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Quince años, cinco meses y ocho días después de cerrar la puerta de la floristería; cinco días después de saltar al vacío, salía del coma y descubría el rostro de Uno ante mí. «Veo que me recuerdas —fueron sus primeras palabras—. Utopía vuelve a estar bajo control». Con anterioridad había visto otros rostros: hombres y mujeres desconocidos. Al parecer, me había despertado horas antes pero me habían vuelto a sedar por orden de Uno, quien quería informarme personalmente de todo lo sucedido desde que nos separamos, cosa que se dedicó a hacer durante las siguientes horas. Estábamos en una habitación del hospital militar al que me habían trasladado desde el lago en donde dicen que, incomprensiblemente, permanecí más de diez minutos boca abajo, con la cara hundida en el agua, hasta que me rescataron los dos militares que me habían perseguido. Era imposible que mi cerebro hubiera sobrevivido tanto tiempo sin oxígeno, así que interpretaron que en algún momento debí sacar la cabeza del agua inconscientemente para respirar antes de desmayarme de nuevo, y que incluso podía haber repetido aquel reflejo inconsciente en más de una ocasión. Yo no recordaba nada después del vacío, pero la posibilidad de que mi inmortalidad se extendiese a condiciones de estrés fisiológico, por ejemplo, provocando un letargo, me pareció más plausible que ese supuesto reflejo respiratorio inconsciente con el que especularon tan alegremente. ¿Qué nivel de estrés fisiológico me permitiría soportar la inmortalidad? ¿Cuántos minutos podía aguantar sin oxígeno, qué volumen de sangre podría perder en una hemorragia, qué lesiones podría soportar, qué órganos resistirían más…? Se trataba de un magnífico estudio que no me había planteado hacer puesto que nunca se describió ningún problema en el momento de sacrificar a los animales con los que se practicaron los ensayos, ni, por otra parte, tampoco había nada destacable en los historiales clínicos que conseguíamos de las personas a las que les dejábamos de administrar la X1, quienes en el cien por cien de los casos terminaban muriendo por patologías naturales propias de cualquier mortal. Durante los tres días que permanecí ingresada en observación después de salir del coma, no dejé de darle vueltas al asunto, en especial después de que Uno me explicara una experiencia similar. Al fin, llegué a la siguiente conclusión que escribí en mis memorias: «reflejo respiratorio inconsciente: improbable. Resistencia al estrés fisiológico por inoculación de la X0 en lugar de la X1: baja probabilidad. Resistencia al estrés fisiológico favorecido por los años de inmortalidad: muy alta probabilidad. Experiencia de Uno: no contrastable. Innecesario ensayo. Bastará con un estudio epidemiológico a los inmortales presentes y futuros». En verdad yo sabía que no haría falta hacer ese sencillo estudio epidemiológico, y que solamente era la lógica, la misma lógica que se había equivocado al hacerme huir de los militares, la que me sugería un estudio epidemiológico para constatar una certeza que incluso me llegó a estremecer: la vida se va arraigando en los cuerpos eternos con más fuerza a medida que el tiempo avanza. Tuve claro lo incuestionable que era tal hecho cuando terminé de escribir en mis memorias aquella breve anotación sobre la resistencia al estrés fisiológico. De repente, reflexionando lo que acababa de anotar, un escalofrío sacudió bruscamente todo mi cuerpo: ¿y si un día deseaba morir y mi cuerpo me lo impedía? ¿Y si la inmortalidad terminaba convirtiéndose en una cárcel? Entonces vino a mi mente Humo, el pretérito amante y viejo enemigo de Lea, y el recuerdo de aquella cabeza envasada al vacío me consoló brevemente. «Siempre habrá soluciones para esa cárcel», murmuré antes de obligarme a seguir actualizando mis memorias para apartar de mi mente la irracional respuesta que algo en mi interior había dado a mi macabro punto final a la inmortalidad: «¿y si la vida llega a echar raíces tan profundas que es capaz de sobrevivir al cuerpo?». La verdad es que tenía trabajo para tener mi cabeza ocupada, pues quería escribir todos aquellos últimos acontecimientos en mis memorias antes de volverme a poner al frente de Utopía. Recordé entonces a Polas y su lección de narrativa. Cuando quisiera plasmar en una nueva novela todas las anotaciones que estaba a punto de realizar, ¿cómo narrarlo sin ser inverosímil? ¿Cómo escribir que has sobrevivido, no sólo a semejante salto, sino a más de diez minutos de apnea? Y respecto a Uno, ¿cómo narrar con verosimilitud la odisea que la primera superior había pasado para poner bajo control a Utopía y, por añadidura, a todo el estado? «Desde el fondo del infierno, Uno ha logrado ir subiendo, escalón a escalón hasta hacerse con el control de todo, un control que ahora me devuelve», fue lo que escribí en mis memorias sin acabármelo de creer ni yo misma.

El paisaje tras su batalla arrojaba la siguiente lista de víctimas: un presidente de gobierno y un miembro de Los Trece asesinados; otros tres miembros de Los Trece y tres ministros en la cárcel; la cúpula militar renovada, y un sinfín de cargos inferiores depuestos; profesionales despedidos de sus trabajos, y líderes y dirigentes de asociaciones de diversa índole expulsados de sus organizaciones. En síntesis, lo que Uno había hecho era una depuración ideológica tanto de Utopía como del propio estado. A mi regreso, ambos estaban más solapados si cabía, y sus mandatarios no albergaban duda alguna sobre el incalculable valor de la selección genética. Al contrario, se había llegado a modificar la carta de constitución del estado por primera vez en casi cincuenta y seis años para hacer hincapié en una cuestión a la que se le da prioridad absoluta con el inaplazable objetivo de mejorar nuestra raza, rezaba en su nuevo prólogo, para mi completo asombro. A partir de aquel momento, Utopía asimilaba al Estado, pudiendo hablar abiertamente del estado de Utopía.

Recuerdo que, aún en el hospital, mientras Uno me rendía cuentas de todo lo sucedido desde que nos separáramos más de tres años atrás, ella escrutaba mi rostro con tal concentración que me vi obligada a preguntarle que qué era lo que esperaba ver en mi lenguaje corporal. «Temo que cuestiones esta purga; que en estos años hayas cambiado y tu moral se haya vuelto simple, como la de la mayoría de los mortales». «Tenemos en nuestras manos un mundo mejor, y si para conseguirlo hay que echarse a la espalda diez, cien o mil retrógrados cobardes e ignorantes manipulados por cuatro avariciosos, pues me los echo», respondí, y la sonrisa de Uno pareció confirmar que había salido de dudas, relajando su gesto de predador famélico hasta que me relató cómo salió de la cárcel. «Perdona Uno —me disculpé, tras escuchar su historia, viendo la renovada tensión de sus ojos—, pero hasta yo tengo mis límites. Ya, ya veo que te estás dando cuenta. A ver, creo lo que me acabas de contar, y por eso te pido que continúes; pero deberás aceptar que te crea como hay quien cree en los milagros, por un puro acto de fe. Comprenderás que la razón no me acompaña, ¿verdad?». Uno asintió muy seria.

En unos pocos minutos me había contado que, tras desaparecer yo, dos días después de entrevistarse individualmente con los diez miembros de Los Trece para descubrir qué grado de implicación tenía cada uno en el alzamiento contra nosotras, tres personas que se identificaron como la policía secreta la detuvieron sin que los guardaespaldas que le habían asignado movieran un dedo para impedirlo. Uno comprendió desde ese momento que la sublevación había tomado cuerpo, posiblemente alentada por mi desaparición, y que por ello la detenían. Después de un primer interrogatorio en una sala transparente, nombre que recibían las salas de interrogatorios en donde todo quedaba grabado, Uno consiguió que el responsable del interrogatorio la llevara a una sala opaca, una de esas salas oficialmente inexistentes en donde se aplicaba métodos más expeditivos para conseguir información sin que nada de lo que ocurriese quedase registrado. Uno sabía de la existencia de las salas opacas, y que, entre otras situaciones, estaban justificadas en caso de detenidos que confesaban crímenes pero no el paradero de sus víctimas, y también para sospechosos de actos de terrorismo en curso. En el primer interrogatorio, a Uno la acusaron de haberme secuestrado. Ello no le desveló quién, de entre las personas que sospechaba, podría estar detrás de su detención. Le dijeron que yo había conseguido enviar un mensaje en el que la acusaba a ella de tenerme secuestrada en un lugar desconocido. Únicamente tuvo que mirar los ojos de su interrogador una sola vez para comprender dos cosas. Primero: que era una burda estrategia para que les dijera mi paradero, y, segundo: que en cuanto tuvieran esa información la matarían. Con toda la sangre fría del mundo, Uno exigió la presencia del responsable último del interrogatorio para escrutar en su rostro la confirmación de lo que leía en el tipo que la estaba interrogando en aquellos momentos. «Me cerré en banda asegurándoles que sólo hablaría con él», me dijo. A los pocos minutos, una mujer entró en la sala y Uno no tardó ni diez segundos en descubrir que ella tampoco era la responsable. Le bastó preguntárselo para comprobar en su rostro que mentía. Insistió en tratar con el responsable diciéndole a aquella mujer que si se pensaba que era estúpida. La perseverancia de la mujer la tuvo diez o quince minutos insistiendo, hasta que, al final, entró un segundo hombre en quien Uno sí constató la firmeza de la verdad. Él era el responsable del interrogatorio. El mismo planteamiento que le había hecho el primer interrogador llevó a Uno a corroborar su conclusión inicial: lo de mi mensaje era una farsa para que les indicase mi paradero, y en cuanto lo supieran la matarían. «Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo al ver mi muerte reflejada en los ojos esquivos de aquel hombre. Sin duda, él debería dar la orden. Jamás me habían mirado así, ni siquiera el primer interrogador», me confesó Uno sin que su voz traspirase una sola gota del temor que debió sentir. Acorralada, Uno se limitó a decir que conocía a la única persona que sabía dónde me encontraba pero que no pensaba decirle quién era, y que millones de vidas podrían estar en serio peligro. Se la jugaba a una carta: debía hablar a solas con aquel tipo para buscarle sus puntos débiles, acaso la única oportunidad de evitar que la matasen. Uno vio claramente que el interrogador dejaba en cuarentena la posibilidad de que un tercero fuera la única persona que conocía dónde me encontraba yo. Ni se lo creía ni lo descartaba. Sin embargo, su juego con la ambigüedad tuvo su fruto y consiguió que se la llevaran a una sala opaca. La sacaron de aquella sala transparente el primer interrogador y la mujer que se hizo pasar por responsable del interrogatorio. Ya fuera, en la antesala de la sala transparente, cubrieron su cabeza con una capucha negra, la condujeron por un laberinto en el que bajó interminables escaleras, sintió el aire helado de la calle, pisó nieve, subió a un vehículo, transitó diez o veinte minutos, descendió sin sentir el frío del exterior ni pisar la nieve, la condujeron por un nuevo laberinto de escaleras siempre descendentes, sintió el calor de la temperatura acondicionada artificialmente, la sentaron, le quitaron la capucha y, cuando acomodó sus ojos a la luz, descubrió una sala casi idéntica a la que había estado antes en la que, sentado ante ella, aparecía el interrogador jefe con sus ojos esquivos. Uno había tenido tiempo de preparar su estrategia durante el rato que duró el traslado, así que antes de que el tipo tuviera tiempo de abrir la boca, ella le empezó a ametrallar con decenas de palabras que parecían soltadas al azar pero que buscaban un reflejo muy concreto en el rostro de aquel hombre que solamente Uno sabría interpretar. Padre, madre, esposa, hijo, hija, maestro, monitor, abuelo, abuela, jefe, jefa, hermano, hermana, primo, amigo, amiga… No tardó más de un minuto, entre órdenes de callar que no obedeció, en descubrir el reflejo que buscaba tras una palabra muy, muy poco original: amante. Con el sujeto en su poder, Uno se lanzó a por el predicado, y la reacción violenta del hombre confirmó que había metido el dedo en la llaga. Se levantó y le dio un puñetazo en la cara que la tiró al suelo, pero Uno no se amilanó y siguió buscando la frase como en un concurso del que pendía su vida inmortal: tu amante te va a delatar, te chantajea, te ha dejado, se burla de ti… Ni las patadas ni los pisotones ni los golpes detuvieron a Uno hasta dar con el predicado: engañar. Con la poca voz que los golpes en el estómago le habían dejado, Uno susurró a aquel tipo que su amante le engañaba con otro. Como una frase mágica, los golpes y los insultos cesaron tras pronunciarla. Enseguida, el rostro desconcertado del interrogador la llevó a hacer una corrección que al fin resultaría trascendental: «Sospechas que tu amante te engaña con otro». El interrogador, con el miedo brillándole en las pupilas que ya no esquivaban a Uno, le dijo que quién diablos era ella. Uno le aseguró que ella era la única persona en el mundo que podía descubrir si su amante le engañaba o no. El tipo salió de la sala opaca y no regresó hasta al cabo de un rato, aparentemente más tranquilo. Ayudó a sentarse a Uno pidiéndole disculpas por su actitud. Al momento ella vio que el hombre quería reconducir el interrogatorio. Tras las disculpas, y el ofrecimiento de agua empezaron las promesas y el ofrecimiento de tratos que a todas luces eran falsos. Él quería que le aclarase lo de los millones de vidas en peligro y, por encima de todo, descubrir mi paradero, y lo mismo le daba si lo sabía ella o una tercera persona, eso era lo único cierto. Entonces Uno le propuso que le trajera a cierta persona, y que le sonsacaría mi paradero del mismo modo que había descubierto que él sospechaba que su amante le engañaba con otro. La comparación era un anzuelo, y el interrogador, impulsado por los más salvajes instintos del hombre, el odio y el sexo, picó. «El tipo quiso saber si, de existir esa amante suya, yo podría hacerle lo mismo que le había hecho a él. Y yo le respondí que me la trajera y que le sacaría de dudas», me dijo Uno. Así empezó a fraguarse un acuerdo por el cual el interrogador traería ante Uno a determinada persona supuestamente enterada de mi paradero, y ella averiguaría si su amante se entendía con otro. De ese modo el interrogador saldría ganando por partida doble. Todo iba quedando ligado hasta que Uno dijo el nombre de aquella persona. Al escucharlo, el gesto del interrogador cambió bruscamente: no me creía. De inmediato, ese gesto se tensó disfrazándose en una expresión de pretendida confianza que para Uno solamente significaba una cosa: traición. Entonces, sin hacer referencia alguna a su incredulidad, el tipo dijo que para asegurarse la propina de lo de su supuesta amante, primero se solucionaría su asunto personal y luego ya irían a lo oficial, es decir, al supuesto conocedor de mi paradero. La mirada le temblaba más que nunca. La traición y la muerte simultáneamente en aquel rostro desataron la rotunda negativa de Uno a acceder a lo de la amante sin haber conseguido hablar con aquella tercera persona, pero el inmediato gesto de frustración del interrogador la obligó a volverse nuevamente sobre sí misma ciento ochenta grados aceptando hacer primero lo de la amante, pues estaba claro que él no iría a buscar a esa tercera persona porque no creía que estuviera implicada, y que estaba dispuesto a olvidarse de lo de la amante y empezar a torturar a Uno para descubrir dónde me encontraba yo.

La tercera persona en cuestión era Ballal, uno de Los Trece. Según la edad y las circunstancias personales, los beneficiarios de la X1, como era el caso de Los Trece, adoptaban diversas estrategias para la superación generacional. Aunque había opciones más imaginativas, lo más frecuente es que durante unos años justificasen su inmunidad a la edad mediante supuestos tratamientos de inalcanzable precio; luego, cuando esa justificación empezaba a hacerse poco creíble, cambiaban de identidad y recurrían a la cirugía para modificar su aspecto físico. Una opción que siempre tenían al alcance era volverse socialmente invisibles, algo que, con los años, todos acababan haciendo durante más o menos tiempo. A veces se hacía para borrar las huellas, o para tomar aliento antes de continuar viviendo con una nueva identidad. Pero en algunos casos esa invisibilidad acababa siendo un modo de vida. Ese era el caso de Ballal, cuya vida social durante los últimos quince años se reducía a Los Trece, pues no podía considerarse como tal la relación que mantenía en la red virtual mediante diversos pseudónimos con la comunidad física, a quienes periódicamente sorprendía con sus descubrimientos matemáticos y con sus hipótesis revolucionarias gracias a las cuales, desde la sombra, terminaba abriendo líneas oficiales de investigación en Utopía. Por no conocerle, ni siquiera su servicio doméstico le conocía. Los empleados que cada equis meses se sucedían para llevar a cabo las compras, el mantenimiento y limpieza semanales de su casa siempre encontraban vacía aquella gran vivienda, a la cual solamente regresaba Ballal cuando terminaban. Dicho de otra forma, Ballal no existía salvo para Los Trece. Conocer a alguien que en teoría no existía fue para Uno suficiente indicio para sospechar que el interrogador debía ser un agente secreto de la cúpula de la central de inteligencia del estado, con acceso a información privilegiada; información que, por otro lado, tan sólo podrían haberle facilitado los miembros de Los Trece. «Ellos, o algunos de ellos estaban detrás del complot para eliminarme», sentenció Uno.

Viendo la sonrisa complacida del interrogador al aceptar hablar con su amante antes de nada, Uno comprendió que era cuestión de tiempo que la torturasen hasta la muerte. «Es curioso, en ningún momento temí la muerte. Temía el dolor», me había confesado Uno. El interrogador jefe salió de la sala opaca tras decirle que volvería para solucionar lo de su amante lo antes posible. Regresaron la mujer y el primer interrogador, volvieron a ponerle la capucha a Uno. Recordaba Uno haber caminado por lugares fríos y húmedos que, por la sonoridad, aseguraría que se trataba de pasillos. Cinco o diez minutos después le quitaron la capucha negra, y antes de ver a nadie, una puerta metálica se cerró a sus espaldas dejándola a solas en una fría celda únicamente concebible en lugares incivilizados. Tres metros cuadrados en los que había un colchón sucio, una manta y un agujero en el suelo para hacer las necesidades confirmaban que su integridad física no valía ya nada una vez cruzado el umbral de aquella puerta metálica. Piedra en las paredes y el suelo; piedra de otros siglos con marcas ilegibles, hechas seguramente con uñas que, con suerte, sirvieron para arañarse las muñecas hasta seccionarse las venas o, al menos, así me dijo habérselo imaginado Uno. Una claraboya en el techo, a unos cinco o seis metros de altura, le permitió contar los días que pasó encerrada allí dentro: veintitrés. Ni una visita, ni una voz. Solamente una puerta metálica que se abría una vez al día; siete pasos aproximándose, un golpe seco en la puerta antes de que en su esquina superior izquierda se abriera una trampilla que le escupía un paquete con una ración de campaña del ejército. Ni un solo utensilio para comer, todo alimento energético en envases de fibra biodegradable; hasta el agua iba en un envase de aquellos.

Al poco rato de quedar encerrada en aquella celda preguntó muy bajito si allí había alguien más. El silencio la empujó a alzar la voz con la misma pregunta, cosa que repitió varias veces, con la voz cada vez un poquito más alta. Pero el silencio persistió, y ni a viva voz halló respuesta. A los dos días se atrevió a dirigirse a los siete pasos preguntándole dónde estaba, quién era él…, o ella, cuándo la vendrían a buscar… Nadie le contestó. A nadie vio. Por su precisión y regularidad llegó a pensar que tanto los pasos como los sonidos metálicos bien podrían haber sido una grabación. Pero aquella ración de campaña era escupida por la trampilla de una puerta demasiado rudimentaria para suponer que incorporaba un sistema de expulsión automático de paquetes. En algún momento de la mañana del día número veintitrés, la puerta metálica se abrió con un gruñido atroz. Alcanzó a ver al primer interrogador acompañado por otro joven antes de que la capucha negra la cegara sin mediar explicación. Ya a oscuras, escuchó una voz quejarse del olor. No le recordó a la voz del primer interrogador. De nuevo, humedad y frío, más frío que en su celda; sonoridad de pasillos, largos pasillos hasta que, de pronto, la voz de antes le ordenó que se detuviera. Sintió cómo le arrancaban a tirones la ropa, la misma ropa que llevaba desde el mismo día que la detuvieron. Ya desnuda y tiritando, le quitaron la capucha y, al punto, un chorro helado de agua le golpeó la espalda. Ante sus ojos, tres paredes de azulejos blancos cerrándose en un estrecho callejón con apenas ancho para su envergadura. Sintió la punzante presión del agua en su cabeza, en su nuca, en sus hombros, en su espalda, trazando círculos antes de bajar hacia sus nalgas, deteniéndose largamente en el culo para, luego, bajar por su pierna derecha saltando de nuevo a la raja del culo para descender finalmente por la parte posterior de su pierna izquierda. Cesó el chorro ensordecedor. Se escucharon risas de tres bocas masculinas que hablaron de su físico, de su atractivo sexual a pesar de la suciedad y el olor, de hacerle esto y aquello, de virilidad, de violación. Pero no se atreverían a hacerlo; Uno me dijo que lo sabía por el timbre de sus voces, tan transparente para ella como el lenguaje corporal. Una de las voces desconocidas sí lo hubiese hecho, pero no con testigos. Por su parte, la voz del primer interrogador delataba que, de violarla otro, él también se hubiese apuntado. En cambio, la tercera voz, otra voz desconocida, solamente hablaba para no perder comba, para que no tuviesen una mala impresión de él, pero según Uno estaba claro que no tenía la potencia despiadada de las otras dos. Al fin, antes de ordenar que se volviera, la voz del primer interrogador les dijo que tal vez después podrían divertirse, que ya se vería, pero que, de momento, no le tocaran ni un pelo. La frustración proyectó el deseo en el chorro de agua, cuya rabia insensibilizó la zona púbica de Uno. Cuando terminaron, le dieron ropa limpia y un abrigo, todo una talla mayor que Uno. Por el abrigo dedujo lo que iba a pasar a continuación: capucha negra y a la calle.

Sintió el frío voraz quemándole el rostro hasta que la hicieron entrar a un vehículo. No escuchó ni una sola palabra en todo el trayecto. Cuando el vehículo se detuvo y la hicieron salir, los pies se le hundieron en la nieve. Una mano de acero le pinzó detrás del codo obligándola a caminar sobre la nieve un buen trecho hasta que, al fin, la voz del interrogador jefe la ordenó detenerse. Le quitaron la capucha y la luz la cegó. Segundos más tarde, dos rostros fueron dibujándose en el desierto blanco que inundaba sus ojos: el del interrogador jefe y, detrás de él, el de una mujer. Uno comprendió al instante. Sin saludarla, el interrogador jefe presentó a la mujer como su amante. «El tipo me exigió decirle lo que tuviese que decirle. La amante, una chica mucho más joven que él, tiritaba de frío y de miedo», me dijo Uno. Según ella, estaba claro que la había llevado allí contra su voluntad. Uno escrutó el rostro del interrogador jefe para confirmar la destrucción que salpicaba desde su voz. Al parecer, el tipo estaba a punto de estallar, como un volcán en erupción. Uno miró en derredor buscando una escapatoria. «Nunca me he sentido más desesperada que en ese momento», me confesó Uno sin asomo de emoción. «Estábamos en medio de un desierto de nieve. A unos doscientos metros, un vehículo con una silueta en su interior era la única presencia en kilómetros a la redonda. Desde allí, tres líneas de huellas venían derechas hasta nosotros. A lo lejos, un horizonte aserrado indicaba la presencia de bosques —describió Uno—. Entonces, sin pensármelo dos veces, le pregunté a la amante del interrogador jefe si tenía otro amante aparte de él. Estaba claro que no lo tenía. Con gesto atónito dijo que no. El interrogador me miró aguardando la sentencia». Según Uno, allí finalizaba el interrogatorio. Ni tortura habría. «Antes de pensarlo, ya había mentido —me aseguró Uno sin un ápice de remordimiento—. Le dije al interrogador jefe lo único que podría salvarme: que ella mentía, y antes de que yo echara a correr, el rostro enrojecido de aquella chica ya se elevaba una cabeza sobre la de su amante, y sus pies sobresalían de la nieve, colgando en el aire». Me dijo Uno que mientras huía escuchó un crujido, y luego la violencia de la nieve persiguiéndola. Al poco, un peso descomunal se echó sobre ella. El interrogador jefe la había atrapado. La obligó a volverse, como si quisiera verle la cara mientras la estrangulaba.

«Creo que estuve muerta… Pero no sé cuánto rato. Por la luz, no más de media hora —me había asegurado Uno, reflexiva—. Si eso es la muerte, la muerte no es nada. No merece la pena». Pero después de que el mundo se desvaneciera de repente y, con él, la horrible angustia de la asfixia, Uno volvió a la vida y se incorporó en la nieve. A unos veinte o treinta metros de ella descubrió un bulto en el suelo. «Tenía la forma de un cuerpo», me dijo. Aunque recordaba lo que había pasado, no sintió miedo. Se levantó. El vehículo había desaparecido al cabo de las tres líneas de huellas. Uno caminó hacia el bulto tirado en la nieve. Al acercarse, ya pudo interpretar las extrañas poses que retrata la muerte, y los estúpidos lazos del amor y el odio. «Los dos amantes abrazados, ella con el cuello partido, y él con una profunda herida en la carótida; profesionalmente desangrado por un pequeño puñal que aún tenía entre sus dedos agarrotados. Una mancha de sangre en la nieve, discreta; demasiado frío para desangrarse más allá de lo que la muerte precisaba para llevarse un alma». Me comentó Uno que por las manchas en la ropa y las salpicaduras en la nieve estaba claro que el interrogador jefe había tenido tiempo de abrazarse al cadáver de su amante tras clavarse el puñal. Uno registró los cadáveres. Con el arma del interrogador jefe en el bolsillo, caminó sobre las tres hileras de huellas hasta el punto en donde vio el vehículo. Allí, efectivamente, había una vía con las rodadas del vehículo. Siguiéndolas durante más de medio día llegó a las afueras de la capital desde donde se dirigió hacia la casa de Ballal. Llamó a su puerta de madrugada. Como no podía ser de otra forma, el propio miembro de Los Trece salió a abrir tras comprobar quién le llamaba a aquellas horas. Uno empezó el ataque psicológico que tenía milimétricamente calculado para cuando Ballal, sorprendido, se asomase. Él era el primero de Los Trece a quien debía administrársele la X1. Por la entrevista individual que había mantenido con los diez miembros del Consejo de Utopía, Uno sabía que Ballal era quien más temía las consecuencias de aquella sublevación contra mí, de modo que aquel genio de la física, las leyes y los idiomas fue presa fácil. En pocos minutos, Ballal quedó convencido de que cuatro de Los Trece, los que Uno reconoció en la entrevista como verdaderamente decididos a derrocarme fueran cuales fueran las consecuencias, habían conseguido el acceso a las X1 y por ello se atrevieron a enfrentarse a mí. La cuña estaba metida, y bien metida. Era una mentira burda, pero Ballal tenía una eternidad que perder, lo cual se tradujo en un miedo infinito, y el miedo es la más grande estrategia de manipulación que jamás se haya concebido. De los dos hilos con los que Uno contaba para recuperar el poder, Ballal era el más delicado de manipular, y lo había hecho suyo en menos de una hora. El segundo, el puente, la hubiese aguardado hasta la eternidad para ejecutar sus órdenes. Oculta en la casa de Ballal, Uno tan sólo salía para hablar con el puente. En pocas semanas, las indicaciones a la una y al otro comenzaron a fructificar. Gracias a Ballal, Uno había conseguido separar en dos grupos a Los Trece, y gracias al puente disponía de la información necesaria para adelantarse a cada jugada del núcleo de personas que nos había apartado del poder.

A los dos meses de la fuga de Uno, cuando se iba a aprobar el equipo que dirigiría la investigación genética de los niños genéticamente diseñados, el presidente del estado murió en un aparatoso atentado. Las pistas apuntaron a cuatro miembros de Los Trece como instigadores del magnicidio. Tres días después, la cabeza de uno de ellos, el más radical de todos en opinión de Uno, aparecía enterrada bajo cuarenta centímetros de nieve y un metro de tierra en el jardín de otro de Los Trece. El cuerpo nunca apareció pues su supuesto asesino, otro miembro de Los Trece, nunca desveló su paradero. Desde ese momento, las detenciones fueron sucediéndose hasta bien entrada la primavera, cuando las declaraciones de más de cincuenta personas, entre ellas las de los tres miembros de Los Trece, ministros y altos dirigentes, acabaron componiendo el mosaico de una conspiración para vender a países extranjeros los más altos secretos del estado: la selección genética. Cientos de documentos estratégicamente filtrados a la maraña de medios de comunicación prendieron el miedo en todos los estratos económicos, profesionales y culturales de la población. En la calle se hablaba de carrera internacional para el control genético y la mejora de la especie humana. Alguien gritó ¡tonto el último! La desinformación oxigenó las llamas del miedo, y el miedo radicalizó la sociedad. Del tonto el último se pasó al o conmigo o contra mí. Rodaron las cabezas que se opusieron a priorizar la investigación con fines prácticos de la selección genética en humanos, y aquel objetivo se convirtió en una especie de himno que llegó a plasmarse en la carta de constitución del estado entre los vítores de una población incandescente. Año y medio más tarde, cuando las aguas se calmaron, Uno de nuevo volvió a tomar el mando de Utopía por unanimidad de los pocos miembros que restaban de Los Trece. Casi un año y medio después, cuando sintió que todo estaba bajo control, ordenó buscarme para devolverme el poder.

Una catorcena de años, cinco meses y diecinueve días después de cerrar la puerta de la floristería, sentada en mi despacho, de nuevo sumergida en mi trabajo de creación de embriones superiores, un relámpago de felicidad me dejó con una sonrisa de oreja a oreja y los ojos humedecidos. Acababa de tomar conciencia de un hecho crucial: Utopía era imparable. Más allá de mis últimas dudas, dudas de antiguos, Uno era perfecta; el ser humano había alcanzado la perfección supeditando los instintos a la Voluntad, y ahora, sumidos en plena tercera etapa, mi proyecto se deslizaba suavemente hacia un futuro sobre el que ya se proyectaban las formas de una nueva civilización erigida sobre los cimientos de Utopía, una civilización perfecta, la civilización definitiva. La razón podía poner muchos peros a aquella sensación que me invadió tan solo once días después de salir del coma: que habría que ver si los nuevos superiores eran como Uno, que si la resistencia de los últimos antiguos de nuestro país, que si aún debíamos enfrentarnos al resto del mundo…, pero algo en mí sabía que ya no había obstáculos importantes que salvar, y fue esa intuición, esa revelación, la que me plantó tal sonrisa en la cara que, de tirante, me hacía saltar las lágrimas. El tiempo terminó por darme la razón…, en todo.

Avanzo con pasos inmortales.

Medio siglo después de cerrar la puerta de la floristería se inseminó a la última mujer, una superior, por supuesto, con el último embrión de la tercera etapa de reproducción de superiores, la de la extensión demográfica. Consideramos que la población del estado había llegado al pico óptimo de superiores. A partir de ese momento la población total debería disminuir con los fallecimientos de los pocos antiguos que quedaban hasta estancarse en la población definitiva que habíamos calculado como la idónea para gestionar Utopía, como por aquel entonces ya solíamos llamar a nuestro país. Durante este período de transición en el que convivieron antiguos con superiores, nunca se anunció oficialmente la inmortalidad de los superiores, aunque, con el tiempo, se terminó dando por hecho con la misma naturalidad con la que Uno siempre asumió la muerte como algo ajeno. Oficialmente admitíamos que la selección genética aumentaría la esperanza de vida, algo deseable, un éxito de nuestro estado, según la opinión de la menguante población de antiguos, los únicos que podrían cuestionar la selección genética oponiéndose a lo que antes habían apoyado, algo que nunca sucedió, en gran parte porque en pocos años casi todos los antiguos tuvieron razones indiscutibles para no oponerse a aquella revolución genética: hijos y nietos superiores. ¿Quién no le desearía una larga y feliz vida a su hijo?

Un siglo después de cerrar la puerta de la floristería ya nadie recordaba cómo era la vida con los antiguos. Quince millones tres mil siete superiores vivían su día a día ajenos al tiempo: al pasado de los antiguos que antes habitaron aquel país; al presente que se vivía fuera de nuestras fronteras; al futuro en el que la muerte ya no les esperaba. Yo era el único vínculo con el mundo de los antiguos. Por aquel entonces, la X1 había dejado de administrarse. De fronteras para adentro, poco a poco, las decenas de beneficiarios del tratamiento habían ido siguiendo el camino de Tanos; el camino de Lea, sería más preciso decir. Aunque algunos murieron en nuestro país, la mayoría prefirió migrar buscando la muerte en un lugar que comprendieran, pues la Utopía de los superiores, dirigida por Los Trece en sustitución de las antiguas instituciones de gobierno, quedaba muy muy lejos del mundo que les vio nacer. De fronteras para afuera, la X1 tuvo beneficiarios hasta que el mundo dejó de ser una amenaza para Utopía. Sucesivas crisis económicas, tantas como nosotros planeamos, retrasaron el progreso en todo el mundo, salvo en nuestro país, por descontado. Era tan sencillo hundir las economías que daba escalofríos pensarlo. Sólo había que tirar de los hilos de los instintos que albergamos en lo más hondo de nuestra alma. La avaricia fue el principal aliado de Utopía en su guerra contra las tres alianzas supraestatales en las que se habían acabado reagrupando los antiguos estados corporativizados, al estilo de las operaciones corporativas. Usamos la avaricia una y otra vez sin que los antiguos aprendieran de sus errores. En poco más de un siglo, gracias a la infinita codicia de sus gobernantes, logramos fragmentar aquellas frágiles alianzas enzarzándolas en disputas más o menos virulentas, tanto internas como externas. Al fin, convertidos en una miríada de pequeñas y débiles naciones llegó el día en que ninguno tuvo la fortaleza suficiente para enfrentarse a nuestro país. Conscientes de ello, se reservaron sus anticuadas armas de destrucción masiva para amenazarse mutuamente en sus continuas peleas de gallo. A medida que nuestra supremacía mundial se hacía patente fuimos haciéndonos independientes de los servicios de los beneficiarios de la X1 que teníamos repartidos por todo el mundo, y el día que desarrollamos la tecnología que nos permitiría repeler cualquier clase de ataque con armas de largo alcance, decidimos dejarles de administrar la X1. Con las fronteras cerradas desde hacía más de un siglo, e inmunes a los ataques exteriores con unas armas de destrucción masiva que a duras penas lograban mantener operativas, aguardamos durante años un improbable ataque alentado por alguno de los antiguos beneficiarios de la X1. Tal y como suponíamos, ningún país osó enfrentarse a nosotros. Durante dos generaciones, el talento de todo el planeta había recalado en Utopía, y aquel hecho ahora pasaba factura a un mundo de naciones que habían preferido gastar sus recursos comprando e imitando la tecnología que nosotros les vendíamos en lugar de invertir en su desarrollo. Por si ello fuera poco, las sucesivas crisis económicas que habíamos provocado gracias a su vulnerable sistema económico basado en la especulación les habían retrasado tecnológicamente más de cincuenta años, el tiempo que nosotros habíamos querido. Aferrados a la especulación y a la imitación, y sin una estructura que permitiese la investigación y el desarrollo, el mundo se limitaba a fabricar y comerciar con tecnología obsoleta para nosotros. De hecho, salvo en el plano militar, y por evidente interés nuestro, ni siquiera sabían hasta qué punto íbamos por delante de ellos. Yo, por el contrario, tenía perfecta noticia de la decadencia y el atraso del mundo fuera de Utopía. Periódicamente recibía detallados informes del mundo exterior, unos informes que, por otro lado, desde hacía unos años empezaban a producirme la desconcertante sensación de que afuera se desarrollaba una mala película de ciencia ficción, una de las que se realizaban en mi primera vida, cuando era mortal, y a medida que el atraso se iba acentuando en el exterior más se tensaba la cuerda de mi credulidad, hasta que un buen día, ignoro por qué, la cuerda se rompió. Las palabras pronunciadas por Uno más de un siglo atrás regresaron a mi pensamiento en ese momento: «antes de que te marches quiero que sepas que creo que vives en una burbuja, y que algún día tendrás que salir. Deberías viajar». Aquel comentario, en el contexto de la vieja Utopía, la que aún no era estado, la que estaba a punto de enfrentarse a dos conspiraciones, de repente, más de cien años después, cobraba todo su sentido para mí. «Sé que vivo en una burbuja, pero en vez de salir meteré al mundo en ella», sentencié para la posteridad en aquel lejano instante antes de cerrar la puerta de la floristería.

Pensé mucho en aquella frase un siglo después, mientras una aeronave invisible me trasladaba al punto del mundo antiguo desde donde iniciaría un largo viaje por todo el planeta que duró siete años. A aquel, mi segundo viaje iniciático, solamente me acompañó Tres, el miembro de Los Trece que en aquel momento dirigía la seguridad del estado. En su faceta de militar, Tres se había infiltrado en diversas guerras extranjeras como supuesto mercenario, algo que, a falta de conflictos propios, debían hacer los miembros de nuestro ejército para completar su formación. Y digo en su faceta de militar porque hasta la fecha Tres también había sido conductor de vehículos colectivos y limpiador de instalaciones. En una sociedad sin dinero, donde todo se pone a disposición de todos y la vanidad no existe, la profesión no es una etiqueta, es una comunión con uno mismo, un sentirse bien ejecutando algo tal y como debe ejecutarse. Al igual que sucedía con Uno, tampoco Tres era el nombre original de aquel varón robusto y alto. En la dinámica de trabajos rotacionales que existía en la Utopía de los superiores, yo empecé a numerar a las personas que, tras Uno, se iban convirtiendo en mi mano derecha, algo que terminaría por proporcionarme mi propio apodo. Tres, huelga decirlo, fue el tercero en convertirse en mi adjunto. Por aquel entonces, por cierto, Uno se dedicaba a la agricultura. Lo de los trabajos rotacionales fue implantándose de forma natural, sin que nadie lo ideara ni impusiera. Partiendo de la primera profesión que a los superiores les vino dada por la inercia del mundo antiguo, ellos fueron cambiándose de un trabajo a otro sin que la maquinaria de Utopía notase los cambios internos. Si una actividad les llamaba la atención, hablaban con el profesional que en ese momento la llevara a cabo proponiéndoles intercambiarse el trabajo. Si había acuerdo, ambos se formaban en sus horas de descanso, y cuando, con los meses o los años, se veían capaces de ejecutar la nueva actividad, se cambiaban, y listos. Cuando se daba la circunstancia de que a quien se le proponía el cambio no le atraía la profesión del otro, este le decía que no le interesaba su actividad, pero, por descontado, si conocía a algún colega suyo con quien pudiera intercambiarse, se lo presentaba. La curiosidad guiaba los cambios, nada más. Por descontado, el sistema retributivo nada tenía que ver en aquellos momentos con el de siglos atrás. Primero, el hiperdesarrollo económico, luego, la autarquía, y, en última instancia, la desaparición de los antiguos con todos sus complejos y vanidades conllevó un giro de ciento ochenta grados en el concepto de retribución. Para ser exactos, ese concepto desapareció. Ya con la última generación de antiguos en vida, los propios superiores decidieron acabar con las tradicionales diferencias salariales ligadas a estatus, jerarquía, experiencia, responsabilidad, tiempo de formación, demanda, etcétera. Ya antes de que Utopía asimilara al estado se había hecho desaparecer el dinero físico con el objetivo de acabar con la corrupción. Ello facilitó a Utopía la equiparación de los ingresos de todos sus ciudadanos. Fueron Los Trece quienes me convencieron de la necesidad de aquella modificación estrictamente ética, pues económicamente era innecesaria ya que nadie, absolutamente nadie, gastaba lo que ganaba, lo que daba lugar a que en las cuentas se acumulasen cifras astronómicas que nunca disminuirían. Es increíble lo que se ahorra cuando la vanidad no sale de compras. Siendo Los Trece los principales perjudicados, asumí que su postura como superiores que eran, sería significativa, pero, por precaución les pedí no llevar a cabo aquel cambio hasta que se jubilase el último antiguo. Cuando ello sucedió apenas quedaban tres mil antiguos en Utopía, el menor de los cuales tenía ochenta y tres años. El cambio pasó desapercibido excepto por uno de aquellos antiguos, quien a sus noventa años no se ahorró dirigirle un comentario gratuito a la responsable de economía de Los Trece siguiendo los cauces establecidos para ello: «tanta selección genética y sois tontos». La responsable de economía, tras leernos el comentario, añadió: «me he informado, y parece ser que el hombre sufre algún tipo de degeneración mental». «Un antiguo no puede entender la filosofía de que si todos damos lo mejor de nosotros mismos a la sociedad es absurdo que las compensaciones sean diferentes», aclaré. La responsable de economía me preguntó que por qué. «Porque ellos siempre han funcionado por el principio del éxito: no se puede remunerar igual a quien consigue algo que a quien no lo consigue aunque sus esfuerzos sean idénticos. Piensa que el éxito ha sido el motor de sus sociedades desde que cazar o no cazar suponía la diferencia entre la vida y la muerte, un parámetro que no entra en nuestras ecuaciones y que para ellos lo es todo». «Pero que un día no cazara una persona no significa que otro día no pudiera cazar. ¿Y la solidaridad, no es la base de las sociedades?», argumentó la titular de economía. «Sí, pero amparados en la solidaridad, muchos antiguos se convirtieron en parásitos. Ellos mienten y pueden ser engañados, no lo olvides. Ni siquiera nacen iguales. Unos nacen con fortunas incalculables que deberán gestionar en veinte o cuarenta años, mientras que otros deberán robar o matar para alimentarse siendo aún niños. El estatus, la ambición, la miseria…, todo ello movía, y sigue moviendo fuera de Utopía flujos de capital que provocan que los antiguos deban vivir en medio de un constante maremoto económico. Nosotros vivimos en un lago de aguas lisas como espejos. Los antiguos han…, hemos —corregí— tenido que hacer equilibrios épicos para que vosotros brilléis como otra sociedad no ha brillado ni brillará jamás», reivindiqué con toda la pasión de mi corazón antiguo. Nada más se comentó al respecto. Los superiores, por descontado, no tenían el feo vicio de adjudicarse la última palabra. A los pocos años de equiparar la remuneración, las transacciones comerciales quedaron como una mera referencia para estudiar aspectos de demanda de productos y servicios, dejando de estar vinculadas a un valor numerario.

Utopía nada tenía que ver con lo que la humanidad había sido…, y seguía siendo fuera de nuestras fronteras, tal y como pude comprobar con mis propios ojos en mi viaje junto a Tres. Con él me adentré en los más oscuros lugares de la humanidad. Debo reconocer que vi grandes cosas, pero, por desgracia, la sombra del horror era mucho más pesada que las pequeñas luces que pudiera ver. A diferencia de Tres, yo no podía bloquear mis sentimientos a voluntad. A él le vi matar a varias personas que nos atacaron en distintos momentos del viaje. Al hacerlo, todo el odio del mundo estallaba en sus pupilas. Sin embargo, una vez cumplido su objetivo, aquel odio desaparecía sin dejar ni rastro, y él seguía su camino como si en lugar de haber degollado a una persona solamente hubiera apartado un tronco que no nos permitía avanzar. Ni gota de resentimiento contra quien nos hubiera atacado, ni gota de remordimientos por haber matado a alguien. Yo, en cambio, regresé con una indigestión de ambos sentimientos. De remordimientos, por sentirme culpable de haber hundido el resto del planeta para erigir Utopía, y de rencor, por todo el dolor que había visto infligir a lo largo de aquellos siete años. Puedes imaginarte que aquel viaje daría para escribir otra novela, ¿verdad? De empezarla, semejante tragedia arrancaría con los relatos de todos los niños que vi sufrir a manos de los adultos; y quizás empezaría con una muy concreta: decenas de niños menores de tres años aguardan con sus madres en el campo, junto a una casita. Están en un campo de concentración. Hace frío. Muy amablemente, un oficial del ejército ordena que todos se desvistan para lavarles. Los niños lloran. Lágrimas y vaho. No entienden qué pasa, por qué les desnudan con ese frío. Las madres obedecen. Confían en ese amable oficial. Dejan la ropa, la suya y las de sus hijos, en donde les indican los vigilantes. Abrazan a sus hijos, les consuelan hasta que los pequeños dejan de llorar. Desnudos, la mayoría de ellos en brazos de sus madres, muchos con su chupete y con sus muñecos preferidos, pasan al interior del habitáculo en donde van a ducharles. Algunos ríen, ya más tranquilos. Me fijo en un niño que apenas sabe caminar. Quiere entrar andando, de la mano de su mamá pero por su propio pie. Se siente orgulloso porque ha conseguido dejar de llorar. Las lágrimas aún le brillan en los ojos. Cierran la puerta de la pequeña casa. Tres y yo estamos delante. Somos prácticamente invisibles. En el pueblo más cercano nos habían dicho lo que allí estaba pasando, y yo quería verlo con mis propios ojos. Arrancan el motor de un vehículo. Minutos después de cerrar la puerta, se empiezan a escuchar gritos que se elevan sobre el fuerte ruido del motor. Gritos horribles. Aún puedo oírlos. Mujeres y niños. Pasan los minutos. Dos. Tres. Interminables minutos. Me muerdo la mano para no chillar de rabia. Los vigilantes se miran entre ellos. Aun acostumbrados a aquella escena, los gritos les incomodan visiblemente. Cuatro, cinco minutos. Siguen los gritos, con mayor intensidad si cabe. Los de los niños desaparecen bajo los de las madres. Seis. Siete. Ocho. Empieza a descender el volumen de los gritos. Nueve. Diez. Pocas voces gritan ya. Once. Doce. El motor logra apagar cualquier ruido que provenga del interior de aquella casita en mitad del campo. Trece. Catorce. Apagan el motor. El silencio, brutal, ensordecedor, me congela la sangre. Quiero correr pero me resisto. Me obligo a ver con mis propios ojos. Llegan una docena de prisioneros. Esperan hasta poder abrir la puerta. Cuando la abren, empiezan a sacar cuerpos sin vida. Me fijo en las criaturas, algunas tan aferradas a sus madres que se ven obligados a sacarlos juntos. El terror se ha adueñado de sus rostros, de las últimas bocanadas de sus diminutas vidas, de esos cuerpecitos que lanzan sobre carretillas para trasladarlos hasta las zanjas que se han cavado en los campos embarrados. ¿Crees imposible algo así?

Los niños…, aún a día de hoy, ellos son la herida abierta que llevo en mi corazón.

Al regresar a Utopía, el contraste con el mundo exterior encendió las escenas vividas denunciando ante mi conciencia tanto, tanto y tanto dolor. Durante varios días me mantuve taciturna, incapaz de concentrarme ni de relacionarme. Solamente podía hablar con Tres, y tampoco con demasiado ánimo. Él, viendo mi estado mental, insistía en una frase que me había repetido hasta la saciedad a lo largo del viaje tratando de amortiguar mis remordimientos: «tú has puesto una piedra en manos de los hombres, y ellos han decidido arrojársela los unos a los otros cuando podrían haberlas usado para construir puentes». Durante casi una semana vagué como un zombi por Utopía arrastrando como jirones de piel mis remordimientos y mi rencor hasta que un buen día ambos sentimientos tropezaron con el recuerdo de una película que viera en mi primera vida. La ficción inspiró la realidad avivando el fuego de una idea que llevaba tatuada en mi alma desde que en aquel viaje por el exterior viera el primer niño morir por culpa de la insaciable avaricia antigua: la humanidad no se merecía aquel maravilloso estado de la vida: la infancia.

Desde el mismo momento en que decidí arrebatarle los niños a la humanidad, mis remordimientos se volatilizaron siguiendo los dictados de las herméticas leyes de la criatura que acababa de emerger bajo mi piel: el monstruo de estado. Detrás de la decisión de privar a la humanidad de sus pequeños había otra represalia tácita aún mayor: su extinción. Extinguir a la humanidad, la antigua humanidad, obviamente. El mismo día en que alumbré el plan convoqué a Los Trece para anunciarles mi decisión de acabar con la humanidad. Para ellos, los antiguos eran una especie de propiedad mía, algo parecido a mi familia, de modo que se abstuvieron de argumentar en contra de mi decisión con los mil y un razonamientos técnicos y económicos que debían existir. En cuanto a la moralidad de mi decisión, nadie más podría amontonar más reproches contra ella que yo misma. Sí, en mis siete años de viaje también había contemplado el rostro de la bondad, pero ni el más magnánimo de los gestos del bien justificaba el asesinato, la violación o la esclavitud de un solo niño. Aquel mismo día seleccioné a los técnicos que me ayudarían en mi nuevo y holocáustico proyecto. Uno de ellos me preguntó que qué nombre le daríamos a aquel proyecto. Le respondí que me daba igual, que se lo pusiera él. «Inhumano», dijo. La antigua que latía bajo mis escamas sintió un escalofrío. Yo jamás me habría atrevido a ser tan precisa.

Inhumano tardó menos de dos años en desarrollar el virus INH en sus dos variantes, masculina y femenina, y dos años más en adaptarlo a los dos medios que precisábamos para su diseminación primaria: aéreo y acuático. De forma secundaria, el virus se transmitiría por contacto sexual. Partíamos del agente causal de una conocida enfermedad cuya secuela más grave era la esterilidad en ambos sexos. Potenciamos su virulencia aumentando su especificidad por el tejido diana a la vez que lográbamos disminuir su dosis infectiva. El objetivo final era minimizar los síntomas de la infección, cosa que conseguimos sobradamente. Unos cuantos estornudos, pesadez de piernas, ligeros pinchazos en los ovarios o en los testículos que remitían a las veinticuatro horas; nada que no pudiera achacarse a un resfriado, gases, dolor menstrual o estrés. El trabajo de laboratorio fue relativamente sencillo comparado con el de estrategia militar. La aparente invisibilidad de aquella afección terminal debía combinarse con una precisa secuencia de liberación del INH en el medio. La pandemia debía avanzar del atraso al progreso, en un primer término, y de pequeñas aldeas a megalópolis, en un segundo. El objetivo era que el descenso de la natalidad pasase desapercibido por las grandes potencias que aún quedaban en el mundo con la tecnología suficiente para investigarlo, hasta que ya fuese demasiado tarde. Además, de ese modo testábamos el INH in vivo. Partiendo de aldeas dejadas de la mano del progreso, pronto comprobamos los resultados de nuestro virus. El mundo desarrollado, como gustaban llamarse los estados más poderosos del mundo exterior a Utopía, ni se enteró de que en cientos de miles de aldeas y pequeñas poblaciones de todo el globo las mujeres dejaban de quedarse embarazadas. Diariamente, los vuelos invisibles de nuestras tropas partían hacia todo el planeta. El INH se liberaba en lagos, ríos, pantanos, pozos…; y también directamente al aire mediante ojivas que se desintegraban al impactar contra el suelo. En aquella primera fase, la dispersión de los blancos fue lo más complejo de todo, pero en menos de un año no quedó aldea abandonada o huérfana de estado sin que sus habitantes se convirtieran en hospedadores del INH. En la segunda fase la complejidad radicaba en la rapidez. En menos de noventa días todos los puntos de abastecimiento de agua de las poblaciones de más de mil habitantes debían ser contaminadas con el INH. Ni te puedes llegar a imaginar lo frágil que es la humanidad. ¡Tantos millones de vidas dependientes de un manojo de ríos! Contaminando los nacimientos de los grandes ríos hubiésemos tenido suficiente, pero, para asegurarnos, además liberamos el INH en otro tipo de arterias, artificiales estas: los metros de todo el mundo. También atacamos aeropuertos, redes de distribución de agua, eventos masivos, etc., etc., etc. Tal y como esperábamos, las alarmas saltaron en todas las ciudades del mundo antes de un mes, pero la burocracia las aplacó varias semanas más. Hacia los tres meses ya se habían iniciado investigaciones en todas partes, tibias en la mayoría de los casos al no haber mortalidad. Pero transcurrieron los meses y no se notificó ni un solo embarazo nuevo, de modo que empezaron a tomárselo en serio. Las salas de neonatos y las incubadoras se quedaron vacías en todos los hospitales del mundo y aún no habían descubierto el agente causal, algo que no lograron hasta casi medio año más tarde. Con buena lógica, pensaron que teniendo el agente causal podrían trabajar en una vacuna, pero todo ello era una pérdida de tiempo. No conocían la incidencia real de la pandemia, pues solamente trabajaban sobre la reducida muestra de hombres y mujeres que habían acudido a las clínicas de fecundidad por problemas de fertilidad. Así que empezaron a trabajar en una vacuna para un virus que ya había cumplido su misión: los tejidos afectados ya estaban dañados, no había forma de recomponer las gónadas. Pero iban a ciegas. Cuando se empezaron a hacer estudios epidemiológicos aleatorios sobre la población en edad de procrear, las autoridades sanitarias de todos los rincones del planeta empezaron a temblar. El asunto de la infertilidad tumbó al primer gobierno antes de un año, y aquello provocó una reacción en cadena desatando auténticas revoluciones contra las autoridades. La gente salió a la calle en todo el mundo exigiendo la verdad. Creían que los gobiernos sabían lo que estaba pasando, incluso que lo habían provocado ellos. El miedo es tan mal consejero. Se deponía a un responsable de sanidad, a un presidente de gobierno o al gobierno entero, pero pasaban los meses y no se anunciaban novedades sobre la infertilidad, la gente se impacientaba y empezaban las manifestaciones. La economía de todos aquellos países se sumió en una decadencia sin precedentes, mucho peor que con la Gran Estafa. Ni en la peor de las guerras la gente había estado tan perdida. La impaciencia y la falta de recursos dificultaron las investigaciones. Cuando el más joven de los humanos antiguos ya había cumplido quince años me notificaron algo que, en el fondo, hacía tiempo que esperaba: se confirmaba la presencia de un bebé de menos de un año en un rincón del planeta. En la reunión de Los Trece en la que se trató de ese tema, se planteó enviar una brigada militar para eliminar a aquella criatura y a sus progenitores. Los superiores no entendieron mi decisión, pero como en todo lo concerniente a los antiguos, la acataron. La naturaleza me había enviado un mensaje con aquella resistencia a mi INH, y yo quería…, necesitaba escucharlo. No se mataría a ningún niño, ni a sus padres. Argumentaron Los Trece que aquella resistencia al virus demostraba que podría haber otros nacimientos. «Descubriremos todos los nacimientos que haya, y sobre cada comunidad que tenga un niño habrá un satélite para observarles», determiné. Y así se hizo. En los siguientes diez años registramos treinta nacimientos en todo el mundo, todos en comunidades distintas y separadas entre ellas. La humanidad había escupido sobre la infancia a lo largo de su historia, luego lloró su ausencia, y, ahora, cuando se les ofrecía una nueva oportunidad para enmendarse, horas y horas y horas de imágenes cenitales me confirmaban que la humanidad no merecía escuchar la risa de un niño. Junto a sus progenitores, las pocas decenas de niños que había sobre la faz del planeta se habían convertido en moneda de cambio, en patrón mercantil. Comida, armas, combustible, joyas… y decenas o cientos de hombres y mujeres estériles a cambio de un niño, o de su padre, o de su madre. Guerras por conseguir el máximo número de individuos sanos: fértiles. Aquellos individuos inmunes a la INH se convirtieron en esclavos de su fertilidad, un bien público. En pocos años las pocas potencias que no se disolvieron en el revés de la esterilidad consiguieron hacerse con casi todos los individuos fértiles. Pero los años transcurrían, y de aquellas mujeres y hombres encerrados en cárceles de oro para reproducirse, no nacían más que una cantidad anecdótica de criaturas que ni esperanza daban a unas sociedades resignadas a la extinción desde que sus tasas de crecimiento natural entraran en barrena.

A base de golpes de estado, revoluciones, contrarrevoluciones y contragolpes, los estados fueron cuarteándose hasta regresar al clan. En apenas medio siglo, las viejas sociedades fueron una especie de pesado sueño en la memoria colectiva de las pocas docenas de tribus de antiguos que quedaron deambulando por el planeta. Aquellos escasos millares de antiguos regresaron a la misma estructura social de cazadores-recolectores que ya tuviéramos cientos de miles de años atrás, como un guiño histórico antes de la desaparición definitiva. Bien, lo de cazadores-recolectores es una clasificación genérica, pues, estrictamente, aquellas gentes eran saprofitos de las antiguas megalópolis, estructuras urbanas que nunca llegaron a comprender del todo por una cuestión de dimensión. Por su apariencia me recordaban mucho a los habitantes del barrio del arcoíris imperfecto. Eran como una versión nómada de los vecinos de aquel lejano lugar en el que enterrara a mi madre. Al principio, en aquellas comunidades neoprimitivas, el poder lo ostentaron los machos fértiles, a quienes los estériles les pagaban con su fuerza el favor de la protección del grupo. Las mujeres fértiles, como no podía ser de otra manera en una sociedad brutal, ocupaban el segundo peldaño social, por delante de los hombres estériles y de las mujeres estériles, esclavas de lo que se prestase. En aquellos primeros años lo habitual era que los grupos se acabasen dividiendo por conflictos entre machos dominantes, de modo que en una misma zona a menudo convivían dos o más clanes que solían enfrentarse entre ellos por alimento, hembras o territorio. Pero aquella estructura apenas duró una generación, no en vano la genética seguía su rumbo y pronto todos los antiguos que quedaron volvieron a ser fértiles. Entonces, curiosamente, la estructura social fue virando hacia el matriarcado, algo que, tarde o temprano, acabó sucediendo en todas las comunidades que seguían nuestros satélites. Los clanes matriarcales tendían a la asociación, al contrario que los patriarcales que los habían precedido, de modo que en un par de generaciones tuvimos menos grupos humanos que seguir, pero más numerosos, y pocas generaciones más tarde ni siquiera tuvimos que seguirlos en el espacio, pues aquellos grupos se asentaron recuperando la agricultura y la ganadería en cuanto las existencias de alimentos manufacturados desaparecieron de los almacenes. Aquel último cambio, por cierto, acabó implicando el regreso del patriarcado en casi todas las comunidades.

Reconozco que fue fascinante seguir aquella involución de la humanidad antigua, y, sin duda, aquella experiencia fue la semilla del colosal experimento que concebí casi siglo y medio después. Colocar el planeta entero sobre el portaobjetos para analizarlo, además de fascinante resultó, en efecto, inspirador. Mientras la humanidad involucionaba, manteníamos Utopía al margen del mundo casi sin planteárnoslo, como una inercia de nuestro aislamiento secular. En diversas ocasiones pequeños grupos nómadas penetraron en nuestra área de seguridad, a más de doscientos kilómetros de nuestras fronteras, y cada vez que ello sucedía, se les gaseaba, y en menos de dos horas un grupo de asalto les aerotransportaba a miles de kilómetros de distancia en donde el grupo de antiguos despertaba sin recordar nada más que el gas azul que, de repente, les había cubierto. De ese modo Utopía empezó a correr en la tradición oral antigua como un mito de mil nombres, una tierra legendaria, un paraíso, un infierno. Había versiones para todos los gustos. Un lugar quimérico en donde, en definitiva, unos seres, dioses, demonios o monstruos, ello dependía del narrador, vivían escondidos del mundo, a veces gobernándolo, a veces destruyéndolo, y siempre jugando con los hombres como si fueran marionetas. Por supuesto, disponíamos de toda aquella información porque, aparte de observarles desde el cielo, manteníamos a militares superiores infiltrados en sus comunidades durante importantes períodos de tiempo. Resistencia, nombre que dimos al seguimiento de los antiguos resistentes al INH, no era un pasatiempo de voyeur, era un estudio meticuloso que incluía el seguimiento geográfico por imágenes y por posicionamiento global, archivos audiovisuales, pautas de comportamiento, lenguaje, costumbres, muestras de tejidos, etcétera. No en vano necesitábamos saberlo todo para ser verdaderamente eficaces si algún día decidíamos acabar con los últimos miles de antiguos que erraban por el planeta.

Pero no te hagas una idea equivocada de Utopía. Resistencia era solamente uno de los cientos de proyectos que llevábamos adelante. Los proyectos avanzaban, y con ellos el tiempo, invisible, hasta que un día eché cuentas. «Trescientos cincuenta y uno», me dije. Y de repente, en el centro de la ciudad, de camino hacia una de nuestras sedes, me sentí sola en mitad de la gente. Era una soledad difícil de explicar. Algo sombrío, cavernoso. Había contado mis años porque se dio la circunstancia de que aquel era el último día del primer invierno en que no había nevado ni un solo día. El clima se había calentado en los últimos tres siglos, y ello nos regalaba unos inviernos primaverales, unas primaveras estivales, y unos veranos infernales previos a otoños nuevamente estivales. Paulatinamente, los inviernos habían ido dando menos precipitaciones de nieve, y aquel primer invierno sin un solo copo me hizo pensar que ni Tanos ni Fidia serían capaces de reconocer su tierra si pudieran verla. Entonces hice un rápido cálculo de mi edad, algo que olvidas hacer cuando los años dejan de inquietarte, y la resta me dio ese número: trescientos cincuenta y uno. Un superior jamás lo habría hecho, pero aquel número me invitó a preguntarme qué había hecho yo en todo ese tiempo. Y entonces fue cuando sentí la soledad, ese vacío antiguo cuyo dolor no calmaba el pensar que gracias a mí la humanidad había pasado de la oruga que fuera a la mariposa que ahora era mediante la metamorfosis que yo había precipitado. ¿Fue aquel el primer síntoma de que yo sobraba en Utopía? Probablemente. No obstante, yo era un monstruo de estado, y ello afecta a cada rincón de tu existencia, de modo que antes de poder pensar qué me estaba pasando ya tenía la solución en mi mente mitigando aquel síntoma. Corrí con aquella revelación a mis memorias. Necesitaba imperiosamente escribir sobre la decisión que acababa de tomar. La soledad se corroboró en mis memorias: quince anotaciones en los últimos ochenta años. Cuanto más lo tienes todo bajo control, menos experimentas, menos sientes. Ello es algo perfecto para los superiores, pero no para un antiguo. Observé además que todas aquellas reflexiones trataban sobre Resistencia y sobre la profunda impresión que determinadas obras de arte me habían ocasionado. «Hasta en eso estás sola», me dije refiriéndome al arte. Y no es que el arte no existiera en Utopía. Sí existía, encapsulado en uno de los proyectos que se desarrollaban, el proyecto Arte. Los superiores querían entender el arte; el arte producido por los antiguos, por supuesto, porque un superior no creaba ninguna forma de arte. Entender el arte, de algún modo, era entender la muerte. A los superiores les fascinaba la paradoja de los antiguos, quienes teniendo contadas las horas de su existencia rendían culto a algo tan absurdo como pasar el tiempo. «Es como si se pasaran toda la vida esperando la muerte», me había dicho Tres una de las muchas noches que pasamos al raso a lo largo de nuestros siete años de viaje. Y no pude negárselo. A lo largo de la historia de la humanidad, siempre que las necesidades básicas habían quedado cubiertas, los trabajos mejor pagados se habían relacionado con el entretenimiento: atletas, actores, cineastas… «Pagar por pasar…, por perder el tiempo, el poquísimo tiempo que tienen para existir —me había dicho Tres a cuento de un acontecimiento deportivo que, literalmente, había detenido el país en donde nos encontrábamos en una de las etapas de mi segundo viaje iniciático—. Es como el tiempo que pierden pintando un cuadro o escribiendo un libro. ¿Tú lo entiendes?». «Hubo un día en que lo entendí, pero ahora ya no puedo entenderlo», le respondí contemplando las estrellas. «Es como si al estar de paso no se tomaran la vida muy en serio», dijo. «Puede que sí, que se pasen media vida perdiendo el tiempo en espera de la muerte. Y luego, cuando se dan cuenta de que ese tiempo que pierden es lo único que tienen, gritan horrorizados. Y de ese grito nace el arte». «No lo entiendo —me dijo entonces Tres—, ¿tú entiendes el arte?». «El arte no se entiende, se siente aquí —dije señalándome—, entre las tripas y el pecho…, y a veces, si es puro, te pone la piel de gallina, te corta la respiración y hasta hace que se te salten las lágrimas, porque cualquiera que sea la forma en que lo han concebido, ese arte te acerca a la belleza». «¿Qué es la belleza…, la armonía?», quiso saber Tres. «La belleza es la existencia…, cuando tomas conciencia de que se escapa de entre tus manos. ¿Hay proporción, equilibrio, en esa revelación? —me pregunté—. Hay una simetría oscura, sí… Hoy estás pero mañana no… Se trata del mismo sentido de la proporción que el cero y el uno, el blanco y el negro, la luz y la oscuridad. Ser y no ser». «No lo entiendo», concluyó Tres. Como le sucedía a Tres, el resto de superiores tampoco lo entendía. Por ello lo investigaban, aunque, impermeables a su experiencia, era como si, estando ciegos, intentasen comprender los colores.

Como el arte, cuando tomé conciencia de tener trescientos cincuenta y un años, tampoco entendieron la decisión a la que me llevó la percepción de la soledad el último día de aquel invierno: ser madre. Pero como todo lo relacionado con los antiguos, guardaron silencio. De haber engendrado a un superior, Los Trece hubiesen propuesto convertir mi maternidad en un nuevo proyecto. No obstante, mi hija sería una antigua, y eso lo dejé claro en el mismo momento en que les anuncié mi decisión de ser madre. El respeto de los superiores por mi potestad sobre lo antiguo era tal que no me preguntaron por ninguna de las tres cuestiones que, de entrada, se abrían: por qué ser madre; por qué una niña; por qué mortal. La respuesta estaba en la esencia de aquella decisión. Yo misma preparé el embrión a partir de los genes de la muestra V001. Como si aquella soledad oscura y cavernosa que sentí al recordar mi edad hubiese emanado de mi útero, la sensación empezó a disolverse el mismo día en que me inseminaron. Controlaron mi embarazo parte del equipo que en su día llevara a cabo la tercera etapa de reproducción de superiores. En una de las últimas exploraciones antes del parto, viendo el rostro de mi bebé, se me cortó la respiración al descubrir que sonreía. «Emocionante, ¿verdad? —me comentó la técnica en reproducción que me estaba explorando—. Ya no me acordaba de las lágrimas de las madres al ver a sus hijos antes de nacer», añadió. Ni intenté explicar por qué lloraba. El día que di a luz a Lea, volví a llorar al ver de nuevo perfectamente dibujada su sonrisa irresistible en un tic que duró apenas décimas de segundo en aquel rostro diminuto que se esforzaba en abrir los ojos. Sí, mi amante ahora era mi hija. A nadie más que a ella hubiese querido dar vida. Por eso, como ella hubiese querido, no quise privarle del derecho de la muerte. Contemplar desde su infancia a la persona que más he amado en la vida, una ventana que el destino tenía cerrada para mí, fue una experiencia imposible de explicar. Mis memorias se inundaron de anotaciones resplandecientes, pura inspiración. Curiosamente, los treinta y cuatro años que pasamos juntas llenaron la botella de mis días más que lo habían hecho los últimos doscientos años.

Otro de los proyectos que se estaba desarrollando en Utopía desde hacía más de un siglo, el de la memoria genética o conciencia genética, egogenética sería la traducción más aproximada, estaba ya muy avanzado, pero, lógicamente, Lea no había recibido en vida lo que se podría traducir como el egogenflash: el tratamiento necesario previo a la obtención de sus genes para conseguir que ambas fueran una misma persona. Así pues, mi hija y mi amante solamente eran dos personas con el mismo cuerpo. Debo aclararte que nunca pretendí algo diferente. Sin embargo, la memoria es económicamente compleja, y pronto acabé percibiéndolas como una sola persona compuesta de dos piezas que desafiaban las leyes de la lógica retorciendo el tiempo para situar la pieza de la edad adulta antes que la de la infancia, adolescencia y juventud de aquella Lea quimérica que ahora se alimentaba de los pechos que antaño había lamido por deseo sexual. Supongo que mi memoria nunca se sobrepuso a que aquella boca que antes besó y luego mamó se combara en idéntica e irresistible sonrisa, una sonrisa que, a mis ojos, sobreponía dos vidas en una sola e incuestionable existencia.

Eduqué a Lea en la verdad, así que desde muy pequeña supo de dónde venía su cuerpo; qué diferencia había entre ella y yo, y entre los superiores y nosotras dos. También supo que fuera de Utopía existían miles de sus mortales semejantes, y también que había niños como ella, algo sobre lo que yo insistía cada vez que la veía con la mirada perdida, un gesto que me entristecía especialmente. Con cinco años me pidió ver esos niños, y yo accedí a mostrarle las imágenes de varios de los grupos que seguíamos. Al contrario de lo que esperaba, Lea se sintió decepcionada con aquellas imágenes, y nunca más quiso saber nada de niños. Sobre la Lea del pasado, en cambio, su curiosidad era infinita. De algún modo, como un hijo puede sentirse como una proyección de alguno de sus progenitores y, más lejos aún, de sus antepasados, también Lea sentía aquella intangible conexión con la Lea que pisara aquella tierra tres siglos atrás. De una forma aún más radical que ella, mi hija también renunció a la inmortalidad que tantas veces le propuse. Los principios que le expliqué que había argumentado mi amante para optar por la muerte se convirtieron en dogma al llegar Lea a la adolescencia, y ni tan solo quiso alargar su vida con la X1 a pesar de saber lo infinitamente feliz que a mí me hubiese hecho su compañía eterna. Hasta llegar a aquella edad en la que se manifestó su mortal ortodoxia, trece años, Lea había sido una niña tranquila y curiosa, perfectamente integrada en la sociedad de Utopía, una niña a la que educamos entre yo y Cinco, una de las técnicas que estuvo a mi lado desde mi fecundación convirtiéndose así en mi quinta mano derecha. Cinco se centró principalmente en su formación básica, lenguaje y matemáticas, conocimientos que fue dosificándole en casa al ritmo de su insaciable curiosidad. Conmigo, Lea aprendió cuestiones más prácticas asistiendo a los centros de trabajo en donde no se privaba de preguntar cualquier cosa que le llamara la atención a los técnicos que allí operaban. Desde muy pequeña, Lea se inclinó por las letras en una antigua división del conocimiento que, impropia para los superiores, quienes no identificaban frontera alguna entre números y letras, renacía con ella. Significativo era que ya con apenas cinco años Lea convirtiese a los números en protagonistas de prodigiosos cuentos que inventaba. Esa inclinación se hizo irremediable ya en la adolescencia, cuando día tras día se encerraba en las distintas sedes del proyecto Arte, sumergiéndose en el mundo de los antiguos a través de su literatura. En aquella etapa de su vida en la que se manifestó su pasión por la mortalidad desapareció la hija dulce que había sido, como desaparecen algunos ríos en algunos puntos de su curso para seguir fluyendo bajo tierra. Para mi dolor, Lea rechazaba mi sola presencia, así que durante años nuestro contacto se convirtió en cortas sesiones de reproches de las que ella terminaba huyendo sin dirigirme la palabra. En aquella explosión que era la adolescencia y que, a pesar de haberla vivido en mis propias carnes siglos atrás, me pilló desprevenida, asuntos como el desorden, los malos modos o la falta de disciplina eran meros aperitivos comparados con el plato principal: la sexualidad. De dos cosas se regodeaba Lea durante aquella insufrible etapa de su vida: la muerte y el sexo. Respecto a la muerte, Lea se sentía tocada por una especie de suerte que nadie más tenía. «Yo moriré y tú no», solía decir entre dientes, orgullosa, cuando la regañaba. E igual que a mí me retaba con aquel lema, al resto de la sociedad parecía decirles lo mismo cuando se paseaba indolente con su irresistible sonrisa ondeando a los cuatro vientos. Inescrutables vínculos ataban su vanidad mortal con su sexualidad, una sexualidad que resucitó aquella mítica forma de relación que los superiores no practicaban desde hacía cientos de años. Desde los catorce hasta los diecisiete años, Lea mantuvo relaciones sexuales con cientos de superiores quienes, si bien se interesaban en el acto físico que ella les proponía, jamás extendían al plano emocional aquella experiencia, anecdótica para ellos; para ella, trascendental. Había una distorsión manifiesta entre lo que Lea interpretaba de la literatura y la realidad experimentada en Utopía. Ella pretendía enamorarse de sus amantes, pero la glacial respuesta de ellos le impedía sentir la enloquecedora exaltación de un enamoramiento. Las miradas extraviadas que de niña me hicieron hablarle de los niños que vivían fuera de Utopía, se multiplicaron en la adolescencia, de modo que no me pilló de sorpresa cuando, tras una de mis rotundas reprimendas, me dijo llorando de rabia que quería marcharse de Utopía. Tenía entonces dieciséis años, y a mi rotunda negativa se le sumó la información a los pocos meses de que mi hija había dejado de tener contactos sexuales y que su vida se limitaba a Arte, proyecto para el que, técnicamente, trabajaba desde hacía dos años. Lea parecía decepcionada de todo salvo de la literatura. Sus aportaciones al proyecto eran brillantes; supongo que, privada de la libertad física que anhelaba, la literatura, como a tantos antiguos, impulsaba la sangre que corría por sus venas. Por descontado, desde el día en que le negué la salida de Utopía, la comunicación entre Lea y yo se limitó a vanos intentos por abordarla por mi parte, de los que ella se defendía escupiéndome monosílabos.

A los veinte años, Lea se emancipó. A partir de aquel día apenas nos vimos diez veces en cinco años, y siempre porque yo iba a verla. «¿Estás bien, Lea?». «Estoy bien. ¿Quieres algo?». «Verte, nada más». «¿Me has visto ya bastante?». «Supongo que sí». «Pues adiós». Así fue la última de aquella decena de visitas. Harta y decepcionada de la maternidad, al día siguiente de aquella visita regresé a su casa para decirle que, si aún lo deseaba, la dejaría marchar de Utopía con una sola condición. «¿Qué condición?», quiso saber ella con los ojos iluminados. La condición era que no se marchara hasta cumplir los treinta y cinco años, y así se lo dije. Con un mohín de decepción me preguntó que por qué tenía que esperar a esa edad. «Por tres motivos. Uno, el principal —afirmé—, porque fue con treinta y cinco años cuando conocí a Lea y necesito cerrar ese círculo. Segundo, porque para salir de aquí deberás aprender una serie de cosas sobre el mundo de allí fuera. Deberás aprender a defenderte, a sobrevivir, y ello te llevará algunos años. Y, tercero, porque todo lo que vayas a aprender del exterior a lo largo de estos años te servirá para evaluar tu decisión de marcharte». «Veo que no tengo opción, que soy tu capricho», contestó con sequedad. «El primer motivo, el mío, podría dejarlo a tu elección. De no haber otros argumentos, más que una exigencia te lo plantearía como un ruego. Pero las otras dos razones son innegociables. Piénsatelo, y si aún quieres marcharte, dímelo y te enviaré a alguien que te preparará para vivir ahí afuera». «Envíamelo», respondió con determinación sin necesidad de pensárselo. Y así claudiqué yo, la persona con más poder que jamás había habido en el mundo, vencida por mi hija.

Consulté a Tres, como jefe militar que aún era, para decidir cómo preparábamos a Lea para su salida de Utopía. De inmediato se ofreció a traer a lo largo de aquellos nueve años a varios de los infiltrados entre las tribus de antiguos. Él en persona llevaría el peso de la formación general, y los militares infiltrados, a medida que pudieran regresar a Utopía, complementarían aquella formación con sus conocimientos de primera línea del exterior. Tras la primera reunión entre Lea y Tres, este vino a visitarme. «He planteado a Lea recibir una formación más profunda ingresando en el centro de formación militar, como hace todo aquel que sale al exterior», me informó. «¿Y…?». «Le ha parecido bien». «Me dejas de piedra», reconocí. «Pero no tengo muy claro que debamos seguir adelante», giró ciento ochenta grados mi sorpresa, del polo positivo al negativo. Pedí a Tres que se explicara. «Su decisión es superficial», me dijo. Supe a qué se refería. Lea no deseaba recibir aquella formación militar para tener los conocimientos que ello le proporcionaría. Un superior decidía tener una determinada formación, y luego, con esos conocimientos, decidía si los usaba o no. Para Lea, en cambio, como para la mayoría de los antiguos, la formación no era un fin en sí misma, era un simple medio para conseguir el fin que estaba un paso más allá. «Tú precisamente sabes que los antiguos acometemos un proyecto confiados en nuestra capacidad de improvisación para resolver los problemas que vayan surgiendo. Tener fecha de caducidad no permite formaciones de veinte años hasta controlar al cien por cien aquello a lo que te vas a enfrentar. Te tienes que meter cuando se presenta la oportunidad. Sabes que un antiguo es más impulsivo, que su voluntad flaquea constantemente, que se deja llevar por la corriente», me escuché defendiendo la superficialidad de mi hija. «Bien, tú decides —concluyó Tres—. ¿Ingresa o no ingresa en el centro de formación?». «Ingresa», determiné. Tres y yo nos conocíamos perfectamente, e igual que él supo por el timbre de mi voz que yo no estaba convencida de mi decisión, yo supe por su profunda inspiración que se sentía en el deber de contradecirme pero que no iba a hacerlo porque sabía que sus argumentos no me harían cambiar de idea. El tiempo no modificó la opinión de Tres ni de los responsables del centro de formación militar; tampoco mi decisión, pero sí la actitud de Lea hacia mí, mucho más próxima y cariñosa, como no se había mostrado desde niña.

Durante los años que duró su formación militar, Lea se acostumbró a quedarse a dormir en mi casa varios días por semana. Durante aquellas tardes compartidas, antes de acostarnos a dormir juntas, hablamos todo lo que no habíamos hablado durante los últimos doce años, es decir, durante la mitad de su vida. La formación militar en Utopía no era intensiva, de modo que aquella actividad solamente le ocupaba dos o tres horas diarias, eso sí, durante más de cinco años. El resto del día Lea seguía dedicándolo a Arte, y aquel era el tema principal de nuestras conversaciones. Además de la literatura, Lea amaba la música, y la amaba tanto que había aprendido a tocar varios instrumentos de las instalaciones de investigación de Arte, instrumentos que, por supuesto, solamente se usaban para investigar, no para gozar. Durante todas aquellas tardes juntas, Lea me explicaba la historia de la humanidad antigua a través de su literatura, y yo disfrutaba de su sonrisa entregada a sus interpretaciones, a veces sorprendentes por su perspicacia y a veces por su inocencia. Aceptar a mi hija tal y como era, y no como mis expectativas reclamaban que fuera, se convirtió en el mayor acierto de mi vida. Pero en esa aceptación había una dolorosa fecha. Y esa fecha llegó. Jamás antes de su trigésimo quinto aniversario habíamos vuelto a hablar de su decisión de marcharse de Utopía. Como madre tenía la esperanza de que hubiese cambiado de opinión. Todas las conversaciones que a lo largo de aquellos años había mantenido con Tres habían conducido a la misma evaluación de la actitud de Lea respecto a su formación militar. Igual que había sido superficial, según Tres, su decisión de ingresar en el centro de formación militar, superficial había sido su actitud respecto a toda la instrucción recibida durante ocho años. «Como siempre, lo hace todo correctamente, pero da la sensación de que lo hace sin convencimiento, como si pensara que no va a necesitar nada de lo que aprende», me dijo Tres una de las últimas veces que me atreví a interesarme por los progresos de Lea en aquel terreno. La perspectiva que me ofreció el último de los militares infiltrados que había formado a Lea no era muy diferente. «He insistido en hacerle comprender que para una mujer ahí fuera la supervivencia es mucho más complicada que para un hombre por la estructura social de casi todas las comunidades —me informó el infiltrado—. Le he hecho saber que ninguna militar ha salido de Utopía para infiltrarse por ser un riesgo innecesario, y ella ni ha pestañeado. Llevo un mes trabajando con ella las técnicas y estrategias que deberá emplear sobre el terreno para ser aceptada por un grupo. Lo hace bien, lo entiende. Pero por muy duro que sean los ensayos, no dejan de ser ensayos. Ninguna militar ha comprobado su eficacia. Lea no asimila la brutalidad que rige esas sociedades, y su edad es un inconveniente añadido. Si tuviera menos de veinte años tendría muchas más posibilidades, y con doce o trece estaría en la cúspide de la jerarquía femenina. Ella, además, solamente lleva nueve años de formación. Ninguno de nosotros ha salido con menos de quince años». «Tu conclusión es…», le pedí a aquel militar infiltrado. «Su determinación es impresionante, pero, como suelo ver en los antiguos, esa determinación viene dada más por su desconocimiento que por su conocimiento. Y no sé si ser antigua le supondrá alguna ventaja, de modo que creo que a pesar de estar técnicamente preparada, no lo está mentalmente, y por ello no debería salir». Su opinión era idéntica a los otros tres infiltrados que la habían formado en los últimos años. Pero Utopía no existiría sin mi determinación ciega, así que por muchas vueltas que le di durante los meses anteriores al día en que mi hija cumplió treinta y cinco años, no conseguí un argumento coherente que me permitiese negarle a Lea su propio salto al vacío. Agarrada a la esperanza de que el conocimiento acabase convenciéndola de desterrar la idea de marcharse de Utopía, llegó el día de celebrar su cumpleaños, una costumbre abandonada que yo desempolvé para ella al cumplir su primer añito de vida. Para celebrarlo, como habíamos hecho los últimos ocho años, quedamos por la tarde en su casa para ver una vieja película. «¿Qué palabra me regalas este año?», me preguntó sonriendo mientras preparaba el sistema de reproducción audiovisual. «Depende», dije. «¿Depende? Extraña palabra para regalar». «No, me refiero a que dependerá de ti», aclaré. Mirándome fijamente con su irresistible sonrisa en la cara, esa sonrisa de la que me enamorara tres siglos atrás, Lea sentenció: «Me voy a ir, mamá». Habiendo adivinado el factor del que dependía mi regalo, disimulé el dolor que me partía en dos ofreciéndole su palabra para aquel aniversario: «Suerte». «No estará de más que me la desees», admitió. «No —aclaré—. Suerte es la mía porque eres mi hija —a Lea le tembló la sonrisa al escuchar mis palabras. Bajó la vista al suelo—. ¿Volverás?», quise saber. «Mamá, intuyo que allí fuera está mi lugar. Si regreso es que no he conseguido lo que quería. Si no regreso es que he encontrado mi lugar». «¿Y si te pasa algo?», inquirí. «¿Quieres que me someta al egogenflash?», preguntó. A pesar de que el proyecto ya empezaba a dar resultados asombrosos y ya se hablaba de aplicarlo en personas, conociéndola, ni se me había ocurrido planteárselo. «¿Tú quieres?», le dije sorprendida. «¡Claro que no! ¡Soy mortal hasta la médula!», exclamó. «Pero ¿y si te pasa algo?», insistí. «Mira, no quiero que me sigas por satélite, pero sé que no me vas a hacer caso, así que diga lo que te diga me tendrás controlada». «¿Eso piensas de mí, que no voy a respetar tu intimidad?». «No te ofendas, pero no creo que vayas a ser capaz». El monstruo que hay en mí erizó su pelaje, retorció sus escamas. Amordazada, mi parte más humana temió que Lea estuviera equivocada y yo sí fuera capaz de no controlarla. Y lo temió con razón, pues a punto estaba de acabarse aquel paréntesis de mi existencia bicéfala en la que podía contemplar con científica indiferencia cómo un clan antiguo descuartizaba a un miembro de otro clan enemigo mientras, tarareándole nanas, yo arrullaba a mi pequeña después de darle el pecho. Aunque, paradójicamente, aquel doblez quizá me hiciera más monstruosa que cuando, tras despedirme de ella, hundí mi conciencia bajo cerdas y escamas.

Lea se marchó un mes después de su aniversario. Yo acudí a la base de unidades aerotransportadoras para despedirme de ella. «Te quiero», me dijo Lea, invencible, excelsa su sonrisa como acaso no la había vuelto a ver desde la isla desierta. Mi corazón tembló. Miré al cielo nocturno, sembrado de estrellas. Como una sombra, la sensación de que aquella sonrisa cerraba un círculo, la sensación inversa y complementaria a la que había tenido el día que esparcí las cenizas de Lea, me desmembró el gesto. En cuanto sentí el calor húmedo de las lágrimas corrí a esconderme en un abrazo, la máxima expresión del amor humano, de la belleza. No sé cuánto rato estuvieron refugiados mis ojos contra aquella prenda que vestía como parte de la caótica indumentaria propia del exterior, pero al sentir que iba a sollozar me separé bruscamente de mi hija y la empujé del hombro. Vocalicé un «vete», mudo, y ella, mordiéndose sus maravillosos labios de forma compulsiva, se volvió para dirigirse hacia la aeronave que la aguardaba. Hasta la fecha, ella jamás lo había hecho, jamás, pero mientras caminaba hacia la aeronave, Lea se recogió el pelo. Creo que lo hizo expresamente, que fue su regalo hacia mí, pues en cientos de ocasiones le había comentado aquel singular gesto de mi amante. Sí, tuvo que hacerlo expresamente. Las rodillas me temblaron viendo aquel cuerpo que yo había amado de todas las formas posibles que se pueden amar. A punto de caerme, me sujeté del brazo de uno de los militares que nos habían acompañado hasta la unidad aerotransportadora. Aquella superior me miró con gesto de asombro. Comprendí en aquel preciso instante que allí nadie podría entender qué era perder a una hija. El vacío, la soledad que treinta y cinco años y nueve meses atrás me llevara a concebir a Lea, volvió a golpearme. Me abracé el vientre; allí sentía ese horrible vacío como una extrapolación hasta el infinito de lo que sentí el día que la parí, el día que ella dejó de estar dentro de mí. Y fue en ese preciso instante cuando mi corazón tembloroso se hundió para ocultarse en lo más profundo de mi ser, bajo mi armazón de cerdas y escamas. Entonces, incomprensiblemente para mí, el monstruo de estado empezó a repetir una idea impropia de él, una idea que hasta el momento solamente hubiese reconocido lógica en la voz de mi conciencia: «no es tu lugar, vete; no es tu lugar, vete». La aeronave que transportaba a mi hija ya era un simple punto luminoso en la noche, como una estrella más, cuando, conectando multitud de los proyectos que estábamos desarrollando con aquella frase que retumbaba desde la orilla de mi vientre hasta el horizonte de mi cerebro, una idea saludó mi soledad. Mi vía para partir no sería la muerte, ni tampoco las fronteras de Utopía. Había un camino intermedio, un camino que, como un ensayo absoluto, conferiría su sentido último a Utopía al tiempo que a mí me ofrecería esa salida más vital que el mismo aire.