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Cuando la puerta de la mazmorra se abrió, Zoé ya esperaba de pie, frente a ella. Un hombre muy alto y fornido entró. Otro de similares características físicas esperaba fuera. Ambos vestían pantalones negros, botas militares, jersey de lana negro, y cinto con grilletes, pistola, emisora y defensa. Parecían miembros de una empresa de seguridad privada, aunque sin logotipo, escudo o siglas que les identificase como tales. El que había entrado puso una capucha negra a Zoé sin que ella se resistiera. Luego, con un gesto de la mano, ordenó a Gabriel que se pusiera en pie. Este obedeció.

—No temas —le tranquilizó Zoé.

Hipnotizado por aquel comentario, también Gabriel dejó que le pusieran la capucha. Pasillos cortos y retorcidos, muchos giros, largas escaleras, también con muchas vueltas, apenas cinco escalones por tramo. Olor a húmedo, a tierra al principio, un olor que desapareció tras el segundo tramo de escaleras. También el suelo parecía más regular a partir de ese punto. Se escucharon puertas abriéndose, cerrándose, tres, cuatro, cinco… Al fin, Gabriel notó que le presionaban el hombro obligándole a sentarse. Olía a libros, a cuero, a tinta, a papel; a siglos. Buscó con precaución. Sus manos palparon la madera y el asiento, mullido y aterciopelado. Se sentó. Hubo un lapso de tiempo que se hizo interminable allí sentado. Se escuchaban murmullos. Alguien dio una orden y entonces le quitaron la capucha de la cabeza. Escuchó una frase antes de que sus ojos tuvieran tiempo de reconocer el lugar. A Gabriel le pareció italiano pero no lo dominaba, así que no comprendió lo que se había dicho.

—Sólo hablaremos el idioma de Gabriel —exigió la voz de Zoé situada a su derecha.

Comprobó entonces Gabriel que ambos estaban sentados en sendas sillas, al lado el uno del otro, a menos de un metro de distancia, en mitad de una gran biblioteca de planta circular y tres niveles: la planta, y dos balconadas de madera circundando la totalidad del perímetro. Tendría unos cincuenta metros de diámetro y, configurando un círculo a dos o tres metros de las paredes, decenas de alargadas mesas de lectura con sus respectivas lámparas de cristal verde les rodeaban. El suelo, ajedrezado, parecía la única concesión al desenfado. En el techo, a unos diez metros de altura, una enorme lámpara de araña iluminaba tímidamente el interior de aquel enorme cilindro tapizado de libros. Frente a Gabriel y Zoé, dispuestos de forma informal, algunos de pie, otros sentados y otros apoyados en las mesas, una docena de hombres aguardaba expectante a que uno de ellos, más adelantado, continuara hablando. Vestían de modo tan dispar como se disponían en la sala, unos informales y otros clásicos, aunque manteniendo cierta uniformidad: nadie con colores estridentes; todo grises, negros, blancos y, a lo sumo, el azul de un par de tejanos. Sus edades, entre los cuarenta y los ochenta años, eran un elemento más que, redundando en la heterogeneidad del grupo, ponía aún más de manifiesto lo que verdaderamente todos compartían: un gesto de profunda preocupación.

En aquel contexto, la cámara de vídeo sobre un trípode que había a tres metros de la pareja era un elemento anacrónico. El interrogador, un hombre de unos sesenta años, pelo cano, barba rala y blanca, traje negro, camisa blanca y pajarita, prosiguió reprimiendo una mueca de disgusto.

—Bien, como prefieras.

Dicho esto, los espectadores se reorganizaron en tres grupos: dos de cuatro personas y otro de tres. Se hacía patente que tres de aquellos hombres traducirían al resto.

—Antes de nada, ¿cómo debo llamarte: Hanna, Paula, Judith…?, o, sí, ¿cómo era el último que me han dicho…? ¿Zoé?

—La de los mil nombres, ¿no es así como me venís llamando? Yo tengo mil, vosotros ninguno. Qué mal repartido está el mundo, ¿verdad?

Aquella respuesta incomodó a su interlocutor, quien prosiguió fingiendo indiferencia ante el comentario de Zoé.

—Sí, ya me han dicho que nos conoces —dijo—. Eso debería ser imposible. Pero ya hace mucho mucho tiempo hubo una filtración bajo tortura. Y en pocos días han matado a varios de los nuestros. Quién sabe si alguno de ellos habló más de la cuenta…, quizás los del avión que nos habéis secuestrado para desviar a ese horrible lugar en el que os encontramos. Pero bueno, eso son suposiciones. A ver, veamos quién eres tú. Dinos, para empezar, el nombre de tus padres, y tu fecha y lugar de nacimiento.

—Os tengo por eruditos. Me habéis hecho un análisis de sangre. Lleváis décadas siguiéndome personalmente, y siglos como organización. ¿Por qué no vamos al grano? —le retó Zoé, sonriendo como si jugara con él—. Soy quien tanto habéis buscado.

—Demuéstralo —dijo su interlocutor recogiendo el guante.

Con sonrisa maliciosa Zoé trazó un dibujo en el aire con su índice derecho.

—La clave —comprendió el interrogador—. Sí, eso no demuestra nada.

—En vuestro Gran Libro debéis tener anotado que una mujer, Blanca, soñó esa forma tantas veces que acabó confesándoselo a su párroco por temer que fuera una señal del Maligno. Vuestros esbirros de la época la interrogaron, la sentenciaron y, tras esperar que alumbrase a una niña de la que estaba encinta, debieron ahorcarla por bruja. De eso hace cuatrocientos cincuenta y dos años.

El hombre de la barba miró hacia atrás. Vio entonces Gabriel que sobre la mesa en la que se apoyaban había un ordenador portátil. Varios de los hombres se inclinaron sobre el aparato. Al cabo de pocos segundos, uno de ellos asintió dirigiéndose al interlocutor de Zoé.

—Esa información pueden habértela filtrado —argumentó este último.

—Sabes perfectamente que no —replicó Zoé con una sonrisa burlona en su boca.

Antes de que le quitaran la capucha, Gabriel tenía decidido desenmascarar aquella farsa diciendo que ya estaba bien, que qué querían con todo aquel teatro, que dónde estaba la cámara oculta. Sin embargo, primero la solemnidad del lugar y ahora el peso de las frases, le habían obligado a morderse la lengua. Fuera lo que fuera lo que allí estaba sucediendo quedaba suficientemente lejos de su capacidad de comprensión como para verse obligado a hundirse en su silla dejándose llevar. Callar y escuchar entre el incesante bisbiseo de los traductores parecía, desde luego, lo más prudente.

—Bien, ¿por qué te has entregado?

—Para advertiros.

—Para advertirnos, ¿de qué?

—Del fin.

—¿Te refieres al Apocalipsis?

—Dale el nombre que consideres oportuno.

El interlocutor calló. Al cabo de un segundo los bisbiseos dieron paso a una ráfaga de profundas inspiraciones que encubrían cierta turbación.

—Bien, sobre ese tema regresaremos más tarde —dijo el hombre de la barba blanca.

Volvió aquel hombre a refugiarse en un nuevo silencio. Avanzó un par de pasos acuclillándose ante Zoé.

—¿Quiénes somos? —dijo al fin. En su rostro circunspecto se dibujaba una cristalina revelación: se rendía; la creía, muy a su pesar, e iría al grano con las cuestiones universales.

—Mi capricho, mi voluntad —contestó Zoé sin vacilar.

—¿Qué hacemos aquí? —atacó él.

—Servirme.

La respuesta de Zoé puso a Gabriel la piel de gallina.

—¿Adónde vamos?

—A la extinción.

—¿Para cuándo el Apocalipsis? —interrogó el interlocutor desinflándose con aquellas cuatro palabras que temblaron en el aire, como un neonato llorando al abandonar el útero protector.

—Antes de un siglo —contestó Zoé.

Una sombra de decepción cubrió el rostro de aquella hermosa mujer justo el tiempo que duró su silencio, un silencio tóxico que engulló murmullos traductores y obligó a agachar la mirada a su interrogador. Este último, como si se dispusiese a hablar con su último aliento, abrió la boca titubeante.

—Pero quiero daros una última oportunidad —se le adelantó Zoé. El hombre de la barba blanca cerró la boca como si ella hubiese adivinado su pregunta—. Sois mi obra. Os amo —añadió—. Transmitidle esto a vuestros jefes.

—Nosotros no tenemos jefes —la interrumpió el interrogador visiblemente extrañado.

—¡Oh! —exclamó Zoé fingiendo sorpresa—. Disculpad mi ocurrencia —prosiguió, dirigiendo ahora su mirada al traductor del grupo de tres personas, un hombre de unos cuarenta años vestido con americana, camisa blanca y tejanos—. ¿En qué estaré pensando yo? —sobreactuó con la vista deliberadamente fija en aquel traductor—. Pero si los tuvierais les recordaría que son los últimos responsables del destino de la humanidad, que ya hace mucho que saben cómo cambiar este mundo, y que no esperaré más de una década para ver los primeros síntomas del cambio: un líder de opinión. También les diría que pregunten a sus aliados por mí, ya que ahora ya pueden revelar mi existencia. Aunque ellos tal vez no accedan a darles más información… Esos jefes inexistentes han incumplido con su palabra demasiadas veces —dijo mientras todas la atención se iba concentrando en el hombre objeto de su mirada acusadora, quien seguía traduciendo manteniéndole la mirada a Zoé como si de un pulso se tratara—, y sus aliados ya sólo esperan a que el recipiente esté vacío para rellenarlo con una mezcla más sabia, lo mejor de ambas realidades —desveló. Sus, en apariencia, herméticas palabras dibujaron gestos de estupefacción entre los asistentes. Gestos que se movían en los extremos del conocimiento. O bien no sabían nada o bien lo sabían todo—. Eso les diría, pero, claro, como no existen, no hay última oportunidad. Así pues sólo puedo ofreceros la posibilidad de extinguiros en paz, para lo cual necesito a este hombre que habéis sentado a mi lado.

Gabriel sintió vértigo. Miró a Zoé, perdido.

—¡Esto es ridículo! —estalló indignado el traductor incapaz de soportar por más tiempo la presión de las miradas de sus compañeros—. ¡Quiere confundirnos!

—Luego trataremos este tema a solas —se dirigió el interrogador al traductor con un gesto reprobatorio.

—Ah, perdón —siguió fingiendo Zoé—, no he venido para sembrar la discordia. No preguntes más —se dirigió ahora al interrogador con voz suave—. No seguiré hablando. Porque me creéis no me podéis creer —jugó con las palabras—. Vosotros no queréis este dios, yo tampoco mi obra. Sólo hay una solución para ambos casos.

—Siempre hay una última esperanza. Tú misma la has depositado en esos supuestos jefes nuestros —replicó su interlocutor con la misma suavidad. Una leve sonrisa enmarcada por su barba parecía indicar que había dado jaque a Zoé.

¿Jaque a dios?

—Ellos me negarán para no tener que cambiar este mundo. Se creen poderosos, pero manipular a la humanidad para sentirse dueño del mundo no es poder. Sólo conoce el verdadero poder quien es capaz de sobreponerse al dictado de sus instintos animales, quien es capaz de evolucionar. Pero la esperanza es lo último que se pierde. Soy humana, no lo olvides. Me estoy engañando a mí misma —resolvió Zoé.

Mate.

—Vosotros sois iguales que ellos —les acusó sin alzar la voz—, incapaces de trascender el guión que lleváis escrito en los genes… Deberíais preguntarme cómo salvar esto, quiénes son esos jefes que sólo uno de vosotros conoce… Deberíais preguntarme para qué os han utilizado durante siglos. Pero vuestro orgullo. Ah, el orgullo —susurró Zoé—. Por cierto, a ver si me conseguís compresas o tampones —elevó ahora su voz, deliberadamente provocadora, para que los traductores la oyeran bien—. Tiene que venirme la regla.

Levantándose con gesto contrariado, el hombre de la barba dio una orden que Gabriel no entendió. Volvieron a ponerles las capuchas.

Minutos después, de nuevo en las mazmorras y sin capuchas, la confusión mental de Gabriel se concentró en la más primitiva de las dudas.

—¿Nos van a matar? —le preguntó a Zoé tan pronto cerraron la puerta.

—No podrán.

—¿Por qué?

—Porque antes de que lo decidan vendrán a sacarnos de aquí.

Gabriel fue a sentarse a un rincón, en la oscuridad, desbordado, arrollado por tanta información. Apenas había superado el impacto de regresar a su casa, el mundo parecía volverse una pesadilla. Zoé desapareció en otra esquina, al otro lado del haz de luz que entraba por el ventanuco de la puerta.

—¿Para qué me quieres, qué hago yo aquí? —se lamentó Gabriel esquivando la verdadera pregunta que quería, que temía hacerle: ¿era quien parecía ser?

—Eso lo sabrás a su debido momento —contestó Zoé.

—¿Qué era ese horrible lugar muerto? —prosiguió Gabriel—. Eso debo haberlo soñado.

—Sabes que no —sonó la voz de Zoé desde su rincón oscuro.

—¿Dónde está, qué había pasado allí? ¿Quién me llevó?

—Yo te mandé llevar.

—¿Té mandé llevar? —repitió Gabriel—. ¿Tienes un ejército a tus órdenes?

—No, solamente a dos personas. Suficientes para secuestrar el avión de esta gente. Imagino que iban a traerte aquí.

—Dos personas —repitió con escepticismo—. ¿Y por qué me mandaste llevar?

—Para que veas cómo es tu mundo.

—Me seguías, ¿verdad?

—Sí.

—¿Dónde está aquello? —quiso saber Gabriel.

—En el vertedero de cualquier guerra. ¿Importa el nombre?

—Pero aquellos muertos abandonados…

—Armas de última generación. El lado oscuro de la ciencia. Siguen en guerra. Van recogiendo por zonas. Allí aún tardarán meses en llegar. No hay presupuesto ni efectivos. ¿Crees que es el único lugar de la Tierra así? ¿Crees que no hay lugares peores?

—¿Es posible?

—Sí, con personas vivas; con hijos sin madres, con madres sin hijos…

—¿Dónde está? —insistió Gabriel.

—Para qué quieres saberlo, ¿para denunciarlo? Si se lo cuentas a alguien no te creerá; dirá que eso es imposible, que los medios de comunicación difundirían semejante barbarie, que algo así no se puede tapar. A la gente le resulta más cómodo pensar que eso no puede pasar, sin molestarse en comprobarlo. Así no les escuece la conciencia. Y los grandes grupos de comunicación, los que deciden qué noticias van a llegar al noventa y cinco por ciento de la población, publican lo que se les ordena que deben publicar. Pero bueno, si de verdad te interesa, te lo mostraré en un plano cuando salgamos de aquí, ahora descansa un poco.

—¿Qué quieres de mí?

—Aún no estás preparado para saberlo. Pero, tranquilo, pronto lo estarás.

—Y el por qué yo, ¿para eso estoy ya preparado? —preguntó Gabriel.

—Para eso, en parte sí —accedió Zoé—. Un día, hará tres años, vi un reportaje de catástrofes aéreas. Te citaban como a un escritor frustrado que había enloquecido mezclando realidad y ficción. Ahí te descubrí. Tirando del hilo llegué a un viejo artículo de prensa. Me sorprendieron tus declaraciones a la policía. Según escribían, les habías dicho que tu mujer quería morir, que se dejó matar por ti, que fue un sacrificio. Todo ello me llamó la atención y fui a conocerte —desveló Zoé media verdad—. ¿Recuerdas por qué se dejó matar?

—No.

—Ya. En fin —lamentó antes de proseguir con su explicación—. Me documenté. Fui a hablar con tus padres fingiendo ser editora. Hablamos de ti. Les convencí para que me dejaran tus escritos. De eso hace más de un año. ¿Te comentaron algo?

—No lo recuerdo.

—Seguramente no lo harían. Debieron quedarse tan decepcionados… En menos de una semana les dije que no podría publicarlos. Obviamente, sólo quería echarles un vistazo. Al leerlos comprendí que querías cambiar el mundo. Me di cuenta entonces de que tú anhelabas lo mismo que yo quise un día. Mi interés por ti creció. Eras la persona ideal para ayudarme, pero antes debías conocer el lado más oscuro de ese mundo que querías cambiar. Y aquí estamos.

—¿Ayudarte a qué?

—Ya te he dicho que lo sabrás.

—¿Por qué una puta? —cambió de tema Gabriel.

—Era la vía más directa. Accedí a tus evaluaciones psiquiátricas. Destruirte con una prostituta era una fantasía recurrente.

—No lo recuerdo.

—No me extraña. Con lo que te llegaban a meter en el cuerpo para que no sintieras nada… —afirmó Zoé.

—Y ahora que me has enseñado el mundo —incómodo, se apresuró en escapar de aquel tema que él mismo había invocado—, ¿qué?

—¿Crees que has visto mucho?

—Suficiente.

—¿Sigues opinando que se puede cambiar?

—¿Depende de eso el Apocalipsis? —especuló Gabriel—. No sé quienes son toda esa gente, esa secta, pero están todos locos, como todas las sectas —sin darse cuenta, Gabriel había encontrado el camino de la lógica, y decidió transitarlo con fe ciega a pesar de que para ello tuviera que renunciar a la verdad que intuía ante sí, sólo por no poderla entender—. ¿Tú vas a acabar con el mundo?

Zoé, ignorando la retirada de Gabriel, siguió con su tema:

—¿Te gustaría conocer al responsable material de aquella matanza? —le tentó.

—¿Hay un solo responsable? Yo creía que eso de la guerra era algo más complejo, como en los bolos, que uno golpea a otro y así acaban cayendo todos —respondió Gabriel con sarcasmo.

—Cierto, pero siempre hay alguien que lanza la bola.

—¿A qué te refieres?

—Hay personas que ponen armas en las manos de la gente. Sin esas armas, no habría esas guerras.

—Pero la gente se odia, piden las armas…

—Si tú las tuvieras en tu mano, ¿se las venderías?

Gabriel guardó silencio. Zoé había trazado una clara línea entre el bien y el mal.

—¿Una sola persona se las vendió? —accedió a querer saber.

—¿Las armas que arrasaron el poblado y casi veinte kilómetros a la redonda en media hora? Sí. Un solo intermediario, en efecto. El doctor Fausto. Sin su mediación aquellas personas seguirían vivas.

—Doctor Fausto, ¿bromeas? —dijo Gabriel, incrédulo, al escuchar el nombre de semejante personaje literario.

—Así le gusta hacerse llamar. Él dice que busca la sabiduría. Lo de doctor, por cierto, es verdad. Es doctor en Química.

—Un seudónimo, ya. Pero hay muchos intermediarios, ¿no? Si no las vende uno las vende otro.

—¿Las venderías tú porque si no otro iba a hacerlo?

Ahí seguía aquella clara línea separando el bien del mal.

—No, no lo haría, me dedicaría a otra cosa —reconoció Gabriel—. ¿Sabes quién es?

—Claro, hemos hecho los deberes. Podemos llevarte ante él. Pero ¿de verdad te atreves a saber de quién estoy hablando?

—¿Por…, por qué lo dices?

—Su mundo es muy muy turbio, todo se entremezcla. ¿Crees estar preparado para conocer gente así?

—Así, ¿cómo?

—Sin ningún tipo de escrúpulos. Trafica con armas, con drogas, con mujeres, con niños, con órganos…

—Y, ¿tú quieres presentarme a alguien así? ¿Para qué?

—Para que sepas cómo es el mundo que quieres cambiar —le retó.

—Y, qué vas a hacer, ¿presentármelo en una fiesta? —ironizó Gabriel.

—No, mostrártelo en plena acción. Este tipo de gente no suele ensuciarse las manos. Pagan para que otros lo hagan por ellos. Pero con el doctor Fausto es diferente. Tiene una debilidad que te comentaré a su debido momento. Así, viéndolo, no dudarás de su falta de escrúpulos.

—¿Yo correría peligro?

—No. Estarías ante él cara a cara. Podrías insultarle, pegarle… Estaría en tus manos.

Pensó Gabriel en Andrea. Ya había desperdiciado una oportunidad para llegar a su talla moral. Aquella no podía perderla.

—Bien, estoy dispuesto a enfrentarme hasta al demonio si hace falta —accedió Gabriel, más desde la teoría que desde la práctica.

—Al demonio, sí, buena definición. Sin duda, allí donde este tipo de gente ve dinero acaba apareciendo el infierno.

—Pero tendremos que salir de aquí, ¿no? —dijo Gabriel con cierta incredulidad.

De nuevo se escucharon pasos. Zoé y Gabriel guardaron silencio. Se abrió la puerta. Se escuchó el golpe en la piedra de un objeto ligero de cartón. Cerraron la puerta. Una caja de tampones apareció en el haz de luz.

—¡Tampones! —se rio Zoé—. Creí que ya venían a sacarnos.

—¿No los necesitas? —preguntó Gabriel al ver que ella no iba a recoger la caja.

—Qué va, no hasta dentro de diez o quince días. Solamente quería acabar con el interrogatorio… Bueno, y ver sus caras —bromeó.

Gabriel rio disimuladamente. Al poco, cuando dejó de reír, se atrevió a preguntarle a Zoé lo que hasta ese instante se había resistido a preguntar:

—¿Eres…, eres eso que dicen? —dijo como si temiese pronunciar la palabra dios.

—Cuando salgamos de aquí te cuento quién soy. Entonces tú decidirás el nombre que consideres apropiado para mí. Ahora descansa hasta que salgamos.

—Lo dices en serio, crees que nos van a liberar, ¿quién?, ¿ellos?

—No, mi gente. Ahora descansa.