No la veo hasta que me encuentro dentro de la iglesia, la descubro de repente mientras el organista está tocando un preludio de Bach. Siento escalofríos, sudo.
La Joven de las Naranjas está sentada al otro lado del pasillo central, no puede tratarse de otra, y en una ocasión durante la misa se vuelve para mirar hacia arriba al coro, que canta una de las canciones de Navidad. No lleva el anorak naranja, ni tampoco tiene sobre las rodillas una gran bolsa llena de naranjas. Es Navidad. Viste un abrigo negro y lleva el pelo recogido en la nuca con un gran pasador que parece de plata, pues sí, es de plata pura, como la del cuento, tal vez lo haya labrado uno de los siete enanitos que salvaron la vida a Blancanieves.
Pero ¿con quién está? Hay un hombre sentado a su derecha, pero ni una sola vez se inclinan el uno hacia el otro durante la misa. Al contrario, poco antes de acabar la celebración veo que el hombre sentado a la derecha de la Joven de las Naranjas se inclina hacia una mujer sentada a su vez a su derecha y le susurra algo al oído. Lo recuerdo como un movimiento hermoso. Naturalmente, un hombre puede volverse hacia la derecha y hacia la izquierda todo lo que quiera, y este hombre no es, como ya hemos visto, una excepción, pero lo cierto es que se vuelve hacia la derecha, podríamos decir que se vuelve hacia donde debe. Tengo la sensación de que soy yo el que decide la dirección hacia la que él se vuelve.
A la izquierda de la Joven de las Naranjas hay una anciana obesa, y no hay nada que indique que ella y la Joven de las Naranjas vayan juntas, pero puede que se conozcan de la plaza de Young, porque la anciana parece una verdulera, y tal vez las dos hayan convertido en una bonita tradición ir juntas a la misa de Navidad. ¿Por qué no, Georg? ¿Por qué no iban a hacerlo? La Joven de las Naranjas es la mejor clienta de la verdulera, al menos en lo que a naranjas se refiere. Por ello se le hace un justificado descuento. Siete coronas el kilo de naranjas marroquíes no es mucho, pero la Joven de las Naranjas las consigue por 6,50, y eso a pesar de que le permiten tardar casi media hora en llenar la bolsa con un exquisito surtido de ejemplares variados.
No oigo lo que dice el pastor, pero supongo que habla de María, José y el Niño Jesús, faltaría más. Se dirige a los niños, eso me gusta, la Nochebuena pertenece a los niños. Lo único que hago es esperar a que acabe la misa. Concluye la música, la congregación se levanta de los bancos, y debo procurar a toda costa que la Joven de las Naranjas salga de la iglesia antes que yo. Pasa por delante de mi banco y hace un gesto con la cabeza, aunque no sé si se fija en mí. Pero está sola, y es aún más hermosa de lo que la recordaba. Es como si todo el resplandor navideño se hubiera concentrado en una sola mujer.
¡Ah! Sólo yo sé que esta chica es una auténtica Joven de las Naranjas, que además está repleta de tentadores secretos. Sé que procede de un cuento muy diferente, con reglas muy distintas a las que rigen aquí. Sé que es una espía en nuestra realidad. Pero ahora se encuentra en la iglesia como uno de nosotros y se alegra con todos de que haya nacido el Niño Jesús, nuestro salvador. Me parece muy generoso por su parte.
La sigo muy de cerca. Varias personas se quedan un rato en la puerta de la iglesia saludándose y deseándose feliz Navidad, pero yo fijo la mirada en el pasador de plata de la nuca de la Joven de las Naranjas. Sólo hay una Joven de las Naranjas en todo el mundo, y eso es así porque ella es la única que ha logrado llegar aquí desde otra realidad. Se dirige hacia la calle de Grensen y la sigo a unos metros de distancia. Ha empezado a nevar, copos helados volando en el aire. Me fijo en ellos porque se posan húmedos en el pelo oscuro de la Joven de las Naranjas. Se va a mojar, pienso, debería haber traído un paraguas o al menos un periódico para taparle la cabeza.
Esto es una locura, me digo, hasta ahí llego a pensar con sensatez. Pero es Nochebuena. Aunque el tiempo de los milagros ya pasó, nos queda al menos un día mágico, un día en el que todo puede suceder. Todo. Noche de paz. Noche de amor, y la Joven de las Naranjas revolotea por las calles de Oslo como si nada.
La alcanzo justo antes de Øvre Slottsgate. La adelanto un paso, me vuelvo y digo alegremente: «¡Feliz Navidad!».
Es obvio que se sobresalta, o hace como si se sobresaltara, eso nunca puede saberse. Esboza un vaga sonrisa. No tiene aspecto de espía. Tiene aspecto de una chica por la que yo daría cualquier cosa por conocer mejor. Contesta: «¡Feliz Navidad!».
Ahora sonríe de verdad. Echamos a andar de nuevo. No parece disgustarle el que yo camine a su lado. No estoy del todo seguro, pero creo que incluso le gusta. Veo el contorno de dos naranjas que lleva escondidas bajo el abrigo negro. Son igual de redondas e igual de grandes. Me ponen nervioso y me hacen sentir avergonzado. Últimamente estoy muy sensible a las formas redondas.
Siento que debo decirle algo más, de lo contrario tendría que dejarla y hacer como si tuviera mucha prisa. Pero nunca he tenido menos prisa que ahora. Me encuentro junto a los orígenes del tiempo, he aterrizado en la meta y el sentido de todos los tiempos. De repente me acuerdo de un poema del poeta danés Piet Hein: El que nunca vive el momento, no vive nunca. ¿Qué haces tú?
Yo vivía el momento, y ya era hora, porque nunca hasta entonces había vivido. Gritaba por dentro de alegría. Digo sin pensar: «¿De modo que no estás a punto de irte a Groenlandia?».
Una tontería por mi parte. Ella entorna los ojos y contesta: «No vivo en Groenlandia».
De pronto me acuerdo de que en Oslo hay un barrio que se llama Groenlandia. Me siento muy avergonzado, pero lo mejor es seguir el camino que había elegido. Digo: «Me refiero a los hielos de Groenlandia. Con un trineo tirado por ocho perros y diez kilos de naranjas».
¿Sonreía o no sonreía?
Hasta ese momento no se me había ocurrido que tal vez no me recordara de aquel viaje en el tranvía de Frogner. Me llevo una desilusión, es como si perdiera el norte, pero a la vez también resulta un alivio. Al fin y al cabo, han pasado un par de meses desde que tiré aquella gran bolsa de naranjas; hasta entonces no nos habíamos visto jamás, y todo el episodio no duró más que unos cuantos segundos.
Pero al menos ha de recordarme del café de Karl Johan. ¿O solía coger la mano a cualquier desconocido? La mera idea me resultaba muy desagradable. Me hacía sospechar de ella. Incluso una auténtica joven con naranjas debe cuidarse de no derramar demasiadas bendiciones a su alrededor.
«¿Naranjas?», repite, y ahora su sonrisa es tan cálida que recuerda al sur, a un siroco del Sáhara.
«Exactamente», digo, «las suficientes para cruzar Groenlandia en esquís».
Se detiene. No sé si desea continuar con la conversación. Tampoco sé si cree que tengo intención de invitarla a acompañarme a una arriesgada expedición en esquís por los hielos de Groenlandia. Pero de repente me mira de nuevo, sus ojos oscuros zigzaguean entre los míos y pregunta: «Eres tú, ¿verdad?».
Asiento con la cabeza, aunque no estoy muy seguro de lo que me ha preguntado, porque no creo que haya sido el único que la haya visto con bolsas llenas de naranjas. Pero ella añade, como acordándose de algo: «Fuiste tú quien me dio un empujón en el tranvía de Frogner, ¿verdad?».
Asiento de nuevo.
«Me pareciste un gnomo.»
Digo: «Y ahora el gnomo quisiera recompensarte por todas las naranjas que perdiste».
Ella se ríe cordialmente, como si fuera lo último en lo que pensara. Ladea la cabeza y dice: «Olvídalo. Estuviste muy gracioso»…
Y ahora, Georg, llega de pronto un taxi libre. La Joven de las Naranjas alarga el brazo derecho, el taxi se detiene, y ella se apresura hacia él…
Me acuerdo de la Cenicienta, que tiene que abandonar el baile del palacio y volver a casa antes de que den las doce, de lo contrario, el hechizo se romperá. Pienso en el príncipe que se queda solo en el balcón del palacio… solo y abandonado, abandonado.
Debería haber tenido en cuenta que eso podía ocurrir. Estaba claro que la Joven de las Naranjas tenía que llegar a su casa antes de que tocaran las campanas, porque así eran las reglas. Las jóvenes con naranjas como ella no vagan por las calles después de haber repicado las campanas. ¿Por qué iban a repicar las campanas si no? Las campanas tenían que impedir a los jóvenes dejarse embaucar por una joven con naranjas, ¿no? Ya eran las cinco menos cuarto y muy pronto me quedaría abandonado en el extremo solitario de Øvre Slottsgate.
Pensé con rapidez. Tengo sólo un segundo para hacer o decir algo tan ingenioso que la Joven de las Naranjas me recuerde para siempre.
Podía preguntarle dónde vivía. Podía preguntarle si íbamos en la misma dirección. O podía apresurarme a sacar cien coronas por los diez kilos de naranjas, incluidas treinta por daños y perjuicios, pues no podía saber que le habían hecho descuento. Con el fin de satisfacer mi curiosidad, al menos podría haberle preguntado por qué hacía acopio de esas enormes cantidades de naranjas. No es que fuera algo muy raro aprovisionarse de comida, pero ¿por qué precisamente de naranjas? ¿Por qué no de manzanas o plátanos?…
Pero no me da tiempo a encontrar las palabras correctas, Georg, el surtido es demasiado grande. En el momento en que se mete en el taxi me limito a gritar: «¡Creo que te amo!». Era verdad, pero me arrepentí al instante.
El taxi se va, pero la Joven de las Naranjas no se ha montado en él. Ha cambiado de idea. Está en la acera, como elevada por su propio peso y voluntad, me coge de la mano, como si los últimos cinco años no hubiéramos hecho otra cosa que ir cogidos de la mano, y hace un gesto para que echemos a andar. No obstante, levanta la vista, me mira y dice: «Si viene otro taxi tal vez tenga que cogerlo. Alguien me está esperando»…
«Y pronto doblarán las campanas anunciando la Navidad», dije. «¿Verdad que sí? No puedes estar en la calle después de que hayan tocado las campanas.»
Ella no contesta, se limita a apretar mi mano firme y cariñosamente, como si juntos flotáramos ingrávidos en el espacio, como si nos hubiéramos saciado de leche intergaláctica y tuviéramos todo el universo para nosotros solos.
Ya hemos pasado el Museo Histórico y hemos llegado al parque del Palacio. Sé que en cualquier momento puede llegar otro taxi. Sé que las campanas de las iglesias empezarán a repicar en cualquier momento para anunciar la Navidad.
Me paro y me coloco delante de ella. Le acaricio con cuidado el pelo húmedo y dejo mi mano sobre el pasador de plata que lleva en la nuca. Está helada, y sin embargo desprende calor. ¡Imagínate, la estoy tocando!
Y pregunto: «¿Cuándo podemos volver a vernos?».
Ella permanece un instante observando el asfalto antes de levantar la vista y mirarme. Sus pupilas bailan intranquilas, me parece ver temblar sus labios. Y me propone un acertijo sobre el que reflexioné muchísimo. Dice: «¿Cuánto tiempo puedes esperar?».
¿Qué podía responder a esa pregunta, Georg? Tal vez fuera una trampa. Si contestara que dos o tres días, sería mostrarme demasiado impaciente, y si contestara «toda la vida», pensaría que no la quería de verdad o simplemente que no era sincero. De modo que tuve que ingeniarme algo intermedio.
Contesté: «Podré esperar hasta que mi corazón sangre de pena».
Sonrió algo indecisa y me acarició los labios con un dedo. Luego preguntó: «¿Cuánto tiempo es eso?».
Hice un gesto de desesperación con la cabeza y opté por decir la verdad: «Tal vez sólo cinco minutos», dije.
Pareció alegrarse por lo que acababa de oír, pero susurró: «Estaría bien si pudieras aguantar un poco más…».
Ahora me tocó a mí pedir una respuesta. Pregunté: «¿Cuánto?».
«Tendrás que ser capaz de esperarme seis meses», contestó. «Si consigues esperar todo ese tiempo, podremos volver a vernos.»
Creo que dejé escapar un suspiro. «¿Por qué tanto tiempo?»
La cara de la Joven de las Naranjas adquirió una expresión severa. Era como si estuviera obligada a hacerse la dura. Contestó: «Porque es exactamente el tiempo que tendrás que esperar».
Notó que la decepción me estaba hundiendo. Tal vez por eso añadió: «Pero si lo consigues, podremos estar juntos todos los días durante los seis meses siguientes».
En ese momento comenzaron a sonar las campanas, y hasta ese instante no retiré la mano de su pelo húmedo y del pasador de plata. Al mismo tiempo, un taxi libre se acercaba por la Wergelandsveien. Tenía que ocurrir.
Mirándome a los ojos me pide algo, es como si me pidiera comprensión, me pide que emplee todas mis habilidades y toda mi inteligencia. De nuevo se le saltan las lágrimas. «¡Pues… feliz Navidad… Jan Olav!», dice tartamudeando. Luego sale corriendo, para el taxi, se mete en él y me hace un gesto nervioso con la mano. Pero el aire está cargado del destino. No se vuelve a mirarme cuando el coche acelera y desaparece. Creo que está llorando.