Se despertó de repente. Tenía que ser de noche porque en la casa reinaba un silencio absoluto. Cecilia abrió los ojos y encendió la lámpara que había sobre la cama.
Oyó una voz que decía:
—¿Has dormido bien?
¿Quién era? No había nadie en la silla. Tampoco había nadie en ninguna otra parte de la habitación.
—¿Has dormido bien? —oyó de nuevo.
Cecilia se incorporó en la cama y echó un vistazo a la habitación. Alguien estaba sentado sobre el alféizar de la ventana. Allí sólo cabía un niño, pero no era Lasse. ¿Quién podía ser?
—No tengas miedo —dijo el desconocido; su voz era clara y alegre.
Él o ella llevaba una túnica blanca y estaba descalzo. Cecilia apenas podía vislumbrar su cara en el contraluz que producía el árbol de fuera.
Se restregó los ojos, pero la figura vestida de blanco seguía en el mismo sitio.
¿Era una chica o un chico? Cecilia no estaba muy segura, porque él o ella no tenía ni un pelo en la cabeza. Decidió que tenía que ser un chico, pero de igual forma podía haber decidido lo contrario.
—¿No puedes decirme si has dormido bien? —repitió el misterioso huésped.
—Que sí… Pero ¿quién eres tú?
—Ariel.
Cecilia se restregó los ojos de nuevo.
—¿Ariel?
—Sí, soy yo, Cecilia.
Ella negó con la cabeza.
—Sigo sin saber quién eres.
—Pues nosotros sabemos casi todo de vosotros. Es exactamente como en un espejo.
—¿Como en un espejo?
La figura se inclinó hacia delante, parecía que en cualquier momento iba a vencerse y caer sobre el escritorio.
—Vosotros sólo os veis a vosotros mismos. No sois capaces de ver lo que hay al otro lado.
Cecilia dio un respingo. Cuando era más pequeña, se colocaba a menudo delante del espejo del cuarto de baño, imaginándose que había un mundo al otro lado. Algunas veces había temido que los que vivían allí pudieran ver a través del espejo y espiarla mientras se arreglaba. O peor aún: se había preguntado si serían capaces de saltar a través de él y aparecer de repente en el cuarto de baño.
—¿Has estado aquí antes? —preguntó.
Ariel afirmó solemnemente con la cabeza.
—¿Cómo haces para entrar?
—Nosotros podemos entrar en todas partes, Cecilia.
—Papá suele cerrar la puerta. En invierno cerramos todas las ventanas…
Ariel no daba ninguna importancia a eso:
—Esas cosas no nos afectan.
—¿Esas cosas?
—Puertas cerradas y cosas por el estilo.
Cecilia reflexionó un buen rato. Tenía la sensación de que acababa de ver un truco cinematográfico. Ahora dio marcha atrás a la película y volvió a verlo todo de nuevo:
—Dices «nosotros» y «nos» —precisó—. ¿Tantos sois?
Él asintió:
—Muchísimos, sí. Caliente, caliente…
Pero Cecilia estaba harta de jugar a las adivinanzas, así que dijo:
—En el mundo entero hay 5.000 millones de personas. He leído, por otra parte, que la Tierra tiene 5.000 millones de años. ¿Has pensado en eso?
—Claro que sí. Vais y venís.
—¿Qué has dicho?
—Cada segundo Dios saca flamantes niños de la manga de su chaqueta. ¡Abracadabra! También hay algunas personas que desaparecen cada segundo. Como en el juego de las sillas: se empieza a jugar, y enseguida Cecilia queda fuera del juego.
Notó cómo le subían los colores a las mejillas.
—Tú también vas y vienes —dijo.
Ariel negó firmemente con esa cabecita que no tenía ni un pelo:
—¿Sabías que esta habitación fue el dormitorio de tu abuelo materno?
—Claro que sí. ¿Y tú cómo lo sabes?
Ariel había empezado a mover las piernas, que le colgaban por debajo del alféizar. A Cecilia le recordaba a un muñeco.
—Entonces estamos en marcha —anunció.
—¿En marcha para qué?
—No me has contestado a si has dormido bien. Pero estamos en marcha de todos modos. Siempre se tarda un poco en ponerse en marcha de verdad.
Cecilia inspiró y volvió a echar el aire pesadamente. Dijo:
—Tú tampoco has contestado a cómo sabías que ésta era la habitación de mi abuelo.
—«¿Cómo sabías que ésta era la habitación de mi abuelo?» —repitió Ariel.
—¡Eso!
Ariel daba golpecitos con los pies:
—Nosotros estamos aquí desde el principio de los tiempos, Cecilia. Cuando tu abuelo era pequeño, pasó unas Navidades enteras en la cama a causa de una grave pulmonía, y eso fue mucho antes de que existieran buenas medicinas.
—¿También estuviste aquí entonces?
Movió afirmativamente la cabeza.
—Nunca olvidaré sus ojos tristes. Eran como dos pajaritos abandonados.
—«Como dos pajaritos abandonados» —suspiró Cecilia.
Le miró y se apresuró a añadir:
—Pero pasó. Se recuperó completamente.
—Completamente, sí.
Hizo un gesto brusco. En una décima de segundo, se puso de pie sobre el alféizar, cubriendo casi toda la ventana. Cecilia seguía sin ver su cara del todo debido al fuerte contraluz.
¿Cómo había logrado levantarse sin caerse sobre el escritorio? Era como si no pudiera caerse.
—También me acuerdo de los pastores que se encontraban en el campo —dijo.
Cecilia pensó en lo que le había leído su abuela de la Biblia.
—«Gloria a Dios en los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» —citó Cecilia—. ¿Eso es lo que quieres decir?
—El ejército celestial, sí. Fuimos un gran grupo de animadores.
—No me lo creo.
Ariel ladeó la cabeza y por fin Cecilia pudo ver un poco mejor su rostro. Le recordó la cara de una de las muñecas de Marianne.
—Lo siento por ti —dijo Ariel.
—¿Porque estoy enferma?
Ariel negó con la cabeza.
—Quiero decir que debe de resultar incómodo no creer en la persona con la que estás hablando.
—¡Bah!
—¿Es verdad que a veces sois tan desconfiados que os ponéis negros por dentro?
Cecilia hizo una mueca de desagrado.
—Sólo estoy preguntando —aseguró Ariel—. Porque aunque hemos visto ir y venir a los seres humanos, no sabemos exactamente cómo es eso de ser de carne y hueso.
Cecilia se revolvía en la cama, pero Ariel no se callaba.
—Por lo menos debe de ser desagradable desconfiar tanto, ¿no?
—Aún más desagradable es mentir descaradamente a una niña enferma.
Ariel se tapó la boca y dejó escapar un grito de susto:
—¡Los ángeles no mienten, Cecilia!
Ahora le tocó a ella asustarse:
—¿De verdad eres un ángel?
Asintió levemente, como si no fuera algo de lo que vanagloriarse. A Cecilia se le bajaron inmediatamente los humos. Al cabo de un instante, dijo:
—Eso es lo que he pensado todo el tiempo. Es verdad. Pero no me he atrevido a preguntar por si me equivocaba. Porque no estoy del lodo segura de si creo en los ángeles o no.
Ariel quitó importancia al tema con un gesto:
—Oye, ese juego podemos dejarlo, ¿sabes? Imagínate que yo te dijera que no estoy del todo seguro de si creo en ti. En ese caso, sería completamente imposible probar quién de los dos tiene razón.
Como para demostrar que era un ángel hecho y derecho, bajó de un salto al escritorio y comenzó a pasearse por el tablero. Un par de veces pareció estar a punto de perder el equilibrio y caerse al suelo, pero siempre volvía a enderezarse justo antes de que fuera demasiado tarde. Y también en una ocasión pareció recuperar el equilibrio después de haberlo perdido.
—Un ángel en mi casa —murmuró Cecilia para sus adentros, como si fuera el título de un libro que hubiera leído.
—Nosotros simplemente nos llamamos hijos de Dios —replicó Ariel.
Cecilia le miró de reojo:
—Al menos tú…
—¿Qué quieres decir con eso?
Cecilia intentó incorporarse más en la cama, pero volvió a caer pesadamente sobre la almohada. Dijo:
—¡Pero si sólo eres un ángel infantil!
Ariel se rió. Era una risa casi silenciosa.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia? —preguntó Cecilia.
—«Ángel infantil.» ¿No te parece una expresión divertida?
Cecilia no sabía decir por qué no le parecía una expresión divertida.
—Pero, si no eres un ángel adulto —dijo—, tienes que ser un ángel infantil.
Ariel volvió a reírse, esta vez haciendo más ruido.
—Los ángeles no crecen en los árboles. Para ser exactos, no crecemos ni mucho ni poco, así que tampoco nos hacemos «adultos», claro.
—¡Creo que voy a desmayarme! —exclamó Cecilia.
—Sería una pena ahora que estamos en marcha.
—Pero yo creía que todos los ángeles eran mayores —insistió Cecilia.
Ariel se encogió de hombros.
—De eso no tienes ninguna culpa. Lo único que puedes hacer es adivinar lo que hay al otro lado.
—¿Quieres decir que no hay ángeles adultos?
Ariel dejó escapar una risa cristalina, que le recordó a Cecilia a cuando Lasse dejaba caer sus canicas por el suelo de la cocina. Por lo menos esta vez no tendría que ayudarle a recogerlas.
—¡Conque no existe ningún ángel adulto…! —concluyó Cecilia—. Por mí vale; pero, entonces, tampoco hay ningún sacerdote que diga la verdad, porque todos los sacerdotes presumen de que hay montones de ángeles adultos en el cielo.
Por un instante permanecieron en silencio; luego, el ángel Ariel, haciendo un gesto con un brazo, exclamó:
—¡El cielo está repleto de ángeles adultos! ¡Repleto!
Como Cecilia no contestó enseguida, él siguió:
—Es muy interesante hablar contigo, Cecilia.
Cecilia estaba mordiéndose el pulgar. Luego se le escapó:
—Me pregunto cómo es ser adulto.
Ariel se sentó en el escritorio con las piernas desnudas colgando por el borde:
—¿Quieres hablar de ello?
Cecilia se quedó mirando al techo.
—Mi profesor dice que la infancia no es más que una etapa en el camino de hacerse adulto. Y que por eso tenemos que hacer todos los deberes y prepararnos para la vida de adultos. Suena muy tonto, ¿no?
Ariel asintió:
—Sí, porque en realidad es exactamente lo contrario, ¿sabes?
—¿El qué?
—Ser adulto es una mera etapa en el camino hacia el nacimiento de más niños.
Cecilia reflexionó antes de contestar:
—Pero los adultos fueron creados primero; si no, no habría habido niños.
Ariel negó con la cabeza:
—Te equivocas de nuevo. Los niños fueron los primeros en ser creados; si no, no habría adultos.
A Cecilia se le ocurrió algo muy ingenioso:
—Depende de lo que fuera primero: la gallina o el huevo.
Ariel volvió a mover las piernas:
—¿Todavía seguís con esa incógnita? La primera vez que la oí fue en boca de un viejo vendedor de gallinas en la India, pero de eso hace miles de años. Estaba agachado sobre una gallina que acababa de poner un gran huevo. Luego, rascándose la cabeza, dijo: «Me pregunto qué fue primero: la gallina o el huevo».
Cecilia miró perpleja a Ariel, y el ángel explicó:
—Es evidente que el huevo fue lo primero.
—¿Por qué?
—Porque, si no, no habría ninguna gallina. ¿No creerás que la primera gallina del mundo salió aleteando del aire, no?
Cecilia se sentía ya algo aturdida. No estaba segura de haber entendido todo lo que el ángel había dicho, pero lo que había captado le parecía muy acertado. Por fin había resuelto el viejo enigma, pensó. Ojalá lograra acordarse de todo al día siguiente…
—Lo mismo ocurre con los niños —prosiguió Ariel—. Ellos son los que llegan al mundo en primer lugar. Los adultos siempre vienen cojeando detrás. Cada vez hay más cojos, conforme van envejeciendo.
A Cecilia las palabras de Ariel le parecían tan acertadas que le entraron ganas de anotarlas en el cuaderno chino, para que 110 se le olvidaran. Pero no se atrevió a hacerlo delante del ángel. Dijo:
—Pero Adán y Eva eran adultos.
Ariel negó con la cabeza:
—Se hicieron adultos. Ésa fue la gran metedura de pata. Cuando Dios creó a Adán y a Eva, eran niños curiosos que trepaban a los árboles y paseaban a sus anchas por el jardín que acababa de crear. No tenía sentido crear un jardín así de grande si no había niños para jugar en él.
—¿Es verdad eso?
—He dicho ya que los ángeles no mienten.
—¡Cuéntame más cosas!
—Y luego, la serpiente los tentó para que comiesen del Árbol de la Ciencia, y entonces comenzaron a crecer. Cuanto más comían, más crecían. De esa manera fueron expulsados, poco a poco, del paraíso de la infancia. Los pequeños bandidos estaban tan hambrientos de conocimientos que acabaron por salirse del todo del paraíso a fuerza de comer.
Cecilia se quedó boquiabierta y Ariel la miró condescendiente:
—Pero lodo esto lo habrás oído antes.
Ella contestó:
—No. Había oído que Adán y Eva fueron expulsados del paraíso, pero nadie me había dicho que fuera del paraíso de la infancia.
—Bueno, algo podrías haber adivinado por tu cuenta. Pero vosotros conocéis sólo en parte. Veis por un espejo y oscuramente…
Cecilia sonrió con astucia.
—Creo que puedo imaginarme a los pequeños Adán y Eva cuando corrían entre los árboles del gran jardín.
—¿Qué fue lo que dije?
—¿Cómo?
—Adivinas bastante bien a pesar de todo. ¿Sabías que los seres humanos utilizan sólo un reducido porcentaje de la capacidad de sus cerebros?
Cecilia asintió con la cabeza, porque precisamente había leído algo de eso en Ciencia Ilustrada.
—Me gustaría oír algo más sobre Adán y Eva —suplicó.
Por fin logró incorporarse mejor en la cama. Ariel seguía moviendo las piernas mientras hablaba:
—Primero empezó a crecerles todo el cuerpo, y luego llegaron a la pubertad. Eso formaba parte del castigo, pero también fue un consuelo para Dios y para los seres humanos.
—¿Por qué?
—Porque así podía traer al mundo nuevos seres humanos. Y así ha sido siempre desde entonces. Dios se ha encargado de que nazcan siempre niños que puedan descubrir el mundo de nuevo. Y de la misma manera, también ha procurado que la creación no termine nunca; porque, cada vez que nace un niño, el mundo es creado de nuevo.
—¿Porque, cuando llega un niño al mundo, este mundo es, de alguna manera, completamente nuevo para el niño?
Ariel asintió:
—En realidad, puedes decir que es el mundo el que llega al niño. Nacer es lo mismo que recibir un mundo entero de regalo, con sol por el día, luna por la noche y estrellas en el cielo azul, con un mar que baña las playas, bosques tan profundos que ni conocen sus propios secretos, y extraños animales que pasan velozmente por el paisaje. Porque el mundo jamás se vuelve viejo y canoso. Sois vosotros los que os volvéis viejos y canosos. Mientras nazcan niños, este mundo seguirá siendo tan flamante como en el séptimo día, cuando el Señor descansó.
Cecilia seguía con la boca medio abierta y el ángel prosiguió:
—No fue a Adán y a Eva a los únicos que creó. Tú también has sido creada, al menos un poco. De repente, un día te tocó a ti ver la creación del Señor. Dios te sacudió de la manga de su chaqueta y te pellizcaste en el aire para comprobar que estabas viva. Y viste que todo era bueno.
Cecilia no pudo reprimir la risa. Preguntó:
—¿De verdad que habéis estado por ahí todo el tiempo?
El ángel Ariel asintió solemnemente:
—Sí, de acá para allá. Pero seguimos con tanta curiosidad ante la creación como hace media eternidad. Por supuesto, no faltaría más, porque nosotros todo lo observamos desde fuera. En la creación, sólo los niños tienen tanta curiosidad como nosotros, porque también ellos llegan, de alguna manera, de fuera.
Desde que Cecilia estaba enferma en la cama, pensaba a menudo algo parecido: los adultos siempre tenían que pensárselo mucho antes de decidirse a hacer algo divertido. Y tampoco había nada que los sorprendiera de verdad. «Las cosas simplemente son así, Cecilia», decían.
—Dios también quiere un poquito a los mayores, ¿no? —preguntó.
—Seguro que sí, aunque todos se han vuelto un poco incoherentes después del pecado original.
—¿Incoherentes?
—El mundo se ha convertido para ellos en un hábito. Eso no ocurre con los ángeles del cielo. Aunque existamos desde siempre, nunca dejamos de sorprendernos de lo que Dios ha creado. Por cierto, él mismo está bastante sorprendido. Por eso se alegra más con los niños curiosos que con los adultos y su falta de asombro.
Cecilia no paraba de pensar; tenía la sensación de que su cabeza echaba chispas. Lo mismo le había pasado muchas veces antes. En varias ocasiones, estando enferma en la cama, su cabeza había sido como una feria de ideas brillantes, con la única diferencia de que no necesitaba sacar billete para la montaña rusa.
—La mayor parte de los adultos se ha acostumbrado tanto al mundo que le parece ya algo completamente normal la creación —precisó Ariel—. Resulta un poco cómico, porque sólo están aquí de visita.
—¡De acuerdo!
—¡Estamos hablando del mundo, Cecilia! ¡Como si el mundo no fuera una sensación! Quizá el cielo debería haber insertado con cierta regularidad un anuncio en los grandes periódicos: «¡Aviso importante a todos los ciudadanos del mundo! No se trata sólo de un rumor: ¡EL MUNDO ESTÁ AQUÍ Y AHORA!».
Cecilia se sentía algo aturdida al escuchar al ángel Ariel, y también porque no paraba de mover sus piernas desnudas. Dijo:
—¿No habría sido mejor que Dios hubiera expulsado a aquella asquerosa serpiente del paraíso, para que Adán y Eva hubieran podido jugar al escondite en el jardín para siempre?
El ángel Ariel ladeó la cabeza y dijo:
—No fue tan sencillo; porque, como estáis hechos de carne y hueso, no podéis vivir eternamente como los ángeles en el cielo. Pero Dios no tuvo valor para decidir que una parte del sistema de la creación implicara que los niños tuvieran que morir. Era preferible dejarles hacerse mayores primero.
—¿Por qué?
—Resulta mucho más fácil despedirse del mundo cuando se tienen doce nietos y se está algo mareado y somnoliento y, además, harto de vivir.
Esta última declaración no impresionó mucho a Cecilia.
—Algunas veces también mueren los niños —objetó—. ¿No es eso muy tonto?
—«¿No es eso muy tonto?» —repitió el ángel Ariel—. «¿No es eso muy tonto?»
Como no dijo nada más, Cecilia volvió a tomar la palabra:
—¿Estás totalmente seguro de que Adán y Eva fueron niños?
—Completamente seguro, sí. ¿No se te ha ocurrido jamás que los niños son los que más se parecen a los ángeles del cielo? ¿O has visto alguna vez un ángel con canas, espalda curvada y profundas arrugas en la cara?
Hubo algo en esa respuesta que originó las protestas de Cecilia:
—A mí mi abuela no me parece fea aunque sea vieja.
—«Mi abuela no me parece fea» —repitió Ariel—. No he dicho eso. Porque dentro de su cuerpo vive una pequeña Eva que una vez fue completamente nueva en este mundo. Lo demás es, simplemente, algo que le ha ido creciendo por fuera con el paso de los años.
Cecilia suspiró profundamente:
—Si me permites decir lo que siento, me parece que todo ese «sistema de la creación» es una tontería.
—¿Por qué?
—Yo no tengo ninguna gana de hacerme mayor. Por lo menos no quiero morir nunca. ¡Nunca!
El rostro del ángel se ensombreció:
—Tendrás que intentar no perder el contacto con la niña pequeña que hay dentro de ti. Ése es el caso de tu abuela, que incluso es capaz de ponerse una máscara de payaso con el único propósito de hacerte reír. ¿Verdad?
—¿También estuviste aquí ese día?
—¡Sí señorita!