Al terminar la guerra, la acaudalada familia Kjærgaard vivía en una vieja mansión en Silkeborg, una pequeña ciudad danesa. Acababa de entrar una nueva sirvienta en la casa, se llamaba Lotte, y al parecer no tenía apellido, pues era huérfana y aún no había recibido la confirmación. Tenía poco más de 17 años. Se decía de la muchacha que era bellísima, por lo que no era de extrañar que el único hijo de la familia no le quitara ojo mientras ella trabajaba duramente para los señores, que eran muy exigentes. La perseguía por la casa, y aunque no era más que un muchacho, consiguió seducirla un día en el sótano, donde ella estaba haciendo la colada. Sucedió sólo esa vez, pero ella quedó encinta.
En los años siguientes circularon varias historias sobre lo que realmente había sucedido aquella fatal tarde en el sótano. Se decía que el muchacho, o Morten, como se llamaba, había violado a la muchacha mientras ella removía la colada, que estaba hirviendo en una gran caldera. En cambio, la familia Kjærgaard sostenía que fue Lotte la que se comportó de un modo frívolo, seduciendo al muchacho. Muchas personas daban fe de que, en presencia del muchacho, ella se reía y se comportaba de un modo indecente.
En secreto, la familia buscó una nueva colocación para la muchacha en otra casa del sur de Jutlandia, adonde la enviaron. No obstante, cuando Lotte dio a luz, unos meses más tarde, intentaron quedarse con el niño, ya que llevaba en sus venas la sangre de tan distinguida familia, pues aunque los bienes terrenales sobraban en ella, no así los niños, y por tanto, no debía derramarse ni una gota de la sangre de esa noble estirpe. Lotte se opuso y lloró desconsoladamente cuando le quitaron al niño tan sólo unas semanas después del alumbramiento, pues se pensó que ella sería incapaz de cuidar de él, tanto por razones económicas como espirituales. Y además el niño no tenía padre.
Como era de esperar, Morten no quiso saber nada del recién nacido, era demasiado joven para reconocer la paternidad, y los padres eran, por otra parte, demasiado mayores para adoptarlo como hijo propio. Pero Morten tenía un tío casado y sin hijos, y serían él y su esposa los que asumirían la responsabilidad paternal del pequeño, a quien llamaron Carsten.
Conforme iba creciendo, Carsten pensaba a veces que sus padres eran bastante mayores cuando lo tuvieron —la madre, casi 50 años—, pero nunca sospechó que Stine y Jakob, que así se llamaban, no fueran sus padres biológicos. En su cumpleaños recibía siempre tarjetas de felicitación de su «primo Morten», y hasta su confirmación, también le enviaba un pequeño regalo de Navidad por correo. Pero, como es natural, jamás se le ocurrió que su primo, dieciocho años mayor que él, pudiera ser su padre biológico. Se trataba de un secreto de familia muy bien guardado que nunca le fue revelado.
Jakob era capitán de un gran buque mercante, y, de pequeño, Carsten viajaba a veces con su padre a lo largo y ancho del mundo. Mantuvo una estrechísima relación con sus padres, que sólo tenían ese hijo y al que adoraban por encima de todo. Pero cuando Carsten estaba en el último año de bachillerato, Stine y Jakob murieron con sólo unos meses de diferencia, y el chico se quedó de repente solo en el mundo; solo y sin familia, porque sus cuatro abuelos ya habían muerto. No obstante, cuando Jakob estaba agonizando confió a su hijo la vieja historia ocurrida en el sótano entre la sirvienta y el primo Morten, que en realidad era su padre carnal.
En esa época Carsten no tenía ningún contacto con su primo, y no se habían visto en muchos años. Pero cuando empezó a estudiar Filosofía y Letras en la Universidad de Århus, un día se quedó sin dinero. En su desesperación fue a ver a Morten, que evidentemente sabía que Carsten era su hijo, aunque creía que era el único en el mundo que lo sabía, una vez que Stine y Jakob habían fallecido.
Morten por su parte se había convertido en un médico muy renombrado en el hospital de Århus. Estaba casado con la bella Malene, hija de un juez del Tribunal Supremo de Copenhague. Tenían dos encantadoras hijas que cantaban en el coro de la iglesia, y Morten no tenía intención de incluir a su primo en su intachable vida de burgués.
Sin revelar lo que sabía, Carsten pidió un pequeño préstamo a su acaudalado primo, o mejor aún, una beca de cinco o diez mil coronas, porque estaba al comente de que éste gozaba de una excelente situación económica. Pero Morten rechazó tajantemente la humilde petición del joven estudiante. Le sirvió una copa de un whisky muy noble, hizo unos divertidos comentarios sobre los viejos tiempos y le dio quinientas coronas, antes de señalarle la puerta con algunas frases hechas y buenos deseos para sus estudios. Entonces Carsten —que ya de antes odiaba a su padre carnal debido a esa farsa de tantos años— se volvió hacia su primo, lo miró a los ojos y dijo: «¿No te parece vergonzoso negar a tu propio hijo un préstamo de unos cuantos miles de coronas? La próxima vez quizá tenga que hablar con Malene…». Morten se sobresaltó, pero Carsten ya le había dado la espalda y, al salir, se limitó a decir: «¡No digamos nada más por ahora!».
Tras unos irregulares años de estudiante, Carsten conoció a Kristine, que a partir de entonces acapararía toda su atención. Sólo un par de veces en los años siguientes llamó a Morten y Malene, pero las dos veces cogió el teléfono Morten. Algo era seguro: Carsten jamás volvería a pedir dinero a su primo. Sin embargo, en un par de ocasiones le llegó un cheque, y cuando se casó con Kristine, recibió uno de cinco mil coronas del primo Morten, su mujer Malene y sus hijas Maren y Matilde. Pero eso no bastó para refrenar la amargura que Carsten sentía hacia su padre biológico, y al casarse con Kristine eligió adoptar el apellido de su mujer, cuya familia le había acogido calurosamente.
Carsten amaba a Kristine, y desde entonces nunca echó de menos ninguna otra relación familiar. Pero el destino conduce a los voluntariosos y se lleva a los que se resisten: Carsten siempre había tenido un lunar de mal aspecto en la nuca, y cuando de repente empezó a sangrar, Kristine se empeñó en que fuera a que lo viera un médico. El médico le quitó el lunar y lo envió —como exigía la rutina— a analizar al hospital de Århus. Pero ocurrió una fatalidad: el resultado del análisis de la muestra de tejido jamás se envió al médico de Carsten. Al pasar semanas y meses sin recibir nada, ni Carsten ni Kristine volvieron a acordarse del feo lunar. No obstante, en primavera, Carsten enfermó y se constató un cáncer con metástasis, que inmediatamente se asoció con la muestra de tejido que se había enviado al hospital unos meses antes.
En el hospital se confirmaría mucho tiempo después que se había recibido la muestra de Carsten y que el análisis había confirmado la existencia de un mieloma maligno. Pero nunca se supo por qué el médico de Carsten jamás recibió ningún comunicado del hospital. La responsabilidad formal la tenía el médico jefe, Morten Kjærgaard, pero supuestamente no había tenido nada que ver con el análisis en cuestión. Lo más probable era que alguno de los ayudantes del laboratorio hubiera descuidado el caso. En el periódico de Århus se publicó una pequeña noticia sobre «el médico jefe que no fue avisado», por lo que «no tuvo la posibilidad de salvar a su propio primo». Pero el asunto cayó muy pronto en el olvido.
Carsten vivió sólo unas semanas después de caer enfermo. Durante la mayor parte de ese tiempo tuvo que permanecer en la cama, y Kristine y sus padres lo atendieron como mejor pudieron, tanto física como espiritualmente. Contaron además con la ayuda y el apoyo de una enfermera que acudía a diario a cuidar del enfermo. Se llamaba Lotte. Cuando ésta tuvo conocimiento del lugar exacto en el que había estado el lunar maligno, volvió a mirar la fecha de nacimiento de Carsten. Esto sucedió unos cuantos días antes de que falleciera, pero desde ese momento estuvo sentada sin moverse junto al lecho de Carsten, con las manos del enfermo en las suyas, dando muestras de un gran cariño. Lo último que dijo Carsten al abrir los ojos y mirar a Lotte y Kristine por última vez fue: «¡No digamos nada más por ahora!».