Panina Manina II

La última vez que vi a María y a la niña fue una cálida noche de junio de 1975. Sólo estuvimos unas horas juntos y las pasamos en el lago de Sogn. Llevamos gambas cocidas, baguettes y vino blanco. María y yo recordamos los viejos tiempos mientras la niña chapoteaba en la orilla con un cisne hinchable. Al salir del agua para pedir un refresco y galletas la sequé con la toalla; la madre y la hija me dejaron hacerlo. También la ayudé a ponerse el vestido, faltaría más. María había dicho en una ocasión que yo sería un «papá maravilloso».

Orito se sentó en su toalla entre los dos, y yo le conté un largo cuento, una «leyenda» lo llamé. Se echó a reír antes de que empezara a contársela. No sé si entendía lo que le decía, tal vez por eso se reía, pero intenté usar palabras suecas para facilitarle la tarea.

Le hablé sobre una niña de su edad, llamada Panina Manina, que era hija del director del circo más grande y maravilloso del mundo. El circo procedía de un país muy lejano, y una vez, hacía mucho, muchísimo tiempo, iba camino de Estocolmo para montar su carpa en Grøna Lund, en el centro de la capital sueca, invitado por los reyes del país. Todos los carromatos del circo iban en una larga fila por las regiones de Skåne y Småland. También formaban parte de la caravana elefantes y leones marinos, osos y jirafas, caballos y camellos, perros y monos. Y en los carromatos viajaban payasos y malabaristas, faquires y equilibristas, domadores y jinetes, músicos y prestidigitadores. La única niña de toda la compañía era Panina Manina. Era tratada como una princesa por ser la hija del director, y se decía que un día llegaría a ser una famosa artista de circo.

Orito era todo oídos escuchando mi relato, pero no decía nada, así que no estaba seguro de que lo estuviera entendiendo. Pensé que al menos podía captar algo del ambiente del cuento. Miré a María, que me hizo una seña para que continuara. Creo que apreciaba que la niña pudiera llevarse al menos un cuento, y ella también. El Metro se había colocado junto a un árbol para escuchar el resto de la historia. Al sentarse, se quitó el sombrero verde, guiñándome amistosamente un ojo. Creo que estaba de un humor excelente. Tal vez se sintiera por primera vez miembro de una familia.

Conté que todos los carromatos se detuvieron a la puerta de un café, junto a un gran lago, en medio de los profundos bosques suecos, y mientras los adultos estaban dentro, la hija del director del circo se puso a jugar en el agua. El director del circo creía que los payasos cuidaban de ella, pero los payasos habían entendido mal, y pensaban que era el domador quien vigilaba a Panina Manina, mientras los adultos asaban carne de jabalí en una gran hoguera. Cuando la caravana se dispuso a continuar hacia Estocolmo, unas horas más tarde, nadie la encontró. La buscaron durante toda la tarde y toda la noche, incluso soltaron animales para ver si podían encontrarla mediante el olfato, pero todo fue en vano. Al final del día siguiente, después de buscar sin descanso, todos pensaron que Panina Manina se había ahogado en el lago. Dos camellos estuvieron durante horas bebiendo en la orilla y muchos opinaban que lo hacían porque percibían el olor de Panina Manina en el agua. Tal vez intentaran vaciar el lago. Pero, al final, los camellos habían saciado su sed y la hija del director del circo seguía desaparecida. Se dice que el director del circo lloró todas las noches durante años hasta quedarse dormido, porque Panina Manina era la niña de sus ojos, y la quería más de lo que quería al resto del circo.

Hice como si me secara una lágrima, y creo que la niña me miró. Tuve la sensación de que por lo menos había entendido la última parte, porque ella misma había estado jugando en la orilla poco antes, y por eso me apresuré a continuar.

Pero Panina Manina no se había ahogado, sino que había salido a explorar el entorno, mientras los adultos bebían vino y comían carne de jabalí junto a la hoguera. Tomó un bonito sendero que se adentraba en el bosque, y pronto sus piernas estaban tan cansadas que tuvo que sentarse entre los árboles. Allí sentada, escuchando el arrullar de las palomas y el ulular de los búhos, se quedó profundamente dormida. Al despertarse, creyó que sólo había dormido unos minutos, pero en realidad había dormido toda la noche y más que eso, porque el sol estaba alto en el cielo. Panina Manina volvió a la hoguera por el sendero, pero no encontró los carromatos, pues se había perdido en el bosque. Ya de noche, llegó a una pequeña granja donde había una casa pintada de rojo y un asta con la bandera sueca. Delante de la casa roja había una caravana rosa. Tal vez fuera la caravana lo que atrajo la atención de Panina Manina, porque recordaba un carromato de circo. Aunque sólo tenía 3 años, se acercó a la caravana y llamó a la puerta. La puerta se abrió y salió una anciana. Panina Manina no tuvo miedo, tal vez porque era una auténtica artista de circo. Miró a la desconocida y dijo que había perdido a su padre, pero lo dijo en un idioma que la señora no entendía, porque Panina Manina procedía de un país lejano, y la anciana nunca había estado allí. Panina Manina llevaba casi dos días sin comer, y se llevó las manos a la boca para indicar que tenía hambre. Entonces la mujer comprendió que la pequeña se había perdido en el bosque. La dejó entrar y le dio arenque y albóndigas, pan y zumo de arándanos, y Panina Manina tenía tanta sed y hambre que comió y bebió como una mayor. Al llegar la noche, la mujer le preparó la cama, y como no hablaban la misma lengua, se sentó junto a ella y le cantó la nana sueca «Byssan lull», hasta que la pequeña se quedó profundamente dormida. Como no sabía el nombre de la niña, la llamó «Niña de Oro».

Orito volvió a mirarme, tal vez porque le mostraba con las manos cómo comía Panina Manina arenque y albóndigas, aunque también pudo ser porque le llamase la atención que a la niña del cuento le pusieran de nombre Niña de Oro. Puede que no estuviera entendiendo gran cosa del cuento en sí, pero proseguí:

Panina Manina se quedó a vivir en la granja. Nadie en toda Suecia logró averiguar quién era su madre o su padre, y conforme transcurrían los años, el recuerdo del director de circo palidecía cada vez más. Enseguida habló sueco perfectamente, a la vez que iba olvidando su propia lengua, ya que no tenía a nadie con quien hablarla. Pero —en este punto levanté el dedo índice para mostrar que me había olvidado de algo muy importante— la señora de la granja tenía escondida en un armario del dormitorio una bola de cristal, ya que muchos años atrás se había ganado la vida como adivina en una gran verbena de Lund. Ahora volvió a sacar la bola y predijo que la Niña de Oro llegaría a ser una famosa equilibrista, así que empezó a entrenarla en todas las artes, desde tableros y cuerdas hasta cubos y recipientes, hasta que un día estuvo preparada para mostrar su habilidad ante un auténtico director de circo, trece años después de haber llegado a su casa. La pitonisa había leído en el periódico que acababa de llegar a Estocolmo, procedente del extranjero, un famoso circo y, un día, las dos viajaron hasta la capital sueca para probar suerte. Era el mismo director del circo de aquel país lejano que había estado en Estocolmo trece años antes, pero Panina Manina ya no recordaba haber vivido en un circo. El director del circo extranjero quedó impresionado con las destrezas de la niña sueca, y ésta pasó a formar parte del mismo. Ni Panina Manina ni el director del circo sabían que eran padre e hija.

María me miró interrogante. Siempre había mostrado un interés especial por el final de mis cuentos. Esta vez estaba más alerta que nunca, porque entre los dos había unas orejitas.

Se dice que la sangre es más espesa que el agua, proseguí, y tal vez por eso el director del circo y Panina Manina se gustaron enseguida. Panina Manina decidió ir con el circo a ese país lejano. Allí se convirtió al cabo de poco tiempo en una famosa funambulista. Una noche, cuando estaba bailando sobre la cuerda en lo alto de la pista, echó una rápida mirada al director del circo, que estaba delante de la gran orquesta con una fusta en la mano, y en ese instante se dio cuenta de que el director del circo era su padre, de modo que no se había olvidado del todo de él. Esos momentos suelen llamarse «el momento de la verdad», le expliqué. Debido a su asombro, Panina Manina perdió el equilibrio y cayó a la pista. Cuando el director del circo se precipitó hacia ella para ver si se había hecho daño, ella alargó los brazos hacia él y gritó de un modo desgarrador: «¡Papá! ¡Papá!».

Orito me miró asombrada y se rió, pero supuse que no había entendido gran cosa de lo que acababa de contar. María sí que lo había entendido y me miró iracunda, dándome a entender con toda claridad que no le había gustado la última frase del cuento.

El sol estaba a punto de ponerse sobre la pequeña reunión familiar. Recogimos nuestras cosas y nos fuimos hacia el tranvía. La niña iba delante de nosotros por el sendero. «¡Papá, papá!», murmuró. Entonces María tomó mi mano y me la apretó. Vi que tenía lágrimas en los ojos. Ya de vuelta en la ciudad, nos fuimos cada uno por nuestro lado. Fue la última vez que vi a María y a la niña. Desde entonces no sé nada de ellas.