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El corazón se le disparó a Gabriel. Las piernas le flaquearon y tuvo que sujetarse a la fría mesa al ver lo que estaba sucediendo al otro lado del cristal, en el quirófano contiguo. Aquel tipo que Zoé acababa de presentar como el doctor Fausto, vestido de esmoquin y con el rostro medio cubierto por una máscara blanca, estaba violando a un bebé de apenas cuatro o cinco meses. Boca arriba, la criatura, desnuda directamente sobre el acero inoxidable, sangraba por el ano. Sus brazos abiertos en cruz, agarrotados de tanta tensión, parecían preguntar por qué semejante dolor. Sus deditos abiertos parecían buscar la seguridad de una madre. Tenía la criatura el rostro morado de tanto chillar. La cámara encuadraba la violación de modo que sólo se veía el bebé, la mesa, a Fausto y un trozo del suelo blanco. Imposible identificar el lugar ni el degenerado que estaba cometiendo aquel acto sin nombre.

—Esto es muy sencillo de usar —susurró Zoé con aparente tranquilidad tendiendo una pistola con silenciador a Gabriel—, si lo quieres usar, claro. Ya le he desbloqueado el seguro.

Gabriel, paralizado por lo que estaba viendo, tardó en reaccionar. Tomando la pistola, las fuerzas parecieron volverle a las piernas.

—¡Hijo de putaaa…! —se desgañitó abriendo la puerta de cristal.

Fausto se apartó súbitamente de la mesa de operaciones volviéndose hacia la puerta que ya abría Gabriel apuntándole con la pistola. Los llantos del bebé eran ensordecedores. Con las manos en alto, Fausto dijo algo que Gabriel no pudo entender.

—¿Qué dices, hijo de puta? ¿En qué idioma hablas? —le escupió Gabriel.

Zoé, pasando al quirófano para atender al bebé, informó a Gabriel que le había hablado en su idioma.

—El doctor Fausto es una persona cultivada, Gabriel. En el infierno son políglotas.

—¿Qué has dicho, cabrón? —gritó Gabriel. El arma le temblaba al apuntarle a la cara.

—Que si puedo subirme la bragueta, señor.

Gabriel miró el miembro infecto, aún erecto, saliendo de los pantalones.

—Guárdatela o te la corto, hijo de la gran perra —masculló.

El llanto del bebé se calmó en cuanto Zoé lo tuvo en sus brazos. Fausto se guardó el pene manchado de sangre y se subió la bragueta.

—Querrás saber por qué, cómo puedo hacer algo así —habló Fausto, pausado, intentando distraer a Gabriel.

Envuelta en una sábana azul, Zoé sacó a la criatura del quirófano, llorando un triste uhhh, uhhh, uhhh.

—Si quieres matarle, no le dejes hablar. Quien escucha corre el riesgo de entender —advirtió Zoé al pasar junto a él.

El arma le pesaba a Gabriel.

—Espera, cerdo. Sí, lo vas a explicar —dijo acercándose a la cámara de vídeo sin dejarle de apuntar a la cara. Tuvo que apartar la mirada para desenroscar la cámara del trípode durante breves segundos. Fausto no se movió—. Sal, venga —ordenó Gabriel con el arma en una mano y la cámara, grabando aún, en la otra. Fausto obedeció saliendo del quirófano—. Venga, aquí, quítate la puta máscara y cuenta por qué estabas vi…, violando a un bebé.

Fausto obedeció de nuevo quitándose con lentitud la máscara blanca. Su rostro, bien parecido, apareció en la diminuta pantalla de la cámara. Tendría cerca de cincuenta años.

—¿Has pensado en que físicamente soy como cualquier otro hombre? Como tú, por ejemplo. Sí, y que el hecho de que yo pueda hacer algo así implica que, en determinadas circunstancias, cualquiera podría hacerlo —afirmó Fausto jugueteando con la máscara entre sus dedos. Miraba directamente a los ojos de Gabriel, quien callaba recordando cómo mató a su mujer—. Por eso me estás escuchando. No porque yo te importe un bledo sino porque quieres conocerte a ti mismo a través de mis palabras. A todo el mundo le gustaría saber cuáles son los límites del hombre, pero nadie se atreve a investigar. Yo soy un científico —exclamó alzando la voz— un humanista. Y como tal, acepto la cobardía de los demás y asumo como un deber para con el conocimiento estos actos con los que sólo busco explorar los más oscuros rincones del alma humana —pronunció.

Atónito, Gabriel no daba crédito a lo que acababa de escuchar, o, mejor dicho, a su incapacidad para replicarle con argumentos que salieran de su boca, no de su arma. Zoé, quien estaba en una de las mesas curando al niño, se dirigió a Fausto.

—Bravo, has dejado a Gabriel noqueado —dijo sonriendo—. Está en baja forma, claro, son muchas emociones en pocos días. Todo lo que has dicho, doctor Fausto, está muy bien. Sí, todo salvo un detalle: tú no tienes alma.

Fausto sonrió ninguneando el comentario de Zoé.

—Alma —prosiguió Zoé, risueña, sin mirarle—. ¿Crees tener alma porque vas a la ópera, porque disfrutas con los escritores clásicos, porque te emociona la música barroca? ¿Crees que el arte paga el precio del alma? No, doctor Fausto, tú no tienes alma. Tú tienes un cuerpo que adora que estimulen sus sentidos y su imaginación. Tú coleccionas sensaciones como los perros coleccionan olores. Pero nadie diría que un perro tiene alma porque se emociona cuando husmea las farolas como a ti te emocionan ciertas arias, ¿verdad? Doctor Fausto, no te engañes, tiene alma quien conoce la frontera entre el bien y el mal. Para un perro está bien lo que le proporciona placer, y mal lo que le disgusta. Tú eres un simple sibarita de las sensaciones; sensaciones que a veces son muy caras de mantener. Necesitas mucho dinero, por ello traficas con mujeres, armas, drogas… Por ello vendes vídeos snuff a otros desalmados como tú. Por ello tu socio veterinario iba a extraer el corazón y el hígado de este bebé cuando terminases de violarlo. ¿Cuánto pagan por cada órgano en el mercado negro? ¿Cuántos niños matas al año? No los suficientes, ¿verdad? Lástima de incompatibilidades.

—No sé quien os envía, ni me importa —dijo Fausto a Zoé—. Sin duda es poderoso y ha jugado bien, pero es una pena que haya enviado a una ignorante como tú.

—¿Verdad Uno, que este animalito no tiene alma? —preguntó Zoé sin alzar la voz mientras mecía al bebé envuelto en las sábanas azules.

—Verdad —se escuchó la voz de Uno a la derecha de Gabriel.

De pronto, Uno surgió de la nada echándose a la espalda la capucha de un traje negro idéntico al de Zoé y Tres. Fausto dio un paso atrás, sobresaltado.

—El alma es demasiado inestable, fluctuante: nos lleva constantemente a replantearnos esa frontera, a dudar. Uno, en cambio, no tiene alma, Fausto —dijo Zoé acercándose con el bebé ya dormido entre sus brazos—. Pero es infinitamente más inteligente que tú. Ella no necesita alma para saber del bien y del mal. Tú, sin embargo, eres tan estúpido que ni te has dado cuenta de que todo lo que has hecho en esta vida lo has hecho buscando ese alma que dices explorar.

Gabriel, estupefacto, había bajado la cámara y la pistola.

—Uno, ¿lo hará? —preguntó Zoé.

Uno, mirando fijamente el rostro de Gabriel, contestó:

—Lo hará.

—Muere pues, explorador del infierno —sentenció Zoé con teatralidad antes de darse media vuelta para marcharse de allí con el bebé apretado contra su pecho.

Uno la siguió.

—Puede que tengas razón —se dirigió Gabriel a Fausto, a quien en el rostro aún se le dibujaba el susto que se había llevado por la súbita aparición de Uno—. Sí, puede que tengas razón, pensó Gabriel. Es cierto, puede que todos llevemos un asesino dentro. Puede que sólo sea cuestión de encontrar a nuestra víctima —concluyó levantando la pistola y apretando los dientes.

El arma silbó. Fausto cayó al suelo de espaldas. Mientras un charco de sangre se extendía por el suelo blanco alrededor de la cabeza de Fausto, Gabriel pensó con sorprendente satisfacción que había sido muy fácil, que se sentía bien habiendo eliminado a semejante monstruo. Pensó que jamás la culpabilidad le acosaría por lo que acababa de hacer mientras corría para alcanzar a Zoé y a Uno. Pero la culpabilidad le golpeó en la boca del estómago tan pronto las alcanzó en el ascensor.

—¿Sabes que Fausto tenía un hijo de diez años que le adora? —le dijo Zoé al cerrarse las puertas.

Al abrirse las puertas, ya en la sala de espera, caminando hacia la recepción, Gabriel consiguió articular el habla.

—¿Por qué me lo dices ahora? —preguntó en un susurro.

—Es parte de la visita al mundo que querías cambiar.

—¿Es verdad que tenía un hijo?

—Claro, y una madre de ochenta años que también le adora. ¿Continúo con la lista? —preguntó al llegar a la recepción, en donde Tres aguardaba—. ¿Y de estos, qué opinas, son menos culpables? —quiso saber Zoé sin aguardar respuesta a su anterior pregunta—. El veterinario, ese de ahí —señaló al que iba vestido con uniforme verde de sanitario— ese justifica su acción diciéndose que con los órganos de una criatura, a menudo salva las vidas de otros dos o tres niños. Su esposa —dijo señalando a la mujer— se justifica con el argumento de su marido, al que añade que ella no mata a nadie, que no toca un solo cuerpo, que ella sólo organiza la guardia para que no quede personal. Y él, el de la ambulancia, el que trae a un niño y al cabo de una hora y media se lleva unos órganos en una nevera —dijo señalando al otro hombre, el que llevaba el chaleco reflectante amarillo y naranja—, ese se justifica diciendo que él sólo hace de transportista, y, como sus compinches, que gracias a él otros niños se salvan. ¿Tú lo harías Gabriel?

Gabriel contestó acribillando a aquellos tres individuos apartando de su mente hijos y madres.

—Tenemos irnos —informó Tres cuando un clic inocuo anunció que no quedaba más munición—. Dame —le pidió a Gabriel que le entregara la pistola.

—¿Quieres que vayamos a buscar a quienes falsifican la documentación para el trasplante, al médico que firma esos papeles falsificados, a los padres que van a pagar generosas cantidades de dinero por conseguir esos órganos que nunca llegan legalmente, a los directores de orfanatos y maternidades en países corruptos que personalmente envían muestras de los niños de sus centros para que analicen su compatibilidad…? ¿Sigo? —preguntó Zoé.

—¡Qué asco de mundo! —insultó Gabriel dirigiéndose a la salida de la clínica veterinaria junto a Zoé, quien en sus brazos llevaba aún al bebé, protegiéndolo del frío con su anorak negro.

Al cruzar la puerta de cristal, en la penumbra, Zoé se detuvo.

—Yo me quedo aquí con el niño. No avisaré a la policía hasta que estéis a salvo. Quiero asegurarme de que el pequeño esté bien hasta que se lo lleve la policía.

—¿Qué? —exclamó Gabriel—. ¡Te cogerán!

—No te preocupes, no lo harán —dijo pasándose la capucha de su traje por la cara, como si se envolviera la cabeza con ella— esperaré con el niño y en cuanto lleguen desapareceré —dijo volatilizándose en ese preciso instante.

Gabriel inspiró profundamente. El niño, envuelto en el abrigo, flotaba en el aire.

—¿Ves? —dijo Zoé quitándose la capucha para volverse visible—. Tecnología militar de dentro de un par de siglos.

—Ni siquiera se ha despertado con todo este follón —comentó Gabriel mirando al niño con dulzura—. Se le ve tan a gusto contigo… ¿Tienes hijos?

—Cientos, pero no en esta vida.

—¿Volveremos a vernos? —preguntó Gabriel renunciando a interpretar aquella respuesta para la que no tenía mapa ni brújula.

—Por supuesto. Dije que te enseñaría dónde está aquel lugar de muerte, y lo haré. Dije que te explicaría quién soy, y lo haré. Además, yo aún espero que recuerdes por qué se dejó matar tu mujer.

Por la expresión risueña de Zoé, Gabriel pensó que ella sabía que él ya recordaba lo que a Andrea le hizo aceptar la muerte que él le propuso tras el accidente aéreo. Intentó decírselo pero las palabras se le atragantaron. De repente, sin motivo aparente, temió que su revelación destruyera a aquella mujer. ¿Destruirla a ella?, estás loco, pensó Gabriel dándose media vuelta con la cámara de Fausto en la mano.

Como todo hasta el momento, la salida de aquel país estaba perfectamente estudiada. De la clínica veterinaria fueron a buscar un coche situado a pocas calles. Allí ayudaron a Gabriel a lavarse las salpicaduras de sangre y también a cambiarse de ropa. Vestido con traje y corbata esperó a que Tres y Uno se pusieran sendos trajes sobre sus uniformes negros. Toda la ropa manchada, incluidos los guantes, la volvieron del revés, la doblaron y guardaron repartiéndola en dos de las tres pequeñas maletas de las que habían sacado la ropa que vestían, mezclada con más ropa que aún quedaba dentro.

—Hombres negocio —dijo Tres abriéndole la puerta trasera a Gabriel.

Con Uno al volante del nuevo vehículo pasaron por el centro de la ciudad antes de abandonar la población y, luego, el país. En un punto del trayecto, a menos de cinco minutos de la clínica veterinaria, Gabriel vio una sede de la ONU.

—No estamos pasando por aquí por casualidad, ¿verdad?

—Verdad —respondió Uno.

Comprendió Gabriel que querían que viera que aquellos hechos ignominiosos sucedían en un submundo espeluznantemente próximo a la voluntad de progreso de la humanidad, a las grandes palabras, a los gestos mayúsculos. Es esto una anécdota, o un cáncer que nos invade, se preguntó Gabriel cuestionándose su vieja fe en la humanidad.

—Puede que Andrea tuviera razón. Puede no tengamos solución —se respondió a sí mismo.

Antes de poder abandonar aquel pensamiento ya estaban en la frontera. Habrán pasado menos de veinte minutos, se sorprendió Gabriel. Al mostrar la documentación al policía observó Gabriel un monovolumen que estaban pesando en una báscula de vehículos, no muy lejos de ellos. Pensó entonces en la maleta, en la ropa manchada de sangre, pero antes de quedarse pálido el policía les devolvió la documentación y el coche arrancó. Volviéndose a mirar a Gabriel, Tres le vino a decir que las películas no serían tan emocionantes si se ajustaran más a la realidad. Al otro lado de la frontera, en el control del país al que entraban, una policía les saludó con la cabeza desde su garita, y siguieron adelante sin detenerse. Ni cien metros más adelante, mientras Gabriel miraba por la ventanilla, sintió en el cuello un aguijonazo idéntico al que había sentido en el avión que le había llevado a aquella región de cadáveres. Apenas tuvo tiempo para ver que Tres, medio inclinado hacia él, volvía a acomodarse en su asiento con una especie de bolígrafo blanco en la mano.

Le despertó el aire fresco, el aroma a mar. La puerta del coche estaba abierta. Estirado en el asiento posterior, entre sus pies descalzos, el mar, lejano, reverberaba con sus crestas plateadas. La luna, en cuarto menguante, iluminaba la noche. Al incorporarse vio Gabriel a Tres y a Uno sentados en el capó del coche mirando hacia el mar. Hablaban. Salió del coche, se estiró. La noche era fresca, acaso diez o doce grados, aunque sin duda mucho más cálida que la del lugar de donde habían venido.

—¿Descansado? —preguntó Tres con amabilidad.

—¿Por qué me habéis dormido? —quiso saber Gabriel quien recordaba el pinchazo en el cuello.

—Evitar cambiases opinión. Debemos traer a ti aquí. Cero lo quiere. Reunir con ella. Sin riesgo que te marches. Tú cargo conciencia. Matar cuatro personas. Puedes quererte entregar.

Por la anterior experiencia respecto a la política de protegerle de sí mismo, la explicación telegráfica de Uno no dejaba lugar a dudas. Zoé les había ordenado que lo llevaran hasta allí para reunirse con ella. Para evitar el riesgo de que los remordimientos le impulsaran a entregase a la policía, habían optado por sedarle para garantizar su encuentro con Zoé en aquel rincón del mundo.

—No tengo cargo de conciencia —dijo Gabriel desanudándose el nudo de la corbata—. Me debo estar convirtiendo en un monstruo.

—Eso poder cambiar —dijo Tres bajándose del capó.

—Quizás estaría bien que cambiara, sí —murmuró Gabriel.

Mirando a su alrededor, descubrió Gabriel un paisaje desértico, rudo, arisco con el observador, bello por su arrogante ausencia de hospitalidad. Polvo, rocas y pitas. El vehículo estaba situado en mitad de un camino de tierra y piedras ondulado por profundos socavones. De forma intermitente, el rumor del mar susurraba su presencia un par de kilómetros más adelante en línea recta. Su perfume inconfundible, también.

—Toma —invitó Tres tendiendo un vaso de plástico con café caliente que acababa de echar de un termo—. ¿Galletas quieres? —Gabriel miró con desconfianza el vaso—. No —sonrió Tres—. No dormir ni veneno. Sólo café.

Hecha la aclaración, Gabriel aceptó el café y las galletas. Estaba muerto de hambre.

—¿Dónde estamos? —quiso saber.

—Eso decirte Cero. Esperamos llegue —respondió Uno, cortante.

—La hora, ¿puedo saberla?

—Once y diez noche —informó Uno—. Viajar todo día.

—Se agradece la precisión —rio Gabriel mirando las estrellas.

Se escuchó un búho. Pidió Gabriel más café y galletas que Tres le sirvió. Cuando apuraba el segundo vaso de café, sonó un móvil. Contestó Uno. Habló en ese extraño idioma que hablaban entre ellos.

—Vamos. Cero espera —dijo al colgar.

Subieron al coche. Dieron media vuelta y avanzaron con lentitud tratando de sortear baches. Media hora después estaban frente a una especie de almacén de dos plantas en mitad de una carretera al cabo de la cual, a menos de un kilómetro, había un pueblecito en mitad de aquel desierto. Junto al margen de tierra en el que se habían detenido, al otro lado de la carretera frente al almacén, había una churrería ambulante. Delante de ella, cinco mesas con sus respectivas sillas de aluminio. Sólo dos de las mesas estaban ocupadas. Una de ellas por una pareja de adolescentes que tonteaba susurrándose cosas al oído, y la otra por Zoé quien vestía tejanos, zapatillas de deporte y chaqueta sport. Uno, Tres y Gabriel se bajaron del coche y fueron hacia ella. Una música machacona ascendiendo sobre el monótono motor del generador de la churrería sugería que el almacén era una discoteca, aunque la entrada debía estar por otro lateral, pues nadie se veía desde allí. Al verles embutidos en sus trajes, la pareja de adolescentes se levantó para marcharse riéndose del trío camino del almacén.

—Va, os estaba esperando —sonrió Zoé abriendo un aceitoso cucurucho de churros—. El chocolate se habrá enfriado —informó señalando las cuatro tazas de chocolate que había sobre la mesa—. ¡Tengo un hambre…!

Gabriel rio. Dios comiendo churros con sus secuaces en una churrería en mitad de la nada, pensó incapaz de contenerse la risa al ver a Uno y Tres mojando los churros en el chocolate. Esto no puedes contarlo, pensó Gabriel riendo para sí.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Zoé chupándose los dedos—. ¿No te gustan los churros, mmm? Ah, sí, la risa —recordó—. Tres, ¿me has traído lo que te pedí?

Tres se sacó del bolsillo una pequeña cajita blanca de la que extrajo una cápsula verde que entregó a Zoé. El churrero pasó detrás de ellos para recoger la mesa de la parejita de adolescentes.

—Toma —le dijo Zoé a Gabriel poniendo la cápsula en el platillo de su taza—. Por si alguna vez vuelves a olvidarte de reír —le dijo aludiendo al comentario que hizo en las mazmorras, después de comerse el sándwich—. Esto te animará —dijo, interrumpiendo la explicación al notar que el churrero les vigilaba de reojo desde la otra mesa. Cuando el tipo regresó a la churrería, prosiguió—. Los chamanes la usan para conectar con la existencia, con el yo interior. Eso sí —susurró—, si te la tomas, hazlo en un lugar sin estímulos sensoriales. Hazlo a oscuras tendido en la cama. Nada de luces ni de ruidos.

—Gracias —dijo Gabriel—, pero creo que no la necesitaré.

—Bueno, tú quédatela, por si acaso —recomendó Zoé levantándose—. Venga, ¿vamos?

Tres se levantó y se dirigió al coche. Uno, tras rebañar la taza con el último pedazo de churro, le siguió. Zoé, desde el coche, apremió a Gabriel:

—Venga, que no tenemos todo el tiempo del mundo.

Gabriel se levantó dejando la cápsula verde en el platillo.

Regresaron los cuatro en el coche por el mismo camino de baches y piedras. Zoé, detrás, junto a Gabriel, aprovechó para sacarse su móvil. Toqueteó en su pantalla táctil hasta que apareció un mapa con imagen por satélite.

—Estará en el mercado dentro de cinco o seis años —informó refiriéndose al aparato—. Querías saber dónde estaba aquel infierno, ¿no? —dijo Zoé.

La imagen revelaba una calle de tierra, con construcciones y árboles a ambos lados; la nitidez era impresionante en apenas cuarenta o cincuenta centímetros cuadrados de pantalla. Se le puso la piel de gallina al reconocer el lugar en donde había estado rodeado de muertos en aquella única imagen. Observó Gabriel manchas que, sin duda, eran personas. Había decenas de ellas. Se adivinaba trajín, bullicio, en aquella imagen. Se adivinaba vida. La imagen retrocedió como un zum; la calle se convirtió en una línea recta, extensísima, cada vez más fina, dividiendo el monitor en dos mitades marrones, partiendo en dos el desierto. Apartó la vista Gabriel.

—Ya no me importa donde está —dijo buscando el mar lejano por la ventanilla—. Podría estar en cualquier sitio. Mi mujer decía que era muy triste que los muertos, las víctimas, por estar más lejos conmovieran menos. Dejémosles ahí, acechándonos.

Pasaba media hora de la media noche cuando Uno detuvo el vehículo. Podría ser el mismo lugar de antes, pensó Gabriel. Al ver que todos salían del coche, él les siguió. También les siguió cuando echaron a andar hacia el mar a través del desierto.

—¿Adónde vamos? —preguntó Gabriel alcanzando a Zoé.

—Ellos, a preparar la partida. Yo, a contarte la historia que te debo. Tú, a escucharme.

Dificultando el paso, la arena advirtió que ya estaban en la playa. El sonido del mar, rotundo como su aroma, invitaba a no acercarse mucho más. Su aerosol frío y salado obligó a Gabriel a subirse la solapa de la americana para cubrirse el cuello. Se detuvo Zoé a menos de veinte metros del agua. Allí, Uno y Tres se despojaron de la ropa quedándose vestidos con su uniforme negro. Luego, continuaron caminando hasta desaparecer en la oscuridad.

—A ver, ahora escucha —dijo Zoé—. Solamente tenemos unas pocas horas. Volverán antes del amanecer, y preferiría que no me tuviesen que esperar —anunció sentándose en la arena.

Gabriel se sentó a su lado.

—La historia de mis días pertenece al futuro y al pasado a la vez… —empezó a narrar Zoé.