Querido hijo (permíteme llamarte así), estoy narrando la historia de mi vida. Sé que un día vas a venir a este pueblo. Quizá pases por la panadería de la calle Waldemar, y te pares delante de la pecera para mirarla. Tú no sabes por qué vienes aquí, pero yo sé que has venido a Dorf para continuar la historia sobre la bebida púrpura y la isla mágica.
Estoy escribiendo en el mes de enero de 1946 y soy aún un hombre joven. Cuando te encuentres conmigo, dentro de treinta o cuarenta años, seré viejo y tendré el pelo blanco. Estoy contando mi historia a alguien que vendrá después de mí.
El papel sobre el que escribo es como un bote salvavidas, hijo desconocido. Un bote salvavidas puede navegar contra viento y marea, hasta llegar, tal vez, a un puerto lejano. Pero algunos de esos botes toman un rumbo totalmente distinto. Navegan hacia el País del Mañana, y, desde allí, no hay camino de retorno.
¿Y cómo sé yo que eres tú el que vas a llevar la historia al futuro? Lo veré cuando vengas hacia mí, hijo. Veré que llevas la señal.
Escribo en noruego para que me entiendas, pero también para que la gente de Dorf no pueda leer la historia de los enanos. Si así fuera, el secreto de la isla mágica se convertiría en una sensación y una sensación funciona siempre como una novedad, y una novedad nunca tiene una larga vida. Atrae la atención durante un día, y luego se olvida. Pero la historia de los enanos no debe apagarse jamás con el brillo de la noticia. Es preferible que sólo un ser humano conozca el secreto de los enanos a que todos los seres humanos se olviden de él.
Yo fui uno de los muchos que buscaron un nuevo paradero después de la Gran Guerra. Media Europa se había convertido de golpe en un campo de refugiados. Un continente entero se estaba despidiendo. No sólo éramos refugiados políticos, también éramos almas desalojadas, en busca de nosotros mismos.
Tuve que abandonar Alemania para iniciar una nueva vida, pero como suboficial del ejército del Tercer Reich, las posibilidades de huida no fueron muchas.
No sólo me encontré en una nación destrozada. De ese país del norte me había traído un amor también destrozado. Todo el mundo estaba fragmentado a mi alrededor.
Sabía que no podía vivir en Alemania, pero tampoco podía volver a Noruega. Al final logré llegar, a través de las montañas, a Suiza.
Por allí estuve vagando algunas semanas, pero en Dorf me encontré con el viejo panadero Albert Klages.
Yo bajaba de la montaña. Agotado por el hambre y la caminata de muchos días, vi de pronto un pequeño pueblo. El hambre me hizo correr, como un animal perseguido, a través del espeso bosque. Al poco tiempo, me desplomé delante de una vieja cabaña de madera. Oía el zumbido de las abejas y me llegaba un olor a leche y miel.
El viejo panadero debió de llevarme en brazos hasta el interior de la cabaña. Al despertarme sobre un camastro, vi a un hombre de pelo blanco sentado en una mecedora fumando en pipa. Cuando me vio mover los párpados, acudió inmediatamente a mi lado.
—Has vuelto a casa, querido hijo —dijo con voz reconfortante—. Sabía que un día llegarías a mi puerta para recoger el tesoro, hijo mío.
Debí de volver a dormirme. Cuando desperté de nuevo, estaba solo en la cabaña. Me levanté y salí afuera. Allí estaba sentado el viejo, inclinado sobre una mesa de piedra en la que había una hermosa pecera. Y, dentro de la pecera, nadaba un hermoso pez de muchos colores.
Se me ocurrió inmediatamente que era muy extraño que un pececito de un mar muy lejano pudiera nadar tan a gusto aquí, entre altas montañas, en el centro de Europa. Una parte viva del mar había sido llevada hasta los Alpes suizos.
—Grüss Gott! —saludé al viejo.
Se volvió y me miró con ojos bondadosos.
—Me llamo Ludwig —le dije.
—Y yo soy Albert Klages —replicó.
Se metió en la cabaña, pero volvió a salir al sol con leche, pan, queso y miel.
Señalando hacia abajo, al pequeño pueblo, dijo que se llamaba Dorf y que él tenía allí una pequeña panadería.
Me quedé a vivir unas semanas con el viejo. Pronto empecé a acompañarle a la panadería. Albert me enseñó a hacer pan y bollos, roscones y toda clase de pastas. Yo sabía de antes que los suizos eran grandes expertos en bollería y en pastelería.
Albert se alegró de tener ayuda, sobre todo para vaciar los enormes sacos de harina.
También intentaba relacionarme con la gente del pueblo. De vez en cuando visitaba la vieja taberna Schöner Waldemar.
Creo que la gente del pueblo llegó a apreciarme. Seguramente sabían que había sido soldado alemán, pero nadie me hacía preguntas sobre mi pasado.
Una noche, alguien hizo un comentario sobre Albert, quien tan bien me había recibido.
—Está un poco chiflado —dijo el labrador Fritz André.
—También lo estaba el anterior panadero —continuó el viejo tendero Heinrich Albrechts.
Cuando intervine en la conversación, preguntando qué querían decir con eso, al principio me contestaron con evasivas. Había bebido algunos vasos de vino y noté que la cara me ardía.
—¡Si no queréis contestar a mi pregunta, retirad por lo menos esos chismes maliciosos sobre el que os hace el pan que coméis! —dije.
No se dijo nada más sobre Albert aquella noche. Pero algunas semanas más tarde, Fritz volvió a hablar de ello:
—¿Sabes dónde consigue todos sus pececitos de colores?
Me había dado cuenta de que me prestaban un interés especial, porque compartía la casa con el viejo panadero.
—No sabía que tuviera más de uno —contesté, y era verdad—. Seguramente ése lo habrá comprado en Zurich, en una tienda de animales.
El viejo labrador y el tendero se echaron a reír.
—Tiene muchos más —añadió el labrador—. Una vez que mi padre volvía de cazar, Albert estaba ventilando sus pececitos. Los había colocado todos al sol, y no eran pocos, te lo digo yo, aprendiz de panadero.
—Además, nunca ha salido de Dorf —replicó el tendero—. Tenemos exactamente la misma edad, y, que yo sepa, nunca ha estado fuera de aquí.
—Algunos opinan que es un mago —añadió el labrador—, hay gente que dice que, además de hacer pan y bollos, también fabrica esos pececitos. Al menos una cosa es cierta, y es que no los ha pescado en el lago de Waldemar.
También yo empecé a preguntarme si verdaderamente Albert no estaría guardando un gran secreto. Había algunas frases que siempre se repetían en mis oídos. «Has vuelto a casa, querido hijo. Sabía que un día llegarías a mi puerta para recoger el tesoro, hijo.»
No quise herir al viejo panadero contándole los chismes del pueblo. Si de verdad guardaba un secreto, yo estaba seguro de que me lo desvelaría cuando llegara el momento oportuno.
Durante mucho tiempo, pensé que se hablaba tanto del viejo panadero porque vivía solo allá en lo alto, en las afueras del pueblo. Pero, esa vieja casa, también a mí me daba que pensar.
Al entrar en ella, te encontrabas en una gran sala con una chimenea y un rincón que servía de cocina. En la sala había dos puertas, una era la del dormitorio de Albert y la otra, la de un pequeño cuarto que me asignó cuando llegué a Dorf. Los techos no eran especialmente altos, pero al mirar la casa desde fuera resultaba claro que debía de haber un gran desván. Desde la colina detrás de la casa se veía, además, una pequeña claraboya en el tejado de pizarra.
Lo curioso era que Albert nunca hablaba del desván. Tampoco subía nunca, así que cada vez que mis compañeros mencionaban a Albert, me era inevitable pensar en ese desván.
Pero una noche que estuve en Dorf y que volví tarde a casa, oí al viejo andar por el desván. Me sorprendí tanto, y debo reconocer que también me asusté un poco, que salí corriendo a coger agua de la fuente. Tardé mucho, y cuando volví a entrar, Albert estaba sentado en la mecedora fumando su pipa.
—Llegas tarde —dijo, pero tuve la sensación de que estaba pensando en otra cosa muy distinta.
—¿Has estado en el desván? —pregunté. No sabía cómo me había atrevido a mencionar eso, simplemente se me escapó.
Dio un respingo. Pero luego me miró con esos ojos tan bondadosos, con los que me había mirado aquel día, varios meses antes, en que me recogió delante de la vieja casa cuando llegué completamente agotado.
—¿Estás cansado, Ludwig?
Negué con la cabeza. Era sábado por la noche. Al día siguiente podíamos dormir hasta que nos despertara el sol.
Se levantó y echó algunas ramas más al fuego.
—Entonces nos quedamos sentados aquí esta noche.
Albert vino a sentarse en la mecedora. Encontró algo de tabaco en un viejo estuche, llenó la pipa y la encendió.
—Nací aquí en Dorf en 1881 —empezó—. Era el más pequeño de cinco hijos. Quizás por eso era el que estaba más apegado a mi madre. Aquí, en Dorf, existía la costumbre de que los chicos se quedaran en casa, con la madre, hasta los 7 u 8 años, pero, cuando cumplían ocho, empezaban a acompañar a su padre al bosque y al campo.
»Recuerdo todas aquellas luminosas mañanas en que estaba en la cocina, pegado a las faldas de mi madre. Sólo los domingos nos reuníamos toda la familia. Entonces dábamos largos paseos juntos, comíamos tranquila y pausadamente y jugábamos a los dados por la noche.
»De repente, un día llegó la desgracia a la familia. Cuando yo sólo tenía 4 años, mi madre enfermó de tuberculosis. Convivimos con esa enfermedad durante mucho tiempo.
»Como era muy pequeño, no entendía muy bien lo que pasaba, pero recuerdo que mi madre se tenía que sentar a menudo para descansar. Poco a poco, se iba quedando postrada en la cama durante largas temporadas. A veces me sentaba al lado de su cama y le contaba cuentos que yo mismo había inventado.
»Un día la encontré inclinada sobre el banco de la cocina, con un violento ataque de tos. Al ver que tosía sangre, me enfadé tanto que empecé a destruir todo lo que encontré en la cocina: platos, tazas, vasos, todo lo que tuve a mano. En ese momento, comprendí que ella iba a morir.
»También recuerdo que mi padre entró en mi habitación un domingo por la mañana temprano, antes de que los demás se hubieran despertado.
»—Albert —dijo—. Tú y yo tenemos que hablar, porque ya no falta mucho tiempo para que tu madre muera.
»—¡No va a morir! —grité enfurecido—. ¡Estás mintiendo!
»Pero no mentía. Sólo permaneció con nosotros algunos meses más. Aunque era muy pequeño, me acostumbré a vivir con la idea de la muerte mucho antes de que llegara. Notaba que mi madre se iba quedando cada vez más pálida y delgada. Siempre tenía fiebre.
»Lo que mejor recuerdo es el entierro. Tanto mis dos hermanos como yo tuvimos que pedir prestada ropa de luto a amigos del pueblo. Fui el único que no lloré; estaba tan enfadado con mamá porque nos había abandonado que no derramé ni una lágrima. Desde entonces, siempre he pensado que la mejor medicina contra el dolor del alma es el enfado…
El viejo me miró, como si supiera que también yo llevaba dentro un gran dolor.
—Así mi padre tuvo que ocuparse de cinco hijos —prosiguió—. Al principio, nos arreglamos bastante bien. Además de trabajar en la pequeña granja, mi padre también se convirtió en el jefe de Correos del pueblo. En aquellos tiempos, Dorf sólo tenía doscientos o trescientos habitantes. Mi hermana mayor, que tenía 13 años cuando murió mi madre, empezó a ocuparse de la casa, y yo, que era demasiado pequeño para ayudar, pasaba mucho tiempo solo. Con frecuencia, iba al cementerio y me sentaba delante de la tumba de mi madre a llorar. Todavía no le había perdonado haber muerto.
»Pronto, mi padre comenzó a beber, primero sólo los fines de semana, pero al cabo de poco tiempo, también todos los días. Primero perdió el puesto en Correos, más tarde también la granja comenzó a decaer. Mis dos hermanos se fugaron a Zurich antes de hacerse adultos. Yo seguía solo como siempre.
»Con el tiempo, la gente empezó a molestarme diciéndome que mi padre siempre estaba “alegre”. Si le encontraban completamente borracho en el pueblo, alguien le solía ayudar a meterse en la cama. Pero el que recibía el castigo era yo. Al parecer, siempre era yo el que tenía que pagar por la muerte de mi madre.
»Finalmente, encontré un buen amigo: Hans el Panadero. Era un anciano de pelo blanco, que había llevado la pequeña panadería del pueblo durante muchísimos años. Pero no se había criado en Dorf, razón por la cual siempre fue considerado forastero. Además, era un hombre de pocas palabras. La gente del pueblo opinaba que nadie le conocía bien.
»Hans el Panadero había sido marinero, pero se había establecido de panadero en el pueblo al volver tierra adentro, tras haber pasado muchos años en el mar. Cuando andaba por la panadería en camiseta —lo que no era muy frecuente—, mostraba cuatro grandes tatuajes en los brazos. Eso le convirtió en un hombre algo misterioso a nuestros ojos. Nadie más en Dorf tenía tatuajes.
»Recuerdo especialmente el tatuaje de una mujer sentada sobre una gran ancla. Debajo del tatuaje ponía “MARÍA”. Circulaban muchas historias sobre ella. Unos decían que había sido su novia, y que había muerto de tuberculosis antes de cumplir los 20 años. Otros decían que Hans el Panadero había matado a una mujer alemana que se llamaba María, y que por eso se había instalado en Suiza…
Me parecía que Albert me miraba como si supiera que también yo me había fugado por una mujer. ¿¡No creería que yo la había matado!?, pensé.
Añadió:
—También había quien decía que María era el nombre de un barco con el que había navegado, pero que había naufragado en algún lugar del gran Atlántico.
Albert se levantó y cogió un gran queso de cabra y un pan. También puso sobre la mesa dos vasos y una botella de vino.
—¿Te aburro, Ludwig? —me preguntó.
Dije enérgicamente que no con la cabeza, y el viejo panadero prosiguió:
—Como yo era una especie de «niño callejero», me quedaba parado de vez en cuando delante de la panadería de la calle Waldemar. Tenía hambre, y me parecía que el hambre se aliviaba mirando los panes y las pastas. Un día, Hans el Panadero me hizo una señal para que entrara en la panadería y me dio un gran trozo de bizcocho de pasas. Desde ese día tenía un amigo. Ese día empieza mi era, Ludwig.
»Desde entonces pasaba muy a menudo a ver a Hans el Panadero. Creo que pronto descubrió lo solo que me encontraba, totalmente abandonado a mi suerte. Si tenía hambre, me daba un trozo de un pan recién hecho, otras veces, me regalaba suculentos pasteles y alguna que otra botella de refresco. Como compensación, empecé a hacer pequeños recados para él, y antes de cumplir los trece años, me había convertido en aprendiz de panadero. Pero eso fue después de muchos y largos años. Antes de eso, todo fue revelado. Entonces yo ya me había convertido en su hijo.
»Ese mismo año murió mi padre. Supongo que habría que decir que la bebida lo mató. Hasta el final, hablaba de que se encontraría con mi madre en el cielo. Mis dos hermanas se habían casado y vivían lejos de Dorf, y de mis dos hermanos no sé nada hasta la fecha…
Por fin, Albert echó vino en los vasos. Se acercó a la chimenea a vaciar la ceniza de su pipa. Luego la llenó de tabaco y la volvió a encender. La habitación se inundó de grandes y densas nubes de humo.
—Hans el Panadero y yo nos convertimos en un apoyo el uno para el otro. En una ocasión, también actuó como mi protector, cuando cuatro o cinco chicos se lanzaron sobre mí fuera de la panadería. Me habían tirado al suelo a puñetazos. Por lo menos, así es como lo recuerdo ahora. Yo ya sabía, desde hacía mucho tiempo, por qué era posible que sucedieran esas cosas. Era el castigo que merecía porque mi madre había muerto y mi padre era un borracho. Pero ese día Hans el Panadero salió hecho una furia. Fue algo que no olvidaré jamás, Ludwig. Me separó de ellos y les pegó a todos, ni uno se libró de algún que otro rasguño. Quizá estuviera más violento de lo estrictamente necesario, pero, desde ese día, nadie volvió a atreverse a hacerme nada.
»Bueno, esa pelea fue, en muchos aspectos, un momento crucial en mi vida. Hans el Panadero me hizo entrar en la panadería, sacudió su delantal blanco y abrió una botella de refresco que puso sobre el mostrador de mármol.
»—¡Bebe! —me ordenó.
»Hice como me dijo, y me pareció que ya me había recompensado con creces por la pelea.
»—¿Te ha gustado? —me preguntó, casi sin dejarme acabar el primer sorbo de la dulce bebida.
»—Muchas gracias —contesté sin más.
»—Si este refresco te ha sabido bien, te prometo que un día te ofreceré una bebida que te sabrá mil veces mejor.
»Yo pensaba, claro está, que estaba bromeando, pero nunca olvidé esa promesa. Fue por la manera en que lo dijo; y también por la propia situación. Él estaba todavía acalorado por el esfuerzo que había hecho fuera en la calle. Además, Hans el Panadero no solía bromear…
Albert Klages balbuceó y tosió. Pensé que se le había metido el humo por la garganta, pero debió de ser simplemente por la excitación. Me miró por encima de la mesa, con sus ojos negros algo entornados:
—¿Tienes sueño, chico? ¿Quieres que sigamos otro día?
Bebí un sorbo de vino y negué con la cabeza.
—Yo no tenía más que 12 años entonces —prosiguió ensimismado—. Los días transcurrían como antes, pero ya nadie en el pueblo se atrevía a meterse conmigo. Yo visitaba constantemente al panadero. Algunas veces charlábamos, otra veces se limitaba a darme un trozo de rosquilla antes de volver a enviarme a la calle. Lo veía muchas veces muy callado; pero, otras, me contaba emocionantes historias sobre el mar. Así aprendí muchas cosas de lejanos países.
»Siempre era yo quien pasaba a verle a la panadería. No me encontré jamás con él en otro sitio. Pero un frío día de invierno, cuando estaba sentado tirando piedras al hielo de la calle Waldemar, apareció de repente a mi lado.
»—Estás creciendo, Albert —se limitó a decir.
»—Cumpliré 13 años en febrero.
»—Bueno, bueno, creo que ha llegado el momento. Dime, ¿crees que ya eres lo suficientemente mayor como para guardar un secreto?
»—Guardaré todos los secretos que me quieras contar hasta el día en que me muera.
»—Eso pensaba yo. Y es importante, hijo mío, porque a lo mejor no me queda mucho tiempo de vida.
»—Claro que sí —me apresuré a contestar—. Te queda mucho tiempo.
»De repente, me quedé helado; tan helado como el hielo y la nieve que me rodeaban. Era la segunda vez en mi vida que me veía obligado a recibir un mensaje de muerte.
»Hizo como si no me hubiera oído, y siguió diciendo:
»—Sabes dónde vivo, Albert. Quiero que vayas a mi casa esta noche.
Albert Klages levantó el vaso y bebió un sorbo de vino.
Mirando su anciano rostro, me resultaba curioso pensar que ese hombre hubiera sido un día aquel niño desamparado que había perdido a su madre. Intenté imaginarme aquella extraña relación que se había ido entablando entre él y Hans el Panadero.
Yo también me sentía solo y abandonado cuando llegué a Dorf, pero él, que me recibió entonces, había sido tan desgraciado como yo.
Albert volvió a dejar el vaso sobre la mesa, y removió la leña en la chimenea con el atizador, antes de proseguir:
—Toda la gente de Dorf sabía que Hans el Panadero vivía en una cabaña de madera en las afueras de Dorf. Corrían muchos rumores sobre cómo era la cabaña por dentro, pero no creo que nadie hubiera entrado nunca en su casa. Por eso, no era de extrañar que sintiera cierto cosquilleo en el estómago, cuando aquella noche de invierno subía las nevadas cuestas que conducían a casa de Hans. Yo era la primera persona que iba a tener acceso a la casa del enigmático panadero…
»Sobre las montañas del este, se dibujaba una blanca luna llena y ya habían aparecido las primeras estrellas en el cielo de la tarde.
»Subiendo la última cuesta, me volví a acordar de que Hans había dicho que un día me iba a dar a probar una bebida mil veces mejor que el refresco que me dio después de la gran pelea. ¿Tendría algo que ver esa bebida con el gran secreto?
»Pronto divisé la casa en lo alto de la colina, y como seguramente ya habrás adivinado, Ludwig, esa casa es la misma en la que te encuentras ahora.
Asentí con la cabeza y el viejo panadero continuó:
—Dejé atrás la fuente, crucé el patio, que estaba cubierto de nieve, y llamé a la puerta. Hans el Panadero contestó:
»—¡Entra, hijo!
»Recuerda que yo no tenía más que 12 o 13 años en aquella época. Vivía todavía en la granja con mi padre, y me resultaba muy extraño que otro hombre me llamara “hijo”.
»Entré y fue como adentrarme en otro mundo. Hans el Panadero estaba sentado en una gran mecedora, y por toda la sala había peceras con peces de colores. Una franja del arco iris resplandecía en cada rincón.
»Pero no sólo había peces de colores. Permanecí de pie durante mucho rato, viendo cosas que no había visto jamás. Hasta muchos años más tarde, no fui capaz de dar nombre a todo lo que vi.
»Había botellas con barcos dentro, caracolas, estatuas de Buda y piedras preciosas, boomerangs y muñecas negras, viejos sables y espadas, cuchillos y pistolas, pufs persas y mantas indias de lana de llama. Me fijé especialmente en una extraña figura de cristal de un animal, que tenía la cabeza puntiaguda y seis patas. Era todo como un torbellino de países lejanos. A lo mejor había oído hablar de alguno de aquellos objetos, pero yo aún no había visto ninguna fotografía.
»El ambiente que se respiraba en el interior de la pequeña cabaña era muy distinto del que me había imaginado. Era como si ya no estuviera en casa de Hans el Panadero, sino en la de un viejo marino. Había varias lámparas de aceite encendidas —muy distintas de los quinqués que yo conocía—, que deberían de proceder de algún barco.
El viejo me invitó a sentarme en una silla junto a la chimenea, y era precisamente la silla en la que estás sentado tú ahora, Ludwig. ¿Entiendes?
Volví a asentir con la cabeza.
—Antes de sentarme en la silla, di una vuelta por la sala, mirando los peces de colores. Algunos eran rojos, amarillos y naranjas, otros eran verdes, azules y malvas. El único pececito de ese tipo que había visto antes era el que nadaba dentro de una pecera que había encima de una mesa en la trastienda de la panadería. A menudo me había quedado mirando ese pececito, mientras Hans amasaba sus panes.
»—¡Cuántos peces tienes! —exclamé mientras cruzaba la habitación para ir hacia él—. ¿Vas a decirme dónde los has capturado?
»Dijo riéndose:
»—Todo a su debido tiempo, hijo, todo a su debido tiempo. Dime, ¿te gustaría convertirte en el panadero de Dorf, el día que yo desaparezca?
»Aunque sólo era un niño, esa idea ya me había pasado por la cabeza. No tenía a nadie más en el mundo que a Hans el Panadero y su panadería. Mi madre había muerto, mi padre ya había dejado de preocuparse por mis idas y venidas, y todos mis hermanos se habían marchado de Dorf.
»—Ya había decidido ser panadero —dije solemnemente.
»—Eso me parecía, —replicó el viejo pensativo—. Hmm… Entonces, también tendrás que cuidar de mis peces. Y eso no es todo. También guardarás el secreto de la bebida púrpura.
»—¿La bebida púrpura?
»—Eso, y todo lo demás, hijo mío.
»—Cuéntame lo de la bebida púrpura.
»Levantó sus blancas cejas y susurró:
»—Primero hay que probarla, chico.
»—¿Y no puedes decirme a qué sabe?
»Negó con su vieja cabeza.
»—Los refrescos normales saben a naranja, pera o frambuesa, y ya está. Eso no ocurre con la bebida púrpura, Albert. Esa bebida sabe a todo eso a la vez, y también a frutas y a bayas que jamás has probado.
»—Entonces será muy buena —dije.
»—¡Más que buena! Los refrescos normales solamente dejan sabor en la boca… primero en la lengua y en el paladar, y luego un poco en la garganta. Pero la bebida púrpura también deja sabor más arriba, en la nariz y la cabeza, y más abajo, hasta las piernas, y también en los brazos.
»—Creo que estás bromeando.
»—¿Eso crees?
»El viejo parecía perplejo, así que decidí preguntarle algo más fácil de contestar.
»—¿De qué color es?
»Hans el Panadero se echó a reír.
»—Cuánto preguntas, chico; eso me gusta, pero no siempre resulta fácil contestarte; será mejor que te la enseñe.
»Dicho esto, se levantó y fue hacia la puerta que daba a un pequeño dormitorio. También allí había una gran pecera de cristal, con un pez de colores dentro. El viejo sacó una escalera de debajo de la cama, y la colocó contra la pared. En el techo vi una trampilla que estaba cerrada con un grueso candado.
»El panadero subió por la escalera y abrió la trampilla con una llave que sacó del bolsillo de la camisa.
»—Ven conmigo, hijo —exclamó—. Aquí no ha pisado nadie más que yo, desde hace más de cincuenta años.
»Le seguí al interior del desván.
»Por el tejado, a través de una pequeña claraboya, se filtraba la luz de la luna, que se posaba sobre viejos baúles y campanas de barco, cubiertos por una espesa capa de polvo y telarañas. Pero no era sólo la luna lo que iluminaba el oscuro desván. La luz de la luna era azul, pero allí se veía un maravilloso resplandor de todos los colores del arco iris.
»Hans el Panadero se paró en el último rincón del desván y señaló una vieja botella debajo del techo abuhardillado. Irradiaba una luz tan indescriptiblemente hermosa y brillante que tuve que taparme los ojos. El vidrio de la botella era transparente, pero lo que había dentro era rojo y amarillo, verde y malva, o de todos los colores a la vez.
»Hans levantó la botella y entonces vi que su contenido parecía un diamante líquido.
»—¿Qué es eso? —murmuré tímidamente.
»La expresión del viejo panadero se endureció.
»—Eso, chico, es la bebida púrpura. Son las últimas gotas que quedan en el mundo.
»—¿Y eso otro? —dije señalando una cajita de madera, que contenía un montón de naipes tan viejos y sucios que casi no se distinguían las figuras. Encima del montón estaba el 8 de picas. Apenas se podía distinguir el número 8 en el extremo superior izquierdo del naipe.
»Se puso el dedo índice sobre la boca y susurró:
»—Son los naipes del solitario de Frode, Albert.
»—¿¡Frode!? —exclamé.
»—Frode, sí. Pero esa historia la dejamos para otro día. Ahora vamos a bajar la botella a la sala.
»El anciano cruzó el desván llevando la botella en la mano. Parecía un gnomo con una linterna. La única diferencia era que esa linterna no era capaz de decidirse por una luz roja, verde, amarilla o azul. Salpicaba manchitas de colores por todo el desván, como si hubiera cientos de minúsculos faroles danzando.
»De vuelta en la sala, el panadero puso la botella sobre la mesa que había delante de la chimenea. Sus colores se reflejaban en los exóticos objetos de la habitación. La estatua de Buda se volvió verde; un viejo revólver, azul; y un boomerang, completamente rojo.
»—¿Es la bebida púrpura?
»—Las últimas gotas. Sí. Y menos mal, Albert, porque esta bebida es tan deliciosa que resulta peligrosa, y podría ser terrible si se vendiera en una tienda.
»Se levantó y volvió con una copita, en la que vertió algunas gotas. Se quedaron centelleando en el fondo, como cristales de nieve.
»—Basta —dijo.
»—¿No me das más? —pregunté sorprendido.
»El viejo negó con la cabeza.
»—Un pequeño sorbo es más que suficiente, porque el sabor de una sola gota de bebida púrpura dura horas.
»—Entonces, podría beber un poco ahora y otro poco mañana por la mañana —sugerí.
»Hans el Panadero volvió a decir que no.
»—No, no. Una gota ahora, y luego nunca más. Esa gota te sabrá tan bien que sentirás tentaciones de robar el resto. Por eso, en cuanto te hayas marchado, volveré a guardar la bebida bajo llave en el desván. Cuando acabe de contarte la historia de los naipes de Frode, te alegrarás de que no te haya dado toda la botella.
»—¿Tú la has probado alguna vez?
»—Una vez, sí. Pero hace más de cincuenta años.
»Hans el Panadero se levantó de su silla, cogió la botella con el diamante líquido, y la metió en el pequeño dormitorio.
»Cuando volvió, puso su brazo alrededor de mi hombro, y dijo:
»—Bebe ya. Éste es el momento más grande de tu vida, hijo mío. Siempre lo recordarás, pero jamás volverá a repetirse.
»Levanté la copa y bebí las brillantes gotas que estaban en el fondo. En cuanto la primera gota me rozó la punta de la lengua, me invadió una oleada de placer. Primero sentí todos los buenos sabores que había saboreado antes en mi corta vida, y luego, otros mil sabores diferentes invadieron mi cuerpo.
»Fue como lo había descrito Hans el Panadero: empezó en la boca, es decir, primero, en la punta de la lengua, pero luego me supo a fresa y frambuesa, a manzana y plátano, tanto en los brazos como en los pies. En la punta del dedo meñique de la mano, noté sabor a miel; en uno de los dedos del pie, a peras en conserva; y en la espina dorsal me supo a crema de vainilla. En todo el cuerpo sentí el aroma a mi madre. Era un olor que había olvidado, pero que había añorado durante todos esos años desde que murió.
»Cuando el primer huracán de sabores había cesado, fue como si el mundo entero estuviera dentro de mi cuerpo, como si yo fuera el cuerpo del mundo. Sentí de repente que todos los bosques y lagos, montañas y campos, formaban parte de mi propio cuerpo. Aunque mi madre estaba muerta, era como si ella estuviera en algún lugar allí fuera…
»Al mirar la pequeña figura verde de Buda, me pareció que empezaba a reírse. Volví a mirar las dos espadas que colgaban cruzadas en la pared; ahora era como si estuvieran practicando esgrima ellas solas. Sobre un gran armario, estaba la botella con el barco que había visto nada más entrar en la cabaña de Hans. Ahora tuve la sensación de encontrarme a bordo del viejo velero, navegando hacia una exuberante isla que se divisaba a lo lejos.
»—¿A qué sabe? —oí que decía una voz. Era la de Hans el Panadero. Se inclinó sobre mí y me tiró amistosamente del pelo.
»—Hmm… —dije simplemente, pues no sabía qué contestar.
»Y hasta hoy, sigo sin saber. Ignoro cómo describir el sabor de la bebida púrpura, habría que decir que sabía a todo. Sólo sé que, aún hoy, se me saltan las lágrimas al recordar lo buena que estaba.