La misma noche que se marchó mi hija, tras ordenar que nadie interfiriera en su vida fuera de Utopía, que nadie me informara de sus evoluciones en el exterior, y que, sin intervenir, los infiltrados se limitaran a documentar su paso por los grupos de antiguos, convoqué con urgencia a Los Trece para informarles de mi ingente revelación. «Es cierto que un proyecto así resultaría de la confluencia de muchos de los que ya estamos desarrollando, que apenas se trataría de entretejerlos para hacerlo realidad —me dijo uno de los miembros de Los Trece después de escuchar mi idea—, pero la complejidad de ese simple entretejido supondrá mucho, mucho tiempo. Y tú eres un antiguo. La esencia del proyecto implica tu participación física. Un superior no puede hacerlo». «Obviamente», confirmé. «Cualquiera de nosotros que hoy asumiera esa responsabilidad —continuó Tres expresando la idea del anterior miembro de Los Trece que acababa de hablar. Con nosotros, por supuesto, se refería a ellos, a los superiores—, dentro de doscientos años cumpliría con ella». «Te entiendo, Tres, temes mi inconstancia. Miradme bien —les pedí—. Lo haré —sentencié—, mañana, dentro de cien años o dentro de quinientos años —aseguré completamente convencida. Tras unos segundos de silencio, las sonrisas satisfechas de todos los miembros de Los Trece comenzaron a corroborar mi determinación para con aquel nuevo y definitivo proyecto—. Además, ¿conocéis a algún otro antiguo candidato al puesto?», bromeé. Todos rieron. Se escucharon palabras como fantástico y genial. El reto era enorme. Toda Utopía viraría para dirigirme hacia mi destino final, y eso no había superior a quien no entusiasmara.
Al salir de la reunión con Los Trece volvía a ser de noche, pero en el cielo se quedaron las estrellas, lejos de mi mirada, en donde permanecerían hasta cincuenta y tres años más tarde.
Durante aquellos años hubo ingentes avances en el proyecto, nombre con el que durante mucho tiempo nos estuvimos refiriendo a aquella empresa absoluta para la que, por sus dimensiones, no encontrábamos un nombre apropiado. Desde las partículas elementales hasta el horizonte del Universo, pasando por los mapas del tiempo, el proyecto iba solidificándose a partir de la etérea idea que se me anunció el día de la partida de mi hija. Inversamente proporcional a los avances en el proyecto, mis memorias nuevamente se desertizaron. Pero, como quien despierta un minuto antes de que suene el despertador, tras aquel paréntesis de cincuenta y tres años mi subconsciente me devolvió a mis memorias para anotar que aquel año mi hija cumpliría la edad aparente con la que Lea murió más de tres siglos atrás. Sin habérmelo planteado jamás, una mañana convine que ya había pasado la fecha límite para no interferir en la vida de mi hija o, mejor dicho, en su muerte, pues daba por sentado que, dada la esperanza de vida en el exterior, a aquellas alturas Lea ya estaría muerta. Sin pensármelo dos veces contacté con Tres, quien por aquel entonces ya no era el máximo responsable militar de Utopía. «Tres, quiero saber qué pasó con Lea», le dije. «Bien —respondió—. Lo organizaré».
Dos días después, Tres me citó en la sede central del área militar de Utopía, en el centro de la ciudad. Él mismo me esperaba en la entrada aquella tarde calurosa de primavera. Hacía tiempo que no nos veíamos, así que le pregunté en qué andaba en la actualidad. Mientras me conducía por el edificio, Tres me contó que estaba trabajando como ayudante en ensayos sobre nuevos tejidos. En una sala de reuniones con una inmensa pared de cristal que filtraba los rayos del sol confiriendo al espacio una apariencia de fondo de piscina con una tonalidad azul verdosa, el actual responsable militar de Utopía y otro militar nos aguardaban departiendo sobre algo que interrumpió nuestra irrupción en la sala. Tras saludarnos, los cuatro tomamos asiento formando un cuadrado. «Ellos están aquí para solucionarte aspectos concretos que yo desconozca», me aclaró Tres. «Bien, ¿qué es —corregí—…, qué fue de mi hija?», pregunté con esa calma que solamente el tiempo, terapéutico, puede dar… y quitar. «Lea murió el primer día de su partida», escuché la voz de Tres. El silencio posterior, como un ácido, me arrancó cerdas y escamas. El cuadro, realista hasta la revelación de Tres, sufrió un vórtice de sombras, y el surrealismo fue retorciéndolo todo hasta los límites en que la monstruosidad es una anécdota, y las anécdotas tragan saliva, bajan la vista al suelo y se esfuerzan en sujetarse a la normalidad, a la coherencia que se bambolea entre rachas de incredulidad. Recuerdo la luz subacuática, las nubes moviéndose en el cielo, los gestos serios pero distantes de aquellos tres superiores que aguardaban mi reacción, perfectamente adiestrados sobre el temperamento ardiente de los antiguos. Recuerdo especialmente la quietud de sus cuerpos recortándose contra el viaje de las nubes en el cielo. «¿Qué sucedió?», escuché una voz, que resultó ser la mía, lejos, muy muy lejos de mí, de mi conciencia, de mi dolor, de ese dolor que a aquellas alturas no debería sentir una persona como yo. Pero ¡quién eres tú!, me escupía a la cara mi dolor. «¿Hasta qué punto quieres que te informemos?», preguntó el jefe militar de Utopía. La pregunta me devolvió al realismo, o acaso el surrealismo recreó un rinconcito realista en su universo absoluto. «Quiero saberlo todo», susurré. La sala se oscureció hasta quedar en penumbra. Ante nosotros apareció entonces una escena recuperada del archivo audiovisual del proyecto Resistencia, algo que, claro estaba, habían preparado por si yo lo solicitaba. Había visto miles de esas composiciones audiovisuales formadas por dos perspectivas del acontecimiento que se estudiaba: una, cenital, captada desde el satélite, y la otra tomada desde la perspectiva del superior infiltrado, quien llevaba implantaba una unidad de registro de imagen y sonido que, literalmente, capturaba la información desde los nervios óptico y auditivo. Había un desfase entre la imagen del satélite y la proveniente de los ojos del superior infiltrado. Eso solía suceder cuando el militar infiltrado tardaba en llegar al lugar en donde se registraba un acontecimiento.
Desde la perspectiva cenital diurna, supe de inmediato quién era Lea: una silueta solitaria que se acercaba a través de una pradera con escasos árboles hacia un grupo de unos cien miembros activos alrededor de una aislada construcción en ruinas, una especie de mansión o palacio que más de cuatrocientos años habían convertido en albergue de supervivientes. De repente, la actitud excitada del grupo cambiaba el rumbo de Lea, quien huía por donde había venido. Tres miembros del grupo la perseguían en fila, separados el primero del segundo unos quince metros, y este último del tercero otros cinco metros. El primero de los perseguidores corría más que los otros y más que mi hija. Se veía claramente que iba a darle alcance en menos de un minuto. Lea aparecía y desaparecía bajo la copa de los árboles. Sus perseguidores también. En ese momento se inició la perspectiva del militar infiltrado. Sus ojos buscaban entre rostros de antiguos de todas las edades; su voz, automáticamente traducida a nuestro idioma, preguntaba que qué pasaba. «Se me notificó que Lea podría aparecer en el grupo», dijo el otro militar que me acompañaba junto a Tres y al responsable militar de Utopía. Comprendí entonces que era aquel militar quien había estado infiltrado en aquel grupo, y que las imágenes que acababan de aparecer fueron captadas por sus ojos, y, por sus oídos, el sonido. Excitados, los antiguos respondían que había aparecido una extraña. Brazos y dedos señalaban. Se escuchaban gritos de guerra. La gente, risueña por la exaltación, empezaba a quedar atrás al ritmo de la carrera del infiltrado. En la visión cenital, Lea desaparecía bajo un árbol y no volvía a reaparecer. Sus tres perseguidores se aproximaban al árbol. Pensé que se habría caído, o que otro antiguo, acechándola tras el árbol, la habría atrapado. La visión del infiltrado empezó a situar a los perseguidores de Lea delante de él, a unos ochenta o cien metros, corriendo. Lea seguía sin reaparecer, y el primero de sus perseguidores desaparecía también bajo el árbol. Segundos más tarde, el perseguidor salía proyectado de debajo de la copa del árbol y se desplomaba en el suelo, quedando inmóvil. Instantes después el segundo perseguidor desaparecía bajo el árbol, y entonces reaparecían él y Lea, forcejeando, ella detrás de él, sujetándole con el brazo derecho bajo el cuello y, por lo que se deducía de la postura de ambos, con la mano izquierda agarrándole los testículos. La visión del infiltrado empezó a revelar el forcejeo con el segundo perseguidor y la inminente llegada del tercer perseguidor al punto en donde Lea luchaba con el segundo perseguidor. Visión cenital y, ya también la visión frontal, duplicaron una llave de Lea mediante la que proyectaba el segundo perseguidor contra el tercero. El segundo quedaba inmóvil, tendido en el suelo como el primero. Al tercero, al tratar de incorporarse, Lea le daba un fuerte rodillazo en la cara. Aparentemente inconscientes en el suelo los tres perseguidores, el superior infiltrado se detenía a unos cinco metros de Lea. Cincuenta o sesenta metros por detrás de él venía otro grupo. Este grupo no corría. Los más adelantados iban al trote mientras que el resto se limitaba a caminar deprisa. De repente, detrás de Lea se incorporaba el primero de los perseguidores. Como si entre aquellas imágenes y mi percepción de las mismas hubiesen desaparecido los más de cincuenta años que mediaban, yo me puse de pie de forma refleja para advertir a mi hija de la amenaza que tenía a sus espaldas. Al instante comprendí mi patético error. Cerré la boca y me guardé en el estómago el grito que no había llegado a pronunciar. En aquellos momentos, jadeando, Lea miraba directamente a los ojos del infiltrado. Por un segundo, la engañosa perspectiva me hizo sentir que me estaba mirando a mí. Me senté con mis ojos clavados en los suyos. «Pudo haberlos matado a los tres», se lamentó Tres antes de que el primer perseguidor saltase sobre ella por la espalda. Lea consiguió zafarse de la presa pero el perseguidor logró sujetarla por el pie justo cuando ella arrancaba a correr haciéndola caer. «Te quedaste quieto —dije para mí refiriéndome a la actitud del infiltrado, quien no había advertido a mi hija de que el primer perseguidor se incorporaba del suelo—. Te quedaste quieto, mirando…». El primer perseguidor logró retener lo suficiente a Lea para que, rebasando al infiltrado, los más rápidos del grupo se echasen encima de mi hija como una manada hambrienta. Me tapé la mano con la boca y cerré los ojos. «Se me ordenó documentar su paso por el grupo sin intervenir», puntualizó el militar infiltrado sin asomo de justificación en su voz. Y lo documentó. Se acercó lo suficiente a la turba exaltada para registrar la violación multitudinaria de Lea. Me obligué a ver aquella vomitiva escena como una deuda que tenía pendiente con mi hija por no haberla ayudado. A aquella penitencia se asomaron mis fantasmas, pero el espectro de Nono se quedó empequeñecido. Como madre, el dolor de la violación de tu hija engulle tu propia experiencia. Lea se defendió de la violación como le enseñaron, orinándose encima. Pero ni ello ni su forzada pasividad logró salvarla de aquella jauría. Su tensa inmovilidad me emocionó mucho más de lo que me hubiese emocionado verla gritar, patalear, arañar y morder a los violadores que, ignorando su orina, se sucedían sobre su cuerpo coreados por el resto del grupo. «Para las mujeres es un ritual de iniciación en el grupo…», me dijo el infiltrado. «Ya lo sé —escuché mi voz arrugada interrumpiéndole con toda la impertinencia de mi alma—, así el grupo se garantiza la sumisión de la recién llegada», terminé de recitar la lección. Cuando ya la habían violado más de una docena de hombres, empezaron los adolescentes; los adultos exhortaban a los jóvenes, cada vez más jóvenes, y cuando uno de aquellos imberbes se disponía a usar su turno, alguien dijo que la extraña estaba muerta. Varias personas se inclinaron sobre el cuerpo de mi hija. Una voz lo certificó, luego otra, pero eso no detuvo a quienes aguardaban su turno, críos ya, que siguieron violando el cuerpo sin vida de Lea entre las carcajadas de los espectadores. «Y tú, ¿por qué no la violaste también?», espeté al infiltrado con rabia contenida. «Debería haberlo hecho, pero se me había ordenado no intervenir. A otro podría haberle salido muy caro, pero mi brutalidad, lo que los antiguos llaman virilidad, estaba más que demostrada. Aún así procuré compensar mi sospechosa abstinencia siendo especialmente salvaje con la siguiente extraña que llegó al grupo».
He pensado mucho en la forma de morir que tuvo Lea. Su cuerpo lo devoraron las alimañas aquella misma noche, pero su alma… Uno tenía razón. Los superiores no tienen alma. No la necesitan. Nuestra alma está hecha con retazos de nuestras frustraciones, de nuestro dolor, de nuestra impotencia, y la muerte es su combustible: su principio y su fin. Y a la muerte a menudo la llamamos libertad. Por eso murió Lea, para ser libre; libre del dolor que le produjeron sus falsas expectativas con respecto a los antiguos, sus congéneres. Mientras la violaban…, mientras, apestada por su propia orina, sus huesos se retorcían bajo sus músculos virtuosamente fláccidos, Lea tuvo que preguntarse: «¿en esto he creído toda mi vida?». Algo parecido pensé yo en el momento en que, soltándome de Tres, di por concluida aquella reunión. En qué había creído yo durante todos aquellos años. ¿En los superiores? ¿En los antiguos? Al salir de aquella sala con lágrimas en los ojos, dos decisiones mantuvieron mis pasos firmes como truenos a través de los pasillos de la sede central del área militar de Utopía: una: acabar con los antiguos definitivamente; dos: desaparecer de Utopía tan pronto pudiera hacerse realidad el proyecto. No podía seguir en un mundo de superiores a pesar de ser su creadora. No en vano, yo era imperfecta: tenía alma. Y el alma te mueve en la existencia. Ese era mi problema; ahí estaba mi soledad. Yo me había movido, pero los superiores no. La existencia de los superiores traza un círculo, mientras que la de los antiguos avanza en una espiral, y aunque la curva de esa trayectoria a menudo nos lleva a creer que nuestra vida no avanza, que andamos en círculos, es un error de perspectiva, pues al fijarte con detalle comprendes claramente que cada vuelta es más corta, y que al fondo hay un desenlace que te arrastra en silencio, como un agujero negro del que nada trasciende. Vivir en órbita, inmune a la fuerza gravitacional de la muerte es algo para lo que hay que nacer. Y los superiores habían nacido para ello, pero mi inmortalidad era artificial.
Ni siquiera la profunda náusea que me producían aquellos últimos miles de antiguos que se arrastraban como cucarachas por el planeta me invitó a un exterminio a sangre y fuego. Al igual que hiciera con Inhumano, la aniquilación de los antiguos se hizo con guantes de seda. Tal vez de haber sido un hombre hubiese optado por métodos más expeditivos, pero mi exterminio fue más femenino. Eso sí, quise participar activamente sobre el terreno en los asaltos que se llevaron a cabo a los grupos de antiguos. Gasear el grupo, implantarles el dispositivo esterilizador mientras se mantenían sedados y marcharnos como espectros antes de que empezasen a despertar nos llevaba una media de una hora por grupo. Durante ese tiempo, absorta bajo el traje mimético que me hacía prácticamente invisible, yo me dedicaba a observar a los durmientes mientras paseaba por aquellas poblaciones que se me antojaban un collage de las civilizaciones. Miles de años mediaban entre muchos de los objetos hechos por mano humana que en aquellas poblaciones parecían cumplir alguna función. Deambulando a través de algunas de las estancias habitadas por mis congéneres descubrí verdaderas piezas de museo reutilizadas con el agudo ingenio que imprime la necesidad. También descubrí obras de arte exquisitas: cuadros, esculturas, libros, cerámica, orfebrería… Reconozco la extrema sensibilidad de muchas de las obras que yo observaba mientras los técnicos en esterilización hormonal intervenían a todos y cada uno de los miembros de aquellos grupos. Sin embargo, nada me conmovió más que una vieja grabación amateur que descubrí en un aparato reproductor de los de mi primera vida. En verdad no me llamó la atención el reproductor sino el idioma de la anotación de color verde que aparecía en el soporte digital que se veía dentro del aparato: era mi lengua materna. «Vacaciones-verano», se leía. La ausencia de energía eléctrica había mantenido intacto el contenido de la grabación durante casi tres siglos, de modo que al conectarlo en la aeronave en la que había viajado hasta allí, la imagen en el pequeño monitor parpadeó como si despertase de su larguísimo sueño antes de empezar a emitir desde el pasado. Una playa, sol, sonido a mar, arena, voces de fondo. Apareció un niño de unos dos años correteando entre las olas. Como hechizada por aquellas escenas pausé el dispositivo y regresé a toda prisa al edificio en donde lo había encontrado. El aparato estaba en una especie de almacén en donde había una montaña con cientos de aquellos y otros aparatos abandonados desde vete a saber cuándo entre miles de las pequeñas cajitas en las que se guardaban los soportes digitales compatibles con aquel arcaico sistema de vídeo. En el soporte digital visible dentro de la cámara no sólo se leían las breves palabras en mi idioma materno escritas en color verde. También habían escrito unos números, que, indudablemente, indicaban una fecha y un orden relativo. Aquella era la tercera unidad de treinta y cinco totales. En la fecha de realización del vídeo yo contaba con veinticuatro años; es decir, faltaba aproximadamente un año para que conociese a Lea. En la montaña de vieja tecnología digital descubrí treinta y tres de aquellos soportes digitales identificados por aquella característica letra escrita siempre en verde. Buscaba ofuscada las dos unidades que me faltaban, la 8/35 y la 16/35, cuando me comunicaron que debíamos marcharnos ya. La implantación estaba concluida. Lamenté no encontrar los que faltaban, aunque, emocionada con los treinta y tres que tenía en mi poder, abandoné aquella población deseosa de ver el contenido de aquellos vídeos.
Las siguientes semanas dejé de acudir a los asaltos a antiguos hipnotizada por la visión y revisión de aquellas treinta y tres horas de vídeo. Encerrada en mi casa asistía fascinada al espectáculo de la vida antigua a través de las tópicas vivencias de una familia. En una monstruosa, diabólica contradicción, mientras afuera las tropas de Utopía seguían activando la bomba de relojería de la definitiva aniquilación de la antigua humanidad, yo me emocionaba con la visión de lo que aquella humanidad había sido un remoto día. Desde el nacimiento del mayor de los hijos de aquella familia hasta el cuarto aniversario del menor mediaban diez años. Para mi absurda tristeza, allí se acababa el espectáculo. ¿Una cámara nueva con otro formato de grabación? Daba igual. Tres niños, padre y madre, cuatro abuelos de los cuales solamente dos restaban en la última cinta, amigos, amigas y mascotas aparecían en escenas de aniversario, de viajes, de celebraciones, de primeras gestas en la vida: eructar, balbucir, caminar, hablar… No sé cuántas veces debí repasar aquellas imágenes. Muchas. Tantas que creí enfermar de melancolía la última vez que me permití verlas. Lloré al destruir aquellas grabaciones que me distraían de mis obligaciones. Eché un rápido cálculo. Cuatrocientos cinco años hacía que se registraron las últimas imágenes de la unidad 35/35, la última que destruí. Una fantasmagórica carga que por estúpida no dejaba de pesarme, pretendía erigirme centinela de aquellas vidas. ¿Para quién se grababan aquellos vídeos? Padres y abuelos seguro que los habrían disfrutado hasta el fin de sus días. Los hijos, ya de adultos, también. A los hijos de los hijos, la siguiente generación que ya no aparecía en la grabación, acaso les hubiese parecido una simple curiosidad, e incluso a la siguiente, pero más allá a nadie le habrían importado las alegrías, las lágrimas, los fracasos y los éxitos de aquellas personas y personitas. Los siglos habían paseado su polvo sobre todas aquellas escenas hasta renacer en mis ojos para que, con profundo dolor, yo concluyera lo que tal vez ellos se preguntaran tantas veces: ¿qué sentido tiene mi vida? «Ninguno —dije llorando de rabia al destruir la última grabación—. Ninguno. Vuestras vidas no son nada».
Una de las escenas se desarrollaba en un precioso prado, de un verde centelleante de rocío. A contraluz, entre blancos haces del sol que se alargaban y achicaban, se veía a la madre, sentada de espaldas, y a sus tres hijos que iban y venían regalándole flores que recogían entre la hierba. El menor apenas caminaba pero se esforzaba más que los otros en aquella tarea. Cada vez que uno de los niños llegaba con las flores, la madre los besaba y abrazaba. A los dos minutos y doce segundos, la madre se volvía a la cámara visiblemente emocionada. Un zum encuadraba su rostro oliendo las flores. Brillaban sus lágrimas deslizándose rápidas por sus mejillas y su boca. «¿Qué te pasa?», se escuchaba la voz del padre, el cámara supuestamente. «Nada —reía ella haciendo una pausa para sorber las lágrimas por la nariz—, es que no puedo imaginarme que esto se tenga que acabar». Entre irritada y divertida, a continuación se escuchaba la voz del marido exhortándola: «¡Pues vive hoy!».
Acaso el mañana de ese hoy fuera el momento en que yo destruí las grabaciones, ese mañana voraz, un mañana después del mañana que ellos pudieran imaginar.
Al día siguiente de destruir los vídeos me incorporé a los asaltos a antiguos, actividad que no dejé hasta que se hizo la última incursión. Durante aquellos meses, cada vez que paseaba entre los anestesiados antiguos recordaba aquel prado de felicidad, aquel no poderse imaginar que todo se tuviera que acabar. Y se acabó. Cincuenta y dos años más tarde de empezar con las incursiones, concretamente. Visto el miserable último capítulo de los antiguos, acaso hubiera sido preferible un exterminio más masculino. Cualquier ser vivo tiende a sacar lo peor de sí mismo en condiciones de estrés. Adictos a ese principio, los últimos miles de antiguos, intuyendo acaso el fin, incurrieron en lo inimaginable durante aquel medio siglo. A veces parecía que conscientemente quisieran concentrar toda la barbarie acumulada en la historia de la humanidad en aquel encarnizado canto del cisne. Con los hombres al frente, la humanidad buscó la fertilidad sin piedad, violando, secuestrando y matando a diestro y siniestro en un acceso de locura colectiva del que se contagiaron todos los grupos esparcidos por el planeta. Más de dos siglos atrás, cuando diseminamos el INH, el mayor grado de evolución ética de las sociedades hizo más civilizada su decadencia; luego, aparecieron las primeras resistencias al INH y los niños volvieron a dar un sentido último a los grupos sociales. Se recuperó un orden, un mínimo código moral. Sin embargo, ahora, en este segundo y definitivo golpe a la humanidad antigua, la fragilidad moral de la civilización resistente al INH no soportó la desaparición de los niños, y un caos tan solo imaginable en las primeras sociedades de homínidos se extendió por el mundo acabando con los últimos vestigios de la vida en sociedad. Como salvajes, las últimas decenas de hombres y mujeres vagaron por el planeta, ellos buscándolas a ellas, ellas escondiéndose de ellos, pero jamás se encontraron. Solos, presa más de la tristeza que de las enfermedades, los últimos mortales fueron cayendo alejados miles de kilómetros los unos de los otros.
Al fin, cuando solamente quedó uno con vida, quise reunirme con él en persona. Tenía el individuo cincuenta y cuatro años, aunque a mí su aspecto me recordaba el de los octogenarios de mi primera vida. A mediodía, la unidad aerotransportadora me dejó a menos de tres kilómetros de donde lo tenían ubicado por satélite. No permitieron que me encontrase a solas con él. Un escuadrón se apostó a su alrededor sin que el antiguo se percatase de ello. Se planeó el encuentro como si fuera a enfrentarme a la más salvaje de las fieras. Sola pero vigilada, me condujeron hasta él, a distancia. Le vi de lejos. Estaba sentado sobre una roca hurgándose los dientes con los dedos delante de un túnel medio derruido que le hacía las veces de refugio en aquella zona boscosa. Me encontraba a menos de cuatro metros del individuo cuando me dejé ver desactivando el mimetismo de mi traje al quitarme la cubierta de la cabeza. El tipo se sobresaltó y cayó al suelo. Me alegré de que no me intentase atacar. De haberlo hecho le habrían desintegrado en décimas de segundo. Yo avancé. Flaco, débil y excitado por el miedo, apenas había logrado arrodillarse cuando me planté delante de él. Temblando, me miró y me preguntó en su idioma si yo era dios. Supongo que era inevitable que mi súbita aparición de la nada, mi juventud aparente, y el blanco luminoso que la luz directa del sol confería al traje mimético desactivado que se ceñía a mi cuerpo, compusieran el cuadro de un divino advenimiento en el escenario de un cerebro tan destartalado como el de aquel antiguo. «¿Lo soy?», se me ocurrió pensar por primera vez. Vi brillar las lágrimas en los ojos del antiguo. Aquel era el último ser inteligente que podría horrorizarse ante mí. ¿En qué se convierte un monstruo de estado cuando pierde su mitad oscura, cuando cualquier decisión que tome respecto al destino ajeno será admirada o, por lo menos, justificada? El mortal me pidió que le llevara conmigo. Yo di el último paso al frente. Acaricié su frente, a la altura de mi vientre. Un olor nauseabundo ascendió hasta mí. Inevitablemente, la muerte de mi hija se abrió paso hasta mi conciencia. El tipo repitió que me lo llevase. Asentí en silencio rodeándole el cuello con mis manos. Empecé a apretar suavemente, palpando en su tráquea la frontera entre la vida y la muerte. El tipo cerró los ojos. Yo no. Me asaltó el recuerdo del rostro tensamente indiferente de Lea mientras la violaban, los gritos eufóricos de la multitud… Apreté los dientes. Mis dedos se cerraron como pinzas metálicas. El tipo se aferró a mis muñecas abriendo los ojos, con sorpresa pero sin miedo. Me perdí en su mirada. De repente, sus manos cedieron y todo su cuerpo fue un peso muerto que se desplomó en la tierra en cuanto mis dedos se abrieron. Un agudo dolor en mis muñecas me obligó a cerrar los ojos. En la oscuridad de mis párpados sentí mi corazón como un mazo, mi respiración como el viento que la tempestad deja atrás al pasar. Al abrir los ojos, un pensamiento añejo me sorprendió: ¿y el laberinto? Hacía mucho, muchísimo tiempo que no sentía aquella geometría del caos rodeando todos los aspectos de la vida. ¿Cuándo habría desaparecido? ¿El día que supe que mi hija había muerto? ¿El día que sentí la oscura soledad que me llevó a ser madre? Mirando el cadáver del último antiguo comprendí. Estaba sola. Definitivamente sola. El proyecto me aguardaba. Debía partir.
Durante los siguientes tres meses ultimé los preparativos para traspasar mis funciones en Utopía a diversos superiores. Por precaución, se decidió que me someterían al egogenflash. La egogenética hacía treinta y un años que se había experimentado en dos superiores. Antes de dar el paso definitivo quise hablar con ellos, un hombre y una mujer, en su día voluntarios, por supuesto, para el experimento. «Tengo todos los informes referentes a vuestra participación en el experimento sobre la egogenética, pero necesito escuchar de vuestros labios lo que dice el informe». «No sentí miedo, por eso pedí que destruyeran mi cuerpo», me dijo ella adelantándose a mi pregunta. Él me dijo lo mismo, que no sintió miedo, que sabía a ciencia cierta, por haber participado en la fase teórica del proyecto, que no había margen para el error. La opción de preservar su cuerpo por si el experimento fallaba le parecía absurda, y también optó por su desintegración. «Mi caso es diferente —comenté mientras caminábamos por una de las muchas zonas ajardinadas que había en el centro de la ciudad. Era invierno pero un sol deslumbrante elevaba la temperatura allí donde tocaba produciendo un importante contraste térmico respecto a las zonas sombrías—, solamente aplicarían la egogenética en caso de que fallase la preservación de mi cuerpo». «¿Qué temes concretamente?», me preguntó ella. «No temerás que falle el proceso, ¿verdad?», añadió él con tono de incredulidad. «No, lo que en verdad temo es no saber quién soy, perderme entre recuerdos presentes y pasados. Según vosotros, los recuerdos pasados van llegando lentamente, incorporándose a vuestra nueva vida, a vuestro nuevo cuerpo. De niños se os informó de todo, de quiénes erais, de quiénes seríais… Eso es lo que me inquieta. Enfrentarse en una vida nueva a recuerdos pasados que os van asaltando puede ser asumible para vosotros, porque como superiores domináis vuestra voluntad. Un deseo pasado no va a interferir en vuestras necesidades presentes. Ni un anhelo presente va condicionar vuestra determinación pasada. Sin embargo, yo, como antigua, no sé si mi conciencia podrá soportar que dos vidas se solapen en una sola». «Y hablando con nosotros piensas que vas a esclarecer si ese solapamiento depende de nuestro control sobre la voluntad», apuntó él. «Supongo que sí. Los superiores no sabéis lo que es la locura», respondí. «La egogenética te da el mismo cuerpo y permite que vuelvan a ti los selectos recuerdos que te hacen ser como eres —explicó él—. Las anécdotas se mezclan y llega un momento en que no tienes claro a qué vida pertenecen, tal vez porque aunque hayas nacido dos veces, sólo tienes una vida». «Creo que es más sencillo que todo eso —añadió ella—. Cada día nacemos, cada día añadimos recuerdos a nuestra memoria. Cada día olvidamos cosas sin percatarnos de ello. Cada día somos iguales y diferentes a la vez».
Aquella conversación no me permitió discernir hasta qué punto la voluntad de los superiores les permitía controlar los recuerdos a su antojo. No obstante, la reflexión de que cada día éramos iguales y diferentes a la vez me dio lo que ningún informe me había logrado dar: paz interior, serenidad. ¿De tus pertenencias, qué guardarías si no sabes cuánto tiempo vas a estar ausente? Yo elegí mis memorias. Encargué expresamente que pasara lo que pasara durante mi ausencia, las preservaran. Usé distintos formatos para ello, desde el papel y el sonido, hasta su encriptación. Asegurarme de su estado fue lo último que hice el día que me dirigí hacia la cámara de congelación. Que la eficacia de aquel sistema estuviera perfectamente constatada tanto en animales como en humanos no me liberó de la sensación de entregar mi vida a otra persona, algo parecido a cuando te subes a un avión. Las dos personas vivas con las que más había compartido estaban allí, entre los cinco técnicos que iban a preparar mi cuerpo para mi viaje en el tiempo, tal y como les había pedido, aunque hiciera décadas que las circunstancias nos hubieran distanciado. Me abracé a ellos como una niña pequeña. Me desnudé frente a ellos y, luego, ambos me ayudaron a meterme en la cápsula transparente que me aguardaba abierta. Aunque su forma amable, sin aristas, la hacía completamente distinta, me hizo pensar en los antiguos ataúdes. Me estiré dentro. El jefe del equipo de técnicos apareció en mi campo visual, sobre mi cabeza. Su rostro invertido me preguntó si estaba preparada. Asentí. De inmediato noté manos trabajando como hormigas sobre diversas partes de mi cuerpo. Aquí frotaban, allí presionaban, allá pinchaban… Alargué entonces sendos brazos. Mis manos encontraron sus manos. Sentí la sensibilidad de Tres acariciándome el pulgar de mi mano derecha con su pulgar, y la determinación de Uno entrelazando sus dedos con los míos en mi izquierda. Miré las suaves luces del techo. Mi cuerpo no volvería a la vida hasta que todo estuviese preparado para someterme a el proyecto. Había mucho que investigar, mucha tecnología que perfeccionar, mucho universo por recorrer. Era cuestión de tiempo, lo sabía, pero la soledad que yo misma había buscado era un desierto impracticable para un antiguo. Yo debía esquivar ese tiempo, fuera el que fuera.
El pulgar de Tres acariciaba mi pulgar, y los dedos de Uno se entrelazaban con los míos. Pero ellos no estaban allí. Miré a derecha e izquierda varias veces. Mis manos tenían sus tactos pero mis ojos no accedían a sus rostros. Vi movimiento. Gente que iba y venía. Pregunté cuándo iban a empezar. No escuché mi voz. Comprendí que no había llegado a articular aquella pregunta. Escuché susurros y, entre los susurros, una frase me llamó la atención: «ya esta aquí». De pronto apareció el rostro de Uno, a mi derecha, y el de Tres, a mi izquierda. Les dije que por qué se habían cambiado de lado, pero mi boca solamente emitió un sonido gutural. «Bienvenida», saludó Tres, sonriendo. «¿Qué tal tu viaje?», preguntó Uno. Pensé que bromeaban.
Pocas horas después, cuando pude tenerme en pie, me asomé a una ventana y vi caer la nieve. Afuera, todo estaba blanco, como cuando Lea y yo llegamos a aquella tierra. Una cifra sin cuerpo saltaba en mi cabeza: doscientos noventa y ocho. El proyecto, que por aquel entonces ya no se llamaba el proyecto pues había recibido el nombre del lugar en donde se iba a realizar, 99Z9, estaba preparado. Doscientos noventa y ocho años habían pasado en un suspiro, y yo debía adaptarme a ello. El protocolo revisado indicaba que yo debía pasar una cuarentena antes de salir al mundo. Esa cuarentena se llevaría a cabo en un ambiente controlado que recrearía el momento histórico en el que me congelaron, tanto en el interior como en el exterior, y durante la misma se me pondría al corriente de los cambios acontecidos durante aquellos doscientos noventa y ocho años. El ambiente controlado empezaba en la propia cámara de congelación, que, tal y como sucedía, debía ser idéntica a aquella en la que se me congeló. Recordaba el protocolo, yo misma había participado en su diseño. No tardaron en trasladarme a ese ambiente controlado, una especie de apartamento muy parecido a mi vivienda, eso sí, con una sola ventana, la ventana desde la que vi la nieve cuando mis piernas pudieron soportar mi cuerpo. Allí, solamente Uno y Tres se quedaron conmigo. «¿Y el reconocimiento médico?», pregunté al caer en la cuenta de que nadie me había explorado. «Ya te lo han hecho», dijo Tres. «Mientras estábamos en la cámara de congelación. Funcionas perfectamente. Ya te explicaremos ciertos avances», añadió Uno.
Y eso es lo que sucedió durante las siguientes semanas a lo largo de las cuales, digamos que me previnieron de ciertos avances difícilmente concebibles si no se había asistido a su desarrollo. Algunos de aquellos avances, por predecibles, por extrapolables, resultaban más sencillos de entender; otros, en cambio, sonaban a auténtica ciencia ficción. En cualquier caso, tal y como se me informó, el 99Z9 solamente me necesitaba a mí para hacerse realidad, así que, en verdad, aquellos avances apenas me concernían. Conocerlos debía ayudarme a dar el último paso proporcionándome la confianza necesaria. No voy a explicarte esos avances que a veces incluso yo misma pienso que debieron ser un sueño. Durante medio año escuché, vi, experimenté, pero siempre con mi mente puesta en un remoto lugar llamado 99Z9. Extraña en mi paraíso, llegó el día de mi segundo egogenflash.
Después de ello, lógicamente, nada más recuerdo. Lo último que recuerdo es a Uno despidiéndose de mí antes de cerrarse la cabina del egogenflash. «Hasta pronto, Cero». Tras el egogenflash, según ordené, debían destruir mi cuerpo. Según Uno y Tres, así se hizo. Mi información evolutiva tenía que ser traducida a una molécula, encapsulada y enviada a 99Z9, el planeta en el que íbamos a realizar el ensayo de la vida. Ya hacía siglos que sabíamos que el tiempo no se comporta de forma constante en todo el Universo, de forma que milenios en una determinada región pueden transcurrir en unos pocos segundos en otra. Necesitábamos un planeta cuyo flujo del tiempo se acomodase al de Utopía para poder desarrollar el proyecto, y 99Z9 estaba situado en una frecuencia temporal idónea: millones de años allí, unas cuantas décadas aquí. Mientras durase el experimento, un siglo aproximadamente, Tres y Uno se encargarían de inspeccionar periódicamente el desarrollo de 99Z9 interviniendo en la evolución de la vida si se desviaba del patrón marcado. Debía evolucionar la vida hasta mí misma. Un viaje de miles de millones de años a través de cientos de miles de especies, desde las estructuras unicelulares hasta el ser humano y, ya en este, siguiendo un laberinto genético hasta mi propia conciencia. Por el mismo procedimiento que las especies asumen comportamientos culturales de forma instintiva, mis genes, una vez se reencontrasen en esa odisea evolutiva, deberían activar mi memoria, y entonces yo recordaría quien era; quien había sido.
Un buen día, hace ahora veinticinco años, cuando tenía doce, recordé mi vida anterior, Utopía, 99Z9… Pero no sólo ello. También recordé fragmentos de vidas anteriores, vidas intercaladas entre mi vida de partida en Utopía y mi vida de destino: la de aquella niña mortal de doce años que de repente recordaba todo aquello. Aquellas eran vidas de mis antepasadas, mujeres que habían tenido recuerdos fragmentarios sobre mi vida en Utopía, recuerdos que en algunos casos las habían acabado llevando a la locura. El potente procedimiento de integración de mi memoria en mi genoma conllevaba dos posibles secuelas. La primera, llamada exógena por afectarle a cualquiera que no fuera yo, era aquella, y no solamente se limitaba a mis ascendentes; también podía afectar a personas ajenas a mi genealogía, por ejemplo, recordando súbitamente escenas que pertenecían a mis recuerdos: lugares, sonidos, canciones…, incluso palabras y hasta frases y párrafos en mi idioma; tenemos constancia de decenas de exorcismos, de lapidaciones por endemoniados o, más modernamente, de ingresos en psiquiátricos cuyos síntomas responden sin duda alguna a esa secuela exógena. La segunda secuela, la llamada endógena, solamente me podría afectar a mí, y consistía, sencillamente, en esa asimilación por parte de mi memoria de ciertos recuerdos de las vidas de mis antepasadas. Imagínate que tú recuerdas determinados momentos o escenas de la vida de tu padre o de tu madre, o de ambos, prácticamente hasta el día en que te engendran, y ellos, a su vez, las de los suyos, que tú también recuerdas, y así hasta que las escenas recordadas se proyectan siguiendo el rastro de tus ancestros. No recuerdas sus vidas, por supuesto, solamente recuerdas escenas, imágenes, sonidos, nombres, lugares, fragmentos que por algún motivo se han quedado más adheridos en el cerebro; como si de recuerdos de la infancia se tratara, pero en este caso, originados en otras vidas que, de algún modo, también percibes como si pertenecieran a la tuya.
Podrás imaginarte lo que con doce años pudo suponerme digerir el peso de aquella memoria en un mundo extraño que me empujaba a rechazar aquellos recuerdos, a cuestionarme mi lucidez. Me encerré en mí misma durante casi un año. Mis padres me llevaron a los mejores psicólogos, pero yo no abría la boca ni hacía un solo dibujo cuando me lo pedían. Yo sabía que había una prueba, la clave, un símbolo que debía dibujar con fuego una noche con unas dimensiones mínimas de cincuenta por cincuenta pasos. Durante el medio año antes de mi segundo egogenflash tuve que memorizar aquella grafía por activa y por pasiva, consciente e inconscientemente, ya que el éxito de aquel ingente experimento evolutivo dependía de que yo lo recordara. Y lo recordé. De hecho fue aquel dibujo que repetía obsesivamente en mis libretas escolares lo que a los doce años despertó mi memoria. Tenía dibujos con cinco años en donde ya había representado la clave. Y no solamente yo lo tenía grabado en la memoria, también algunas de mis antepasadas lo habían recordado. Lamentablemente para aquellas mujeres, afortunadamente para el 99Z9, ellas nunca supieron qué significaba ni qué debían hacer con ese símbolo.
Con trece años, la memoria de mi yo original, la adulta inmortal de Utopía, venció a la de la niña. Me planteé fugarme de casa, pero mi experiencia de adulta enseguida me quitó esa idea de la cabeza. ¿Una niña de trece años viajando sola por el mundo? En el mejor de los casos la policía me devolvería a casa al día siguiente. En el peor, habría sido pasto de redes de prostitución o de pederastas. A aquellas alturas a mis padres les veía como un elemento más de mi experimento, un elemento que se había convertido en una vía muerta, en un callejón sin salida, un apéndice inútil. A pesar de ello les quería, y tal vez por ese motivo decidí reutilizarles para mis fines convirtiéndoles en solución en lugar de inconveniente; no en vano, yo, como madre, sabía lo que se está dispuesto a hacer por un hijo. Así que un buen día, a la hora de cenar, decidí hablar y contarles mi historia. Al principio sonreían con gesto condescendiente. Qué imaginación tiene la niña, debían pensar. Pero enseguida introduje como prueba la descripción de ciertas escenas fijadas por la memoria de mi madre, escenas íntimas compartidas por ambos años antes de nacer yo; escenas que yo recordaba y de las cuales les di tantos detalles que no pudieron articular palabra. Entonces se acabaron las risas condescendientes. Escucharon hasta bien entrada la madrugada sentados en la mesa del comedor, sin articular palabra, sin dar un bocado, sin beber un sorbo de agua. Yo sabía que en aquellos momentos ellos comprendían perfectamente que aquella historia no era una invención de una niña de trece años sacada de una película o de un libro, pero, por su inverosimilitud, yo también sabía que pronto necesitarían catalogarla como tal, y que lo acabarían haciendo para darle una explicación a algo que no estaban preparados para entender. Por eso me apresuré a decirles que tenía una prueba. Les hablé de la clave, de Uno y de Tres, y del momento, la forma y el lugar idóneos para representar aquel símbolo. Por descontado, me reservé la remota posibilidad que había de que aquello no funcionara, una posibilidad que, por otra parte, no me inquietaba lo más mínimo. Mi padre estalló negándose en rotundo sin apenas darse cuenta de lo que estaba haciendo. Mi madre, en cambio, asintió en silencio hasta que mi padre calló exhortándola a hablar, a tacharme de fantasiosa, vamos, pero cuando ella habló fue para recordar un lugar en el extranjero que habíamos visitado hacía años. «Es el lugar ideal: desierto y mar en un paraje inhóspito para hacer un fuego sin que nadie se entere. Eso es lo que necesitas, ¿no?», dijo cogiéndome la mano.
Una semana después, una semana durante la cual la cordura de mis padres precisó de una cuarentena respecto a mi revelación, allí estábamos, en una cala en los límites de un desierto deslumbrante sembrado de piedras en donde la vida aparente tomaba la forma de abundantes matorrales, ocasionales cactus y escasas lagartijas. En cuanto se puso el sol de aquel ardiente día de las postrimerías del verano dibujé la clave en la tierra con un palo. Mi padre roció el símbolo con una mezcla de gasolina y aceite, y le prendió fuego. Sabía que Uno y Tres podrían tardar entre ocho y nueve horas antes de llegar; nueve horas y media, a lo sumo. Por la inaccesibilidad de aquella cala habíamos tenido que dejar el coche a dos o tres kilómetros de distancia, de modo que para descansar solamente teníamos unas toallas que mi madre había traído en la bolsa de la comida. Cenamos unos bocadillos y nos separamos paseando por la playa. A eso de las doce de la noche, los tres nos echamos a descansar. Puse la alarma de mi reloj digital a las tres de la mañana. No hizo falta. Los nervios no me dejaron dormir. A medida que se descontaban los minutos, la niña de trece años empezó a emerger en mí, con sus dudas, con sus miedos. La remota posibilidad de que no vinieran a por mí, que se hubiese dado una duplicidad, asomó como un fantasma. A las cuatro menos cuarto de la madrugada se cumplían las ocho horas desde que prendiéramos la clave. A esa hora ya estaba convencida de que debía haberse dado una duplicidad y, por lo tanto, de que nunca vendrían a por mí, que moriría con mi verdad enquistada en la memoria sin que nadie me creyera. Minuto a minuto, sentada frente al mar oscuro, bajo las estrellas y una fina raja de luna menguante, mi fe se derrumbaba como un castillo de arena batido por un manso pero incesante oleaje. A las cuatro y media mi madre se me acercó. Viéndome llorar en silencio me dijo que si quería marcharme. Aún quedaban tres cuartos de hora, pero la pasión de los trece años me había acorralado. Poniéndome en pie le dije que sí. El coche estaba muy lejos.
Caminábamos los tres por el desierto, cabizbajos, agotados, cuando una luz cegadora encendió el cielo. Los tres nos volvimos a mirar hacia el mar, a unos quinientos metros en línea recta. Un zumbido ensordecedor nos barrió. El agua salada nos roció. La luz desapareció. Sonreí empapada por el mar. «¡Ahí están! —grité echando a correr hacia la playa—. ¡Ahí están!». Al llegar, dos oscuras siluetas salían ya del mar. El agua les llegaba por el pecho. No pude esperar a que llegaran a la orilla, corrí hacia ellos y me eché en brazos del que iba delante sin saber quien era. Una chiquilla de trece años, pequeña además, qué pasión tendría para derribar a una mole musculosa como Tres cuando el agua ya solamente le cubría los tobillos. Luego, abracé a Uno, también en el agua. Salimos a la orilla. A pesar de la oscuridad, por el tono de sus voces supe que algo anómalo sucedía. Sin dudarlo un instante les pregunté por el 99Z9. Ellos me informaron sin más dilación. Se había producido una duplicidad prematura. Te preguntarás qué es una duplicidad, y una duplicidad prematura, ¿verdad? Simplificando: en la última fase del diseño de 99Z9, la combinatoria nos dio a elegir entre dos opciones; en la primera, si decidíamos afinar el experimento para que solamente se diera la posibilidad de que yo naciera una sola vez nos arriesgábamos a que esa circunstancia no se diera nunca. En la segunda opción, para evitar la primera, nos arriesgábamos a que yo naciera más de una vez, entre dos y cuatro, sería lo más probable. En eso consistía la duplicidad. Se optó por esa segunda vía determinando que la primera vez que naciera sería la que regresaría a Utopía para decidir sobre la continuidad del experimento, condenando al olvido a toda duplicada posterior, con las cuales ni se contactaría, con una sola excepción: la primera duplicada posterior a una duplicidad prematura. Como el objetivo del 99Z9 era que yo naciera en un momento histórico con un grado de evolución humana similar al de mi nacimiento original, se usaron variables medioambientales, contaminantes fruto de la tecnología humana para activar mi genoma. De ese modo, yo nunca podría nacer antes de la década de los sesenta del siglo veinte. Este hecho, sin embargo, no era imposible. Duplicidad prematura fue el término que se adoptó para definir esa improbabilidad que, al fin, sucedió. Fue en 1815, concretamente. De eso me informaron Uno y Tres en la playa, antes de que mis padres llegaran hasta nosotros. En caso de producirse una duplicidad prematura, la decisión de regresar era enteramente de la duplicada prematura, de esa yo nacida antes de 1970. Si lo hacía, y dado que antes de la década de los setenta del siglo veinte el experimento no se podría considerar concluido al cien por cien, la duplicada prematura podría regresar a Utopía pero, en cambio, no podría decidir sobre el destino de 99Z9. Antes del egogenflash, en Utopía, decidí que si se daba esa circunstancia improbable de nacer antes de la década en que la humanidad alcanzara el grado de evolución de los años setenta, me quedaría en 99Z9, que no regresaría a Utopía, mi planeta. Sin embargo, según me pusieron al corriente Uno y Tres, eso no era lo que había decidido mi duplicada prematura. En 1846, con treinta y un años, decidió regresar y recuperar la inmortalidad a pesar de no poder decidir sobre la continuidad del 99Z9. Cuando Tres y Uno me comunicaron aquel hecho les pregunté muy enfadada que por qué lo había hecho, por qué había regresado. «¡No iba a hacerlo, maldita sea!», exclamé indignada sin esperar contestación. Me sentía como quien despierta después de una borrachera arrepintiéndose de cualquier barbaridad que pudiera haber hecho en pleno delirio alcohólico. «¿Por qué no evitaste esa posibilidad limitando tu vuelta a partir de esta época? —dijo Uno—. Pudiste hacerlo», recalcó sacudiéndose el agua del pelo. Reprimiéndome la rabia, opté por responderle con una pregunta: «¿La vida de mi duplicada prematura aporta algo excepcional a Utopía?». «Sí», dijo Uno. «¿Qué?», quise saber. Mis padres estaban ya a la vista. «Ella recuerda muchas de las vidas de sus antepasadas a la perfección —dijo Uno—. Bastantes de ellas vinculadas a la historia, al poder». «Entiendo», suspiré. En comparación, yo no tenía recuerdos tan importantes de mis antepasadas, ni cuantitativa ni cualitativamente. «Tú, si bien no puedes regresar a Utopía debes decidir si el 99Z9 continúa o si se aborta —me dijo Uno— ¿lo recuerdas, verdad?». «Por supuesto», asentí. «¿Has decidido ya?», quiso saber Uno. «Soy una niña, aún no tengo suficiente información. Para tomar una decisión necesitaré vuestra ayuda, y probablemente durante muchos años. Quiero rastrear la humanidad antes de decidir. Necesito viajar, conocer personas singulares. Necesitaré, para empezar, aprender idiomas, educarme…», dije repentinamente iluminada por un destello de ilusión cuya sombra, negra, negrísima, preferí ignorar. En semejante sombra, a las leyes de la probabilidad se les podría antojar poner en el mundo a una tercera duplicada, tal vez una niña más pequeña que yo que encendería su clave y esperaría.
Esperaría.
Esperaría hasta que las horas la echaran del lugar sin que Uno y Tres acudieran a su llamada. Tal vez lo intentaría de nuevo otra noche, en vano. Razonaría entonces que otra duplicada con mayor fortuna se le habría adelantado, tal vez meses, tal vez años o décadas. Qué dura prueba mantenerse leal a la memoria sin una sola pista, sin un mínimo rastro de esa vida en Utopía más allá de sus recuerdos. Sin duda, la locura la acecharía el resto de sus días. De qué le serviría saber que la decisión de no acudir a su llamada la había tomado ella misma en Utopía. Yo, sin embargo, si bien no podría regresar a Utopía tenía la inmensa fortuna, primero, de que mis recuerdos se confirmasen con la presencia de Uno y Tres, y, segundo, de poder decidir sobre el 99Z9. El poder seguía en mis manos. El poder. Un poder que incluso en Utopía, una sociedad nueve siglos más avanzada que aquella en la que me encontraba, seguía sometido a los caprichos del azar. ¿El dios azar? Ese dios cuya benevolencia me había otorgado a mí el poder sobre el destino del 99Z9.
Siguiendo con mi plan de buscar apoyo en mis padres, los dos primeros años tras la llegada de Uno y Tres, se convirtieron en un período de transición. Mientras yo seguía viviendo con ellos, Uno y Tres se fueron haciendo al medio: idioma, costumbres, sistema económico, política, tecnología… Mi relación con mis padres cayó como fruta madura. Cuando cumplí los quince, ellos ya estaban convencidos de que lo mejor era que me marchara con Uno y con Tres, que mi lugar estaba con ellos. La convivencia fue tan dura los últimos meses que aún sin tener toda la documentación falsificada que precisaríamos, mi madre me pidió que me fuera a vivir con Uno y con Tres dos manzanas más allá de nuestra casa. Verdaderamente fue un alivio hacerlo. Al cabo de tres meses emprendimos nuestro viaje por el mundo. Mis padres solamente me pidieron que les visitara de vez en cuando. Al resto de la familia les contaron que me habían becado para estudiar en el extranjero.
A partir de ese momento y hasta que por la edad pudiéramos pasar por amigos, Uno y Tres pasaron a ser mis padres a todos los efectos, eso sí, con documentación falsa, perfectamente falsa. Y desde entonces nos hemos dedicado a aprender las principales lenguas para viajar, y a recopilar información, y a conocer personas excepcionales, lo mejor y lo peor de este mundo, con el único objetivo de decidir si vale la pena, si esta humanidad tiene capacidad de reacción o, sencillamente, el único futuro de la humanidad son los superiores, como en Utopía.
Así pues, esto que te estoy contando es la constatación del éxito biológico del 99Z9. Socialmente, en cambio, puedo confirmarte ya su fracaso. Desde que ideé el proyecto, una cuestión trascendental planeaba sobre él: el ser humano es así porque le condiciona su material genético, o existe una vía social alternativa escrita en nuestra doble hélice. Siempre tuve la esperanza de que esta segunda humanidad del 99Z9 encontrase esa segunda vía; que la cultura llegase a bloquear los instintos que en Utopía solamente habíamos conseguido bloquear mediante selección genética creando a los superiores.
Este mundo es, a fecha de hoy, igual que el de mi primera vida, antes de Utopía. El protocolo del 99Z9 contempla dos posibilidades llegados a este punto en que evolutivamente yo soy plenamente yo: en caso de que la humanidad sea socialmente más avanzada, mantener el experimento para observar su evolución; en caso de que la humanidad no sea más avanzada, abortar el proyecto.
Una humanidad más avanzada implicaría, de entrada, que no existiera pobreza ni guerras. Pero vuestros líderes, no los políticos, esos no pintan nada a estos niveles, vuestros verdaderos líderes, los jefes que no existen, a pesar de estar advertidos persiguen lo contrario. Un síntoma inequívoco de que están consiguiendo lo que buscan es que la desigualdad, la tortura, la esclavitud, la opresión se aceptan como situaciones inevitables, normales o, incluso, deseables. Las ideas de generosidad, bondad y altruismo les generan risa, estupor; son palabras desterradas de su diccionario particular de poder, y ese diccionario ya hace mucho que infecta las conversaciones a pie de calle, donde cada vez es más difícil usar esas palabras sin que se rían de quien las utiliza, ya sea por considerársele un iluso o un loco. Esas ideas suenan a pasado, cuando, y eso es una ley Universal, son la esencia para la supervivencia de una civilización. Suenan a pasado y el futuro estaba en ellas. Obviamente, si no respetamos a nuestros congéneres, cómo vamos a respetar el medio en el que vivimos. El planeta es un vertedero. Otro síntoma del estado terminal de esta especie.
En fin, socialmente esto no es mejor que Utopía en el mismo momento tecnológico. Y no lo es a pesar de que a lo largo de los siglos, a causa de vuestra naturaleza experimental, se os ha ofrecido mucha más ayuda exterior de lo usual, y no sólo desde Utopía, desde donde también se ha tenido que intervenir, tal y como se contemplaba si la desviación del patrón amenazaba con vuestra extinción antes de mi presente encarnación. Seres excepcionales a quienes en Utopía no tuvimos la fortuna de conocer os han señalado el camino a seguir, y lo seguirán haciendo hasta el último día. Pero vuestros líderes, siempre, sistemáticamente, les han negado, encerrado, torturado, matado y, tal vez lo más retorcido de todo, han usado sus nombres para satisfacer su avaricia sin fin.
Llegado a este punto, y tras veinticinco años entre vosotros constatando que no hay vuelta atrás, vuestro nivel tecnológico indica que en poco más de cien años seréis una amenaza para la convivencia pacífica exterior, incluida Utopía, por descontado, la primera que, por miedo, situaréis en vuestro punto de mira.
Es hora, pues, de cumplir con el protocolo. Es hora de abortar este experimento.