Creo que tuve una infancia feliz. Mi madre no lo creía. Fue informada de la conducta asocial de su Petter incluso antes de que éste comenzara el colegio.
La primera vez que citaron a mi madre para mantener una charla seria sobre mí fue en la guardería, porque llevaba toda la mañana mirando jugar a los demás, pero no estaba ni triste ni incómodo. Me divertía ver lo intensamente que vivían mis compañeros. A muchos niños les divierte contemplar gatitos, canarios o hámsteres. A mí también, pero me resultaba aún más divertido contemplar a niños de verdad. Además, era yo quien los dirigía, el que decidía todo lo que decían o hacían. Ellos no lo sabían, ni tampoco la profesora. Algunas veces tenía mucha fiebre y me veía obligado a quedarme en casa, escuchando las cotizaciones en bolsa por la radio. Esos días no ocurría nada en la guardería. Los niños se limitaban a quitarse y ponerse sus monos. No los envidiaba. Creo que ni siquiera se comían el sándwich.
A mi padre sólo lo veía los domingos. Solíamos ir al circo. El circo estaba bastante bien, pero, al volver a casa, me ponía a planificar el mío propio. Era mucho mejor. Todo esto era antes de saber escribir, pero construí mi propio circo en la cabeza. No era muy difícil. También lo dibujaba, no sólo la carpa y las jaulas, sino también todos los animales y artistas. Eso sí era difícil. No era buen dibujante. Dejé de dibujar mucho antes de comenzar el colegio.
Estaba sentado en la enorme alfombra sin mover un dedo, y mi madre me preguntó varias veces en qué estaba pensando. Dije que estaba jugando al circo, lo cual era verdad. Me preguntó si quería que jugáramos a otra cosa.
La niña que cuelga del trapecio se llama Panina Manina, dije. Es la hija del director del circo. Pero nadie en el circo lo sabe, ni siquiera ella, ni tampoco el director.
Mi madre escuchaba con atención, bajó el volumen de la radio y yo proseguí: Un día se cae del trapecio y se desnuca, es la última función, cuando ya no queda más gente en la ciudad que quiera ir al circo. El director del circo se inclina sobre la desgraciada niña y descubre la fina cadena que lleva al cuello. De la cadena cuelga un amuleto de ámbar, y dentro del amuleto hay una araña que tiene millones de años. Entonces el director del circo se da cuenta de que Panina Manina es su hija, porque él mismo le compró ese raro amuleto el día en que la niña nació.
Así que por lo menos sabía que tenía una hija, objetó mi madre.
Pero él creía que la niña se había ahogado, expliqué, porque la hija del director del circo se cayó al río Aker cuando tenía un año y medio. Entonces se llamaba simplemente Anne Lise. El director del circo no sabía que seguía viva.
Mi madre abrió los ojos de par en par. Daba la impresión de no creerse lo que le estaba contando, por eso añadí: Pero, por fortuna, una pitonisa que vivía sola en una caravana de color rosa en Nydalen la rescató del agua helada. Y desde ese día, la hija del director del circo vivió en la caravana con la pitonisa.
Mi madre se había encendido un cigarrillo. Estaba en medio de la habitación exhibiendo un ajustado traje de chaqueta. ¿De verdad vivían en una caravana?
Asentí con la cabeza. La hija del director del circo había vivido en una caravana desde que nació, por eso le hubiera resultado muy extraño mudarse a un piso moderno en un bloque de Frysja. La pitonisa no sabía cómo se llamaba la niña, pero le puso de nombre Panina Manina, y ése es el nombre que ha tenido hasta hoy.
¿Y cómo volvió al circo?, preguntó mi madre.
No creo que sea muy difícil de entender, dije; cuando se hizo mayor, fue por su propio pie al circo. No le resultó complicado, ¡pues sucedió antes de quedarse inválida!
Pero es imposible que pudiera recordar que su padre era el director del circo, protestó mi madre.
Me sentí abatido. No era la primera vez que mi madre me decepcionaba, a veces podía llegar a ser bastante simple.
Ya hemos hablado de eso, señalé. Te he dicho que ella no sabía que era la hija del director del circo, ni él tampoco. Evidentemente, no podía reconocer a su propia hija, ya que no la veía desde que tenía año y medio.
Llegado a este punto, mi madre pensó que me detendría a pensar en cómo seguir, pero no fue así. Continué: El mismo día en que la pitonisa recogió del río a la hija del director del circo, miró fijamente su bola de cristal y predijo que la niña llegaría a ser una famosa artista de circo, así que Panina Manina se fue un buen día al circo por su propio pie, porque ya sabes que todo lo que una pitonisa ve en su bola de cristal se cumple. Por eso la pitonisa le puso a la niña un nombre circense; y para curarse en salud, le enseñó algunas valiosas artes del trapecio.
Mi madre había apagado el cigarrillo en un cenicero que había sobre el piano verde. Dijo: Pero ¿por qué tuvo que enseñarle la pitonisa…?
La interrumpí: Cuando Panina Manina llegó al circo y mostró sus artes, enseguida le dieron trabajo, y en poco tiempo era más famosa que Abbott y Costello. Pero el director del circo seguía sin saber que era su hija. Si lo hubiera sabido, no le habría permitido hacer todos esos peligrosos ejercicios en el trapecio.
Creo que me doy por vencida, dijo mi madre. ¿Damos un paseo por el parque?
Pero yo proseguí: Además, la pitonisa había visto en la bola de cristal que Panina Manina se rompería la nuca en el circo, y nadie puede hacer nada contra una verdadera profecía. Por eso cogió sus bártulos y se mudó a Suecia.
Mi madre había ido a la cocina a por algo. Ahora estaba de nuevo delante del piano con un gran repollo en las manos. Al menos no era una bola de cristal. Se había quedado estupefacta: ¿Por qué se mudó a Suecia?
Ya había reflexionado sobre ese punto, y contesté: Porque así no tendría que discutir con el director del circo sobre con quién de ellos viviría Panina Manina cuando se rompiera la nuca y no pudiera valerse por sí misma.
¿La pitonisa sabía que el director del circo era el padre de la niña?, preguntó mi madre.
No hasta que Panina Manina iba camino del circo, expliqué. En ese momento, y no antes, vio en la bola de cristal que la chica se reuniría con su padre en cuanto se rompiera la nuca, así que era mejor que cogiera la caravana y se mudara a Suecia. Le pareció muy bien que Panina Manina volviera por fin a reunirse con su padre, pero no le pareció tan bien que tuviera que romperse la nuca para que él la reconociera.
No sabía cómo seguir, no porque fuera difícil sino por todo lo contrario: porque había muchas posibilidades entre las que escoger. Dije: Ahora, Panina Manina está sentada en una silla de ruedas en el circo, vendiendo algodón de azúcar. Es un algodón de azúcar hecho de una manera tan especial que todos los que lo comen se ríen tanto de los payasos que casi pierden el aliento. Y una vez hubo un niño que lo perdió. Le pareció muy divertido reírse de los payasos, pero no tanto perder el aliento.
En realidad, el cuento sobre Panina Manina acabó ahí, pues ya había empezado a contar la historia del niño que se rió tanto que perdió el aliento. Además, tenía muchos más artistas del circo en que pensar, pues era responsable de todo el circo.
Eso no lo sabía mi madre. Preguntó: Panina Manina también tendría una madre, ¿no?
No, contesté creo que gritando. ¡Porque había muerto!
Y entonces me eché a florar. Puede que me pasara una hora entera florando. Como siempre, mi madre me consoló. No lloraba porque la historia fuera triste. Lloraba porque me daba miedo mi propia imaginación. También me daba miedo el hombrecillo del bastón de bambú. Él había estado sentado en el puf persa mirando los discos de mi madre mientras yo contaba la historia, pero ahora se había puesto a andar por la habitación. Sólo yo podía verlo.
Al hombrecillo del sombrero verde lo vi por primera vez en un sueño, pero salió del sueño y desde entonces me ha perseguido por la vida. Cree que es él quien decide sobre mí.
Resultaba demasiado fácil imaginarse cosas, era como bailar sobre una fina capa de hielo, como hacer divertidas piruetas en una frágil membrana sobre «setenta mil fanegas de profundidad». Siempre había algo frío y oscuro amenazando bajo la superficie.