Cuando ya no se le ocurrió nada más que anotar, Cecilia dejó el cuaderno en el suelo y lo empujó debajo de la cama.
Debió de quedarse dormida otra vez porque, cuando volvió a despertar, oyó una voz que decía:
—¿Has dormido bien?
Era el ángel Ariel. Cecilia levantó la vista. Estaba arrodillado al pie de la cama.
—He estado aquí todo el tiempo —le aseguró.
—Pues no te he visto.
Ariel tardó un poco en contestar:
—Quizá no te he explicado que hay dos clases de visitas de ángeles. Por regla general, cuando hacemos de ángeles de la guarda, estamos sentados junto a vosotros sin dejarnos ver. Muy pocas veces aparecemos de verdad, como ahora.
—¿Pero en los dos casos hacéis de ángeles de la guarda?
—Sí, en los dos casos.
—¿Y cómo fue tu visita al niño enfermo de Alemania?
—Con él estuve sin dejarme ver.
—No entiendo muy bien cómo puedes estar en la habitación cuando yo no te puedo ver.
—No es muy difícil de explicar.
—¡Explícamelo entonces!
—Si soñaras que estás en una playa desconocida, ¿no dirías que, de alguna manera, has estado en esa playa?
—Pues sí, de alguna manera…
—¿Pero te habría visto la gente que estaba en la playa?
—No, claro que no.
—También podrías viajar hasta allí en avión y bañarte en esa misma playa. Entonces la gente te vería, porque estarías allí de verdad.
Cecilia miró los ojos azul verdoso:
—¡Qué buena comparación…! Por cierto, apenas te dio tiempo a meterme en la cama antes de que mi madre se despertara.
—Sí, fue en el último momento.
—Si no nos hubiera dado tiempo, mamá se habría llevado un buen susto. Tal vez habría pensado que me había recuperado. «Qué bien, Cecilia. Fíjate: te has recuperado de repente.»
Ariel se rió:
—Es muy curioso observarte cuando duermes.
—Los ángeles no duermen nunca, ¿verdad?
Él negó con la cabeza:
—No entendemos lo de dormir. ¿Lo entiendes tú?
—En realidad, no…
—Pero seguro que has notado lo que ocurre dentro de tu cabeza justo en el momento de dormirte.
Cecilia se encogió de hombros:
—Simplemente me duermo.
—No entiendo cómo te atreves.
—¿Por qué no?
—Porque no sabes si vas a despertar de nuevo… Descríbeme por lo menos cómo es dormirse.
Cecilia dejó escapar un leve suspiro:
—En el momento de dormirnos no estamos despiertos. Es decir, estamos en la frontera. Por eso nadie sabe exactamente cómo es dormirse.
—Es incomprensible, porque dentro de la cabeza debe de ocurrir una pequeña revolución.
—Pero cuando ha ocurrido, ya nos hemos dormido. Es decir, no es posible pensar «acabo de dormirme», porque ya es demasiado tarde para pensar. La cabeza es como una especie de máquina que de repente se apaga a sí misma.
—Pero, cuando se ha apagado y ya no tiene corriente eléctrica, ¿cómo logra volver a encenderse unas horas más tarde?
—Haces unas preguntas muy difíciles de responder. Simplemente nos dormimos y luego volvemos a despertar unas horas más tarde. Por cierto, papá tiene un despertador dentro de la cabeza. Se despierta a las siete menos cinco todos los días. Y entonces se levanta y apaga el despertador que debería haber sonado cinco minutos más tarde. Pero esto sólo ocurre los días de diario, en que él sabe que tiene que levantarse pronto. Los domingos duerme hasta mucho más tarde, y entonces no se despierta ni con el despertador.
El ángel Ariel extendió los brazos:
—Creo que estamos hablando del misterio más grande de todo el universo.
—Eso ya lo has dicho muchas veces.
—Pero no sólo pienso en lo que tiene que ver con el dormir.
—¿En qué piensas entonces?
Cecilia intentó incorporarse en la cama, y Ariel la miró fijamente a los ojos:
—Habéis sido creados compuestos por átomos y moléculas en un pequeño planeta del universo. Tenéis piel, pelo y cinco o seis sentidos que hacen que seáis capaces de captar y vivir el mundo que os rodea. Pero dentro de ese cráneo que está hecho de algo que recuerda a yeso o piedra calcárea, también tenéis un cerebro blando que os da la capacidad de dormir y soñar, pensar y recordar.
Cecilia echó un vistazo al collar de perlas que colgaba sobre el calendario de los gatos.
—Dije que no me gusta hablar de lo que hay dentro del cuerpo.
—Tendremos que hablar del alma, Cecilia. Tal vez se encuentre también dentro del cuerpo, pero no forma parte de él de la misma manera que el corazón o los riñones.
Ella se volvió hacia él:
—Habla del alma entonces, y no del corazón y los riñones.
—Lo más enigmático de todo es eso que llamáis «memoria». Por ejemplo, eres capaz de reconocer a alguien que has visto una vez hace muchísimo tiempo. Si estuvieras en una ciudad grande y volvieras a ver a aquel simpático camarero que siempre quería tirarte del pelo, lo reconocerías inmediatamente, aunque fuera en medio de una plaza llena de gente.
—¿También estuviste en Creta?
Ariel asintió:
—A mí no me importa si estás en el salón de tu casa o en Creta. Lo reconocerías, ¿verdad?
—Lo recuerdo muy bien.
Ariel se puso cómodo:
—¿Qué se siente dentro de la cabeza al «recordar» algo? ¿Qué pasa en ese momento con todos los átomos y moléculas del cerebro? ¿Crees que de repente y de un salto vuelven a colocarse exactamente como estaban en el momento en que sucedió lo que estás recordando?
Cecilia se quedó boquiabierta:
—Nunca había pensado en ello antes.
Ariel estaba ya un poco impaciente:
—¿Crees que las piedras de una playa recuerdan cómo era esa misma playa dos minutos antes?
—No, no. No hay nada que se olvide más rápidamente que el cómo estaban colocadas las piedras en la playa. Y además, las piedras no son capaces de recordar nada de nada.
—Pero los átomos y las moléculas del interior de tu cabeza saben «recordar» cómo era todo hace muchos años, incluso cuando después han entrado un montón de nuevos pensamientos y recuerdos. Un pensamiento o un recuerdo es algo así como un determinado dibujo de piedrecitas en la playa de la conciencia, ¿no?
Cecilia se movía inquieta:
—Tú también te acuerdas. Dijiste que podías recordar cuando el abuelo tuvo pulmonía…
—Sí, es verdad, pero yo no tengo un alma compuesta por unos cien mil átomos y moléculas.
—¿De qué está hecha tu alma?
—Nació directamente de la mente de Dios.
Cecilia reflexionó un buen rato. Luego dijo:
—Quizá también naciera así la mía. Aunque esté compuesta de átomos y moléculas, puede que haya nacido directamente de la mente de Dios.
Ariel intentó cambiar de tema:
—De cualquier forma, ahora no íbamos a hablar del cielo.
—Me prometiste hablar del cielo…
—El cielo puede esperar, Cecilia. Cuando hablamos del alma del ser humano, hablamos de algo muy, muy cercano al cielo.
Cecilia miró al techo:
—Mi abuela dice que el alma es divina.
—Tu abuela debe de ser muy sabia.
—Y sabe casi de memoria la Biblia y el libro de Snorri.
—Exactamente. Ya ves.
—¿El qué?
—Precisamente eso de saber algo «de memoria» forma parte del gran misterio del que estamos hablando. ¿Has pensado que el cerebro del ser humano es la sustancia más enigmática que hay en todo el universo?
—Hasta ahora no lo había pensado…
—Todos los átomos de que está compuesto tu cerebro fueron en su momento cosidos en una estrella. Pero luego se entremezclaron misteriosamente, hasta convertirse en eso que llamáis «conciencia». Es decir, el alma del ser humano pasa oscilando por un cerebro tejido por un polvo muy fino que, en su momento, cayó de las estrellas del cielo. Los pensamientos y sentimientos de los seres humanos tocan y retocan ese fino polvo estelar en el que todos los hilos nerviosos pueden componerse de maneras siempre nuevas…
—Entonces a lo mejor en mi cerebro hay algo de polvo de la estrella de Belén.
—Y en todos tus pensamientos, y en todos tus recuerdos.
Cecilia intentaba mirar por la ventana mientras él seguía:
—Tiene que ser una extraña sensación ser un cerebro vivo en el universo. Es como un pequeño universo propio dentro del gran universo de fuera. Porque hay tantos átomos y moléculas en tu cerebro como estrellas y planetas en el universo…
Cecilia le interrumpió:
—Y quizá haya tanta distancia hasta mis pensamientos más íntimos como la que hay hasta las estrellas más lejanas del universo.
Ariel asintió:
—La única diferencia es que el cerebro es consciente de su propio ser. Puede evaluar constantemente su propia actividad. No ocurre así con el universo que lo rodea. El universo no puede, por decirlo de alguna manera, ensalzarse a sí mismo y decir: «Yo soy yo». Para eso necesita la ayuda de los seres humanos.
Cecilia sonrió triunfalmente:
—Estoy de acuerdo en que ésa es una diferencia importante.
—Pero aún no me has explicado cómo es recordar algo.
—Se me había olvidado.
—Por cierto, eso es igual de interesante.
—¿El qué?
—«Se me había olvidado.» Quizá podrías explicarme mejor cómo es olvidar algo.
—Simplemente desaparece.
—«¡Simplemente desaparece!» —repitió Ariel, esta vez intentando imitar también la voz de Cecilia.
—Pero puede ocurrir que de repente vuelva a aparecer. A veces lo tengo en la punta de la lengua.
—¿En la punta de la lengua?
—Eso decimos.
—No sabía que la lengua tuviera que ver con la memoria. ¿No irás a decirme que saboreáis las palabras de la misma manera en que saboreáis una fresa?
Cecilia se echó a reír:
—Digo que «creo que lo sé». Si nadie me estorba, suele volver a aparecer. Mi abuelo dice que nunca debemos lamentar un pensamiento que se escapa…
—¿Por qué no?
—Es como un pez que de repente se sale del anzuelo. Entonces vuelve al fondo del mar y reaparecerá luego más gordo.
Ariel mostró claramente su acuerdo.
—Entonces a lo mejor tienen razón.
—¿Quiénes?
—Hay ángeles a los que les encanta decir que nosotros jamás llegaremos a entender las cosas de la Tierra. Pero yo nunca he querido darme por vencido. Siempre he intentado comprender a fondo cómo es ser una persona de carne y hueso.
—No es seguro que pueda ayudarte, porque yo tampoco lo entiendo.
Ariel se disponía a elevarse desde el pie de la cama. Mientras volaba por el cuarto dijo:
—¿Recuerdas lo primero que te dije cuando nos conocimos?
Cecilia tuvo que pensarlo un instante:
—Estabas sentado en el alféizar de la ventana. Pero creo que no recuerdo exactamente lo que dijiste.
—«Creo que no recuerdo…»
—¿No dijiste simplemente «hola» o algo así?
Ariel negó con la cabeza, y dejó que transcurriera un buen rato sin decir nada. Al final, Cecilia comenzó a mover un brazo:
—¡Espera! Lo tengo en la punta de la lengua…
—Entonces debes escupirlo antes de que vuelva a «desaparecer» de repente.
Ariel se sentó en el alféizar exactamente de la misma manera que cuando apareció ante ella por primera vez. Cecilia le miró y dijo:
—Me preguntaste si había dormido bien.
—¡Enhorabuena!
—No era tan difícil.
—Pero yo he sido testigo de un gran misterio. Te he preguntado si recordabas algo, y me has contestado que lo habías olvidado. ¡Había desaparecido! Pero, cuando no lo recordabas, ¿dónde estaba?
Cecilia lanzó un suspiro de resignación:
—Estoy de acuerdo en que resulta curioso. Algunas veces las cosas simplemente se me ocurren.
—¿Y de dónde llegan exactamente esas ocurrencias?
—De la cabeza.
Ariel se tomó mucho tiempo:
—¿Y dónde ocurren exactamente?
Cecilia tuvo que reírse:
—¡En la cabeza!
—De cabeza a cabeza, pues. Aunque en realidad estamos hablando de una misma cabeza. Pero no es sólo lo que veis y oís lo que recordáis y olvidáis, para luego volver a recordar. El cerebro también actúa por su cuenta. Es a eso a lo que llamáis «pensar». Es como si todas las piedrecitas de una gran playa empezaran a moverse solas sin ayuda de las olas.
Cecilia se volvió a reír:
—Intento imaginármelo. ¡Imagínate que de repente empezaran a dar saltos en todas las direcciones!
—También algo que has pensado puede quedarse a un lado por un rato, para luego ser recobrado en la conciencia. Es como si dieras marcha atrás a esa cinta que es la conciencia, para volver a pensar otra vez el mismo pensamiento. Creo que repetís muchos viejos pensamientos que en realidad deberían haberse agotado hace ya tiempo.
—Yo diría más bien que un viejo pensamiento vuelve a surgir por su cuenta. No siempre podemos decidir lo que vamos a recordar y lo que vamos a olvidar. A veces pensamos en cosas en las que no queremos pensar. Otras, nos vamos de la lengua. Es cuando decimos cosas que en realidad no habíamos pensado decir. Puede resultar muy desagradable.
Ariel seguía sentado en el alféizar, moviendo su cabeza calva.
—Entonces tal vez sea como me había temido —dijo.
—¿El qué?
—No tenéis sólo un alma como nosotros. De alguna manera, tenéis dos, o quizá muchas más. ¿Cómo, si no, explicas que penséis en cosas que en realidad no queréis pensar?
—No lo sé —contestó Cecilia.
—Esos pensamientos no deseados tienen que estar dirigidos por algo que no sea vuestra conciencia. Es más o menos como un teatro en el que no tenéis la menor idea de qué obra se va a representar la próxima vez.
—¿Quieres decir que el alma es el teatro y que los actores sobre el escenario son los diferentes pensamientos que surgen incesantemente actuando en los distintos papeles?
—Algo así. Lo que es cierto es que tiene que haber muchas habitaciones en el teatro de la conciencia. Y muchos escenarios también.
Despegó del alféizar, voló describiendo un gran arco sobre el suelo y volvió a sentarse al pie de la cama de Cecilia. A continuación siguió:
—¿Puedes intentar describir qué sientes en tu cabeza cuando piensas en algo?
—No noto nada raro.
—¿No sientes como un cosquilleo cuando tienes pensamientos divertidos? ¿Y no te escuece a veces cuando piensas en algo amargo y triste?
—De alguna manera, siento como un cosquilleo cuando pienso en algo divertido, y tal vez sienta escozor al pensar en algo triste. Pero no se siente dentro de la cabeza, sino en el alma, y el alma no es exactamente lo mismo que la cabeza.
—Pensaba que al menos te picarían un poco los hilos nerviosos —objetó Ariel.
Cecilia le miró desafiante:
—No irás a decirme que los ángeles no piensan, ¿no?
—Sí, tengo que decirlo, porque a los ángeles no se nos permite mentir.
—¡Creo que estás exagerando!
—No pensamos de la misma manera que los seres humanos de carne y hueso. No necesitamos «reflexionar» para encontrar la respuesta a una pregunta. Todo lo que sabemos, y todo lo que podamos saber, está presente en nuestra conciencia al mismo tiempo. Dios nos ha dejado entender una parte de su gran misterio, pero no todo. Por lo tanto, debemos callar sobre lo que no comprendemos.
Cecilia reflexionó sobre todo lo que acababa de oír:
—Entonces es diferente en nuestro caso. Nosotros intentamos comprender cada vez más. De repente, entendemos algo nuevo. A los más astutos se les da el premio Nobel por esos descubrimientos, si son importantes para toda la humanidad. Es más o menos como cuando el cuerpo crece. De la misma manera, crece también nuestra comprensión.
—Bueno, pero también hay cosas que olvidáis. Así que dais dos pasos hacia delante y uno hacia atrás.
—Tal vez. Pero aunque nos olvidemos de algunas cosas, no significa necesariamente que desaparezcan del todo. Pueden volver a aparecer de repente.
—Ésa es la gran diferencia entre los seres humanos y los ángeles. No sabemos lo que es olvidar, por lo que tampoco podemos saber lo que es recordar. En este momento no sé ni más ni menos de lo que sabía hace dos mil años. Entre tanto, la comprensión de la humanidad ha aumentado considerablemente. No todos los ángeles se alegran de esta diferencia.
—No sabía que podíais ser envidiosos.
Ariel se rió:
—No es exactamente envidia.
—¿Pueden ser muy profundos vuestros pensamientos? Mi abuelo dice a veces que piensa cosas muy profundas.
Él negó con la cabeza:
—Debido a que todos nuestros pensamientos están presentes en nuestra conciencia al mismo tiempo, nunca tenemos el gusto de sorprendernos con una profundidad repentina. No tenemos ninguna zona fronteriza de donde servirnos, nuestra conciencia no se mueve sobre un mar agitado en el que los pensamientos ya olvidados de repente vuelven a surgir, como peces gordos que ascienden de las profundidades.
—Dijiste que los ángeles nunca duermen…
—No, no dormimos nunca, y por eso tampoco soñamos nunca. ¿Qué se siente al soñar?
—No noto nada.
Ariel asintió:
—Exactamente de la misma manera en que yo no noto que vuelo por el aire, o que toco una bola de nieve…
Cecilia dijo:
—Soñar es una manera de pensar… o una manera de mirar. O quizá ambas cosas a la vez. Pero, cuando soñamos, no decimos lo que pensamos y vemos.
—Necesito que me expliques eso más a fondo.
—Cuando soñamos, nuestra cabeza piensa por su cuenta. Entonces es cuando se puede hablar de un verdadero teatro. A veces, al despertarme, recuerdo que he soñado una obra de teatro entera, o una película, si quieres…
—Que tú misma haces, porque eres tú quien desempeña todos los papeles.
—Sí, de alguna manera.
Ariel estaba ahora muy interesado:
—Tal vez podríamos decir que las células del cerebro se proyectan películas unas a otras. Al mismo tiempo, la película está sentada detrás en la sala, viéndose a sí misma en la pantalla.
—¡Qué raro suena eso! «Las células del cerebro se proyectan películas unas a otras…» Me las estoy imaginando.
—Porque, cuando soñáis, sois actores y público a la vez. ¿No es misterioso?
Cecilia dio marcha atrás.
—A mí todo esto me resulta un poco terrible.
—De cualquier manera, tiene que ser una vivencia divertida. Estás presenciando verdaderos fuegos artificiales de pensamientos e imágenes dentro de tu cabeza, aunque no hayas lanzado ni un cohete. Debe de ser casi como un espectáculo de entrada libre.
Cecilia asintió:
—Puede resultar muy divertido, pero muy terrible también, porque no siempre tenemos sueños divertidos. También podemos tener sueños feos y asquerosos…
Ariel se mostró muy comprensivo:
—Naturalmente es una pena que os tengáis que torturar de esa manera. Lo ideal sería que tuvierais la posibilidad de acabar con los sueños que no os gusten. Debería haber una salida de emergencia en la sala de cine. Pero resulta completamente imposible, precisamente porque vuestra propia alma es la sala de cine, y la que decide el repertorio, además. Porque no podéis huir de vuestra propia alma. No podéis morderos el rabo. O tal vez sea exactamente eso lo que hacéis. Os mordéis el rabo hasta que gritáis de espanto y terror.
Cecilia dijo mordiéndose las uñas:
—No quiero que sea así. Pero no puedo decidir tener sólo sueños divertidos. Tengo que aceptar lo que venga. Tras una larga noche, despierto a veces pensando que he estado en Creta. Y, de alguna manera, sí he estado, porque cuando sueño creo que estoy donde está teniendo lugar el sueño.
Ariel la estudió con su clara y determinada mirada de zafiro:
—¡Justo!
—¿El qué?
—¡Espera un momento! ¿También podéis soñar que voláis, o que atravesáis puertas cerradas?
—Sí, sí. Todo puede ocurrir en el sueño, al menos casi todo. Ni siquiera necesito dormir. También hago volar los pensamientos cuando estoy despierta. Puedo vagar por esta casa o por países lejanos. Una vez soñé que estaba en la luna. Marianne y yo habíamos encontrado una nave espacial detrás de la vieja central lechera. Con sólo apretar un botón, nos pusimos en marcha.
Ariel comenzó a volar de nuevo. Tras una pequeña excursión por la habitación, se sentó en la silla que había junto a la cama.
—Entonces está en el libro —dijo.
Cecilia movió la cabeza con un gesto de resignación:
—No entiendo nada.
Ariel señaló la frente de ella y dijo:
—En vuestra cabeza podéis hacer todo lo que saben hacer los ángeles con todo el cuerpo. Cuando soñáis, podéis hacer dentro de vuestras cabezas exactamente lo mismo que pueden hacer los ángeles en la obra de la creación.
Cecilia se sintió ligeramente confusa:
—Nunca había pensado en eso…
—Pero aún hay más —prosiguió Ariel—. Cuando soñáis algo, nada puede haceros daño. Entonces sois igual de invulnerables que los ángeles del cielo. Todo lo que vivís es pura y simple conciencia, y no utilizáis los cinco sentidos del cuerpo.
A Cecilia se le ocurrió un pensamiento totalmente nuevo. Se enderezó y dijo con voz autoritaria:
—¡Y entonces tal vez nuestra alma sea inmortal! Quizá tan inmortal como los ángeles del cielo.
Ariel vaciló:
—Ahora al menos entiendes un poco mejor cómo es ser ángel. Aunque nos hemos centrado, sobre todo, en cómo es ser de carne y hueso, también has aprendido algo más sobre las cosas del cielo. Porque el cielo se refleja en la tierra.
Cecilia lo intentó de nuevo:
—¿Y el alma es inmortal, verdad?
Como él no contestó, Cecilia pensó que tenía que procurar evitar que Ariel desapareciera, así que insistió:
—Has prometido contarme más cosas.
Ariel dijo que sí con la cabeza:
—Pero en este momento tu madre está subiendo por la escalera. Me daré prisa para atravesar el espejo.
Cecilia miró a su alrededor:
—¿De qué espejo estás hablando todo el tiempo?
El ángel se levantó de la silla y se puso en medio de la habitación. Sus contornos se volvieron cada vez más confusos. En el instante de desaparecer del todo, dijo:
—Toda la obra de la creación es un espejo, Cecilia. Todo el mundo es un enigma.