A las nueve y cinco de la noche, una hora después de que Zoé le revelase a Gabriel a qué ciudad se dirigían, despegó el avión con Tres, Zoé y Gabriel a bordo junto a otra cincuentena de pasajeros. Aterrizaron hora y cuarto más tarde. Inevitablemente, Gabriel se hundió en los recuerdos del vuelo con Andrea, y durante todo el trayecto no dijo ni palabra a Zoé, su circunstancial acompañante, a pesar de tantas y tantas preguntas que tenía para ella. A la llegada, una mujer de unos cuarenta años, muy alta, delgada, con el pelo corto y las facciones duras, les esperaba. Ella y Zoé se abrazaron como antes lo había hecho con Tres. Vestía de sport, como Zoé.
—Gabriel, esta es Uno —presentó Zoé.
Iba a besarla Gabriel, cuando se encontró la mano de Uno esquivando así un saludo más íntimo. Vaya marimacho, pensó Gabriel dándole la mano con perfecta formalidad.
—Encantada de muy conocerte —saludó con el mismo acento que Tres y, en apariencia, con un similar nivel de su idioma.
—Por cierto, ¿de dónde sois? —preguntó Gabriel.
Echando a andar, Uno se dirigió a Zoé en su lengua.
—Sí, pregunta demasiado —dijo Zoé volviéndose sonriente a Gabriel.
Cero, Uno y Tres, pensó Gabriel, ni que fueran una secta de matemáticos.
Los cuatro subieron a un monovolumen negro que Uno tenía aparcado en el aparcamiento del aeropuerto. Apenas pudo echar un vistazo durante el corto trayecto hasta el lugar de destino mientras Zoé le ponía al corriente de los planes advirtiéndole previamente de que en esta ocasión nada era negociable. En primer lugar no le dirían qué era lo que iba a ver.
—¿Por qué? —preguntó Gabriel apartando su mirada de las aceras desiertas iluminadas por las farolas.
—¿De verdad quieres tenerlo cara a cara? —dijo Zoé.
Gabriel asintió. Algo en su interior le impedía echarse atrás. Una cuenta pendiente con Andrea, una prueba de valor que se debía a sí mismo.
—Podrías echarte atrás si te diéramos algunos detalles —argumentó Zoé—. Puede que no, pero no podemos correr riesgos. ¿Qué decides? Si seguimos adelante es en estas condiciones.
Están jugando conmigo, quieren ponerme a prueba, pensó Gabriel.
—Seguimos adelante —decidió Gabriel con una sonrisa nerviosa esbozada en su rostro.
Lo siguiente que le anunció Zoé es que ellos tres se encargarían de vigilar la llegada de Fausto. Cuando él llegase no tendrían más de hora y media para pillarlo in fraganti. Se le informó a Gabriel que hasta entonces permanecería encerrado en un sótano habitable, con baño, cama, tele, microondas, y con una nevera con suficientes provisiones para quince días.
—Esto es un zulo —se sorprendió Gabriel cuando, al cabo de unos minutos, llegaron al sótano descrito durante el trayecto en monovolumen.
Habían accedido al sótano a través de un pequeño local por alquilar del cual tenían las llaves de su persiana metálica y de su puerta. Los muebles con estantes que quedaban en las paredes apenas daban una remota idea del tipo de negocio que había habido en aquella estancia penumbrosa. Debía ser una librería, o tal vez una tienda de ropa, especuló Gabriel mientras cruzaban hacia el fondo del local en busca de las escaleras de acceso al sótano, orientándose con la poca luz que se filtraba de las farolas de la calle. Habían detenido el monovolumen justo delante del local. En el escaso minuto que habían tardado en apearse y abrir la persiana y la puerta de local antes de entrar, Gabriel no tuvo tiempo de hacerse una idea del tipo de barrio en el que se encontraban, y menos a aquellas horas de la madrugada. Limpieza, tranquilidad, pequeños negocios bajo bloques de pisos de cuatro a cinco plantas de altura; una calle de dos carriles y aceras de tres o cuatro metros de ancho; características que, de no saber en dónde estaba, podría haber supuesto en cualquier ciudad próspera de los más importantes países del mundo.
—¿Un zulo? —meditó Zoé—. Sí, podría decirse que sí.
—No hay ventanas —se sorprendió Gabriel.
—En efecto. Y no ha sido fácil encontrar un local sin ventanas, no creas —aclaró Zoé—. No hay ventanas para salvarte de ti mismo, para evitar que hagas lo que no quieres hacer. Por eso también te vamos a encerrar tras esta puerta, para evitar que cambies de opinión.
—Sois tan mucho vulnerables —intervino Uno desde el umbral de la puerta.
—No confiamos en ti al cien por cien —reconoció Zoé—. Hay una probabilidad superior a un cuarenta por ciento de que huyas. ¿Crees que quieres huir, Gabriel?
—No.
—Pues ya verás como cambias de opinión —dijo Zoé.
—Entiendo, me protegéis de mí mismo. Como lo de no explicarme qué voy a ver. Ya de paso, ¿por qué no me quitáis todo lo que sirva para suicidarme?
—Tú no eres un suicida —puntualizó Zoé—. Ya has tenido motivos más que suficientes para matarte, y no lo has hecho. Ahora no vas a hacerlo —Gabriel agachó la cabeza asintiendo—. Solamente una cosa más. Cuando vengamos a buscarte, no tendremos mucho tiempo. Olvídate de recriminaciones o de pedir explicaciones de por qué hemos tardado un día más o un día menos —advirtió Zoé saliendo del sótano.
—De acuerdo —dijo Gabriel, y la puerta, una puerta metálica, se cerró.
Tres vueltas de llave sellaron la decisión de Gabriel. E hicieron bien en sellarla, pues a lo largo de los siguientes cinco días la voluntad de Gabriel osciló del blanco al negro tantas veces que, sin duda, de haber habido una ventana habría saltado por ella en algún momento. Ni que decir tiene que de haber tenido la puerta abierta, al día siguiente habría aparecido en el aeropuerto huyendo de una mafia, de una secta, de un supuesto amante de Andrea sediento de venganza, de un gobierno, de otro, de su antigua novia, de las aseguradoras de aviones, de las industrias farmacéuticas, e incluso de los fabricantes de pizza, único alimento que le habían dejado en el congelador. Pizza para desayunar, para comer, para cenar en veinte metros cuadrados de sótano.
Cuando, entre aterrado y agradecido, Gabriel escuchó las tres vueltas de llave rompiendo su asedio al quinto día, saltó bruscamente de la cama.
—¡Sólo me habéis dejado agua y pizza! —vociferó corriendo hacia la puerta.
Iba a repetir su queja cuando el rostro funesto de Zoé le detuvo.
—Vamos. Fausto ya está allí —dijo con voz pausada—. Coge tu pasaporte y tu abrigo; apaga la luz, la tele y sígueme.
Bajo un anorak negro con la cremallera abierta se veía la misma ropa negra que le había visto a Tres la primera vez. Gabriel, intimidado, obedeció. Al salir a la escalera ella ya no estaba. Subió con precaución y, desde el fondo del local, la vio fuera, esperándole con la puerta abierta y la persiana medio subida. Llovía un poco. Era la una y diez de la madrugada según había visto en la tele antes de apagarla. Salió a la calle. Cerrando el local, Zoé le informó de que tendrían que darse prisa.
—Ponte estos guantes y no te los quites para nada —añadió entregándole unos guantes de piel negra.
—¿Dónde están Tres y Uno? —preguntó Gabriel poniéndose los guantes.
—Con Fausto.
Al salir cambiaron de acera y se dirigieron a la izquierda. Allí, tomaron la primera calle a mano derecha. Volvieron a cruzar a la otra acera. La lluvia era aguanieve. Hacía bastante frío. A unos cincuenta metros se veía un letrero luminoso de color azul en la misma acera. Al acercarse más Gabriel comprobó que se trataba de una clínica veterinaria que atendía urgencias las veinticuatro horas del día. Al llegar a la altura de aquel rótulo luminoso azul y blanco ante el que había una ambulancia aparcada, Zoé se metió en un portal cuyas modernas puertas automáticas de cristal permanecían abiertas. Gabriel la siguió. Las puertas se cerraron. Al instante comprendió que se habían metido en la clínica veterinaria, cuya iluminación a aquellas horas aparecía amortiguada de tal modo que aunque estuviera abierta desde la calle apenas se veían luces en su interior. En verdad, más que una clínica veterinaria parecía un lujoso hospital privado. Una amplia sala con grandes fotografías de animales que llegaban del suelo al techo desembocaba en una recepción en la que Tres estaba esperándoles. En su interior, sentadas en el suelo y apoyadas de espaldas entre sí, tres personas aparecían atadas y amordazadas con cinta aislante. Una mujer y dos hombres. La mujer y uno de los hombres rondarían los cincuenta años, mientras que el segundo hombre no tendría más de treinta. Todos tenían la respiración acelerada, la frente sudada y, nerviosos, buscaban desesperadamente con la mirada. Sin duda hacía muy poco que les habían reducido y temían por sus vidas.
—A partir de este momento no hagas ni un solo ruido —advirtió, grave, Zoé, metiéndose la mano derecha en el bolsillo del anorak.
Desde la recepción se dirigieron a la derecha desembocando a una gran sala de espera a media luz con seis bancadas de cinco asientos azules cada una, dispuestas de dos en dos, respaldo contra respaldo. Al fondo de la sala de espera, a unos quince metros de la recepción, había un ascensor abierto. Un gran despacho de administración tras una cristalera, iluminado tan solo con las luces de emergencia, quedó atrás, a la izquierda de ellos; a la derecha, también una tienda abierta a la sala de espera: alimentación, medicamentos, complementos nutricionales, juguetes, ropa…; y una peluquería para animales. ¿Cómo se puede pagar por peinar a un perro cuando mueren niños por no tener insulina o antibióticos?, se lamentó Gabriel recordando viejas e indignadas reivindicaciones de su mujer que seguían teniendo vigencia. Tomaron el ascensor, enorme, sin duda para que cupieran camillas. Bajaron a la planta menos uno. Salieron a un ancho corredor. Justo al salir, a mano derecha, había una cristalera tras la cual se veía una piscina iluminada desde cuyo interior el resplandor azul destacaba en la penumbra. Tendría unos quince metros cuadrados de superficie y una profundidad de menos de un metro con una rampa de acceso de obra. Torciendo a mano derecha avanzaron por un amplio pasillo que desembocaba en unas puertas de cristal, diez metros más adelante, tras las cuales se veía una sala mejor iluminada. Antes de llegar a ella pasaron junto a tres puertas de cristal. Tras la primera, en penumbra, se adivinaban las jaulas en donde dormían los animales ingresados; botellas de suero colgaban de algunas de las jaulas. Tras la segunda aparecía una salita con un equipo de resonancia magnética. La tercera era una sala de rayos X. La salud de cientos de millones de personas en todo el mundo jamás estaría tan bien atendida como la de unos centenares de animales en aquella ciudad, pensó Gabriel.
—Es inmoral —se lamentó entre dientes.
En cuanto se abrieron las puertas de cristal, se escuchó el llanto histérico de un bebé. Apretó el paso Zoé. A Gabriel se le puso la piel de gallina. Cruzaron una gran sala con tres mesas de acero inoxidable equipadas con grifos y dispensador de jabón. Al fondo de aquella sala había tres habitáculos más pequeños separados por puertas de cristal. Todos estaban equipados con sus respectivas mesas, también de acero inoxidable, y unas lámparas de quirófano de cinco focos. Sin duda, aquello eran los quirófanos. De los tres, los dos de la derecha estaban iluminados por sus respectivas lámparas de quirófano además de por los focos del techo. Uno de ellos estaba vacío pero, por las sábanas azules y el instrumental en una mesa auxiliar, parecía preparado para una intervención. En el otro quirófano, el del centro, había un hombre calvo. El tipo estaba de espaldas a ellos, y prácticamente tapaba toda la mesa. Al acercarse a ese habitáculo, vio Gabriel un trípode sobre el que había una cámara de vídeo cuyo objetivo apuntaba a la mesa. Los gritos del bebé eran tan fuertes que parecía imposible que el hombre que estaba de espaldas pudiera escucharles, pero, a pesar de ello, Zoé actuó con sumo sigilo para entrar en el quirófano a oscuras. Las paredes que separaban aquellas tres salas eran de cristal. Situándose tras la mesa de operaciones, Zoé señaló al iluminado quirófano anexo:
—Te presento al doctor Fausto. Él vendió las armas que arrasaron aquella región.