicos. Pero ya no, has vuelto a casa, al mundo, al hogar de los seres humanos.

¡El mundo es tan grande, y sabemos tan poco de él…! También la vida es demasiado breve. ¿No recuerdas que decías cosas parecidas cuando aún leías a Cicerón?

Tal vez no exista ningún Dios que negocie con nuestras pobres almas. Tal vez exista un Dios cariñoso que nos ha creado el mundo para que vivamos en él. Ay, Aurelio, si estuvieras tumbado ahí fuera bajo la higuera, con uno de sus frutos en la mano, yo acudiría a besar tu frente cansada. Aplastaría esa horrible y forzada palabra «continencia», pues es verdad que aún pesa como un yugo sobre tu mente. Quizá lo único capaz de salvarte sea un abrazo mío. Por qué habrá tanta distancia entre Cartago e Hipona Regia.

Me ocuparé de que recibas esta carta, que te ruego leas, aunque ya no albergo esperanza alguna de que estas palabras lleguen hasta tu corazón. Así he desperdiciado mi aceite y mis esfuerzos[27].

Tengo miedo, Aurelio. Tengo miedo de qué puedan llegar a hacer algún día los hombres de la Iglesia a mujeres como yo. No sólo por ser mujeres sino porque, creadas por Dios como tales, os tentamos a vosotros, tal y como Dios os ha creado, como hombres. Piensas que Dios ama más a los eunucos o castrados que a los hombres que aman a una mujer. Ten cuidado, pues, con alabar la creación de Dios, porque Él no ha creado al hombre para que se castre.

No puedo olvidar lo que pasó en Roma, y eso que ya no pienso en mí; en realidad no fui yo a quien atacaste aquella vez, fue a Eva, honorable obispo: fue a la mujer. Y no quiero que olvides que quien comete una injusticia contra una persona amenaza a muchas[28].

Siento escalofríos porque temo que lleguen tiempos en los que las mujeres sean asesinadas por hombres de la Iglesia de Roma. Pero ¿por qué se las habría de matar, honorable obispo? Porque os recuerdan que habéis renegado de vuestra propia alma y atributos, pensáis. ¿Y en favor de quién? En favor de un Dios, decís, en favor de Él que ha creado el firmamento que os cubre y la tierra sobre la que viven las mujeres que os dan a luz.

Si Dios existe, que Él os perdone. Tal vez un día seréis juzgados por todos esos placeres a los que habéis dado la espalda. Negáis el amor entre hombre y mujer. Eso tal vez pueda perdonarse. Pero no olvides que lo hacéis en nombre de Dios.

La vida es breve y sabemos demasiado poco. Pero si fuiste tú quien se ocupó de que me llegaran tus confesiones para que las leyera aquí en Cartago, la respuesta es no: no recibiré el bautismo, honorable obispo. No temo a Dios. Tengo la sensación de que ya vivo con Él. ¿Acaso no fue Él quien me creó? Tampoco es el Nazareno quien me detiene, tal vez Él fue realmente un hombre de Dios. Además, ¿no fue Él justo con las mujeres? Son los teólogos los que me inspiran temor. Que el Dios del Nazareno os perdone por toda la ternura y amor que rechazáis.

Yo he hablado y he redimido mi alma. ¡Y ahora, honorable obispo, a beber[29]! Estoy sentada bajo nuestra vieja higuera en Cartago. Florece[30] por tercera vez este año, pero no da frutos[31].

Queda en paz.