Últimamente se ha escrito y dicho mucho sobre el otoño. Y con razón, porque ha venido especialmente fuerte este año.
Las manzanas cuelgan como pesadas gotas de los árboles y caen al suelo sin romperse. Basta con llevárselas a la boca. Desde arbustos y matas salen lanzados las grosellas y los arándanos. Basta con poner debajo el frasco de mermelada. Las hojas caen nostálgicas de las ramas, posándose como una capa movediza sobre las calles. Vadeamos entre piñas y raíces que van dando tumbos disolutos por la ciudad.
¿Dónde va a acabar todo esto? Es como si la naturaleza entera estuviera a punto de desprenderse. Nada parece ya coherente.
Yo tampoco.
El pelo y las uñas crecen más deprisa que antes. Me han sacado dos muelas en un mes. Es como si el corazón estuviera más suelto en el pecho.
En este momento me quito la costra de una vieja herida y levanto cuidadosamente la membrana virginal —yo también soy un poco otoño.