Constantemente me venían a la cabeza nuevas ideas. Me soplaban en la nuca, se manifestaban como cosquillas en la tripa, me dolían como heridas abiertas. Yo sangraba historias y cuentos, mi cerebro bullía de ideas nuevas, era como si la lava roja saliera en masa desde un ardiente cráter de mi interior.

Siempre andaba necesitado de pensar, casi siempre tenía que buscar algún lugar para sentarme discretamente con lápiz y papel a vaciar mis pensamientos. Lo que vaciaba podía ser, por ejemplo, largas conversaciones entre dos o más voces dentro de mi cabeza, y con frecuencia en torno a un determinado tema ontológico, epistemológico o estético. Una voz podía decir: Para mí es evidente que el ser humano tiene un alma inmortal que sólo por un breve período de tiempo se aloja en un cuerpo de carne y hueso. Y la otra podía contestar: No, no. El ser humano es un animal como todos los demás. Lo que tú llamas alma está indisolublemente unido al cerebro, y el cerebro es soluble. O como dijo Buda en su lecho de muerte: todo lo compuesto es perecedero.

Diálogos de ese tipo podían extenderse sobre decenas de hojas Din A-4, y me sentía muy aliviado cuando podía sacármelos de la cabeza. Sin embargo, casi en el mismo instante de haberlos anotado en el papel, me encontraba de nuevo repleto de voces, y de nuevo sentía la necesidad de vaciarme.

Los diálogos de los que me aliviaba también podían tratar sobre la vida cotidiana. Una voz podía decir: Ya es hora. Al menos podrías haber llamado para decir que te ibas a retrasar, ¿no? Y la otra voz se veía obligada a contestar: Te dije que la reunión podía alargarse. Y de nuevo la primera voz: No irás a decirme que la reunión ha durado hasta ahora. ¡Son casi las doce! Y con ello estaba en marcha la polémica.

Nunca pensaba de antemano para qué servirían luego esas líneas iniciales. Al contrario, precisamente con el fin de no tener que pensar en ello, solía desarrollar el diálogo completo, para acabar con él de una vez por todas. La única manera de librarse de la pesada insistencia de un cerebro sobrecalentado era fijar los impulsos por escrito.

A veces me empapaba el cerebro de alcohol, y entonces el licor volvía a salir en forma de historias, era como si el líquido se evaporara y se convirtiera en puro espíritu. Aunque el alcohol tenía un efecto estimulante sobre la imaginación, al mismo tiempo atenuaba el miedo a ella; es decir, ponía en marcha el motor que llevaba dentro, a la vez que proporcionaba valor y fuerza para soportar que el motor trabajara. A menudo tenía una bandada de voces en mi cabeza, y con un par de copas ya me había armado de valor para recogerlas todas.