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Zoé se puso en pie y echó a andar hacia la orilla de la playa bajo la luz crepuscular. No tardaría en salir el sol. Gabriel, con la mirada perdida en la arena, retenía la última frase que ella había pronunciado: es hora de abortar este experimento.

Transcurrieron segundos. Largos segundos. Hechizado, hipnotizado, envenenado por la revelación de Zoé, no logró arrancarle un movimiento a su cuerpo ni una idea a su mente hasta que a su cerebro llegó la retardada visión de aquella mujer levantándose de su lado para caminar hacia la orilla de la playa. La extraña certeza de que siempre había sabido todo lo que ella le acababa de revelar resucitó la duda que arrastraba desde las mazmorras: ¿qué quería de él? Y fue aquella pregunta la que le impulsó a buscarla con la mirada.

Al levantar la vista para localizarla experimentó la sensación de estar saliendo de un profundísimo trance. Volvía el rumor de las olas, el frescor de la brisa, el olor a mar. Zoé no apareció a lo lejos, donde la había supuesto, sino que sus ojos se tropezaron con su silueta mucho más cerca, a apenas veinte pasos de él. No había transcurrido ni medio minuto desde que ella se levantara. Viéndola tan cerca Gabriel se levantó y echó a correr torpemente sobre la arena para atraparla. Necesitaba saber qué quería de él. Necesitaba saber qué sentido tenía contarle la historia de su vida si ya nos había condenado a la extinción. Pero no había recorrido Gabriel ni diez metros cuando vio a Uno y a Tres sentados cerca de la orilla de la playa. Estaban a unos treinta metros de Zoé, quien, sin duda, caminaba hacia ellos. Un tanto desconcertado, Gabriel aminoró el ritmo de su persecución. Caminando podría observar mejor qué sucedía. En cuanto él dejó de correr, Uno y Tres se pusieron en pie. Acababan de ver a Zoé y acudían a su encuentro. A Gabriel no le importaba que estuvieran juntos. Quería una respuesta, y preguntaría lo que necesitaba saber aunque Zoé no estuviera sola. Cuando se reunieron los tres aún le quedaba un trecho que recorrer pero llegó a tiempo de ver el objeto que Tres entregó a Zoé. Se trataba de una esfera bruñida como un espejo, una bola poco mayor que una canica que ella puso sobre la palma de su mano izquierda con manifiesta precaución. Al llegar hasta ellos Gabriel quedó cautivado por el pulido de la esfera. Por un momento pensó que las imágenes reflejadas se extendían hasta el infinito, y aquella extraña idea le detuvo a menos de dos metros de distancia del trío. Aunque en apariencia ignoraban su presencia, él tuvo la sensación de que le estaban esperando para que viera lo que a continuación iba a suceder.

Zoé alzó la mano izquierda para poner la esfera al alcance de sus compañeros. Ella y Uno miraron a Tres, como invitándole a actuar. Él alargó entonces su mano derecha para tocar la esfera especular con la yema del dedo índice. Al instante el objeto emitió un brillo azul antes de volver a su anterior aspecto. Acto seguido, Uno hizo lo mismo que Tres, pero en esta ocasión el brillo de la esfera fue verde. Para acabar, la propia Zoé procedió de igual modo provocando ahora que aquel insólito objeto emitiera un brillo rojizo. Un instante después de volver a su aspecto original, la esfera empezó a licuarse extendiéndose sobre la palma de la mano de Zoé, como mercurio a temperatura ambiente. Ríos plateados de aquella sustancia surcaron las líneas de sus manos, como si la esfera buscase fundirse con su destino antes de desaparecer absorbida a través de su piel. A medida que aquel fluido penetraba en ella, músculos y vasos sanguíneos iban quedando iluminados mostrando la anatomía interna de su mano. Durante breves segundos la intensidad de aquel resplandor fue aumentando hasta que, al fin, emitiendo un fuerte destello, la luz se extinguió por completo devolviendo a la palma de la mano su aspecto habitual.

Ni rastro quedaba de la esfera cuando, como si fuese a leer un libro, Zoé aproximó aquella extremidad a su cara. Al presionar en el centro de la mano con su pulgar derecho se iluminó la piel de la palma, como si de una especie de monitor biológico se tratara, dibujando en ella un mapa de la Tierra cuyos continentes, en verde, aparecían sembrados de puntitos rojos. Bajo el mapa aparecía una matriz de tres filas por cinco columnas formada por diminutos círculos rojos que aparecían y desaparecían codificando un mensaje que, si bien indescifrable, a Gabriel le erizó la piel pues le recordaba una secuencia de cuenta atrás. Cerró la mano izquierda Zoé y al volverla a abrir tanto el mapa como la matriz de puntitos habían desaparecido. Gabriel buscó su mirada. Sus ojos ya le esperaban, y, más abajo, también le esperaba una sonrisa triste. Ella sabía que él comprendía.

—Tienes preguntas —se adelantó a Gabriel—. Ahora voy. Discúlpame un momento —le pidió volviéndose hacia Tres.

Sin mediar palabra, Zoé se abalanzó sobre Tres para abrazarle. Cuando se separaron sólo hubo un cruce de miradas. Luego, los ojos de Zoé buscaron a los de Uno al tiempo que abría los brazos para recibirla como una madre a una hija. Zoé la besó en el hombro mientras sus manos acariciaban su rostro, como si buscase memorizar su cara con el tacto. Cuando sus dedos llegaron a la barbilla de Uno, Zoé dio un paso atrás y la miró una última vez antes de asentir con la cabeza. Entonces, Tres y Uno dieron media vuelta y echaron a andar hacia el mar adentrándose hasta desaparecer bajo las olas.

—Tienes preguntas —repitió Zoé volviendo entonces a mirar a Gabriel. Tenía los ojos enrojecidos pero secos—. Y yo te prometí respuestas —admitió volviéndose para mirara al mar—. Adelante.

Gabriel, confundido por lo que acababa de ver, cambió la pregunta que llevaba en mente.

—Eso de tu mano, ¿es lo que imagino que es? —dijo.

—Lo es.

—¿Y ellos?

—Vuelven a Utopía.

—¿Volverás a verlos?

—Nunca.

Guardó silencio Gabriel, un silencio grave, un pésame mudo, antes de enfrentarse a la pregunta de su vida:

—¿Qué quieres de mí?

Zoé se volvió y, mirándole fijamente a los ojos, le respondió con otra pregunta:

—¿Que qué quiero de un escritor…?

Al instante Gabriel sintió que aquellas seis palabras habían cruzado el universo, que habían sobrevolado masas ingentes de tiempo como aves sobre el océano para que él comprendiera el sentido de su existencia en aquel mundo de dolor y belleza. Desaceleró el tiempo en su mente. Infinitos puntos de luz se detuvieron sobre las aguas y el rumor del mar reverberó como un eco huidizo mientras, en su cabeza, la revelación daba forma a una nueva duda.

Una ola les hizo desaparecer los pies a ambos entre la espuma. Gabriel agachó la mirada. Inspiró profundamente mientras contemplaba el agua envolviendo sus zapatos antes de retirarse de nuevo. Al volver a levantar la vista descubrió a Zoé dándole la espalda otra vez, y entonces avanzó hasta situarse a su lado.

—¿Por qué yo? —preguntó Gabriel—. Yo escribía, sí, pero hace tantos años que no sé si sabré…, y, además, ni siquiera llegué a publicar.

—Tú eres el escritor perfecto. Lo único que te faltaba para poder escribir mi historia era conocer de primera mano el infierno en el que vivís, pero ahora ya has visto lo suficiente para comprender mi decisión —afirmó Zoé.

—¿El escritor perfecto? ¿Por qué el escritor perfecto? —quiso saber Gabriel.

—Aparte de tener el estilo adecuado para lo que se debe escribir, eres el único escritor que conozco que ha tenido una experiencia tan fuera de lo común como para que comprenda la veracidad de mi historia —Gabriel supo al instante que con lo de la experiencia tan fuera de lo común ella se estaba refiriendo a la muerte de Andrea—. Porque, debes saberlo, Gabriel, lo que tú experimentaste antes de acabar con su vida es cierto. No es la locura. Es una dimensión. ¿Entiendes ya por qué quiero que tú seas mi escritor, mi mensajero?

Gabriel asintió alzando la vista al cielo al rememorar la muerte de Andrea. Inevitablemente, una nueva duda asaltó a Gabriel antes de poder decir que sí, que lo entendía. Si nos había condenado al exterminio, ¿para qué quería escribir su historia? Iba a preguntárselo cuando una idea se le adelantó con fuerza dejándole con la boca entreabierta. Quiere darnos una oportunidad, pensó súbitamente esperanzado.

Rayaba el día. Las escasas nubes que planeaban sobre el horizonte zigzagueaban trazando extraños signos de luz anaranjada, palabras de un alfabeto onírico. La ecuación del edén, acaso.

—Creo que ibas a preguntarme algo más —dijo ella—. Adelante, no creo que nos quede mucho tiempo.

—No, no… —respondió Gabriel anclándose en su propia conclusión, el supuesto ultimátum implícito en la historia que él debía transmitir a la humanidad para que cambiara, para que erradicara el infierno de la Tierra y así evitar la extinción.

Ambos guardaron silencio durante unos minutos. Nubes que parecían inmóviles, olas que parecían repetirse como una escalera mecánica. Una falsa quietud que les deslizó hasta el instante en que el sol despuntó por el horizonte. Al ver el gesto de esperanza en el rostro de Gabriel, Zoé sonrió con la ternura de una madre antes de despertar a su hijo. El tiempo de soñar se acababa. El mundo debía despertar.

—Y respecto a la razón última de darme a conocer de este modo —resquebrajó Zoé el silencio—, es muy sencillo. Para cuando el fin empiece, quiero que todo el mundo sepa que no hay vuelta atrás. La ficción es como una bomba de relojería; nadie creerá la historia que escribas. Pasará como uno de tantos relatos de ciencia ficción…, hasta que los niños dejen de nacer —hizo Zoé una pausa para dar tiempo de asimilar lo que le estaba diciendo.

Gabriel miró las nubes sobre el horizonte. La ecuación luminosa del edén había desaparecido dejando tan sólo deshilachadas nubes grisáceas, restos mal borrados por el sol en la pizarra del cielo. De pronto, el breve texto de la tarjeta de visita se reveló a la memoria de Gabriel con toda la crudeza de su verdadero sentido. No era el eslogan comercial de la más antigua profesión del mundo. Era la profecía de la más insospechada Creadora.

—Sexo sin fin —susurró Gabriel, abatido.

Al ver que él comprendía la trágica profundidad de sus palabras, Zoé prosiguió:

—Cuando eso pase no quiero que la humanidad albergue falsas esperanzas, no quiero provocar un sufrimiento añadido, tal y como pasó en Utopía. No quiero guerras en busca de una vacuna, ni rapto de niños, ni tráfico de individuos fértiles. Desde el comienzo todo el mundo deberá saber que ese será el principio del fin, que nada se podrá hacer ya para evitarlo, y que el fin durará lo que tarde en morir de viejo el último humano sobre el planeta. Vosotros sois mis hijos, y es mi última voluntad que la humanidad tenga la oportunidad de extinguirse en paz.

Como el núcleo de un agujero negro, la disonancia de aquellas tres últimas palabras pareció tragarse todo sonido. Extinguirse en paz. Desbordado por la certeza de aquello que tantas veces se había anunciado a lo largo de la historia de la humanidad, el Apocalipsis, Gabriel trató de articular palabra, pero era tal el cúmulo de preguntas que tenía que no logró emitir más que unos cuantos monosílabos sin sentido hasta que, de pronto, sus labios se cerraron. Acababa de ver una vasta superficie de agua que vibraba mar adentro rompiendo el desfile de olas. Segundos más tarde, un estallido cegador surgió del interior del mar. Apenas pudo ver Gabriel una especie de chorro de luz surgiendo hacia el cielo. En décimas de segundo la luz se convirtió en un reflejo rojo trazando una especie de camino luminoso en su retina. Un instante después aquello cesó tan repentinamente como se había iniciado, pero a Gabriel le costó más de medio minuto volver a ver algo en el océano de luz que le acababa de cegar.

La primera imagen que logró asociar a algo reconocible fue la de Zoé desprendiéndose de su ropa. Para cuando recuperó la visión, ella ya sólo vestía el uniforme negro, el cual, a la luz del amanecer, se había vuelto blanco. Amontonados sobre la arena estaban las deportivas mojadas, la chaqueta y los tejanos. Recordó Gabriel entonces la escena que ella le había descrito al contarle lo vivido con sus padres, cuando les llevó a la playa para dibujar la clave. Pero antes de poderle preguntar si aquel era el mismo lugar, Zoé ya se le había adelantado sellándole los labios con la punta de su índice derecho al tiempo que con la otra mano extraía un pequeño objeto del tejido de la manga de su traje blanco. Era una grabadora digital.

—Es una grabadora normal —dijo Zoé—. Todo lo que te he contado esta madrugada está aquí —le informó—. Ahora ya nos habrán localizado. Antes de una hora aparecerán helicópteros para matarme. Yo desapareceré. Tú espera aquí a que te encuentren.

—¿Cómo? —exclamó Gabriel estupefacto.

—Sí, no te preocupes. Espérales y explícales la verdad. Enséñales la grabación y ellos se convertirán en tu principal aliado para que escribas mi historia.

—No…, no entiendo…

—Para los que no tienen nombre, que me conviertas en un personaje de ficción es una excelente solución provisional mientras me buscan para matarme. Así se garantizan que no saldré por ahí en plan mesías, lo que más temen de mí. Nadie seguiría a una loca que dice ser la verdadera protagonista de una novela. Tú nos haces ganar a todos. Ellos consiguen neutralizarme, yo transmitir mi mensaje a los últimos humanos, y tú…

—Mantener mi conciencia tranquila —se adelantó Gabriel.

—Aunque ahora no seas plenamente consciente de ello, tu misión es enorme.

Gabriel asintió con la cabeza. Comprendía la estrategia de Zoé.

—Veo que va en serio —dijo—. Que quieres que me quede aquí a esperarles.

—Sí. Es la vía más sencilla para que mi historia llegue a todo el mundo. Incluso te ayudarán a extraer detalles de lo que has vivido. Son expertos en regresiones hipnóticas.

—Vaya, parece una oferta que no puedo rechazar —bromeó Gabriel.

—Bueno, no te harás famoso —sonrió ella—. Probablemente te apartarán de los focos convenciéndote de que lo mejor para ti es que tu obra la publique otro escritor como si fuera suya, un completo desconocido al que puedan controlar. Alguien que nunca haya publicado. Tu estilo levantaría sospechas si lo firmara un escritor famoso. Te querrán a la sombra. Sabes demasiado. Convertirte en un líder de opinión es algo extremadamente peligroso para ellos.

Gabriel asintió.

—Tienes una pregunta —adivinó Zoé—, házmela.

—Sí, es verdad —admitió Gabriel—. ¿Cómo sabes que no me matarán cuando la escriba, o que no me matarán directamente y la escribirán ellos?

Zoé sonrió ampliamente.

—Porque ellos creerán que volveremos a vernos —dijo.

Al instante comprendió Gabriel que la posibilidad de que un día ella regresara para verle era su pasaporte vital, que no le matarían porque le usarían de cebo para atraparla a ella.

—¿Te dejarás atrapar? —preguntó Gabriel.

—No, pero ellos son tan arrogantes que creerán que podrán hacerlo. Yo estaré aquí hasta el último día. Me quitaré la vida cuando no quede ni un solo ser humano sobre la faz de la Tierra, bastantes décadas después de que ellos hayan muerto —hizo una pausa Zoé antes de proseguir—. Gabriel, tú y yo no volveremos a vernos —dijo guiñándole un ojo—. Pero ellos no lo creerán. Ni escuchando mil veces esta grabación aceptarán que nunca te vendré a ver. Creerán que es una estratagema mía para que bajen la guardia y pueda acceder a ti. Tú eres el último vínculo conmigo, y se van a aferrar a ti como a un hierro ardiendo. Si sabes usarlo, eso te dará mucho poder. Pero piensa muy bien qué harás con él… Bueno, y ahora debo marcharme —anunció Zoé entregándole la grabadora a Gabriel—. Párala cuando quieras. Sabes cómo funciona, ¿verdad?

—Sí.

—Hasta siempre —se despidió Zoé pasándose la capucha del traje por la cabeza.

Un instante después aquella pequeña joven desapareció ante los ojos de Gabriel. Las huellas de sus pies, sin embargo, siguieron marcadas delante de él sin moverse durante unos segundos, como si lo estuviera contemplando. Gabriel detuvo la grabadora. Rebobinó y volvió a pulsar. La voz de Zoé sonó de nuevo hasta repetir el hasta siempre con el que se había despedido. Después, las huellas empezaron a dibujarse alejándose de él paralelas al mar.

—¡Quería ser libre! —gritó Gabriel.

Las huellas se detuvieron. Acababa de comprender el motivo por el que Andrea se dejó matar. Le pareció a Gabriel que el viento le devolvía una respuesta de Zoé: como mi hija, susurró el aire entre el rumor de las olas antes de que las huellas siguieran haciendo su camino.

No tardó ese camino en desaparecer barrido por el mar, y entonces Gabriel repitió:

—Quería ser libre, sí.

Durante breves segundos Zoé y Andrea se solaparon en un solo ser. Tanto la una como la otra ejercían su libertad privando a otros de la existencia, pensó. Una había negado una vida y otra negaría un mundo. El recuerdo de su hija nonata enfureció a Gabriel quien arrojó la grabadora sobre la ropa que Zoé había dejado tirada, como retándola a regresar para que ella misma escribiera su historia. Luego, retrocedió hasta aquellas prendas desordenadas para sentarse junto a ellas.

—No lo escribiré —murmuró apretando los dientes con la vista fija en la ropa.

Antes de una hora, tal y como Zoé había dicho, dos helicópteros sobrevolaron la zona. Para entonces, Gabriel estaba tumbado en la arena con la grabadora en su mano derecha. Seguía junto a la ropa que ella había dejado tirada antes de desaparecer. La novela tomaba forma en su mente: dos bloques alternos, uno en segunda persona, el otro en tercera.

De la decisión de no escribir la novela a la convicción de la necesidad de hacerlo mediaba un extraño sueño que había tenido cuando, rendido a su destino, se había echado a descansar. En él se había visto a sí mismo a vista de pájaro, allí, durmiendo tendido sobre la arena. No recordaba exactamente en qué lugar se encontraba cuando se veía a sí mismo. Parecía un balcón muy alto, un balcón estrecho que se movía. En aquel lugar tan alto recordaba haber mantenido una conversación con Andrea. Y era aquella conversación lo que le había llevado a cambiar de opinión acerca de no escribir la historia de Zoé. También recordaba a una niña junto a ellos. La pequeña jugaba a tirar pétalos desde aquella especie de balcón que se balanceaba. A pesar de que su hija nunca llegó a nacer, Gabriel sabía que aquella niña era ella. Al final del sueño él saltaba al vacío, y caía y caía hacia sí mismo, una angustiosa sensación que le había arrastrado a despertarse bruscamente.

Al incorporarse, jadeando y con el corazón acelerado, le había parecido ver pétalos rojos arrastrados por el viento hacia el mar. Segundos más tarde realidad y sueño volvían a regirse por sus propias leyes, y el cielo, en lugar de rastros de flores, le enviaba dos diminutos puntos negros que en breve crecerían hasta convertirse en helicópteros. Al identificarlos, Gabriel recogió la grabadora de entre la ropa de Zoé y volvió a tenderse para esperar. Se sentía extrañamente seguro, en paz consigo mismo. De repente echaba la vista atrás y la miseria de su existencia cobraba sentido. El accidente, la muerte de Andrea, la agonía de su hija en el vientre de su madre… Si todo aquello no hubiera sucedido, él ahora no estaría allí, consciente de su misión en el mundo.

La esperanza regresaría a su corazón, sí, era inevitable. Pero allí, bajo las aspas de los helicópteros, ningún aviso a la humanidad, ningún ultimátum, ninguna última oportunidad asomaba a la mente de Gabriel.

Él escribiría aquella historia porque sí, porque había nacido para hacerlo, porque era el señalado para despertar a los últimos humanos del sueño de su vida sobre nuestro planeta, la Tierra, el experimento de una pequeña diosa llamada Cero.