V001 es el código que le dimos a la muestra de Lea, tomada personalmente por mí al comienzo de la primera fase de Utopía; la primera muestra que estudiaría el perfil genético de la Voluntad en referencia al control de la vanidad. Como sabía a ciencia cierta sin necesidad de estudios genéticos, Lea tenía completamente subyugada la soberbia, el engreimiento, la altivez tan propia de quienes ostentan el poder sin estar capacitados para ello, y, naturalmente, ese poder sobre la vanidad se reflejó en los resultados del perfil genético de su Voluntad. Era Uno la heredera artificial de esos genes que no sabían de soberbia, pero eso no pude comprobarlo en un primer momento, pues era imposible discernir esa virtud en la humildad de la vida que llevaba en aquellos momentos. Con las cenizas de Lea en una cajita me dirigí a la floristería en donde Uno me había dicho que trabajaba. Poco habíamos hablado en nuestro primer encuentro dos días atrás. No eran habituales para mí las visitas no programadas, así que cuando aquella mañana mi secretario me anunció en persona que una señora insistía en verme, le dije lo habitual, que tomase nota para otro día. «Dice que te diga su nombre, que tú entenderás», me contestó él desde la entrada de mi despacho. «¿Cómo se llama?», me picó la curiosidad. «Wada», respondió. Al escuchar aquel nombre que tan sólo había escuchado en una ocasión, hacía ya casi cuarenta años, comprendí al instante que se trataba de Uno, y sentí la aguda emoción del descubrimiento que desata el ¡eureka! irreprimible. A los pocos minutos entraba Uno a mi despacho, yo la saludaba, ella se sorprendía agradablemente por el nombre con el que me dirigía a ella, y me negaba la identidad de la persona que la había dirigido hacia mí.
«Así que tú eres la creadora de mi alma», me arrinconó a continuación, con voz amigable pero sin contemplaciones, analizándome con la mirada como si escanease cada poro de mi rostro. Ya hacía muchos años que yo estaba acostumbrada al nerviosismo que mi estatus generaba en las personas que me acababan de conocer, de modo que si hasta decir aquel comentario ya me había fascinado la tranquilidad, la soltura, la seguridad de Uno ante mi presencia, imagínate cómo me quedé con aquella osadía metafísica. Estaba claro que yo aún no estaba acostumbrada al trato con los humanos superiores.
«¿De tu alma?», fue lo que alcancé a balbucir tras el chispazo generado en mi mente a causa del cortocircuito entre las formas y el contenido de su pregunta. «¿Acaso no la tengo? ¿Acaso el alma sólo es producto de las imperfecciones, de los vicios…, una negación, una resistencia a ellos?», me abordó sin perder la compostura, sin alzar ni acelerar el tono de su voz, un tono tranquilo, amigable, un tono de reflexión, no de reproche, que contrastaba con el peso de su mirada rastreadora. «En verdad no me importa si tengo o no tengo alma. Será que no la necesito, ¿no crees? —hizo un amago de invitación a su monólogo—. Bien, sólo quería que me conocieras. Sentía curiosidad por observar tu reacción al verme. Ahora ya te he visto. Gracias por tu tiempo. Tengo que entrar a trabajar. Adiós», se despidió volviéndose hacia la puerta de mi despacho ante mi absoluto desconcierto. «U…, Uno, me gustaría verte otro día», acerté a decir. Necesitaba saber qué conocía de su propia existencia. Sin dejar de caminar hacia la puerta, se giró para decirme la dirección de la floristería en la que trabajaba como si citase a un alumno a una tutoría.
Con las cenizas de Lea bajo el brazo, llegué a media mañana a la floristería en mitad de una intensa nevada. Rodeadas por el omnipresente gris tembloroso, las cálidas luces del local en el que Uno trabajaba sugerían un oasis de verano en mitad del desierto del invierno. Al entrar, un anciano nos salió al paso para preguntarnos a mi escolta y a mí que qué deseábamos. Pregunté por Uno refiriéndome a ella como Wada, claro. Me señaló al fondo del estrecho y alargado local en el que, salvo nosotros cuatro, nadie más parecía haber. Pedí a mi escolta que esperase a la entrada y me dirigí hacia Uno. Ella estaba arrodillada, trabajando la tierra de una planta. No observé que me viese llegar, pero, sin apartar la vista de su trabajo, sonrió como si se hubiese percatado de mi presencia. Al llegar me acuclillé junto a ella, y, tras saludarla, me apresuré a informarle de quién eran los restos que llevaba en la caja. «Veo que ya sabes que fue esa anciana quien me dirigió hasta ti», comentó perspicaz sin dejar de remover la tierra. «Ya ha muerto —se dijo para sí—. Vaya, sabía que iba en serio con eso que me dijo de que ya podía morir tranquila si tú me conocías, pero no imaginé que tuviera tanta prisa. ¿Se suicidó?». Negué con la cabeza. «Como imaginaba. Verdaderamente excepcional». «¿El qué?». «Ella». «No sabes hasta qué punto», aseguré. Uno dejó de trabajar la tierra para mirarme. Sus ojos zigzaguearon por mi rostro breves segundos antes de regresar a la tierra. «¿Quieres que pase a formar parte de esta planta?», me preguntó señalando con la cabeza la tierra que volvía a remover. «¿Vive mucho?». Uno negó con la cabeza. «Florecerá en primavera. Una hermosísima y solitaria flor que se marchitará en dos o tres días. Un par de días más tarde toda ella se habrá secado. En la tierra quedará un bulbo que no volverá a brotar hasta que quiera». «¿Hasta que quiera?», me extrañé. «Sí, pueden pasar treinta años o volver a brotar a los quince días. Lo mágico de esta planta es que no han logrado determinar las condiciones exactas que la hacen brotar. Temperatura, humedad, horas de insolación, nutrientes… Han hecho todas las combinaciones posibles y no aciertan. Como mucho brota uno de cada doscientos bulbos sembrado…, a pesar de mantenerlos en las mismas condiciones». «Fascinante —me dije—. Lea hubiese preferido que sus restos terminasen en el mar, pero de haber conocido esta planta seguro que habría cambiado de opinión. ¿Puedo echar sus cenizas ahora mismo?». Uno asintió apartando sus manos de la tierra. «Venga», me invitó. Abrí la caja. Al ver el polvo ceniciento retornó a mí la última imagen organizada que horas atrás había retenido de aquella materia antes de cerrar la ventanilla de la incineradora: la sonrisa luminosa de Lea, por supuesto. Recordé también la desconcertante sensación de que estaba viendo algo que estaba destinada a volver a ver, de que no sería entonces la última vez que viera aquella sonrisa. «Quiero que trabajes conmigo», le pedí a Uno sin pensármelo mientras echaba los restos de Lea en el tiesto. Fue en aquel preciso momento cuando la mujer de estado se transformó en animal de estado. Ni se me había ocurrido pensarlo, la propuesta de que trabajara para mí me salió así, de improviso. Uno me miró muy concentrada, como un predador al acecho. «¿En qué consiste ese trabajo?». «En tomar decisiones que afectan a millones de personas». «Acepto —me contestó devolviendo su mirada al tiesto para mezclar las cenizas de Lea con la tierra—. Acepto siempre y cuando pueda seguir con mis plantas», puntualizó. «No te preocupes, solamente te necesitaré a mi lado en las reuniones de Los Trece. Las decisiones que tomamos suelen ser de vital trascendencia pero el ambiente es muy constructivo. De no ser por los temas que tratamos podría decirse que es una reunión de viejos amigos», habló mi subconsciente saltándose la habitual moderación de la lógica por segunda vez en menos de un minuto. ¡Qué estás haciendo!, se manifestó mi razón, inusualmente apartada del timón. Mi súbito silencio meditabundo hizo reaccionar a Uno. «¿Estás segura de lo que acabas de proponerme? Puedes echarte atrás, lo entenderé», acertó a decir volviéndome a mirar de esa forma que empezaba a resultarme familiar. Tardé unos segundos más en salir de mi silencio, sorprendida no por mi improvisada propuesta a pesar de no conocer su formación, su experiencia ni sus aptitudes para semejante cargo que acababa de asignarle: miembro del Consejo de Utopía; ni tampoco por su aceptación. Lo que verdaderamente me sorprendía era la deslumbrante certeza de sentir que Uno iba a serme de infinita utilidad, sin rastro de argumento lógico que apoyara mi decisión. El animal de estado sabía que era la persona que necesitaba a mi lado. La pregunta que acababa de hacerme Uno y mi correspondiente respuesta fueron la perfecta rúbrica del contrato que acabábamos de firmar: «Estoy demasiado segura de lo que acabo de proponerte. No voy a echarme atrás, claro que no». Desde aquel momento mi instinto tomó el timón de las decisiones importantes, y mi razón no osó rechistar ante semejante exhibición de seguridad, ni siquiera cuando a lo largo de los siguientes minutos supe de su pobre experiencia y formación.
Contrastaba la excepcionalidad de aquella criatura con la sencillez de su vida hasta la fecha. Cursó estudios hasta la edad mínima para trabajar, momento en que sus padres la colocaron en la floristería. Desde entonces, ininterrumpidamente, seguía trabajando en la floristería. Punto. Ni la brillantez de sus resultados académicos la salvaron de tener que trabajar para ayudar a la economía familiar, pues su padre, víctima de una extraña enfermedad degenerativa, perdió su empleo cuando ella tenía cinco años, y el sueldo de su madre apenas llegaba para sobrevivir. Bien, lo de salvarse de tener que trabajar es una expresión mía, pues ella no vivió el paso del colegio al trabajo como un trauma. «Me gustaba el colegio —me explicó podando un arbusto—. Me gustaba el trabajo en la floristería. Me gustaba ver el alivio económico en la distensión de la expresión de mi madre. Y ese alivio en mi madre enterraba la frustración y la amargura perpetua de mi padre». Esa frase sintetizaba su personalidad y, como intuí aquella misma mañana y corroboraría años después, la de todos los humanos superiores. Disfrutar, saborear todo aquello que cae en tus manos; anteponer lo positivo a lo negativo, lo hermoso a lo feo; descubrir el matiz en lo que a nuestros ojos es homogéneo; no aburrirse, desconocer lo que es la rutina; ser capaces de percibir la existencia desde infinitos ángulos… En apenas una hora constaté el éxito de la segunda fase de Utopía. Los resultados acerca del control de la Voluntad eran impresionantes; Uno era la prueba.
Siguiendo el patrón de prioridades vitales de los antiguos, igual de plana que su currículo en cuanto a su formación resultaba su vida amorosa y social. Lógicamente, no había encontrado una pareja que estuviera a su altura. Sabía estar sola. Y sabía estar sola tanto física como mentalmente. Por mucho que todas sus amigas se hubiesen ido emparejando, incluso sin entenderse con sus respectivas parejas, o por mucho que ya todas ellas fuesen madres, ella no se había sentido empujada a saltar a la corriente por miedo a ser diferente. Su elitismo en las relaciones le había proporcionado desde pequeña mucho tiempo libre que había dedicado a leer. Como superior, su curiosidad no tenía límites. Entender, contrastar, cuestionar, buscar, analizar, reflexionar…, sin finalidad práctica, sin diplomas, sin títulos, sin certificados; aprender por el simple hecho de aprender. Por descontado, a los ojos de los demás Uno siempre había sido un bicho raro, incluso para sus padres. Aunque su padre murió solamente cuatro años después de que ella dejase los estudios, de modo que no tuvo mucho tiempo para reprocharle que no tuviera amigas, ni que los novios no le durasen más de dos semanas, ni que no saliese a divertirse…, de eso se encargó su madre, con la cual aún vivía.
En la llanura de su vida, de repente, hacía tres días había aparecido una anciana preguntando por ella. «¿Quieres saber quién eres?», me dijo Uno que le había preguntado la anciana allí mismo, en la floristería. «Y así conocí a Lea —me desveló Uno invitándome a seguirla extendiendo su brazo derecho—, y mi singularidad genética, y tu dirección —dijo cogiendo la planta en la que habíamos enterrado las cenizas de Lea—. Toma, es tuya —me entregó la maceta. Le di las gracias—. Y así conocí también cómo acceder a ti», terminó de explicarme dirigiéndose hacia la puerta. Era ya la hora de comer y le apetecía hacerlo a solas, según me dijo. «¿Te molesta?», me preguntó. «¿Que me eches?», respondí. «Sí». «Me sorprende», puntualicé. «Y, ¿te gustan las sorpresas?». «Solamente si son buenas». «Y, ¿esta cómo es?», siguió interrogándome mientras me abría la puerta. Sus ojos preguntaban más que sus palabras. «Dentro de diez días nos reuniremos Los Trece —introduje—. Será buena si me acompañas a ella». «¿A qué hora?». «Empezamos después de comer y nunca duran menos de cuatro o cinco horas», contesté. «Pediré el día libre —me anunció—. ¿Trataréis sobre alguna cuestión en especial, debo documentarme?». Iba a decirle que no se preocupara, que viniera solamente a escuchar y al final de la sesión, ya a solas, me diera su opinión, pero decidí ponerla sobre aviso de una cuestión de crucial importancia que amenazaba nuestra hegemonía mundial, una cuestión que debíamos discutir en la reunión. «¿Te importa si el día antes me paso y hablamos un rato de un tema bastante delicado?», le pedí. «De acuerdo. Pásate a la misma hora que hoy». Durante todas las horas que llevábamos hablando yo había mantenido amordazada mi principal inquietud respecto a Uno. Hasta hacía unos minutos, la conversación no me había ofrecido ninguna ocasión para desembuchar la pregunta que le tenía reservada, o tal vez no terminaba de estar segura de si era oportuno tocar un asunto tan delicado. Y ahora que ella entraba en un terreno apropiado para salir de dudas, me invitaba a dejarla a solas con su comida. Al fin, al sentir el frío en mi cara, cuando ella ya cerraba la puerta, me escuché preguntando lo que tanto me inquietaba: «¿Sabes que eres inmortal?». Uno dejó de tirar de la puerta. «El otro día, cuando la anciana…, cuando Lea me lo dijo —me reveló—, tuve la matemática sensación de encajar con mi vida. Entendí por qué nunca me había preocupado la vejez, ni la muerte…, no más que el sueño. Ni siquiera me inquietan los accidentes. Es como tratar de asustar a un ciego apagándole la luz. La anciana sólo puso nombre a una sensación incuestionable que siempre había tenido —terminó de explicarme volviendo a tirar de la puerta—. Adiós», se despidió antes de cerrar del todo. Ningún antiguo habría podido encajar aquella información con la naturalidad con la que Uno lo había hecho sin plantearse cómo aquel conocimiento cambiaría su existencia. Lo que Lea había dado a conocer a Uno habría sido suficiente para que en la llanura de su vida apareciese de repente todo un sistema montañoso que superar. Sin embargo, los días de aquella inmortal innata seguían planos, sin euforia, sin desazón. Para mí, la inmortalidad era una prueba. Para Uno no. «Fascinante», me dije caminando sobre la nieve hacia mi vehículo cuya puerta ya me mantenía abierta mi guardaespaldas.
Sin que un solo día dejara de pensar en Uno como un niño piensa en un juguete nuevo del que ha sido privado por un castigo, nueve días después volvíamos a saludarnos en la floristería. «¿Y bien?», entró en faena sin mayores prolegómenos que un hola subrayado por una leve sonrisa y un chequeo visual de mi cara. La imagen que durante aquellos días me había ido formando de ella en base a los dos anteriores encuentros se encendió con aquellas dos palabras. Dos palabras mansas y una mirada implacable, y la persona más poderosa del planeta deviene discípulo de aquel maestro de sonrisas comprensivas, gestos hipnotizantes y voz amable. «Hace meses que me advierten de un complot contra mí —empecé a contar. Quien me había advertido de este grave hecho era mi nuevo puente, una mujer de mediana edad que su predecesor, el hombre de confianza de Lea, ya envejecido, me había presentado como su sustituto hacía ya cuatro años—. Según mi informador, lo único que les impide eliminarme es algo sobre lo que solamente yo tengo control». Por supuesto, me refería a la X1, la cual a aquellas alturas ya no era tan importante como fuente de financiación sino como herramienta de control sobre las teclas del poder de los estados corporativizados más importantes. Probablemente, los conspiradores eran esas personas a quienes yo les concedía el privilegio de la eterna juventud mediante dosis que desde hacía muchos años únicamente se administraban en secreto y bajo implacables medidas de seguridad en nuestras instalaciones en Espacio de Utopía, pues el reparto a domicilio había quedado atrás a los pocos años de iniciar la comercialización de la X1. «Pero sé que ya hace años que buscan por sus propios medios eso que me otorga el poder —continué diciéndole a Uno, quien me miraba extremadamente concentrada—. Hasta ahora hemos neutralizado toda aproximación a mi fuente de poder —no me pareció conveniente precisarle los métodos de boicoteo, chantaje, extorsión y asesinato empleados—. Pero hace meses que mi informador me ha comunicado que están perfilando un plan para secuestrarme. Quieren sustraerme bajo tortura lo que no consiguen investigando. Hasta ahora no he dicho nada de esto a Los Trece, pero en mi último encuentro con mi informador, hace dos semanas, me comunicó que se había dado luz verde a mi secuestro. Los Trece saben cuál es nuestra fuente de poder, aunque por razones de seguridad, de la de ellos —puntualicé sin complejos—, de la de mi fuente de poder y, principalmente, de la mía propia, quedan al margen de todo lo relacionado con esta fuente de poder…, bueno de todo menos del beneficio de sus ventajas —desvelé. Como un imán, la información escapaba de mí atraída por el magnetismo de Uno, por su semblante diligente y su actitud desinteresada. Consciente de que ya estaba contando más de lo que tenía planeado contarle aquel día, me entregué plenamente—. Esto es absurdo —reconocí—. Te voy a decir qué es la fuente de mi poder… La fuente de mi poder es la eternidad envasada en un pequeño vial. X1 se llama el tratamiento que en la actualidad estoy administrando a menos de un centenar de personas estratégicamente elegidas por todo el mundo —Uno relajó su gesto concentrado en una sonrisa complacida—. ¿No me crees?». «Por supuesto que sí. Es que siempre he pensado que Eternos, aquella vieja película, bueno, y la novela, claro, no era ficción», dijo. Eternos era la película basada en la novela homónima en la que habíamos tratado como ficción la realidad que estaba aconteciendo a la sombra de la humanidad: la X1 y su comercialización. La historia de un tratamiento médico que convertía en inmortales a las personas capaces de pagarlo pasó de aquel modo al territorio de las leyendas urbanas manchando de inverosimilitud, de sensacionalismo barato cualquier información verídica sobre personas que no envejecían. Desde ese momento no hubo particular, empresa u organismo que se aventurase a jugarse su reputación, su credibilidad, con aquel tema. Me sorprendió que Uno conociese la obra pues hacía más de sesenta años tanto de la publicación de la novela como del estreno de la película. Cumplida su función, el libro había acabado en la fosa común de los best seller, mientras que la película, gracias a su calidad técnica, había corrido mejor suerte quedando enterrada en filmotecas solamente aptas para cinéfilos. «¿Ves películas antiguas?», pregunté. «Diariamente», respondió. «¿Te gusta el cine?». «Intento entenderlo —contestó antes de recuperar el hilo de nuestra conversación—. Así que quieren secuestrarte para conseguir la, digamos, composición de ese tratamiento, ¿es eso?». «Simplificando, sí —confirmé—. Nunca había tenido una amenaza tan cierta sobre mí. Mañana tengo previsto anunciarles a Los Trece esta situación para tomar medidas al respecto». «No se te ve preocupada», comentó Uno. Inexplicablemente, no sentía ningún temor al borde de aquel abismo al que se asomaba mi persona, mi proyecto y el nuevo orden del mundo. «No lo estoy», aseguré impresionada por el eco indestructible de mi voz. «¿Tu informador, ese puente, es de fiar?», quiso saber. «Al cien por cien», contesté. «¿Por qué tienes que contarles esto a Los Trece?». «Si mi tranquilidad es infundada, el orden del mundo cambiará con mi secuestro y ellos serán los primeros en sufrir sus consecuencias. Deben prepararse para detener una revolución que podría ser imparable». «¿Por qué motivo crees que esta vez van en serio?», siguió interrogándome. «O la ambición les corroe las entrañas, o lo tienen muy estudiado. Ambas cosas me preocupan», le dije. «¿Podría ser que el hecho de tenerlo muy estudiado les haya abierto la ambición?», preguntó Uno. «Podría ser», admití. «En cualquier caso, para tenerlo muy estudiado deberían tener cómplices importantes, ¿no?», sugirió. «Mi informador me ha dado nombres, cargos, pero ninguno de ellos tiene información suficiente para llegar a mí». «Y, ¿quién tiene esa información?». Guardé silencio. Esa pregunta llevaba a una respuesta a la que me costaba enfrentarme. Por descontado, aquella posibilidad ya la había barajado con anterioridad pero las consecuencias eran tan graves si me equivocaba que me la había quitado de la cabeza automáticamente aduciendo que mi puente nada había dicho al respecto. «De tener algún indicio de esto, mi informador me lo habría dicho… —dije antes de contemplar ese hecho desde otra perspectiva—. Claro que, si ni ella lo sabe es que lo tienen mucho mejor preparado de lo que nos hemos imaginado, y eso solo puede ser porque… —pensé en voz alta—. ¿Adónde quieres que te pase a recoger mañana? —pregunté a Uno disponiéndome súbitamente para marcharme. Tenía que conseguir hablar con mi informadora aquel mismo día, antes de la reunión de Los Trece, para corroborar la deducción a la que acababa de llegar—. No —corregí antes de que Uno abriera la boca—, me temo que tendremos que extremar las medidas de seguridad. No te podremos ir a buscar. Vendrás tú sola».
Al día siguiente, a la hora convenida, mi secretario me anunciaba que Uno esperaba en la antesala de mi despacho. El día anterior había conseguido reunirme con mi informadora a última hora de la noche, y ella me había confirmado lo que me temía. Corroborando mi opinión, mi informadora me sugirió que de confirmarse mis sospechas, el cáncer del complot para secuestrarme estaba muy muy avanzado, y que tal vez era cuestión de días que actuasen, pero que de equivocarme podría perder el control de Utopía. En lugar de invitar a pasar a Uno, salí a recibirla para dirigirnos directamente a la sala en donde nos reuníamos Los Trece. De camino le resumí la reunión con mi informadora y nuestras conclusiones, expresando abiertamente la deducción a la que, despertada por sus preguntas, yo misma había llegado el día anterior. Pasados dos controles de seguridad, Uno y yo subimos al ascensor de uso exclusivo para los miembros del Consejo de Utopía. De los trece pulsadores que había en la pared del ascensor, ya once aparecían iluminados de color azul turquesa. Ello significaba que el resto de miembros ya nos aguardaban. Invité a Uno a que pulsara cualquiera de los dos círculos que quedaban por iluminar, y ella lo hizo. El círculo parpadeó brevemente en color naranja y luego se quedó de color verde turquesa, como el resto. «Acaba de reconocerte como miembro de Los Trece», anuncié. A continuación, yo presioné el que quedaba por iluminar y este cambió directamente de color, sin parpadear. «¿Siempre eres la última?», preguntó por deducción. «No, de hecho prefiero ver cómo van llegando los demás». Dicho esto, ambas guardamos silencio mientras descendíamos hasta los cincuenta metros bajo tierra en donde se ubicaba la sala de reuniones del Consejo de Utopía. Esperaba una pregunta por parte de ella: qué quieres que haga, no sé, cualquier comentario, pero al sentir que el ascensor frenaba y Uno no decía nada, fui yo la que me dirigí a ella: «tú tranquila, improvisaremos». Como inmortal, nunca había estado tan acorralada como lo estaba en el momento en que las puertas del ascensor se abrieron. Más allá de sus puertas, once personas nos aguardaban sentadas a lo largo de la única grada de mármol azul que rodeaba el perímetro circular de aquella sala exclusivamente construida con el mismo material de la grada. Con unos cinco metros de diámetro y no más de dos de alto, la sala no era apta para claustrofóbicos a pesar de la sensación de abertura que pudiera proporcionar la iluminación cenital que en toda la superficie del techo imitaba a la perfección una noche estrellada. No sabía qué iba a decir ni cómo, pero al pasar del ascensor a la noche artificial que siempre presidía nuestras reuniones supe con certeza que iba a salir de aquella trampa. Un pensamiento absurdo, infantil, irracional sustentaba aquella certeza: tenía a Uno a mi lado. Fe se llama a ese sentimiento, ¿verdad? Y lo más inexplicable de todo era el silencio, la paz que había en mi mente por más que aporrease las puertas de la lógica para tomar conciencia de la locura que iba a cometer enfrentándome a pecho descubierto a la más compleja situación que me había tenido que enfrentar como líder absoluta de Utopía y, por añadidura, del mundo. Con la entereza con la que una niña se enfrenta a sus enemigas de la mano de su papá, yo presenté a Uno a Los Trece ante la sorpresa de todos por la recuperación del treceavo miembro del Consejo, pues veníamos siendo doce desde que Lea nos abandonara veinte años atrás. «Buenas noches», bromeó ella, para mi sorpresa. Supongo que me había formado el prejuicio de que carecía de sentido del humor, tal vez por lo monótono de su vida, o por sus modos, a veces secos, y me alegró especialmente comprobar que estaba equivocada. Como era de esperar, pues el ambiente entre nosotros era siempre excelente, todos sonrieron el comentario. Tras hacer las presentaciones invité a Uno a sentarse. Yo permanecí de pie. Aquellas once personas estaban allí porque eran incuestionablemente excepcionales, y lo eran en muchos ámbitos, desde el conocimiento hasta la capacidad de comunicación pasando, por descontado, por su calidad humana. De ellos, diez seguíamos en el grupo desde el principio. Aparte del caso de Lea, solamente dos miembros habían sido sustituidos; uno por propia renuncia debido a problemas familiares a los dos años de entrar en el Consejo, y otro porque renunció a la inmortalidad desde un principio y había fallecido hacía ahora casi cuarenta años. Debido a la experiencia, a la inteligencia, pero sobretodo al grado de amistad que nos unía a aquellas doce personas, yo era plenamente consciente de que fuera lo que fuera lo que estaba a punto de decir sonaría como el rechinar de una tiza en mitad de la interpretación de una orquesta sinfónica. «A ver… Están a punto de secuestrarme porque alguien de esta sala me ha traicionado». Así me salió, a bocajarro. Un silencio denso como resina antediluviana resbaló sobre la escena recordando variables menos deseables de la eternidad. Insectos en el ámbar, así debimos sentirnos los doce antiguos en su seno, petrificados; ellos, por no saber qué decir, y yo por no saber cómo continuar. Lenta, muy lentamente, breves movimientos oculares deshicieron la amenaza amarilla. Empezaba así un baile de miradas que primero se lanzaban contra mí para, inmediatamente, esparcirse por la sala como una carambola. En un momento dado, el peso de las miradas cambió de posición, y así descubrí que Uno se había puesto en pie devolviendo al presente aquella representación para decantarla irremisiblemente hacia la tragedia. Sin hacer comentario alguno se dirigió hacia la posición de Oldamin, economista, historiador y, desde hacía un par de años, teólogo. Uno se agachó para decirle algo al oído a aquel hombre inteligente, amable y bondadoso de cincuenta años aparentes, y después volvió a sentarse en el mismo lugar de donde se había levantado. Tras la intervención de Uno, Oldamin se quedó petrificado, con la mirada perdida en el azul veteado del suelo. «Tienes razón, no lo he hecho por ambición —se dirigió Oldamin a Uno—. Te he traicionado —prosiguió dirigiéndose ya a mí—…, te he traicionado porque estás llevando a la humanidad a su perdición. Te he traicionado porque desde que Lea delegó en ti, todo ha ido a peor. Te estás volviendo implacable. Vamos hacia el peor de los autoritarismos que haya habido nunca. Y ante los autoritarismos sólo vale la revolución. A veces es necesario dar un paso atrás para corregir el rumbo cuando uno va a perderse. Prefiero la sucia ambición de quienes buscan tu caída antes que la sociedad aséptica hacia la que nos dirigimos. La asepsia no es humana».
De haber hecho una lista de posibles sospechosos, Oldamin habría sido el último, pero ni la sorpresa ni la alta estima que tenía por aquel hombre a quien consideraba como un auténtico sabio, me detuvieron. «Oldamin, quiero nombres», exigí. Él negó con la cabeza mirándome fijamente a los ojos. «¿Prefieres sufrir los métodos que tus compinches iban a aplicar conmigo?», amenacé. «Prefiero la libertad de la muerte a la dictadura de tu vida». «¿De qué maldita dictadura me estás hablando?», le pregunté alzando la voz. «Cada vez privas más al individuo de la posibilidad de elegir. No quieres que nadie decida lo que tú crees saber. ¿Quieres ejemplos…? Qué te parece la democracia piramidal, o el implante anticonceptivo obligatorio… O más cercanos, de ahora mismo… Sin ir más lejos y sin ánimo de ofender, has escogido a esta mujer, Uno, como miembro del Consejo sin contar con nosotros. Tienes esa potestad, por supuesto, pero ¿no habría sido más correcto tomar una decisión tan importante entre todos?». «Necesitaba a una persona que me ayudase a salir de la peor trampa a la que estaba a punto de enfrentarme yo y, por extensión, Utopía. Necesitaba desentramar este complot…, ¿me he equivocado con ella, Oldamin?». Oldamin guardó silencio antes de rebatir mi argumento. «No existiría este complot, esta sed de revolución, si tú no te comportases como un agujero negro de poder», aseguró. «Falso —exclamé—. La revolución solamente busca el poder para quienes la organizan, no la libertad de la sociedad, no te engañes; la ambición es su motor, no la libertad, y a ti te han utilizado aprovechándose de tus principios morales, de tu bondad. Los cerebros de este complot solamente quieren el poder, y lo quieren para ejercerlo según sus principios, y, no lo dudes, Oldamin, no hay principios más elevados que los míos», sentencié. Mi frase debió sonar como un trueno pues todos bajaron la vista al suelo. Amenazaba de nuevo el silencio ámbar que atajé reiterando mi exigencia a Oldamin: «y ahora, dame esos nombres o prepárate para el dolor que me esperaba a mí». «El dolor me hará libre», escogió Oldamin.
Pero Oldamin era un teórico. Veinte minutos de interrogatorio le bastaron a nuestros servicios secretos para conseguir una lista con once personas implicadas dentro de nuestro estado, y siete fuera, en el extranjero, tres de ellos presidentes de sus respectivos países: estados corporativizados; naciones amigas, por lo tanto.
Mientras regresaba a mi despacho tras interrumpir la sesión de Los Trece, yo ya sabía que aquel hombre de firmes ideales se desmoronaría en cuanto comprobase la corporeidad del dolor sobre el que tan sencillo era filosofar. «¿Cómo has sabido que él era el traidor?», fue lo primero que tuve que preguntarle a Uno tan pronto estuvimos a solas. «El cuerpo no miente. Me costó toda mi infancia entender que yo era la única que comprendía ese lenguaje cristalino. Nadie me enseñó. El rostro es un libro abierto…, las manos, los hombros, los brazos, las piernas, el cuello… ¿Cómo es posible que no lo veáis, estáis ciegos? Cuando veo que la palabra dice todo lo contrario que el cuerpo, y la gente acepta la palabra pienso que o bien sois estúpidos o bien os dejáis engañar». Aquella revelación me hizo comprender de pronto la peculiar forma de mirarte que tenía Uno. Recordé entonces cierto comentario que Tanos y Lea hicieron sobre mentirnos a nosotros mismos el día que regresé de mi primer viaje iniciático, el que me llevó a matar y enterrar a mi madre. «Seguramente al nacer todos tenemos la facultad de leer la verdad en el cuerpo, pero en la infancia aprendemos a autoengañarnos —le dije a Uno a partir de aquella vieja idea—, y llega un día en que se nos atrofia ese sentido. Aunque, no es de extrañar. Si tuviéramos que enfadarnos con todo aquel que nos miente o que no es sincero con nosotros, viviríamos solos. Sabes que alguien no te dice la verdad, a menudo para no ofenderte, o para protegerte, y ahí mismo tú empiezas a mentirle, pues no le dices “eh, que me estás engañando, habla claro”. Desde niños aprendemos a aceptar la mentira como parte de las relaciones. La mentira es, sencillamente, un lubricante social imprescindible, Uno», reflexioné pensando en la influencia que la Voluntad tenía sobre la mentira. Convencida de que Uno no albergaba ninguna duda respecto a su capacidad de leer el lenguaje corporal, a punto estuve de reprimirme preguntarle si estaba segura de la fiabilidad de su don, pero, al fin, entrando ya a mi despacho, se lo pregunté. «Estoy tan segura como tú de que no hay principios más elevados que los tuyos», me respondió. «Entonces no hay ninguna duda», aseguré. «Bien, pero ¿crees que el resto de miembros del Consejo de Utopía opina lo mismo respecto a la superioridad de tus principios?», me planteó. «Tú qué opinas», quise saber. «En menor o mayor grado, tu seguridad les asusta». «¿Eso dicen sus cuerpos?». «A gritos», contestó. «Pues el miedo es muy mal consejero —pensé en voz alta—. Entre Los Trece, ¿hay alguien más implicado?», me sorprendí de no haberle preguntado aquello antes a Uno. «Sabes perfectamente que no», me contestó. «¿Lo dice mi cuerpo?». «Sabes perfectamente que sí». Cuando te has pasado tanto tiempo preguntándole a tu razón como se le pregunta a un padre, es complejo seguir tu intuición sin acordarte de la paternal lógica que sabes que ya no necesitas. «¿Qué opinas de lo que ha dicho Oldamin?», continué interrogando a Uno invitándola a sentarse en una butaca situada frente a la mía. «Aunque yo no sea la persona más indicada para preguntártelo: ¿hablas con la gente de la calle?, ¿escuchas sus problemas, sus inquietudes, sus deseos?», me preguntó. Eché la vista atrás y no conseguí recordar cuál fue la última vez que salí a pasear, o a comprar, o a comer fuera. Los recuerdos de aquellas actividades se remontaban a Lea, a la Lea que fue mi pareja, de modo que por lo menos hacía dos décadas que el pulso de la sociedad, tanto de la nuestra como la del resto de estados amigos y otras regiones del planeta, me llegaba única y exclusivamente por dos vías: las reuniones del Consejo y algunos comentarios de mi puente. Las quejas o manifestaciones de descontento social que ellos pudieron transmitirme se centraban en cuestiones más ideológicas que materiales, de modo que nunca les di demasiada importancia. En nuestro estado y en el resto de estados amigos, la gente tenía perfectamente cubiertas las necesidades laborales, sanitarias, educacionales y lúdicas. Por descontado, las regiones no corporativizadas del planeta no existían en el horizonte de las amenazas. «Puede que lleve demasiado tiempo viviendo en una burbuja —reconocí—. No tengo amigos, ni familia, como podrás imaginarte. Las…, llamémoslas inquietudes sociales, me las transmiten personas de un estatus social muy muy alto, de modo que creo que ni ellos se las toman muy en serio, y, puede que, erróneamente, esa es la impresión que me queda, que son inquietudes superficiales. Ya sabes, esas personas son mi informador y los miembros del Consejo. El personal de Utopía con el que me relaciono también vive muy bien, y las personas de mi servicio personal también, de modo que ellos no tienen queja…». «O puede que te teman», me interrumpió Uno. «A ver, ponme un ejemplo de insatisfacción que justifique una revolución como la que aducía Oldamin». «A ver, por ejemplo, por ejemplo…, de lo que él ha dicho —meditó—… Ya sé. De adolescente, tendría yo doce o trece años, mi madre se echó las manos a la cabeza con la democracia piramidal que se instauró. Recuerdo que me hablaba mucho sobre el tema. Bien, más que hablar, despotricaba esgrimiendo más y más argumentos en contra. Lo que hoy te ha dicho ese hombre me ha recordado un poco a la percepción que mi madre tenía de esa medida. Ese sería un ejemplo, sí», me dijo Uno.
La democracia piramidal era un concepto teórico de Lea que yo decidí poner en marcha contra su opinión. Creo que Lea no lo hubiera hecho y que no se opuso con mayor firmeza porque quería verme actuar como mujer de estado aunque fuera para equivocarme. Para Lea, la democracia como sistema político fracasaba en una cuestión esencial: al final los votantes no escogen la candidatura más preparada, sino el líder más carismático, aunque su proyecto sea desastroso. Las campañas electorales se habían acabado convirtiendo en bombardeos estadísticos de intención de voto y descrédito personal de los candidatos en lugar de un espacio temporal para exponer programas, ideologías, principios, proyectos y medidas de actuación. La mayoría, solía decir Lea exagerando la pronunciación de esa palabra con gesto sarcástico, no tiene conocimientos sobre aspectos elementales para el futuro bienestar de su nación; ni de los éticamente admisibles, como economía o legislación, ni, por descontado, de los éticamente inadmisibles, como tratos comerciales con dictadores sanguinarios, acuerdos con terroristas o indulgencia con el crimen organizado, es decir, lo que todos los estados hacen. En política las cosas nunca son sencillas, pero la mayoría bosteza de aburrimiento ante un programa electoral serio, impecable, visionario, si tiene que leerse dos páginas, mientras que se enardece con un candidato que insulte a su contrincante por tener una amante, ser feo o tener mal gusto para vestir. Para Lea, en un futuro, cuando las sociedades estuvieran preparadas económica, psicológica y tecnológicamente, la democracia universal tendría que dejar paso a lo que ella llamaba democracia piramidal con la misma naturalidad con la que en su día se aceptó que la mujer votase. En ese nuevo modelo democrático las personas escogerían a sus gestores por áreas de conocimiento. A un ministro de una área determinada solamente lo podrían escoger por votación personas cuyos conocimientos o experiencia acreditados estuvieran relacionados con el cargo a escoger y, de ese modo, pudiesen juzgar su programa y su actuación con unos conocimientos esenciales que garantizasen la racionalidad de esa elección. Este sistema, además, restaba importancia a la cabeza visible de los gobiernos, al presidente, a quien únicamente escogerían los ministros, al revés que en la democracia tradicional, convirtiéndose en un cargo con funciones de relaciones públicas y comunicación, sin capacidad de toma de decisiones como hasta ahora sucedía. Al presidente se le debía escoger principalmente por su capacidad de mediación y comunicación. «Poner en manos de una sola persona tanto poder es algo destinado a los libros de historia —me había llegado a decir Lea en una ocasión—. En un futuro no muy lejano, la democracia como ahora la entendemos resultará tan inverosímil como ahora se nos antojan escandalosamente absurdas las monarquías con su estúpido principio hereditario. Vivimos en la prehistoria política, pero no estoy completamente segura de que este sea el momento apropiado para semejante cambio», me había dicho Lea. En aquel momento yo le argumenté a Lea que económica y tecnológicamente estábamos preparados, y que el factor mental, la madurez social, sería algo que nunca podríamos saber si estaba o no a punto hasta que lo pusiéramos a prueba. Aún alegando que sería mejor esperar una o dos décadas para ir preparando el terreno, Lea no me quitó la razón, y entonces yo le planteé la instauración de la democracia piramidal de forma progresiva. Los Trece estaban de acuerdo en que este sería un sistema más eficaz y lógico, pero que su complejidad asustaría a la gente. «Infravaloráis a la gente», les reprendí. Gracias a mi entusiasmo y al voto de confianza de Lea, aquel día acordamos diseñar un plan de introducción de la democracia piramidal en nuestro estado. Después de más de un año trabajando intensamente en ello vio la luz un primer proyecto con el que nos preparamos para instaurar la democracia del futuro. La clave de aquel proyecto estaba en conseguir que el ciudadano comprendiese que su papel sería mayor, que su opinión ganaría peso con el nuevo sistema, minimizando el hecho de que la democracia piramidal anularía su opinión en muchísimos aspectos; para contrarrestar esto se maximizaba el hecho de que su, o sus votos, pasarían a formar parte de una élite en la que muchos otros ciudadanos quedarían marginados. Ahí dimos en el clavo. Como esperábamos, por miedo a la novedad, la gente se escandalizó cuando se hicieron públicos los planes del gobierno de cambiar la normativa electoral vigente. Estábamos preparados. Una batería publicitaria bombardeó todo el estado durante semanas y semanas. Entre las muchas acciones de marketing destacaba un mensaje a cada uno de los ciudadanos en el que se le detallaba el número de votos que le correspondería con el nuevo sistema según la formación y experiencia laboral que le constaba a la administración. A un noventa y dos por ciento de la población le correspondía más de cinco votos. Aquello gustó a la gente. Incluso a las personas sin estudios superiores y con experiencia laboral únicamente en empleos no cualificados le sorprendió gratamente ver que le iban a corresponder tres votos, el mínimo, los votos para ministerios genéricos. El tono de los debates, los artículos y las manifestaciones cambió radicalmente después de difundir aquella información. También gustó la profesionalización de la política. Se establecerían una formación y una experiencia de campo muy estricta para cualquiera que aspirase a tener un papel de relevancia dentro de la política. Se acabaron así los arribistas. Quien quisiera ser político debería sudar tinta y sangre. Aquello también gustó, ¡y mucho! Otra medida bien recibida por su lógica fue la posibilidad de que, completando un breve cuestionario para acreditar conocimientos en áreas en las que no se dispusiera de formación reglada o experiencia registrada, cualquiera pudiera votar para un ministerio que no le correspondía por experiencia o formación. Así, en teoría, todo el mundo podía acceder al máximo número de votos si demostraba los conocimientos pertinentes en esa área. Nadie encontró argumentos para contradecir el concepto de valor relativo del voto: el voto de quien no votase en unas elecciones iría perdiendo valor; diez centésimas por cada voto no emitido. Podía votarse en blanco, eso no penalizaría, pero en la democracia piramidal se penalizaría a quien no votase. Por supuesto, esa penalización de diez centésimas de voto sería reversible, pues se iría recuperando el valor de un voto cuando se votase después de haber sido sancionado, a razón de diez centésimas por consulta electoral hasta recuperar la unidad original. Una medida que costó más vender fue la flexibilidad de los mandatos: dependiendo del porcentaje de votos conseguido por un ministro, este permanecería más o menos tiempo en el cargo; en esta flexibilidad se contemplaba también que si un candidato era reelegido, su mandato también se prolongaría. La finalidad de esa flexibilidad era dar estabilidad y visión de futuro a los proyectos, algo que con la democracia universal era impensable, pues los proyectos se limitaban al plazo de un mandato. Como el anterior, otro punto complejo por su dinamismo fue el principio de revisión de los criterios de voto. Pretendíamos así afinar el sistema, restar poder de decisión a quien no tuviese conocimientos y sumarlo a quien lo tuviese. Ello suponía que a los ciudadanos se les notificaría el número de votos de que disponían antes de cada consulta electoral; es decir, tener cuatro votos en una consulta no implicaba tenerlos en la siguiente. Para que este punto no generase desconfianza se fijó como mínimo la cantidad de tres votos y que de una consulta a la siguiente no podría perderse más de un voto. Para acabar de convencer a la sociedad se estableció como medida general que la implantación de este sistema sería gradual y que al cabo de diez años se haría un referéndum para decidir si se seguía con el nuevo sistema o se volvía al antiguo. A los diez años, el noventa y tres por ciento de la población decidió seguir con la democracia piramidal. La consulta fue limpia; eso sí, no te negaré que estábamos preparados para que no se perdiese fuera cual fuera el resultado oficial del referéndum. El principio del éxito de la democracia piramidal es muy sencillo: opinar sobre lo que no se tiene conocimiento puede ser muy perjudicial para la sociedad. En el fondo es una cuestión de autocrítica individual, algo como guardar silencio cuando no se sabe de una materia, pero, obviamente, esa autocrítica solamente es plausible en una sociedad madura, próspera y con una educación elevada que comprenda que la política es compleja, y que, por tanto, los cimientos de la misma no pueden ser simples.
«Y ahora, casi treinta años después, ¿qué opina tu madre de la democracia piramidal?», le pregunté a Uno. «Está contenta… Más que contenta. Se siente orgullosa de pertenecer al primer país que la instauró», reconoció. Le pregunté, a continuación, su opinión sobre los implantes anticonceptivos obligatorios. Tras ensayarlo con éxito durante más de treinta años, este sistema de regulación hormonal que controlaba la fertilidad pasó a ser de implantación obligatoria para todas las hembras a partir de los ocho años y para los varones a partir de diez. Se trataba de un dispositivo subcutáneo inteligente que ajustaba las concentraciones hormonales para evitar los embarazos no planificados. Ello implicaba que quien quisiera tener hijos debería solicitar que le retirasen el implante, lo cual, a su vez, daba al estado un control absoluto sobre la natalidad, primera parte de un plan más ambicioso que se estaba gestando en mi subconsciente. Muchas organizaciones religiosas pusieron el grito en el cielo alegando que la reproducción era un asunto de dios, pero gracias a la educación y a la prosperidad que teníamos en aquellos momentos, nadie les hizo caso, y sus quejas les desacreditaron un poco más de lo que ya estaban encerrándoles en su rancio cascarón de moralidad incongruente con la época que vivíamos y la patética imagen que daban, por ejemplo por su abierta discriminación a la mujer, o por los continuos escándalos de abusos a menores por parte de muchos miembros de sus congregaciones. Otra cuestión ética que debimos superar con el implante anticonceptivo fue el único efecto secundario destacable que tenía: la alteración del comportamiento que conllevaba la regulación hormonal. Los adolescentes dejaron de comportarse como tal. Adiós a la irritabilidad, a esa excitación constante, a ese reto continuo… Técnicamente desapareció el largo, complejo y desesperante paréntesis de la adolescencia. En cuanto a comportamiento, de la etapa infantil se empezó a pasar a la de adulto. Hubo mucho debate al respecto. Dios, el libre albedrío, la libertad… Pero en ese tema, de nuevo jugábamos con ventaja. Ese efecto, oficial y técnicamente indeseable, era para nosotros un efecto no deseable…, ¡anhelado! ¡Qué padre o educador renunciaría a evitar la guerra de la adolescencia! Chicos y chicas de quince años, sentados en silencio en clase, sin altercados, sin peleas, sin insultos…, escuchando con profundo interés…, no un ratito, ¡siempre! Al fin, mucho ruido y pocas nueces. La medida se incorporó con la misma naturalidad que las vacunas obligatorias. «Lo que nunca he podido entender —admitió Uno— es cómo las mujeres se desangraban cada mes durante media vida, como si nada, y, además, dicen que con terribles dolores y mal humor. Mi madre me lo ha explicado. Ni tampoco cómo la gente concebía tener un hijo sin planificarlo». Respondía así Uno a mi pregunta con la misma incredulidad tensándole la voz que la que yo debí tener cuando, de niña, me enteré de que antiguamente los médicos prescribían sangrías. «¿Qué edad tendrías tú cuando decretamos el implante anticonceptivo obligatorio? —me pregunté—. Fue después de morir Tanos y Fidia… —me dije—. ¿Cinco, seis años?», calculé. «Cinco —confirmó Uno—. Bien, yo ya he hecho lo que debía hacer, así que me voy», me dijo levantándose de la butaca. Acabábamos de sentarnos y ya se iba. De nuevo, como once días atrás, Uno me noqueaba por su brevedad desconcertante. «¿No te quedas un rato más?», logré preguntar cuando ella ya abría la puerta. «No. Creo que tienes decisiones importantes que tomar. Visítame cuando quieras», respondió antes de cerrar. Aquella mujer era impermeable al poder. Once más como ella y el mundo entero bailará al compás que yo le marque, recuerdo haber pensado en el mismo instante en que me quedé a solas. Sin darme cuenta, ya había tomado la primera y drástica decisión. ¿Acaso ella me lo leyó en la cara?
Cuando regresé a la floristería al día siguiente aquello fue lo primero que le dije a Uno. «Estabas a punto de expresar una opinión radical y no creí que fuera conveniente ser testigo de ello. Creo que aún no has decidido lo que esperas de mí. Sabes que me quieres en tu obra pero aún no tienes claro qué papel darme», me respondió sin mirarme mientras, con extrema delicadeza, limpiaba una a una las hojas de una planta con un paño húmedo. Más que leerme la cara parecía adivinarme el pensamiento, el consciente y el subconsciente. «Quiero que seas mi mano derecha —dije, y mi frase, o acaso el tono solemne de mi voz obligó a Uno a volverse hacia mí—. Voy darle otra vuelta de tuerca a la humanidad, y te quiero a mi lado para hacerlo. Quiero a doce humanos superiores formando parte del Consejo de Utopía. Quiero que dentro de treinta años las decisiones las tomemos tú, yo y once superiores más; sin el lastre de los antiguos. Conmigo basta. Estoy harta de ambiciosos materialistas, de vanidosos y de cobardes que aún no entienden que Utopía es imparable, que sus ridículos estados estallarán en mil pedazos si se ponen delante de mi obra». En el rostro de Uno se reflejó mi poder como un perfecto espejo. La admiración brilló rasgando sus ojos al tiempo que distendía su sonrisa. «Nunca había visto a alguien hablar con tal seguridad —reconoció—. Cuenta conmigo».
A partir de ese cuenta conmigo mis decisiones y sus sugerencias empezaron un baile que se prolongó cerca de una hora. Durante los últimos años, y en especial desde que Lea delegara en mí todo el poder, mis ideas e iniciativas solían verse ralentizadas, limadas, diluidas por mi gente de confianza. No necesité más de un cuarto de hora para comprender que aquello no sucedería con Uno. Con ella, mis propuestas siempre se afilarían, acelerarían. Uno no tenía ningún miedo a la velocidad del cambio, tal vez fuera cosa de la inmortalidad pues yo antes tampoco era así, y como ninguna de las dos sentíamos ese temor, juntas aceleramos y la humanidad se precipitó hacia el futuro a una velocidad nunca vista y siempre temida, una velocidad que, como comprendí tras despedirme de Uno aquel día, hubiese sido inimaginable sin el legado de Lea: la autarquía al alcance de mi mano.