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Tras esbozar con Uno el futuro de la humanidad en menos de una hora, cerré la puerta de la floristería con un involuntario portazo respondiendo con una frase para la posteridad a una opinión que ella me había dado.

Un minuto después ya estaba consultando las reservas de cierto mineral del que dependían nuestras telecomunicaciones; teníamos para quince años extremando las medidas de reciclaje, eso fue lo que me respondieron. Suficiente, pensé yo, pues en menos de una década habríamos desarrollado un componente artificial que sustituiría a ese mineral. La autarquía, por tanto, estaba en mis manos.

Una hora más tarde citaba al equipo encargado de la creación de Uno. Una reunión que se convirtió en la primera etapa de la reparación de la humanidad mediante la sustitución de los humanos antiguos por los superiores.

Un día más tarde disponía de una lista ampliada de implicados en el complot. Cada detenido había delatado, como mínimo, a tres de sus camaradas.

Una semana después moría asesinado el último de los implicados en el complot contra mi persona. El mundo civilizado nos señalaba con su dedo acusador mientras nuestra diplomacia recibía órdenes de regresar a casa. Lo mismo se les recomendaba a nuestros ciudadanos residentes en otros países. Paralelamente, todos los beneficiarios de la X1 en el extranjero recibían la notificación de la cancelación de su tratamiento indefinidamente, una cancelación que, para el completo desconcierto de aquellas personas, anularíamos seis meses después.

Un mes más tarde no quedaba piedra sobre piedra de empresa, sucursal, oficina, agencia o cualquier otro interés económico o cultural relacionado con nuestro estado en el extranjero. Nuestras fronteras permanecían cerradas a cal y canto, nuestro armamento de destrucción masiva apuntaba a los cuatro puntos cardinales, preparado para su uso inmediato. «Nos odian porque nos temen, y nos temen porque nuestra prosperidad les intimida, pero no os preocupéis, no necesitamos al resto del mundo y ellos no se atreverán a atacarnos dentro de nuestras fronteras», pronunció nuestro presidente de turno en el discurso institucional que le dictamos para tranquilizar a la población.

Un semestre después de cerrar la puerta de la floristería, cuando nuestra población se empezaba a habituar a vivir encerrada en nuestro estado, los usuarios extranjeros de la X1 volvían a recibir la notificación de que se restablecería su tratamiento. Serían nuestros servicios secretos, los únicos que habían traspasado las fronteras durante aquellos seis meses, quienes se encargarían de traerles a nuestro territorio para que se les administrase la X1. A cambio, a aquel selecto centenar de personas de todo el mundo civilizado únicamente se les pediría una cosa, algo que a todos sin excepción dejó sorprendidos: que ignorasen nuestro estado, que usasen su poder para que desapareciésemos del punto de mira del resto del planeta civilizado. Si por vía de nuestros servicios secretos nos enterábamos de planes para atacarnos, dejarían de recibir la X1 para siempre. Nuestras amenazas surtieron efecto, aunque la amenaza continuó artificialmente vigente para nuestra población.

Un año más tarde cumplía su primer mes de vida el último de los cuarenta y ocho bebés superiores que nacieron de los cincuenta embriones seleccionados que se implantaron en madres voluntarias para un experimento de prevención genética de enfermedades autoinmunes; eso fue lo que se les dijo, tanto a ellas como al equipo médico que llevó a cabo las intervenciones con los embriones que yo, personalmente, les preparaba. Obviamente, aquella era la segunda etapa de la reparación de la humanidad.

Una década después del portazo en la floristería, gracias al éxito de aquella segunda etapa, ya estaba en marcha la tercera etapa de reproducción de humanos superiores, la definitiva: su extensión demográfica, una etapa que decidimos hacer rápidamente: en una sola generación los superiores deberían sustituir a los antiguos. Para ello se legalizó y reguló la selección genética. Los padres, algo muy propio de los humanos antiguos, incluso entre las élites intelectuales, quieren que sus hijos sean los más guapos, los más fuertes y los más inteligentes, de modo que en unos pocos años más del noventa por ciento de la reproducción humana en nuestro estado se realizó de forma artificial, algo que, sin duda, nos facilitó el hecho de que todo el mundo tenía que pasar por nuestras clínicas para que se les retirase el implante anticonceptivo, momento en que se les proponía las ventajas de la fecundación artificial previa selección genética frente a la natural o salvaje, término este último que empezamos a usar preferentemente con toda la demagogia del mundo; y he aquí donde emerge de las profundidades de mi insondable subconsciente la segunda parte del plan que, en el fondo, comenzó con la obligatoriedad del implante anticonceptivo, un método que a partir de entonces ya no era necesario pues, lógicamente, al ser inmortales, todos los humanos superiores nacen estériles y solamente un tratamiento hormonal revierte ese estado, al contrario que pasaba con los antiguos. No cabe decir que, al igual que en la segunda etapa, el hecho de que los embriones implantados fueran humanos superiores no lo supo nadie: ni los padres, ni el equipo encargado de la reproducción artificial, ni siquiera Los Trece. Esta revolución necesitaba gestarse en la más absoluta oscuridad, de modo que durante toda aquella época me absorbió el trabajo técnico en el laboratorio convirtiendo los genes de los padres en genes superiores, una auténtica obra de arte, un arte nuevo y mayúsculo. Así pues, puedo afirmar que todos aquellos embriones superiores pasaron por mis manos antes de pasar al equipo encargado de la implantación. Lo que estadísticamente pasó desapercibido en la segunda etapa, pues cuarenta y ocho niños no eran una muestra representativa, en la tercera etapa se convirtió en motivo de seminarios, coloquios, congresos y debates: los niños de las generaciones artificiales no enfermaban, y eso, estadísticamente, se notó desde los primeros meses de vida de los primeros bebés superiores nacidos en esta etapa. Por supuesto, el argumento oficial fue celebrar el éxito de la modificación genética; no en vano, la salud había sido el argumento teórico para esa intervención preembrionaria, no la apariencia física ni la inteligencia, que era, en verdad, lo que seducía a los padres. Esa explicación bastó a la población en general, pero no a determinados especialistas médicos que plantearon concienzudas investigaciones que llegaron a la cúpula sanitaria del gobierno y de allí pasaron a Los Trece. Jamás consideré la opción de explicar la verdad, y Uno opinaba lo mismo que yo: había que aguantar hasta que la primera generación adulta de superiores empezase a ocupar posiciones de poder. Nos enfrentábamos a una contrarreloj de veinte o treinta años. Transcurrido ese tiempo, los humanos superiores aceptarían su naturaleza con la misma pasividad que Uno había aceptado la suya; el secreto estaba en el carácter, esa era nuestra apuesta, una apuesta que se iba confirmando como ganadora a medida que veíamos crecer a los cuarenta y ocho niños superiores de la segunda etapa. Al igual que en estos niños, en los de la tercera etapa, su carácter comedido, su autocontrol se convirtió en la segunda andanada de especulaciones, esta vez por parte de profesores, pedagogos y psicólogos. Había miedo, un miedo contenido, un miedo que la razón reprimía dejándolo en simple inquietud pues una generación de niños genéticamente excepcionales en cuanto a salud y carácter no dejaba de ser algo racionalmente deseable. Sin embargo, todo humano antiguo que amara el mundo tal cual era, toda persona que ansiase para sus descendientes un futuro cortado a partir del patrón de aquel presente, habría hecho bien en dejarse llevar, no ya por el miedo sino por el pánico. El miedo, como un virus letal, llegó a contagiarme a mí. Fue en una reunión de Los Trece a los tres años de iniciar la tercera etapa de reproducción de humanos superiores. Por primera vez aquellas personas, diez en aquellos momentos, pues nadie había sustituido a Oldamin, se alzaban contra mí y contra Uno, a quien por aquel entonces ya consideraban como uña de mi carne. Con toda la razón del mundo nos acusaban de retrasar las investigaciones, de esconder algo, de mentir, de desinformar, de distraer y de mil maniobras más que no estaban dispuestos a permitir. ¡Se estaban jugando la inmortalidad!, y eso fue lo que me asustó. En aquellas diez personas empezaba a salir el héroe que todo antiguo lleva dentro. Aquello era una sublevación en toda regla. Recuerdo la mirada impasible de Uno mientras mi mente abandonaba los gritos y las acusaciones que se sucedían como si me linchasen, volando, volando lejos en el tiempo y en el espacio, hasta una frase que una vez me dijo mi madre cuando yo era pequeña: «los adultos nos liamos con los hijos porque no sabemos lo que supone. Después os queremos, claro, pero hay momentos en que desearías no haberte complicado la vida. Solamente pensamos en las consecuencias cuando ya las tenemos encima». Así me sentí yo en ese momento en que interrumpí la reunión de Los Trece, arrollada por las consecuencias de Utopía cuando mi ingente proyecto ya rompía aguas. Uno me siguió en mi vértigo, entró al ascensor conmigo y se quedó mirándome cómo lloraba agachada en una esquina como una niña pequeña. «No te preocupes. Yo sí sé lo que hay que hacer —respondió con absoluta calma adelantándose a lo que yo quería decirle pero mis sollozos me impedían—. Pero ¿por qué tienes miedo de mí?», volvió a colarse hasta mis pensamientos a través del libro abierto de mi rostro. En mi estado de ansiedad, la temía porque su seguridad me parecía inhumana; porque por un momento había llegado a pensar que ella me había utilizado para llegar a la posición de poder que estaba a punto de darle, y que en cuanto no me necesitara se me quitaría de encima para erigirse una especie de líder suprema en un mundo de superiores. Mi desconcierto era enorme, pero no tanto como para no distinguir la frontera de la paranoia que estaba traspasando. Llorando aún, me reí de la paradoja que acababa de plantear: un humano superior, ¿inhumano? Aún no se había acabado de dibujar en mis labios la curva completa de una sonrisa cuando aquel pensamiento se revolvió sobre sí mismo: un humano superior inhumano, ¿paradoja? «Tienes que relajarte —me recomendó Uno renunciando a mi confesión sobre el porqué de mi miedo hacia su oscura persona—. Preséntame al puente». Con aquella sugerencia, la paranoia se me ofreció irresistible invitándome a correr en sus campos claroscuros, a dibujar monstruos en su noche, a chillarle a las piedras que te espían cuando no las miras. Presentarle al puente significaba darle las llaves del poder. Ni más, ni menos. El puente solamente obedecía órdenes de una persona, así debía trabajar. Si yo le presentaba a Uno, solamente Uno podría ordenarle que volviera a trabajar para mí. Aquella mujer ya hacía semanas que esperaba indicaciones para tranquilizar a ciertos elementos del gobierno verdaderamente alarmados por los informes técnicos respecto a las generaciones artificiales de niños. Pero yo no encontraba la solución más allá de esquivar las solicitudes de investigaciones genéticas con las que nos estaban presionando; investigaciones que aunque, por descontado, deberían llevarse a cabo en las instalaciones de Utopía, y con los equipos de Utopía, su realización pretendía ser encomendada a técnicos que no hubiesen participado en el diseño genético de aquellos niños; es decir, a cualquiera que no fuera yo. Algunos de los miembros del equipo de ingeniería genética de Utopía propuestos como responsables independientes para esa labor también empezaban a sospechar de mí. En su distanciamiento se notaba que poco a poco se estaban desmoronando las razones políticas y los intereses económicos que a aquellas personas de mi completa confianza les había dado para justificar mi rotunda negativa a aceptar esa investigación que, de cara a la gradería, me dedicaba a retardar con excusas únicamente verosímiles para profanos. Alegar a los extraños razones técnicas y a los propios razones políticas y económicas no me permitiría aguantar la situación durante los veinte años que habíamos calculado para que el recambio demográfico nos permitiese controlar la situación. No, mi barco hacía aguas por todas partes. Achicaba un cubo y me entraban dos. Me hundía. Además, para salvar la embarcación había sacrificado lo más sagrado: la confianza de mis colaboradores más próximos, tanto técnicos como políticos. Me hundía irremediablemente. De habérseme ocurrido esa imagen en ese momento, hubiese pensado que mi barco ya no servía. «Presentarte al puente», me dije limpiándome las lágrimas. Campos claroscuros, monstruos en la noche, piedras que te espían. Cerré los ojos. «Bien, hoy mismo lo haré», me escuché decir desde lejos, creo que ya volaba entre fauces nocturnas. Al abrir los ojos vi a Uno y me pregunté si no había sido ella quien había hablado imitando mi voz. «Estás mal, debes apartarte de todo esto», me dijo tendiéndome la mano para ayudarme a levantarme. Aquella misma noche quedamos con el puente. Era pleno invierno, nevaba y el termómetro rondaba los veinte grados bajo cero en el centro de la ciudad, desierta a aquellas horas. La conversación, resguardadas bajo el gran soportal del más importante museo de la ciudad, fue breve. Las presenté y le dije al puente que a partir de ese momento obedeciera las instrucciones de Uno. «Empiezan a cuestionarme a mí también —reconoció el puente con contenido desánimo—. Se me escapa la solución a este problema. Ya te dije que no puedo aportar nada. Pero lo peor es que no sé cuánto durará mi influencia sobre ciertas personas. Nunca antes se habían atrevido a insinuarme que tal vez no harían lo que yo les transmitía». «Yo lo solucionaré», dijo Uno con tal seguridad que los ojos del puente se abrieron de par en par sin dejar de mirar al suelo para disimular un gesto de incredulidad que tanto valía para rendirse al genio como para burlarse del charlatán. «Bien, yo os dejo», me despedí dirigiéndome al vehículo en el que Uno y yo habíamos acudido a la cita. Menos de cinco minutos después Uno regresaba también al vehículo. «¿A qué te vas a dedicar ahora?», me dijo acomodándose cuando el chófer ya arrancaba. Aquella pregunta me empujaba a un destino en el que ni había pensado. Yo lejos de Utopía, ¿quién era? «Pensaba seguir en el laboratorio, con los embriones y administrando personalmente la X1», dije con tono de disculpa. «No, debes desaparecer, volverte invisible para que nadie te pueda encontrar durante una larga temporada…, un año o dos. La implantación de embriones superiores quedará suspendida hasta que haya un informe oficial y la X1 ya la administraré yo misma, no te preocupes, me espabilaré —me anunció con una autoridad arrolladora. Pensé que casi no conocía a aquella mujer—. ¿Cuántas dosis hay congeladas?», quiso saber. «Pa, pa, —titubeé—…, para más de diez años». «Pues prepárame el acceso a ellas, la lista de beneficiarios y las fechas de administración —me ordenó—, y yo ya aprenderé a administrarlas». «¿Y qué haré yo ahora?», me pregunté en voz baja. «¿Recuerdas lo que te recomendé cuando me pediste ser tu mano derecha para conseguir un Consejo de Utopía con doce superiores…? —preguntó—. Estábamos en la floristería, justo antes de que salieras por la puerta», me refrescó la memoria. De aquello hacía ya más de una década. «Viajar —musité asintiendo con la cabeza. Lo recordaba perfectamente. Aquel verbo me llevó inevitablemente al recuerdo de Lea, la Lea amante. Ella a mi pasado, mi pasado a mis memorias, y en la intersección entre Lea y mis memorias surgió de repente la remota y cálida tarde en la que ella me sugirió novelar la historia de mi vida. Mi memoria rotaba y el hemisferio oculto pasaba a la luz sin dar la menor explicación de por qué aquella idea se había pasado tantos y tantos años a la sombra—… No, no es el momento de viajar, creo que escribiré una novela», decidí sin pensármelo dos veces acudiendo a mi refugio de siempre, la memoria de mi vida. Con aquella decisión me rendía a Uno, a su superioridad, a su autoridad, aunque, paradójicamente, al hacerlo me situaba por encima de ella como comprendí después de dejarla en su vivienda de siempre, donde seguía residiendo con su madre. Fue entonces, ya a solas con el chófer, camino a Espacio de Utopía, cuando hallé la respuesta a la pregunta que me había hecho a los pocos minutos de aceptar desaparecer para dedicarme exclusivamente a escribir sobre mi vida dejando Utopía y la X1 en manos de Uno: ¿cómo era posible saltar de la paranoia a la más completa calma? Un destello de luz desde el fondo de mi cerebro, como un faro en mitad de la noche, me orientó en el inmenso océano de la vida, de mi vida: Uno seguía siendo mi experimento, eso era; entregarle la llave del poder sería el ensayo definitivo. No había mayor prueba para la ambición que tener aquella llave en las manos. Si me la devolvía, su control sobre la Voluntad demostraría ser absoluto. Pero ¿me la devolvería o, por el contrario, el poder en estado puro también encontraría en ella un buen sustrato para extenderse en el espacio y en el tiempo como sucedía con nosotros, los antiguos? Como sucediera al ensayar en mi propio cuerpo la X1 y, con posterioridad, la X0, me estaba arriesgando a sufrir las consecuencias de un error en mi experimento, unas consecuencias, en este caso, incalculables: ¿qué sería de mí con un futuro infinito arrinconada en cualquier suburbio de una humanidad bajo la espada de Damocles de unos superiores tan imperfectos como nosotros, pero eternos y, acaso, inhumanos? ¿Habría merecido la pena una vida dedicada a la consagración de un error?

Una docena de años después de cerrar la puerta de la floristería, tras dejar Utopía en manos de Uno, mi ostracismo me animó a empezar una novela autobiográfica en una pequeña aldea situada en las montañas del norte, uno de los lugares más recónditos del estado, adónde me había recluido para dedicarme a escribir. La elección de aquel lugar había sido sencilla: allí vivía, Maniza, una anciana a la que quería conocer desde hacía tiempo. A la mañana siguiente de llegar a aquella remota y diminuta población fui a verla. La encontré justo en donde me indicaron, tomando el sol en el porche de su cabaña. En silencio, me agaché frente a ella. Inmóvil, más cerca del reino vegetal que del animal, su piel, como una corteza, canalizaba el tibio sol de invierno acentuando las infinitas arrugas de su rostro entre las que se distinguían dos minúsculos hoyuelos brillantes desde los que tal vez me estuviese mirando. A nuestro alrededor resplandecía el sol multiplicándose hasta el infinito en diminutos puntos de luz sobre la nieve que se apoderaba de los bosques en aquellas montañas de inviernos fríos pero amablemente soleados, a diferencia del resto del país. Como si aquella anciana irradiase partículas neutralizadoras de tiempo, los segundos se dilataron en minutos para mí, allí, bajo su radio de acción. Los espejos son extraños, mágicos; pueblan los cuentos, los mitos, las leyendas, las fábulas; a veces aparecen donde menos te lo esperas, frente a ti, para que veas a la vez lo que es y lo que no es; lo que fuiste, lo que serás, lo que pudiste ser, lo que no serás jamás, lo que deberías ser. Alguien dijo hola y el espejo que había aparecido ante mí se volatilizó sin dejar rastro. Maniza tenía ciento diecinueve años. Había nacido el mismo año que yo nací. «Hola», saludé yo alzando la vista al joven que acababa de salir de la cabaña de Maniza. Se presentó; él era Polas, el bisnieto de Maniza. Me presenté; yo era una escritora que venía en busca de inspiración. Nada, absolutamente nada me ligaba a mi verdadera identidad, ni nombre, ni chips, ni tarjetas, ni códigos, ni números, ni telecomunicaciones… Nada diría tampoco de los verdaderos motivos que me habían llevado hasta allí, ni de cómo me enteré de la existencia de su bisabuela muchos años antes, gracias a Lea quien, pocos años antes de morir, en uno de los escasos intercambios de palabras que manteníamos en nuestras vidas a contratiempo, me había informado de un show en el que reunían a las quince personas que ese año cumplían el siglo de vida, mi edad real en aquellos momentos. La curiosidad me había hecho seguirles la pista a todas aquellas personas. En el momento de dejar Utopía en manos de Uno aún vivía una de ellas, Maniza, y como siempre había estado tentada de ir a conocer a alguien con mi verdadera edad, pensé que sería un buen momento para hacerlo y, de paso, desaparecer de la escena pública hasta que Uno se hiciera con la situación. «Vienen de muy lejos a conocerla —me informó Polas—. Creo que a todos nos pasa…». «¿El qué?», quise saber. «Nos desborda el tiempo…, imaginar cómo era el mundo de mi bisabuela cuando era una niña, ese mundo tan primitivo, tan bárbaro, tan corrupto, el mundo anterior a la Gran Estafa». Asentí sonriendo, y mi sonrisa pareció despertar a Maniza cuyo rostro se agrietó para corresponderme con otra sonrisa al tiempo que me tendía ambas manos. «Maniza —se presentó al tomarle yo aquellas manos heladas por las que antaño surcara sangre de otra era—, cuánto tiempo sin vernos», añadió su voz arrugada pero sorprendentemente inteligible para mi corazón que se echó a galopar arrastrándome hacia el pasado, en busca de una Maniza que hubiese cruzado por mi vida. «No puedo entender ese mundo de mi bisabuela —siguió hablando Polas ajeno al comentario de Maniza—, ¿sabes que cualquiera podía ser político? Sí, sí, gente sin formación específica que se metía para tener acceso al dinero público, para tener influencias, para enriquecerse a costa del dinero de todos… Y lo peor, lo que menos comprendo, ¿sabes qué es? —preguntó sin intención de dejarme responder—. Lo peor es que los ciudadanos comprendían y disculpaban ese egoísmo absoluto. Se ve que no les importaba que a sus hijos les faltasen recursos para estudiar, o que la falta de personal debido al dinero que esos corruptos robaban hiciera que faltase personal sanitario y que ello diese lugar a largas listas de espera para intervenciones quirúrgicas, o que las empresas privadas tuviesen que cerrar porque el estado las devoraba con impuestos que terminaban cayendo en los bolsillos de los corruptos, y digo bolsillos porque sabes que existía el dinero físico, en papel, ¡y hasta en metal!, y que había transacciones económicas que no quedaban registradas, y que eran los mismos bancos quienes así lo querían porque así sus dueños y directivos dejaban de pagar impuestos llevando su dinero a lugares, a veces ciudades, a veces estados enteros, que llamaban jardines fiscales…». «Paraísos fiscales», corregí de forma refleja. «¡Ah, entiendes del tema! ¿Has estudiado historia?», quiso saber. «No, solamente me documento para mi novela», improvisé soltando las manos de Maniza, quien seguía mirándome asintiendo con la cabeza sin dejar de sonreír con aquella grieta que le sesgaba medio rostro. «Sí, mucho tiempo —pronunció la anciana con voz chillona—… Sigues igual», tembló su voz. «No le hagas caso, es una bromista —se burló Polas del comentario de su bisabuela—. Así que eres escritora». «Sí, eso es». «Pues tu nombre no me suena. ¿Qué obras has publicado?», quiso saber. «Ninguna». «Y, ¿de qué vives? ¿Te mantiene tu marido?», comentó con segundas. «No tengo pareja ni familia —le aclaré—. Hasta ahora he trabajado de limpiadora en casas particulares. Tuve un problema con unos clientes y me han tenido que indemnizar. Ahora viviré de rentas una buena temporada haciendo lo que siempre he soñado: escribir una novela», tuve que usar la coartada que tenía preparada mucho antes de lo que hubiese imaginado. «¿Qué pasó?», quiso saber Polas. «Acoso sexual —seguí deshojando mi coartada—… Prefiero no hablar de ese tema». «Claro, claro, lo entiendo, disculpa». «¿Siempre has vivido aquí?», pregunté a Maniza cambiando de tema y de interlocutor. «Está sorda —me hizo saber Polas—. Nació y vivió en la capital hasta los treinta años o así —respondió él por su bisabuela—. Ella es bióloga», me informó antes de explicarme que Maniza acabó en aquella aldea con su bisabuelo y su abuelo, un niño entonces, porque a ella la contrataron como bióloga responsable de aquel sector del parque natural, cargo que ahora ostentaba él, su bisnieto. Siendo bióloga pensé que Maniza podría haber participado en las entrevistas que Lea y yo llevamos a cabo, al principio de todo, al llegar a aquel país, cuando montamos Cirpunthueco, pero no recordaba su nombre, un nombre no muy usual, por otra parte, ni quedaban registros de los aspirantes rechazados en aquel lejano proceso de selección en donde pudiese consultar aquel dato; y su cara, bien, ¿qué podría quedar en mi memoria del rostro que yo pudiera ver noventa años atrás? Polvo. Podría ser que Maniza y yo hubiésemos estado sentadas una frente a la otra, jóvenes, y ahora nos reencontrásemos, o bien que me confundiese con vete a saber quién de los cientos de personas que puedes llegar a conocer en más de un siglo de vida. De ser cierto y poder expresarlo, a ella le pondrían la etiqueta de chocha como, de hecho, mi propia actitud lo demostraba al cuestionar si verdaderamente era cierto que Maniza me reconocía, mientras que la que me clavarían a mí si osaba contarlo sería la de loca. A menudo la verdad transcurre por rutas tan apartadas de los prejuicios humanos que es mejor no revelarla si no se la disfraza de ficción, exactamente como haría con el relato de mi vida, borrando cualquier pista que pudiera señalarme como la protagonista de la obra.

«Tu novela es una historia inverosímil», me dijo Polas, la única persona a quien se la dejé, el día que terminó de leérsela. Por aquel entonces hacía ya más de dos años que vivía allí, en la aldea de Maniza. Ella hacía nueve meses que había fallecido, mientras tomaba el fresco en el porche de su cabaña una calurosa tarde de verano. No estaba enferma. Murió así, de repente, como si se sumiera en un sueño para no despertar. Junto a ella estábamos Polas y yo, y no nos dimos cuenta hasta que su bisnieto se dirigió a ella para decirle por señas si ya quería entrar a casa. ¿Sería correcto decir que murió de vida? Resulta extraño, pero su muerte me hundió en una soledad de la que no conseguí salir en varios días. No sentí paz con su muerte, como les suele suceder a los familiares de muchos ancianos que por su estado de salud físico o mental acaban viviendo un infierno que puede prolongarse durante días, meses, o incluso años. Maniza disfrutaba de la vida. «¡Qué daría yo por tener ahora veinte años!», balbucía a veces con una sonrisa reorganizándole todas las arrugas de su rostro. Hay personas con veinte años que no pueden concebir vivir eternamente, y ancianos con más de un siglo que venderían su alma al diablo a cambio de una segunda vida prorrogable indefinidamente. No, vivir la eternidad no alberga complejidad mayor que vivir el día a día. Lo verdaderamente complejo es aceptar un día más cuando se carece de ilusión, de proyectos. No te engañes, si la aceptas es porque no te queda más remedio, pero la muerte es un error vital, no un acierto como pensaba Lea. Claro, que a veces me la imagino observándome desde otra dimensión, con su sonrisa seductora. «La vida no es más que una etapa de la existencia», pienso entonces como si Lea me hubiese transmitido esa idea desde el más allá, a lo que, inmediatamente, replico: «no, la vida es la existencia». Mi novela estaba poblada de esas reflexiones. Para Polas, inverosímil era el adjetivo que mejor definía mi novela. Estábamos en mi cabaña. Él acababa de venir para anunciarme que la había terminado. Justificó su dictamen alegando que la obra estaba plagada de tecnicismos poco creíbles y que en lo que respectaba al pasado debía repasar mi documentación pues ni siquiera para él, quien se definía como un apasionado de la historia, eran verosímiles muchas de las costumbres y hábitos de hacía un siglo. En cuanto al estilo, lo consideraba tosco, de principiante. «Me pediste sinceridad, ¿no?», me dijo después de ponerme multitud de ejemplos de los tres aspectos a los que refería su crítica: tecnicismos, documentación y estilo. Yo asentí. Sin esperar mi respuesta, Polas me dijo que no bastaba con que lo escrito fuera cierto, que además debía ser verosímil, y que para ello resultaba imprescindible tener claro a quién escribía la novela. «El potencial lector condiciona el contenido; y el potencial lector queda definido por su época y por su nivel cultural medio», me instruyó. ¡Qué enorme lección! He narrado en multitud de ocasiones la historia de mi vida, como ahora lo estoy haciendo contigo, y, gracias a aquellas antiguas y sabias palabras de Polas, cada vez la he adaptado a la credibilidad de la época para la que escribía, tanto en la forma como en el contenido, el cual siempre he limitado a lo imprescindible, no solamente en las cuestiones técnicas sino también en lo que respecta a sucesos verdaderos pero potencialmente inverosímiles. «Puede que tengas razón —le reconocí a Polas entonces—. ¿Vamos a dar un paseo?», le propuse.

Pasear con él, escribir, y, durante más de un año, visitar a Maniza, fueron las únicas ocupaciones en aquel hermoso lugar además de desconectar de la sociedad esquivando cualquier noticia o comentario del mundo del que había llegado, lo cual incluso me llevó a pedirle a Polas, quien acabaría siendo mi único vínculo allí con el exterior, que no me comentara ni una sola noticia de actualidad. Como biólogo responsable del parque natural, él recorría diariamente los senderos del bosque para llevar a cabo controles rutinarios a los que yo le acompañaba. Polas se enamoró de mí desde el principio, y desde el principio yo puse coto a su pasión. Él era muy guapo, tenía treinta y tres años cuando nos conocimos, un buen cuerpo que no dudaba en exhibirme íntegramente con la excusa de refrescarse en cualquiera de los múltiples lagos de aquellas montañas; era inteligente, culto y sensible. Cuando le conocí también tenía pareja, una chica de la aldea que trabajaba en la otra de las actividades de aquella población de menos de quinientas personas: el turismo. De hecho, la familia de aquella chica era la propietaria de las cabañas una de las cuales había alquilado yo indefinidamente. Escogí aquel alojamiento porque se trataba de cabañas aisladas en mitad del bosque, únicamente comunicadas por senderos transitables a pie, de modo que si no me paseaba por el centro de la aldea era casi imposible toparme con alguien conocido que, casualmente, hubiese venido a pasar unos días desde la capital. La chica tenía veinticinco años cuando yo llegué allí y, de hecho, fue ella quien se estuvo encargando de la limpieza de mi cabaña hasta el día que Polas la dejó diciéndole claramente que se había enamorado de mí. Eso sucedió a las dos semanas de mi llegada. Por mi parte, yo apreciaba a Polas, reconocía sus virtudes, físicas e intelectuales, y seguramente habría caído rendida a sus pies en mi primera vida, pero la inmortalidad llevaba en su esencia un sabio efecto ¿indeseable?: la inapetencia sexual. Tenía constancia de ello desde los primeros años de uso de la X1. En el interrogatorio de rutina al que sometíamos a los beneficiarios de la X1 antes de administrarles la siguiente dosis únicamente destacaba la falta de apetito sexual. En lo profesional, aquella cuestión no me preocupó por dos motivos: primero, porque el porcentaje era relativamente bajo, con lo que la relación causa efecto no era concluyente y, segundo, porque, curiosamente, aquella cuestión sobre la vida sexual que se incluía en el interrogatorio como un indicador de calidad de vida no resultó tener una valoración negativa por parte de los beneficiarios de la X1 que la sufrían; al contrario, esa inapetencia les parecía liberadora, aunque había un detalle significativo que abría una puerta a la interpretación de ese hecho: el cien por cien de aquellas personas que manifestaban esa falta de apetito sexual no tenía pareja o bien esa inapetencia había aparecido después de dejar de tener pareja. En lo personal, aquella cuestión tampoco me preocupó pues ni a mí ni a Lea nos sucedía. Con los años, el porcentaje de beneficiarios de la X1 con apatía sexual fue subiendo, pero se mantenía la valoración positiva de esta circunstancia, y se confirmaba la clara relación entre el hecho de no tener pareja y la inapetencia sexual. Con el tiempo se confirmó la hipótesis que se desprendía de aquella información: la X1 provocaba la desaparición del apetito sexual, pero aquel era un efecto que no se manifestaba hasta que dejaba de practicarse sexo con regularidad; es decir, tras meses de inactividad sexual, el cuerpo asumía como inoperante esa facultad y la desactivaba definitivamente, una desactivación que en todos los casos iba ligada a una sensación de liberación que algunos individuos llegaban a considerar como un don o una virtud que les hacía superiores al resto de las personas. Las comparaciones de los beneficiarios de la X1 sobre ese tema eran muy variopintas: «es como desengancharse de una droga», «es como no necesitar ir a cagar y a mear», «es como si viera la vida con muchos más matices; ahora no orbito alrededor del sexo como un estúpido satélite», «es como dejar un trabajo y descubrir entonces que nunca te ha gustado»… Lo más curioso de todo es que yo no llegué a ser consciente de mi inapetencia sexual desde que Lea y yo abandonamos la vida de pareja a pesar de ser plenamente consciente de aquel efecto, y eso que habían transcurrido muchos años. Era como cuando mi madre me empezó a hablar de la regla antes de que me viniera; lo tenía muy claro, pero ¿qué tenía eso que ver conmigo? Nunca me extrañó no volver a sentir atracción por una mujer, no en vano yo seguía sin considerarme lesbiana a pesar de haber pasado media vida unida a Lea. Con los hombres, simplemente pensaba que no me apetecía liarme con ellos porque no me atraían, y en ningún momento se me ocurrió plantearme que tal vez no me atrajeran porque el apetito sexual se había desintegrado en mí. Mi posición de poder y mi vida entregada a Utopía hicieron el resto. Yo generaba respeto; no, respeto no: temor, de modo que ningún hombre se atrevió a insinuárseme hasta que conocí a Polas. Por supuesto, allí, en la aldea, yo era otra. Las circunstancias y el lugar me habían desnudado de mi aureola de poder, y supongo que por ello Polas saltó a por mí una tarde, sentados sobre uno de los pocos troncos sin nieve en mitad del bosque. Acababa de confesarme que había dejado a su novia porque estaba enamorado de mí, y tras sus palabras sus labios buscaron los míos, y los míos una negación al tiempo que le giraba la cara saltando del tronco como una adolescente asustada ante su primer beso. «¿No te gusto?», quiso saber Polas, herido por mi desprecio. Mi reacción me dejó helada, incapaz de contestar a su pregunta ni a las que yo misma me estaba haciendo en milésimas de segundo para confirmar la veracidad sobre mi sexualidad que se me acababa de revelar como un relámpago: ¿desde cuándo no lo haces, desde cuándo no te atrae un hombre, desde cuándo no piensas en sexo, desde cuándo no te masturbas, desde cuándo no tienes un sueño erótico, desde cuándo no desnudas a un tío con el pensamiento…? «Soy lesbiana», le dije sin pensar, haciendo gala de la misma inteligencia intuitiva que había hecho de mí un animal de estado. Me habían acorralado, había huido a aquella aldea para lamerme las heridas pero, sin lugar a dudas, el animal seguía en mí. Dos palabras y problema resuelto. Máxima eficacia. Polas lo comprendió, me pidió disculpas y no lo intentó nunca más, aunque tampoco se privó de mostrar su cuerpo escultural completamente desnudo e incluso con erecciones cuando se bañaba en los lagos. «Es por si te convenzo», ¿bromeaba? A pesar de mi frontal rechazo, Polas siguió enamorado de mí. Él decía que cuanto más inasequible estaba el agua, más sed tenía él. Yo le llegué a apreciar muchísimo, y lo cierto es que ese aprecio hizo que le diera más de una vuelta a aquella acuática metáfora, especialmente cuando sentía que reprimía su pasión hacia mí. Ya había comprobado que la razón no era la mejor consejera, y mi intuición me decía que no tocase aquel asunto, que su frustración era cosa suya y nada que yo hiciera al respecto mejoraría la situación, pero uno de aquellos días de verano, de mi primer verano allí, en los que él se bañaba desnudo en uno de los lagos, al verle salir del agua con una erección que apuntaba al cielo pensé acercarle el agua para que se le pasara la sed para siempre. «Veo que sufres», bromeé con su erección. «Cosas que pasan», contestó él. «¿Quieres que te ayude con ese sufrimiento?», le pregunté. Él, que en ese momento empezaba a vestirse, dejó la ropa en el suelo y se acercó a mí tan nervioso que el pene se desplomó noventa grados señalándome entonces como una brújula busca el norte. Yo estaba sentada en una piedra, vestida, pues para mi gusto el agua estaba demasiado fría para bañarse, de modo que, al aproximarse, su glande quedó delante de mi boca, mirándome como un cíclope. Pensé chupársela para así rebajarme del altar en el que Polas me había puesto, pero al tomarle el pene con la mano derecha me sentí tremendamente ridícula. Su tacto y su peso me recordaron cierto embutido. Traté de evitar aquel pensamiento y pasé a las hortalizas. Se la solté reprimiéndome la risa. Me puse en pie. «Lo siento, es superior a mí, es que es un órgano tan ridículo…», estallé a reír. «¿Te estabas esforzando?», me preguntó enfadado. Yo asentí con la cabeza. «¿Por qué?». «Porque me das lástima». Mi respuesta le ofendió tanto que no vino a verme en una semana, momento a partir del cual me dejó bien claro que si no le deseaba, no hiciera tonterías.

Deseo. Respecto a la sexualidad, ese término aparecía amputado. Al igual que el resto de beneficiarios de la X1 en aquellos momentos, mi inmortalidad era incompatible con el sexo, algo que, analizándolo, yo también percibí como una liberación y no como una desgracia. A diferencia de los inmortales antiguos, los superiores podían disfrutar del sexo. Aquella era una peculiaridad de la que Uno me había puesto al corriente al principio de conocerla. Para ella el sexo era una cuestión de querer o no querer. Por poner un ejemplo, Uno habría podido imponerse mantener relaciones sexuales con Polas el día que yo lo intenté; se habría llegado a excitar y habría gozado como una loca de ese acto. A diferencia de los mortales y de los inmortales antiguos, los superiores decidían cuándo y con quién follar, y no era el deseo carnal lo que les arrastraba al acto sino el amor en su dimensión caritativa hacia el antiguo que les cortejaba y por quien ellos sentían simpatía o aprecio. Naturalmente, la esterilidad de los superiores era algo que yo había determinado por razones demográficas obvias, pero la extirpación del apetito sexual en los inmortales antiguos, esa improvisación de la naturaleza daba cuenta de un virtuosismo escalofriante. A raíz de la constatación de mi inapetencia sexual y la causalidad de dicha inapetencia, mi pensamiento se adentró en los territorios de la metafísica con una clara idea: la vida, la vida en términos absolutos, contemplada como una independización de la materia, tenía una finalidad. Fue en aquella época cuando Utopía empezó a virar en mi pensamiento hacia horizontes más amplios aún ignorando la posibilidad de que yo ya no fuese nadie en aquel proyecto del que nada sabía desde hacía más de medio año, pues ni Uno había contactado conmigo para ponerme al día, ni yo había hecho nada para tener noticias de lo que sucedía más allá de las montañas, refugiada en mis paseos con Polas, en mi escritura y en mis visitas a Maniza. Al despedirme de Uno, la única persona que sabía adónde me dirigiría, solamente me dijo que procuraría informarme cada año. Pero pasó el primer año y nada supe de lo que sucedía en las sombras de la capital. Pasó el segundo, e igual. Pasó el tercero, y lo mismo. Incapaz de reconocerme que Uno era tan o más ambiciosa que cualquiera de los antiguos que habían poblado el planeta a lo largo de la historia de la humanidad, yo hundía la cabeza en la reescritura de mi novela para no pensar en el fracaso que suponía el silencio de Uno.

Quince años, cinco meses y tres días después de cerrar la puerta de la floristería, tras casi tres años y medio en las montañas, regresaba de pasear con Polas cuando vi a dos militares delante de mi cabaña. Sin dudarlo un segundo huí al interior del bosque. Recuerdo el sonido de mi jadeo, las ramas arañándome la piel, golpeándome la cara y las piernas; recuerdo los gritos apagados de Polas, los pasos de mis perseguidores, cada vez más cerca, un pelotón entero persiguiéndome parecían y no dos hombres; recuerdo mi corazón golpeándome el pecho; recuerdo el pánico cuando tuve que parar porque me cerraba el paso un precipicio de unos veinte metros de altura en cuyo fondo había un lago, y la frustración al volverme para enfrentarme a los dos militares que me acorralaban a menos de diez metros. Recuerdo que no pensé. Cogí carrerilla y salté al lago. Recuerdo mis brazos y mis piernas intentando asirse al aire en mi caída libre; la indescriptible angustia del vacío que nunca se acababa, que nunca se acababa…