Intentó Gabriel descansar tendiéndose en el suelo de la mazmorra. Pasó un buen rato con los ojos cerrados, escuchando. El silencio estaba a la vuelta de la esquina, intimidante, un paso más allá de la respiración de Zoé; junto con su propia respiración, los únicos sonidos en aquella prisión en la que ni el tiempo parecía poder escapar. Aquella respiración, síntoma inequívoco de vida, le invitó a comparar la supuesta divinidad de Zoé con uno de esos asombrosos trucos de magia que cuando se explican hacen que uno se sienta estúpido por no haberse dado cuenta de su irritante simplicidad. La idea relajó a Gabriel quien a partir de ese momento empezó a dirigirse a Zoé con mayor distensión.
—¿Qué crees que estarán haciendo ahora esa gente que te ha interrogado? —le preguntó sorprendiéndose por el tono amistoso que acababa de usar, un tono que acaso no había vuelto a usar desde antes de la muerte de Andrea, desde antes de enloquecer a ojos de los demás.
—Tienen miles de preguntas que hacerme: cómo creé el mundo, por qué no puedo hacer milagros, qué pintan mis antepasadas, por qué soy una mujer, cuándo supe quién era… Pero no me las harán —dijo Zoé—. ¿Sabes por qué? Porque temen que la respuesta contradiga sus prejuicios, sus dogmas. Sin dogmas no son nada. De modo que en lugar de acordar qué me van a preguntar, ahora mismo estarán discutiendo si nos matan o no. Discutiendo qué hacer conmigo. Pueden pasarse días.
—Claro —rio Gabriel—. No pueden llevarte a un programa de televisión y decir: hey, aquí está dios, ¡es una tía, y hasta ha hecho de puta!
—¿Te lo imaginas? —se apuntó Zoé a la sátira—. Yo ahí, con cara de buena, saludando con la mano antes de que corten para dar anuncios.
—Seguro que el primer anuncio es de colonia.
—¡El aroma de dios!
Gabriel estalló en sonoras carcajadas que retumbaron por la mazmorra.
—Y luego de un de…, de…, detergente —dijo Gabriel sobreponiéndose a la risa.
—Blancura divina, ¡pregúntele a su vecina! —parodió Zoé.
—Ay, qué bueno —dijo Gabriel.
Con ese comentario, como si de un punto de inflexión se tratase, la risa transitó hasta el llanto sin que apenas se percibiese el cambio.
—Ah, el humor, cómo lo echaré de menos —anunció Zoé mientras se producía el inapreciable trance de Gabriel.
Sintió este último que algo se rompía en lo más profundo de su existencia. La risa le había liberado del estado mental que le había mantenido bloqueado desde que matara a su mujer embarazada. Era como si una luz, hiriente a causa de la larga oscuridad, de repente le inundara por dentro.
—¿Te sientes bien? —preguntó Zoé cuando la risa ya había mutado a llanto sin disimulo.
Recuerdo, pensó Gabriel llorando, ahora recuerdo. Recordaba de pronto por qué Andrea se había dejado matar. Lo recordaba pero el sentimiento no le dejaba hablar, sólo llorar.
—Desfógate Gabriel, te entiendo —dijo Zoé—. Muchas emociones en muy poco tiempo.
Al cabo de unos minutos, cuando el llanto cesó, Gabriel no se atrevió a decirle lo que acababa de recordar sobre la muerte de Andrea. Temía, sin duda, que se riese de él o, mejor dicho, de Andrea.
—¿Estás mejor ya? —preguntó Zoé.
—Sí, pero me estoy meando.
Alzó la voz Zoé pidiendo que les dejaran ir a mear. Al cabo de pocos minutos, la puerta se abrió. Bajo el umbral, el mismo hombre que antes les había encapuchado, dejó un orinal blanco con un rollo de papel higiénico en su interior, y dos cajitas a su lado. Se echó atrás y cerró la puerta. Se apresuró Gabriel en orinar sujetando el orinal con una mano mientras Zoé abría una de las cajitas.
—Un sándwich y una botella de agua —dijo—, qué generosos. Pásame el orinal cuando acabes.
Cuando acabó, Gabriel fue a por su cajita.
—Aquí te dejo esto —informó a Zoé que fue hacia allí.
Dios meando, pensó reprimiéndose la risa al escuchar el chorrillo.
—¿Qué, te hace gracia? —recriminó ella medio en broma—. Pues como nos dejen aquí muchas horas te vas a partir de la risa. Mejor me calle lo que me dieron de comer en el avión. Ya verás qué sorpresa. ¡Te vas a enterar del aroma de dios!
Ambos rieron de buena gana durante bastante rato mientras comían el frugal tentempié. Luego, como boxeadores tras sonar la campana, regresaron a sus esquinas oscuras, y en ellas, al silencio.
—Había olvidado reír —reconoció Gabriel antes de apoyarse en la pared.
Al cabo de un rato se escuchó un crujido escalofriante en el exterior. Segundos más tarde se abría la puerta de la mazmorra. Creyó Gabriel ver una especie de espectro en el exterior, una especie de cristalización momentánea del aire que al instante había vuelto a desaparecer, una suerte de espejismo que, se dijo, sin duda debía emanar de su mente enclaustrada, de sus ojos desacostumbrados a la luz. En el suelo, el hombre que les había puesto las capuchas, aparecía con los ojos abiertos y la lengua fuera, muerto, sin lugar a dudas. Se escuchó una voz de hombre que parecía provenir del umbral de la puerta. Fue una corta frase en un idioma extraño que no pudo Gabriel asociar a ninguna zona geográfica.
Alucinógenos en el agua, pensó Gabriel.
—Ya han decidido matarme. Síguenos —ordenó Zoé a Gabriel quien, estupefacto, se levantó—. Escuchadme bien, ahora me voy —dijo Zoé dirigiéndose al techo de la mazmorra—. Vosotros ya habéis condenado este mundo, ya os lo dije. Así que si el mundo tiene una oportunidad pasa por que dejéis en paz a Gabriel durante el resto de sus días —amenazó.
Dicho esto, Zoé tiró del brazo a Gabriel apremiándole a salir. Torcieron a la izquierda. Corrieron a través de un pasillo de piedra mal iluminado, Gabriel detrás de Zoé. Mientras corrían, Gabriel creyó ver de nuevo esa especie de espectro o cristalización del aire, delante de Zoé, como si ella lo siguiera o, incluso, como si tirase de su mano igual que ella tiraba de la suya. Subiendo por una escalera de piedra toparon con otro vigilante que, dando el alto desenfundó y les apuntó desde un tramo de escaleras más arriba. Zoé, quedándose inmóvil, le dijo que no disparara.
—¡Manos arriba y contra la pared! —ordenó el vigilante con autoridad, dominando la situación.
Fue lo único que le dio tiempo a ordenar a aquel desgraciado. Un segundo después su arma se le escapaba de las manos, su cuerpo se revolvía como un juguete y, con un crujido, se desplomaba arrastrándose escaleras abajo hasta topar con la pared.
—Vamos —dijo con fuerte acento extranjero la voz masculina que antes se había escuchado en el umbral de la mazmorra.
—Vamos —repitió Zoé, como un eco.
Continuaron subiendo. Se escuchó el resonar de voces, órdenes, y pasos apresurados por todas partes. Al final de la escalera se abrió una puerta. Continuaron corriendo por un pasillo distinto al que habían dejado atrás, suelo de mármol, lámparas antiguas en el techo de madera, y grandes cuadros enmarcados en las paredes. Apareció al final del pasillo, arma en mano, otro vigilante. De nuevo Zoé se detuvo obligando a Gabriel a hacer lo mismo. Al comprobar la reacción del vigilante comprendió Gabriel que no alucinaba, que aquella especie de espectro delante de Zoé no era producto de su imaginación. La trayectoria del arma del vigilante cambió apuntando al espectro intermitente. El vigilante empezó a disparar con cara de terror. El sonido del metal resonó tras caer a plomo contra el mármol. Menos de cinco metros les separaban del vigilante que, de repente, mientras seguía disparando al vacío, perdió el arma. Al momento, su cuerpo giró como un títere enloquecido para terminar desplomándose en el suelo. Siguieron corriendo. El pasillo se abría a una sala grande con idéntica decoración. Parecía aquello una pinacoteca. En mitad de la sala había un rosetón multicolor muy grande frente al que se detuvieron. Volvió a escucharse la voz del umbral de la mazmorra, la voz de la nada, dando una orden en un idioma desconocido.
—Síguenos —dijo Zoé.
Al cabo de unos instantes, la vidriera estalló. Al momento, Zoé saltó a través de ella. Gabriel, sin pensárselo dos veces, la siguió a ciegas. Sintió Gabriel el vacío en la oscuridad, el frío, un latigazo de ramas y hojas, y un fuerte golpe contra el agua que, voraz, le engulló en un estruendo burbujeante. Al emerger a la oscuridad únicamente iluminada por la luz que se filtraba a través de la cristalera que acababan de hacer añicos, sintiendo algas u hojas en las manos, Gabriel llamó a Zoé al tiempo que se esforzaba en no hundirse, pues no hacía pie.
—Aquí —escuchó su voz jadeante.
Antes de preguntar dónde, una mano ya palpaba su brazo. Vio la silueta de su cabeza envuelta en el vaho de su aliento. Miró atrás. En mitad de un oscuro edificio que parecía salir del agua aparecía la vidriera rota iluminando tímidamente la noche. Ni una luz más.
—Vamos.
Era el vamos masculino de fuerte acento extranjero, hasta ahora de origen incierto que, cuando Gabriel volvió a mirar, por fin parecía tener dueño: otra cabeza, más alejada que la de Zoé, que se alejaba nadando en dirección opuesta al edificio. Zoé nadó tras la cabeza, y Gabriel tras Zoé. El agua estaba fría. Pocas brazadas más adelante vio Gabriel una zódiac. Se escuchó arrancar el motor. Le pareció ver subir a Zoé. Alguien la ayudaba. Al llegar él, dos pares de brazos le ayudaron también. Ya a bordo, la zódiac se puso en movimiento. Zoé le dio una manta; ella se tapaba con otra. Un hombre pilotaba. Llevaba puestas unas gafas parecidas a las que había visto en los mercenarios del helicóptero. Sin duda eran de visión nocturna pues con la luz de las pocas estrellas que salpicaban el firmamento apenas se veía a más de dos metros. Aquel viaje en zódiac fue tan breve que apenas tuvo Gabriel tiempo para observar aquel hombre de unos cuarenta años, muy alto, barba de varios días y pelo corto cuyo cuerpo de atleta se apreciaba incluso bajo una especie de traje de neopreno con calzado incluido, una finísima segunda piel, toda negra, de la que colgaba una capucha que la velocidad hacía ondear con violencia. Detuvieron la embarcación en una playa de aquel lago bordeado de árboles. Allí quedó la embarcación. Corrieron Zoé y Gabriel detrás del hombre hasta llegar a un camino de tierra en el que había aparcada una furgoneta negra. Abrió el hombre las puertas traseras del vehículo y de allí extrajo una prenda de ropa arrugada. Zoé se acercó y ambos se abrazaron breves segundos. Separándose con una sonrisa en la cara, él le dijo algo a ella, y ella le respondió algo en su idioma antes de decir:
—Tres, intentemos hablar el idioma de Gabriel.
El hombre, acercándose a Gabriel, quien se había quedado parado contemplando la escena, le saludó:
—Soy Tres, perdona mi mal tu idioma —dijo con un tono de voz tan serio que apenas podía correlacionárselo con las disculpas—. Cero es verdad. Mejor hablo tu idioma.
Salvo un detalle, Gabriel captó el sentido de la frase.
—Tres —dijo extrañado—. Yo soy Gabriel, encantado —respondió estrechando la mano que Tres le tendía—. ¿Qué significa que cero es verdad? —preguntó con verdadera curiosidad.
—Cero soy yo —aclaró Zoé quitándose la ropa mojada—. Ha querido decir que tengo razón, que debe hablar tu idioma aunque le cueste.
—¿Te llamas Cero?
—Me llaman Cero —contestó Zoé, ya desnuda, secándose con una toalla.
Tres entregó una toalla a Gabriel, ropa seca y calzado.
—¿Cómo quieres que te llame? —preguntó Gabriel a Zoé renunciando a hacer cualquier comentario sobre la numérica cuestión de sus nombres.
—Zoé está bien.
—Marchar tenemos —apremió Tres.
Mientras Gabriel se desnudaba vio a Zoé enfundarse en una prenda idéntica a la que llevaba Tres. Sobre ella, Zoé se puso unos tejanos, un jersey de jogging y un abrigo quedando a la vista de aquella prenda negra tan sólo el calzado. A diferencia del resto de la ropa, el calzado, unas zapatillas deportivas, se lo había puesto Zoé antes que la prenda negra quedándose bajo aquel tejido negro que se había adaptado a la forma de las zapatillas con mayor perfección que unas medias. ¿Ropa técnica militar de última generación? Ni que vinieran del futuro, pensó Gabriel. Tejanos, camiseta térmica negra, jersey verde oscuro, calcetines, zapatillas deportivas y abrigo verde militar.
—Vaya, hacía mucho tiempo que no vestía tan bien —bromeó Gabriel cerrando la cremallera del abrigo.
—Tú irás detrás —dijo Zoé esperando a que Gabriel entrase en la furgoneta para cerrarle desde fuera—. El viaje será largo. Dentro tienes una nevera portátil con comida y bebida. No te preocupes.
—¿Adónde vamos? —quiso saber Gabriel.
—A presentarte al doctor Fausto, ¿te acuerdas?
—Ah, ya —recordó Gabriel subiendo a la furgoneta más por la presión de Zoé que por propia voluntad—. Vaya, así que iba en serio. Bien —dijo con un pellizco en el estómago obligándose a recordar los esqueletos de aquel lugar fantasmagórico que su memoria empezaba a guardar en el cajón del recuerdo de las pesadillas. Si van a demostrarme que ese tipo es quien dicen que es, bien, pensó.
—Aprovecha para dormir, tenemos más de quince horas de coche hasta el aeropuerto.
—¿Adónde vamos?
—Por tu seguridad, mejor no lo sepas —respondió Zoé.
—Ah —aceptó Gabriel.
Con dos golpes secos, la parte trasera de la furgoneta quedó cerrada. No tenía asientos ni ventanas, ni siquiera podía ver la cabina del conductor. Varias mantas en el suelo y una nevera portátil era lo único que allí había. El vehículo arrancó el motor y, al punto, empezó a moverse. Esto es tan raro, se dijo Gabriel. Por un momento pensó que el doctor Fausto era Tres y que, en verdad, iban a matarle para extraerle los órganos. Come y descansa, se dijo tratando de apaciguar su imaginación, qué tonterías piensas. No logró hacerlo hasta que cayó dormido. Demasiadas preguntas, demasiados vacíos que se concentraron en una reivindicación en cuanto Zoé le despertó anunciándole que ya habían llegado al aeropuerto.
—Quiero saber adónde vamos —exigió Gabriel incorporándose en la furgoneta. Se frotó los ojos. Bostezó. El corazón se le había disparado. Temía la reacción de Zoé y de Tres. Temía que su exigencia mostrase otra cara, una cara no tan amable de aquellas dos personas. Sólo una de las puertas posteriores estaba abierta. A pesar de que Zoé casi tapaba por completo la visión, estaba claro que estaban en un aparcamiento cubierto. Tenía en sus manos un pequeño neceser. Sus dedos sujetaban la cremallera, a punto de abrirlo—. Quiero saberlo y quiero saber dónde nos habían encerrado.
—Esa decisión es tuya. No te la discutiremos. Pero antes de tomarla me gustaría que escucharas nuestras razones para recomendarte no conocer esa información.
—Adelante, di.
—No vamos al tercer mundo. Fausto actúa en importantes ciudades, lugares civilizados, cultos, lugares que figuran en las primeras posiciones del ranking de calidad de vida y de renta per cápita. Cuando veas lo que vas a ver con tus propios ojos, querrás denunciarlo. Dirás: «ahí, ahí pasa eso». Pero nadie te creerá. Te tomarán por loco. No lo podrás demostrar, todo está muy bien ligado. No que pase lo que pasa en un lugar oculto. No. Eso puede pasar en cualquier lugar, desgraciadamente. Lo que nadie podrá creer es la red que permite que Fausto haga lo que hace, porque esa red implica altos estamentos de la sociedad. ¿Cómo se van a creer que su estado perfecto, que sus intachables instituciones tienen tremendas fisuras que permiten verdaderas atrocidades? Estamos hablando de ciudadanos que leen a Platón, que van a la ópera, que lloran escuchando a Wagner y viajan a las principales pinacotecas del mundo. A pesar de sus quejas, de sus ínfimas carencias, creen que su mundo es perfecto y no aceptarán nunca que un desgraciado les diga lo contrario. No lo aceptarían ni de la persona con más carisma y más importancia del mundo.
Gabriel asintió.
—Pero vamos a un aeropuerto, ¿no? Y de allí iremos a algún lado para encontrar al doctor Fausto, ¿verdad? —interrogó con tono incrédulo—. Qué vais a hacer, ¿ponerme una capucha?
Abrió el neceser Zoé. Extrajo un colirio y un diminuto reproductor de música con unos auriculares. Se veían unas gafas de sol en su interior.
—Durante unas horas estarías ciego y sordo. Después solamente verás aparcamientos subterráneos, una habitación en un sótano y, a su debido momento, el lugar donde actúa Fausto. Como ves, tú eres quien decide si quieres o no quieres saber.
—Lo siento. Quiero saber —respondió Gabriel.
Zoé bajó la vista. Apareció Tres a sus espaldas con un pasaporte en la mano. Ella devolvió el colirio y el reproductor de música al neceser. Cerró la cremallera.
—Bien, pero te aconsejo que nunca desveles los lugares a los que te hemos conducido —recomendó Zoé—. No quiere red —se dirigió a Tres en clave.
—Seguiré tu consejo —dijo Gabriel.
—Entonces, lo lleve él mismo —intervino Tres tendiéndole el pasaporte a Gabriel.
A continuación Zoé mencionó tres importantes ciudades refiriéndose al pasado, al presente y al futuro. No se sorprendió demasiado Gabriel. Ahora sabía dónde habían estado encerrados, en qué aeropuerto estaban en aquel momento y hacia qué ciudad se dirigían para encontrar al doctor Fausto. Tampoco hay para tanto, pensó Gabriel abriendo el pasaporte que le había dado Tres; obviamente no podía ni imaginarse qué es lo que se iba a encontrar en la ciudad de destino.
—Es mi pasaporte actualizado, ¿de dónde lo habéis sacado?