Lord Hamilton

Lord Hamilton, que había enviudado pronto, moraba en una gran hacienda en las Tierras Altas escocesas. Desde niño era un apasionado jugador de ajedrez, y como también le gustaba estar en el exuberante jardín detrás del edificio principal de la hacienda, mandó construir un enorme tablero de ajedrez al aire libre, en el patio que se abría entre un complejo laberinto de setos recortados y un gran estanque con carpas. El tablero constaba de 64 losas de mármol blancas y negras de casi 2 × 2 metros, y las piezas, talladas en madera, medían casi un metro, según el valor y rango de cada una de ellas. En las tardes de verano, los criados observaban desde las ventanas a su amo mover las enormes piezas de madera por las losas de mármol. A veces se pasaba una hora sentado en un sillón del jardín y luego volvía a levantarse para realizar el siguiente movimiento.

Lord Hamilton tenía una campanilla que hacía sonar cuando quería que el mayordomo le llevara una bandeja con whisky y agua, y a veces éste le preguntaba si no quería entrar ya en casa, lo decía por la salud del señor, pero tal vez tuviera también en mente que el dolor de lord Hamilton por la pérdida de su esposa, junto con su apasionado interés por el ajedrez, podía hacerle perder el juicio. Esa leve preocupación no disminuyó cuando una noche lord Hamilton le pidió que se pusiera sobre el tablero para hacer de caballo negro, ya que esa tarde se habían llevado al taller esa figura para repararla tras una fuerte tormenta. El mayordomo permaneció de pie sobre el tablero casi dos horas, y sólo un par de veces en el transcurso de la partida lord Hamilton se introdujo en el tablero de losas de mármol para empujarle dos casillas hacia delante y una hacia un lado, o una hacia atrás y dos hacia un lado. Cuando por fin fue comido por un alfil blanco y pudo volver a la casa (muchas horas antes de acabar la partida) estaba congelado y de mal humor, pero, por supuesto, también muy aliviado.

Cuando lord Hamilton movía las piezas blancas y negras, resultaba imposible saber si tomaba partido por uno de los colores del juego, ya que en realidad jugaba tanto a favor como en contra de sí mismo, es decir que tanto ganaba como perdía cada partida, excepto cuando acababa en tablas. Cada vez con mayor frecuencia quitaba todas las piezas del tablero y las colocaba sobre el extenso césped. En esos casos permanecía sentado durante horas contemplando las losas de mármol. Se murmuraba entre los criados que veía las piezas sobre el tablero aunque no se encontraran allí; así podía jugar al ajedrez consigo mismo sin tener que levantarse del sillón en el que estaba sentado.

Durante mucho tiempo, el mayordomo hizo lo que pudo para apartar del tablero y de las piezas los pensamientos de su amo, y una noche propuso a lord Hamilton que organizara una fiesta de verano como en los viejos y felices tiempos en que aún vivía la señora. Eso sucedió una de esas raras noches en que el señor, que solía preferir su propia compañía, había invitado al mayordomo a un whisky, y los dos estaban sentados frente al estanque de las carpas con una copa en una mano y un puro en la otra. Lord Hamilton permaneció en silencio durante unos segundos observando una de las carpas, antes de dirigirse al mayordomo y mostrarle su acuerdo con que tal vez lo de la fiesta fuera una excelente idea. Pero tendría que ser una especie de fiesta de disfraces, dijo.

En las horas siguientes, confeccionaron la lista de invitados, y cuando lord Hamilton comentó que se invitaría exactamente a 31 personas, el mayordomo empezó a preocuparse, pues sabía muy bien que un ajedrez consta de 32 piezas, y tenía muy reciente el recuerdo de cómo él mismo se había visto obligado a permanecer durante un par de horas en medio del tablero, sólo para satisfacer los deseos insensibles del señor. Éste tampoco ocultó que uno de los propósitos del sugerido baile de disfraces era el de poner en escena una partida de ajedrez con piezas vivas, a modo de espectáculo al acabar la cena. Unos días más tarde se escribieron las invitaciones, en las que se anunciaba una fiesta de ajedrez en la mansión de lord Hamilton, rogándose a los invitados que acudieran disfrazados de rey, reina, torre, alfil, caballo o peón. Los peones eran realmente campesinos de la región, ocho campesinos y ocho campesinas, y los demás eran oficiales de la armada, funcionarios de alto rango o representantes de la nobleza y la aristocracia.

Al mayordomo no le sorprendió que la totalidad de los invitados confirmara su asistencia, porque aunque en los últimos años lord Hamilton se había convertido en un cascarrabias prácticamente inabordable, tanto él como su casa gozaban de gran respeto en el lugar. Con excepción del duque de Argyll, que había sido invitado a acudir disfrazado de rey, el rango de lord Hamilton era superior al de todos los demás invitados. Para los campesinos, una invitación a casa de lord Hamilton era en sí un acontecimiento, por no decir una oportunidad casi única, porque fuera del tablero de ajedrez también regían unas reglas muy rígidas en cuanto a las diferencias de rango y clase.

En las siguientes semanas, la fiesta de disfraces que se celebraría la noche de San Juan fue el único tema de conversación en toda la región. Uno de los campesinos comunicó con muy poca antelación su imposibilidad de asistir debido a una enfermedad de un familiar cercano, pero no resultó difícil encontrar una nueva pareja de campesinos para la gran fiesta. Había campesinos en abundancia, y tampoco el disfraz era importante, pues bastaba con que fueran vestidos de ellos mismos.

Llegó el día, y ya en el transcurso de la cena se hicieron muchas nuevas amistades entre los distintos rangos y clases. Después de la cena se sirvió el café y el postre en el jardín, y al poco tiempo, lord Hamilton hizo sonar la campanilla para atraer la atención de los invitados. Todos sabían ya que se jugaría una partida de ajedrez sobre las losas de mármol, con los invitados como piezas vivas, pero el señor tenía que informar primero sobre la ubicación de cada uno en el tablero.

En la mesa, la colocación había sido más bien informal y aparentemente casual, pero no ocurrió así en el tablero. En primer lugar, lord Hamilton colocó a los peones —8 hombres y 8 mujeres—. El campesino MacLean fue colocado como peón blanco en A2, enfrente de su mujer, peón negro en A7. A su derecha tenía a la campesina MacDonald, en B2, que a su vez estaba enfrente de su marido, peón negro en B7. Ese sistema tan premeditado permitía que todos los cónyuges pudieran vigilarse mutuamente en el tablero, y, además, podían controlar cómo se llevaba su marido o mujer con el peón (hombre o mujer) que tenía a su derecha o a su izquierda. La misma técnica servía de base para el resto. El caballo blanco (el comisario MacLachlan) fue colocado en B1, detrás de la campesina MacDonald; y su esposa, el caballo negro, estaba en B8, detrás del campesino MacDonald, en B7. Había en el tablero 16 mujeres y 16 hombres, eran dos equipos, con los matrimonios enfrentados y los sexos intercalados. Únicamente la colocación de los reyes y reinas rompía la simetría. El propio lord Hamilton se situó como rey blanco en E1; tenía a la duquesa a su izquierda como reina blanca en Di y enfrente al duque de Argyll, que hacía de rey negro en E8. Pero lady Hamilton ya no estaba entre ellos, así que en el papel de reina negra, en D8, Hamilton colocó a la viuda de MacQueen, con quien conversaba de tarde en tarde en la ciudad o en el cementerio, y a la que había echado el ojo.

Sólo ambos reyes podían decidir en cualquier momento qué piezas se moverían; los demás invitados no eran más que extras en ese aspecto formal del juego. Lord Hamilton no había ocultado que la partida de ajedrez podría prolongarse hasta tarde, tal vez hasta la madrugada, porque tanto el duque como él mismo eran expertos jugadores de ajedrez. Por otra parte, la partida debería ser también un juego de placer en el que todos los participantes tuvieran ocasión de conocerse. Cada pieza era un alma viva y los invitados fueron retados a entretenerse los unos con los otros de la mejor manera posible, mientras esperaban a que lord Hamilton y el duque decidieran los movimientos de las piezas. Además, conforme los participantes eran comidos, podían continuar la fiesta en el gran jardín.

Lord Hamilton abrió la partida ordenando al peón blanco MacArthur moverse dos casillas hacia delante, de E2 a E4, y el duque de Argyll respondió moviendo a la señora MacArthur otras dos casillas hacia delante, de E7 a E5, y con ello la partida estaba en marcha. El mayordomo, que corría de un lado para otro sobre el tablero de ajedrez con copas para todos los que se las pedían, fue el mejor testigo de lo que allí sucedió. Personalmente no sentía gran interés por el ajedrez, pero pronto se dio cuenta del tenso ambiente que reinaba sobre las losas de mármol. Aquí vamos a centrarnos únicamente en uno de los muchos dramas que allí se vivieron, que, por otra parte, fue el más importante.

Mary Ann MacKenzie, de unos 25 años, era una mujer de un encanto inusual. En el tablero hacía de peón blanco en D2, enfrente de su marido, Iain MacKenzie, en D7. Iain era mucho mayor que ella y durante años se le había conocido como un gran mujeriego. También había tenido varias amantes después de contraer matrimonio, y había cortejado a varias de las mujeres casadas de la región, dos de las cuales se encontraban esa noche en el tablero de lord Hamilton, con una copa de vino dulce en la mano.

Todo el mundo en aquel lugar sentía compasión por la bella Mary Ann. Se decía de MacKenzie que no sólo le era infiel, sino que también era un tirano en su hogar. Los dos cónyuges eran, pues, verdaderos antagonistas. De Mary Ann se decía que tal vez era la joven más dulce y bella de todas las Tierras Altas. Era tan encantadora que no es una exageración decir que todos los que la conocían se enamoraban inmediatamente de ella, y esto no sólo les pasaba a los hombres. Había algo extraño en Mary Ann que hacía que también muchas mujeres pasaran las noches en vela pensando en ella con gran ternura.

Iain era un elemento perturbador que en ciertas épocas había amenazado la estabilidad de más de un matrimonio del lugar, lo que no ocurría con Mary Ann, aunque pudiera parecer una paradoja. Cuando tanto la mujer como el marido de una granja se sentían atraídos por lo mismo, seguían bien avenidos, y así esa misteriosa mujer no hacía sino reforzar la relación entre los cónyuges. También se podría añadir que el amor físico entre éstos se veía estimulado por un deseo común por Mary Ann MacKenzie.

La primera pieza comida en la partida de ajedrez de esa noche en casa de lord Hamilton fue Mary Ann. Así tuvo libertad desde el principio para andar por el gran jardín, pasear por el complejo laberinto de setos o sentarse junto al estanque de las carpas a echar migas a los peces. Resultaba evidente que a Iain no le gustó que su esposa quedara libre en una fase tan temprana del juego. Desde el primer momento la siguió atento con la mirada.

La siguiente en abandonar las losas de mármol fue Aileen MacBride, que había hecho de peón negro en G7. Mary Ann estaba tan embriagada por el gran jardín, la hermosa noche de verano y la gran cantidad de vino dulce que enseguida tomó de las manos a la señora MacBride y se puso a bailar con ella por el césped. Al cabo de poco tiempo desaparecieron corriendo cogidas de la mano por el interior del laberinto, y algunas de las figuras del ajedrez pudieron ver cómo las dos mujeres se besaban y acariciaban. También Hamisch MacBride advirtió lo que estaba ocurriendo entre los arbustos, y se alegró mucho por su esposa, sin sentir ni pizca de celos, porque sabía muy bien que si él hubiera tenido oportunidad, no habría dudado en acariciar a Mary Ann. Luego, pasó mucho tiempo hasta que otros invitados pudieron abandonar las losas de mármol.

Conviene señalar que ésta es una historia muy compleja; de hecho, ha sido objeto de un sinfín de comentarios y análisis, pero aquí se abreviará todo lo que se pueda.

Fue una noche hechizada, como si los elfos y los ángeles de la guarda dirigieran lo que sucedía allí aquella noche de verano. Lord Hamilton y el duque se concentraban cada vez más en el juego, mientras la partida se encaminaba lentamente hacia un desenlace, y pronto el jardín estuvo lleno de alegres invitados liberados ya de las losas de mármol. Todos se congregaron en torno a Mary Ann, e incluso los de rango superior y sus esposas, que no la conocieron hasta esa noche, pululaban alrededor de ella, llenos de adoración y de deseo.

Por primera vez en la vida, Mary Ann se sintió libre para ser ella misma y derrochar su amor sin fondo. Y aunque no había en ella ni pizca de maldad, disfrutaba viendo cómo su marido Iain era empujado por el duque de un lado a otro del tablero, pues Iain MacKenzie se vio obligado a permanecer en el tablero hasta que el duque de Argyll dio jaque mate a lord Hamilton, ya casi de madrugada. Mary Ann tenía buenas razones para pensar que su marido la castigaría al llegar a casa, pero no pensaba en ello en ese momento, pues recordaba las infidelidades cometidas por él durante años y tenía fe en que reinara algo de justicia en este mundo. La noche todavía era suya.

Conforme iban quedando menos piezas en el tablero, la fiesta crecía en desenfreno, y se dijo que Mary Ann compartió su amor con todos los que estaban en el jardín aquella noche. Iain MacKenzie se vio obligado a permanecer sobre el mármol y presenciar cómo su esposa se convertía en la reina de la fiesta y en objeto de deseo casi colectivo, un juego sensual al que Mary Ann estaba más que dispuesta a jugar aquella noche. De esa manera, MacKenzie quedó expuesto con su vergüenza. Fue incapaz de intervenir, porque está claro que haberse permitido abandonar el tablero de ajedrez antes de finalizar la partida habría sido algo inaudito. Habría equivalido a rechazar la hospitalidad de lord Hamilton. No obstante, levantaba el brazo cada vez con mayor frecuencia para pedir al mayordomo que le llenara de whisky el vaso, que no soltó ni un momento. Transcurridas las horas, ya no estaba tan firme como al principio, pero con el vaso en la mano aún podía observar a Mary Ann, que una y otra vez se adentraba juguetona en el laberinto con una nueva mujer, un nuevo hombre o un matrimonio. Aquella noche, los celos no existían en el jardín de lord Hamilton. Todos amaron a Mary Ann, y así, de alguna manera, todos se amaron entre sí.

En cuanto lord Hamilton admitió su derrota ante el duque y le dio la mano para sellar su victoria, Iain MacKenzie fue tambaleándose al jardín en busca de su esposa. La encontró sentada en la hierba, abrazando con pasión al matrimonio MacIver. El marido la separó violentamente de ellos y le dio una bofetada, pero en cuestión de unos segundos se vio rodeado por una decena de piezas, y el comisario MacLachlan, que había cumplido con su deber haciendo de caballo blanco, lo arrestó.

Mary Ann no abandonó la finca de lord Hamilton aquella mañana. Naturalmente, se había esfumado toda posibilidad de continuar su matrimonio con Iain, y lord Hamilton, que de todos modos necesitaba una nueva ama de llaves, le ofreció quedarse.

Lord Hamilton recordaba todos los movimientos de la partida de ajedrez contra el duque de Argyll pero, por si acaso, los anotó con el fin de estudiar a fondo las causas por las que finalmente había sido vencido. Pasaba muchas horas en el jardín repitiendo, movimiento por movimiento, la partida sobre el mármol. A veces Mary Ann se sentaba delante del estanque de las carpas a charlar con él.

Durante algún tiempo circularon entusiasmados elogios sobre la noche de verano en la finca de lord Hamilton, y nadie lamentó que Mary Ann por fin hubiera conseguido vengarse de los muchos años de lujuria de Iain. Pero si fueron elfos y ángeles de la guarda los que protegieron el jardín de lord Hamilton aquella noche, fueron elfos negros y ángeles de la muerte los que se encargaron del epílogo. Poco tiempo después, se cometió una serie de terribles asesinatos en la región y, tras el tercero, el comisario MacLachlan cayó en la cuenta de que todas las víctimas habían estado en el tablero de ajedrez de lord Hamilton unas semanas o meses antes. Fue el mayordomo de lord Hamilton quien se puso en contacto con el comisario después del quinto asesinato, comunicándole, además, que todas las víctimas habían sido asesinadas en el mismo orden en que habían sido comidas en el tablero. Eran dos peones, dos alfiles y un caballo, con una sola excepción: la primera en abandonar el tablero aquella noche había sido Mary Ann MacKenzie. MacLachlan, que nunca olvidó a la etérea Mary Ann, anotó todo con gran interés. No le costó mucho comprender por qué el cruel asesino en serie había salvado a la preciosa joven. Por el contrario, pensó, no resultaba difícil adivinar que la causa de todos los asesinatos debía ser que el asesino —o los asesinos— quería eliminar a todo posible rival que le impidiera tener para él solo a la maravillosa diosa. Eso significaba también que había muchos candidatos a sospechosos.

Se cometieron el sexto y séptimo asesinatos, siempre como una macabra repetición de la fatal partida de ajedrez. La policía sabía ya quién iba a ser la próxima víctima y se proporcionaba a la persona en cuestión cierta protección, pero no fueron capaces de evitar que los asesinatos prosiguieran.

A casi todos se les dio muerte en el bosque o en algún prado, y siempre con un afilado cuchillo de carnicero. Pronto se había asesinado a casi la mitad de los invitados a la fiesta de disfraces de lord Hamilton, y así el asesino en serie se estaba acercando al lord y al duque, por no decir al comisario, que sabía muy bien que había abandonado el tablero en el decimosexto lugar.

Uno de los principales sospechosos era, naturalmente, Iain MacKenzie, que esa nefasta noche había sido objeto de una humillación irreparable por parte de su esposa, a la que, además, había perdido para siempre. Sin contar a lord Hamilton y al duque, MacKenzie fue el último invitado en abandonar el tablero, y de esa manera también podría —al menos en teoría— recordar cada movimiento de la partida. Pero cuando los asesinatos número 13 y 14 tuvieron lugar mientras MacKenzie estaba bajo arresto policial, lo soltaron con un amistoso golpecito en el hombro.

También lord Hamilton fue interrogado en la comisaría. Él fue quien perdió la partida de ajedrez, y no sin gestos de contrariedad. Además, conocía la partida movimiento por movimiento. La policía tuvo que preguntarle por qué había organizado una fiesta tan extraña.

Cuando el mayordomo fue llamado a la comisaría para ser interrogado, salieron a relucir ciertas desavenencias entre él y su amo, pero nunca llegó a ser calificado de sospechoso. Por otra parte, informó a la policía de que, tanto antes como después de la nefasta noche, se había sentido preocupado por la salud mental de lord Hamilton.

El matrimonio de campesinos que había excusado su presencia unos días antes de la fiesta también fue descartado como sospechoso.

Pero al final, la pillaron in fraganti tras haber entrado en los establos de MacIver y haberle clavado en el pecho un cuchillo de carnicero.

A Mary Ann le había resultado fácil acceder a las granjas de la región, a los bufetes de abogados y a las casas nobles. Y tampoco le había costado gran esfuerzo llevarse a las mujeres y los hombres del lugar al bosque.

El comisario MacLachlan era un policía de dilatada experiencia, pero se vio obligado a preguntar a Mary Ann el motivo de los asesinatos en serie más crueles de la historia de Escocia.

La bella Mary Ann contestó que el motivo había sido la vergüenza.

Fue una noche hechizada, y ella recordaba perfectamente todos los labios que había besado y todos los abrazos a los que con deseo y ternura se había entregado, pero después se sintió muy avergonzada de su libertinaje. Podría haber escogido el suicidio, pero eso no habría mejorado nada la situación. Mary Ann no soportaba la idea de que algunos de los invitados viviesen con el recuerdo de ella corriendo entre los arbustos del jardín de lord Hamilton, entregándose a media Escocia.

Mucha gente acudió a llorar desconsoladamente el día en que Mary Ann fue ahorcada en Glasgow, unos meses más tarde.