Me sorprendió ver que junto a Lea y Tanos, también Fidia había venido a recibirme al aeropuerto. A todos les había extrañado mi pronto regreso de nuestro antiguo país, pero no tanto como a mí verles allí a los todos esperándome. Desde las primeras sonrisas de bienvenida sentí algo extraño, como una desconcertante tranquilidad en los tres. Desde luego, yo no era la misma que me había marchado hacía poco más de diez días; mis ojos eran por fin inmortales, pero esa explicación no bastaba; había algo más que comprendería al llegar a la mansión. Ya en el vehículo que conducía Tanos, Lea me preguntó por mi viaje. «Encontré a mi madre», anuncié. Los tres sabían adónde iba, pero no qué iba a hacer, pues ni siquiera yo lo sabía. «Y, ¿cómo fue con ella?», preguntó Lea. «Le practiqué la eutanasia», dije sin rodeos. Fidia, que acompañaba a Tanos delante del vehículo, se volvió a mirarme con los ojos abiertos como platos. Lea, sentada a mi derecha, hizo lo mismo. Tanos, sin dejar de conducir, miró intermitentemente a su mujer buscando en su expresión el reflejo de algún gesto mío. Lea sonrió admirada. «Has llegado mucho antes de lo que esperaba», dijo, y comprendí sin género de dudas que no se estaba refiriendo a mi viaje físico, sino al moral. Maticé las circunstancias en las que se encontraba mi madre, y su súplica para justificar mi decisión ante Tanos y Fidia. Ambos lo comprendieron sinceramente. A Lea no tenía que justificarle nada, sentía su respeto en la mano que tomaba la mía. «Y Nono, ¿cómo está?», volví a sorprenderles, quizás no tanto por la pregunta como por el tono de interés sincero. Tardaron en reaccionar, acaso porque no estaban preparados para mi interés. «Bien», dijo Tanos, al fin, con una brevedad sospechosa. «Bien —corroboró Fidia. No se volvió para mirarme al pronunciar la misma palabra que su marido, pero su tono de voz bosquejaba un gesto de alivio en su rostro, casi una sonrisa reprimida—. Bien —insistió—, mejor que en casa, tanto él como nosotros», suspiró bajando la vista. Lea también la bajaba. Eran los ojos de la derrota liberadora, ojos vencidos pero en paz. Todos sabíamos que con el bien bastaba; podrían haberse ahorrado esa desnudez del alma, pero en una nueva muestra de inteligencia, de fortaleza de espíritu, aquellos padres reconocieron su fracaso reafirmando nuestra amistad. Añadió Tanos, más relajado tras el duro primer paso, que Nono había encajado muy bien en la institución militar, que a él se le veía feliz, y su director les había asegurado que su comportamiento era ejemplar. «Podríamos habernos refugiado en la autocompasión —se volvió Fidia para mirarme a los ojos con aquella confesión—, pero ahora volvemos a respirar». Asentí. ¿Quién mejor que yo para comprender causas poco populares? «Y tú, ¿cómo estás?», me preguntó Fidia. Se refería a mis secuelas físicas y psicológicas consecuencia de la violación; no tuvo que puntualizarlo. «Superado al cien por cien. De verdad…, si no, no habría regresado», reconocí.
Hasta llegar a la mansión seguimos hablando de lo que ellos tres habían estado analizando durante mi ausencia: de los hijos, de las expectativas creadas y de lo diferente que era la realidad. Una frase de Fidia sintetizaba lo experimentado: «cuando una mañana te despiertas y sientes alivio por no tener que enfrentarte a la cara de perro de tu hijo, comprendes que tienes que analizar el dolor que sientes por su ausencia: ¿lo siento por mí misma o porque se supone que una madre debe sentirlo? Quién soy yo, ¿Fidia o una madre?». «Qué complicado es ser verdaderamente sincero con uno mismo —añadió Tanos—. Con qué facilidad nos mentimos». «Con qué facilidad nos creemos nuestras mentiras», intervino Lea en aquella reflexión que años después yo recordaría. Al final, Fidia dejó atrás a la madre, Tanos al padre. Lea ya hacía mucho que había tomado aquella decisión respecto a la madre que fue, y ahora dejaba atrás a algo parecido a una abuela, el papel que había asumido con Nono. Yo, por mi parte, al enterrar a mi madre, me había reafirmado abandonando a la hija. Cuando llegamos a nuestro hogar, atrás, muy atrás, entre el blanco mortecino de la densa nevada que caía, había quedado el tópico de que los hijos traen la felicidad.
Una vez en casa, a solas Lea y yo en mi habitación, mientras deshacía mi maleta, le hice un comentario sobre la sociedad a la deriva que me había encontrado; sobre el bienestar expoliado por los especuladores. «Tengo la sensación de que aquí estamos a un paso de acabar como allí», opiné. «Aquí no llegaremos a ese grado de miseria», aseguró Lea. «¿No?». «No, aquí seremos pasto de la guerra. Cientos de miles de habitantes menos y un país por reconstruir… Los expoliadores de allí ya están frotándose las manos con las ruinas que tendremos aquí», auguró. Sabía que Lea no hubiese aventurado algo así de no tener información privilegiada al respecto. Temiendo por mi nuevo proyecto le pregunté que cuánto tiempo quedaba para que eso pasara. «Siete…, ocho años como mucho». «¿Y el proyecto?», pensé en voz alta. «La X1 funciona —dijo Lea—, podemos irnos a cualquiera de los rincones fríos del planeta, y desde allí comercializarlo… Como teníamos previsto, pero desde otro lugar… Y para la X0 me dijiste que con un pequeño laboratorio, tres o cuatro personas, te bastaba, ¿no? Pues eso te lo puedo conseguir, no te preocupes», me animó. «¿Desde cuándo lo sabes?», le pregunté. «Me lo insinuaron cuando te preparé el viaje, así que desde que te marchaste he estado indagando. En resumen, a fecha de hoy esta región está en la lista de futuras zonas calientes. Su gran crecimiento económico y su inestabilidad histórica la hacen muy vulnerable, muy reactiva, y eso juega en su contra». Fue entonces cuando le conté a Lea mis nuevos planes. Ella escuchó muy atenta sentada sobre mi cama. Meditó un buen rato su respuesta calibrando lo que acababa de decirle. «Pero lo que tú quieres es una especie de templo del saber —apuntó—. Para llevar a cabo ese proyecto no necesitas un laboratorio, necesitas toda la ciudad, toda la región trabajando en ello». No es que a mí me hubiese parecido sencillo, ni mucho menos, pero me parecía exagerado hablar de toda la región al servicio de mi nuevo proyecto y así se lo hice saber. «A ver —me ilustró—, para que te hagas una idea de la envergadura de tu idea… Esa investigación debe ir ligada a innovación tecnológica y al desarrollo de esa innovación. Necesitarás una industria paralela, infraestructuras, y una formación para todo empleado relacionado con el proyecto…; necesitarás diseñar los ensayos, controlar materias primas, garantizarte los recursos energéticos… Esto no es Cirpunthueco, es infinitamente mayor. Además, los fondos para ponerlo en marcha exceden en mucho lo que nuestro filántropo nos proporciona. Habrá que calcular muy bien la comercialización de la X1. Esto es muy, muy gordo —dijo muy seria mirando al techo como si meditase—. Muchos dirían que es una utopía —bautizó sin saberlo rescatando aquel concepto—. ¡Me gusta!», me anunció volviéndome a mirar con un brillo en sus ojos que hacía mucho que no percibía. La piel se me erizó al identificar aquella luz en su mirada. Sonreí. «Entonces, ¿tenemos alguna posibilidad de evitar que acaben con este lugar, o tendremos que emigrar?», pregunté ilusionada. «Para evitar aquí una guerra tendremos que darles una carnada más apetitosa que esta, o adelantarnos a ellos… O quizás ambas cosas. Empezaré por ahí y por la comercialización de la X1. Y en el horizonte de mis aspiraciones, necesariamente, la autarquía», afirmó con una visión de futuro más propia de una médium que de una analista política o una socióloga.
Por descontado, la X1 no saldría al mercado como un medicamento o una cremita antiarrugas al alcance de todo el mundo. Nosotras lo llamábamos comercialización, pero en verdad la estrategia comercial estaba más en línea con la venta de arte robado que con el comercio de medicamentos. Clientes muy muy selectos y estudiados, de confianza; en principio, conocidos de Lea, menores de cincuenta años preferentemente, que poco a poco nos irían llevando a otros clientes. El tratamiento no tendría precio fijo. Se estudiaría el precio en cada caso. Y ese precio podría pagarse en metálico o en bienes inmuebles, arte, empresas, influencias… lo que considerásemos que cada uno de nuestros clientes podría pagar por aplazar el envejecimiento unos veinte años a partir del día en que se iniciaba el tratamiento. Años atrás ya habíamos valorado el impacto social, psicológico y demográfico de la X1. Psicológicamente, nuestros estudios concluían que las personas con el poder adquisitivo que buscábamos, ni un cero coma cero cero uno por ciento de la población mundial, no alargarían sus vidas más allá de veinte años más. El cerebro no concebía la vida lejos de los seres amados. Social y demográficamente, las consecuencias de semejante revolución eran impredecibles, así que el mundo jamás se enteraría de algo que nosotras mismas haríamos trascender como una leyenda urbana, primero a través de una novela y más tarde de una película. Ponerlo a los ojos de todo el mundo como una obra de ficción era el mejor de los métodos para que nadie se tomase en serio una investigación periodística o gubernamental sobre los únicos indicios existentes: la élite cuyo envejecimiento parecía estancarse. Además, para minimizar las sospechas, en aquellos de nuestros clientes que pasados los años su aspecto físico distase mucho del que pudiera conseguir con la cirugía estética del momento, le interrumpiríamos el tratamiento dejándole nuevamente a merced del tiempo, como, de hecho, a finales de aquel año que me convirtió en inmortal hicimos con todas las personas en las que se mantenía el ensayo clínico para obtener la última observación: cómo proseguía su paseo hasta la muerte en ausencia de la X1; pronto, inmediato y agónico en el caso de los ancianos; discreto, lento pero imparable en el de los jóvenes militares.
Tres meses más tarde, al regreso de uno de los muchos viajes que tuvo que hacer aquellos primeros años para poner en marcha Utopía, nombre que, por supuesto, le dimos a nuestro nuevo e inmenso proyecto, Lea me informó de lo que habían pagado nuestros dos primeros clientes por la X1. Pronunció aquel número inmenso como quien pronuncia la cuenta del súper, y yo, recordando el barrio del arcoíris imperfecto, no pude evitar pensar cómo podía haber gente con tantísimo dinero en un mundo con tantísima miseria. Mi propia actitud me respondió en décimas de segundo, pues haciendo gala de unos reflejos completamente ajenos a ese tiempo que ya no me arrastraba, exclamé entusiasmada: «¡Fantástico!». Fantástico… El pequeño mal vibrando en mi interior obcecado en destruir el pequeño mal de los demás. Ejemplar contradicción. ¡Oh, yo tengo un gran proyecto que alimentar con ese número inmenso, y el mundo…, el mundo nadie lo va a cambiar! Cuántos habrán justificado así su egoísmo, como yo, con la infinita diferencia de que yo sí hice realidad mi proyecto: cambiar el mundo que no se podía cambiar. La Utopía. Si Utopía se llamó el proyecto, Espacio de Utopía fue el nombre que escogimos para su sede central ubicada en un edificio que hicimos construir en el centro de la ciudad para demostrar a la población, a la región, al país y al mundo entero nuestra fuerza. La estrategia había cambiado como de la noche al día respecto a Cirpunthueco; ahora queríamos luz. ¡Basta ya de sombra! Necesitábamos con nosotras a los mejores profesionales del mundo. Necesitábamos que cuando Utopía llamase a sus puertas sintiesen que sus vidas comenzaban a tener sentido, que les había tocado la lotería, que dios les estaba señalando. Ahora no hacía falta ocultar nuestro objetivo, al menos su primera fase: estudiar al ser humano, exprimir sus genes para escurrir hasta la última gota de nuestro comportamiento, secuenciar los instintos, escribir la biblia con ges, ces, aes y tes. Huelga decir que los resultados de aquella investigación estaban destinados a su aplicación práctica, la segunda fase de Utopía. En su primera y pública fase, Utopía deconstruiría al ser humano, mientras que en la segunda fase lo reconstruiría sin los errores hallados en su deconstrucción. Adiós al pequeño mal. Necesariamente, esta segunda fase regresaría a las sombras, pues la ignorante mayoría y la moral acartonada aún no permitían hacerlo a la luz. Respecto a Espacio de Utopía, su culminación nos acreditó como soberanos de lo imposible en una irracional demostración de poder. Mientras se construía el edificio, todo el mundo decía que no era posible, que era inviable. Viejos y jóvenes, mujeres y hombres se acercaban al solar del centro de la ciudad, miraban al cielo y negaban con la cabeza sonriendo. Y así durante casi un año y medio, hasta que llegó el día en que nuestra pirámide cuadrangular invertida de treinta plantas recubierta de cristal policromático se mostró a todos desafiando las leyes de la física con su vértice inferior hundido en una pequeña laguna artificial circular de aguas transparentes cuyo fondo podía iluminarse con cualquiera de los colores del arcoíris, incluido el azul. En un acto público anunciado a los cuatro vientos, el día de su inauguración, viejos y jóvenes, mujeres y hombres volvieron a negar con la cabeza, en silencio, pero en su gesto ya no hubo asomo de risa, sólo seriedad, preocupación, temor, superstición. El universal miedo a lo desconocido era la llave escogida para abrirnos puertas en aquel país. En el subconsciente colectivo de aquella sociedad, nuestra pirámide invertida nos otorgaría inmunidad ante la xenofobia ancestral de la región. No obstante, sabedora de que todo pueblo y toda época tiene sus héroes, Lea se preparó desde un primer momento para los huracanes de la historia. «Ves aquel chico de allí —me dijo Lea en la inauguración señalando hacia un joven militar que charlaba animosamente con varias personas entre quienes reconocí a importantes cargos políticos—. Tiene veintidós años. ¿Sabes de quién es hijo?». Respondí que no. «¿De quién?», quise saber. Sin contestar a mi pregunta, Lea repasó de memoria el currículo del joven, y lo que más me sorprendió fue que ese currículo no se limitaba al pasado ni al presente sino que penetraba en el oscuro futuro como un relámpago incuestionable. Después de detallarme los cursos y estancias en universidades extranjeras que aquel joven iba a hacer en los próximos cinco años, Lea me reveló el nombre de su padre: Coos. Tardé un poco en reaccionar. «¿Ulutz?», recordé su nombre. Algo que recordaba a los remordimientos, su herrumbre, acaso, me llevó a pensar en su madre y en su hermana. Habiéndole encomendado a Lea el bienestar de aquella familia mutilada, sabía que, como a su hijo, tanto a la esposa como a la hija de Coos el destino también les habría sonreído. «¿Y su madre, y la niña?, Biarda se llamaba, ¿verdad?», pregunté al comprobar que el asesinato de Coos ya no me escocía. El nivel de compenetración entre ambas era tal a aquellas alturas que no tuve que precisarle el significado profundo de mi pregunta, es decir, que me contase lo que durante todos aquellos años mi mala conciencia había necesitado ignorar: cómo Lea se había convertido en el ángel de la guarda de aquella madre y de sus hijos sin que ellos lo supieran. «Es una larga historia, esta noche te lo cuento, en casa», me contestó leyéndome el pensamiento. Y aquella noche me lo contó.
A la mañana siguiente, nada más despertar, no fue el relato de cómo había hecho de ángel de la guarda con la madre, ni la fascinante actitud de Biarda, sino cómo había jugado a ser dios con Ulutz lo que volvió a mi memoria para plantearme una pregunta: ¿para qué? ¿Para qué había convertido Lea a Ulutz en quien era? Porque por la noche, en su cuarto, deslumbrada por cómo había dado forma a su vida, como un pintor a su cuadro o un escultor a su escultura, o, más aproximado aún, como un dramaturgo a sus personajes, no se me ocurrió pensar en por qué había escogido para él aquella vocación, aquella vida, en definitiva, en la medida en que la vocación nos orienta en la vida como una brújula, y en ausencia de vocación, los días son un mero deambular. Sin orinar siquiera, me dirigí a su habitación en donde la encontré duchándose. «¿Por qué has convertido a Ulutz en quien es?», la abordé bajo el chorro de agua. Con la cara medio cubierta de pelo empapado y espumoso y los ojos cerrados para evitar que el jabón se le metiera en ellos, Lea me dio los buenos días antes de responder a mi pregunta: «¿Por intuición…? Puede que en el futuro le necesitemos, cuando llegue al lugar adecuado… Pásame la toalla, anda». Era la segunda vez que sacaba a relucir la intuición como respuesta en menos de diez horas. La noche anterior, tras contarme cómo había intervenido en las vidas de la familia de Coos, le comenté a Lea que me sorprendía que con Biarda y Ulutz hubiese actuado tan a largo plazo, una profundidad temporal que solamente ahora tenía sentido, como inmortales, pero no cuando decidió jugar a ser dios con aquellos niños fabricándoles un destino, más de una década antes de lograr la X1. «¿Dabas por supuesto que seríamos inmortales?», le pregunté. «Yo no, pero mi intuición sí», me aseguró antes de añadir que nunca antes había manipulado hasta tal punto a las personas. «Ha sido un experimento», concluyó enfatizando la última palabra. Por la mañana, mientras se secaba el pelo en la ducha me confirmó que el experimento seguía adelante, y que tan sólo podría considerarse exitoso si llegado el hipotético momento en que les necesitase, conseguía de ellos lo que fuera oportuno. «Un experimento», dije para mis adentros. «Sí, ¿para qué molestarte en buscar cómplices en las altas esferas si puedes fabricártelos tú misma? —comentó—. ¿No te arreglas?», dijo Lea tirándome la toalla húmeda a la cabeza.
Durante muchos días le di vueltas a la cuestión de la vocación. Curiosamente, antes de que Lea me hablase sobre cómo había influido en Ulutz, yo hubiese jurado que la vocación siempre era una cuestión innata. Sin embargo, rebuscando en mis recuerdos, pronto, muy pronto, llegué a la persona que inclinó mi vida hacia la ciencia: una profesora que tuve con once años. Ella amaba la ciencia, y sus clases maravillosas me contagiaron una curiosidad por la vida que jamás me abandonaría. A partir de ese momento en que empecé a deslizarme hacia la ciencia con tan solo once años, había decenas de anécdotas que concretaban mi trayectoria hasta mi situación actual, y entre esas anécdotas también se intuían vacíos, decisiones trascendentales sin aparentes desencadenantes, pura inercia…, ¿pura inercia? Las circunstancias que a mí me habían puesto en el lugar que ahora ocupaba no eran muy diferentes de las que a Ulutz le llevaba a ser quien iba a ser, de modo que, inmersa en la paranoia, llegué a pensar que, al igual que sucedía con el hijo de Coos, toda mi vida podía ser un artificio, el capricho de una Lea cualquiera jugando a ser dios conmigo. Tanto me llegó a afectar aquella idea que un día tuve que hablarlo con Lea. «¿Crees que yo he intervenido en tu vida como en la de Ulutz?», contestó así a un planteamiento mío que debió ser muy confuso a tenor de su respuesta. «No, tú no, cualquiera que quiera sacar algún provecho de mí», aclaré. «Pero eso podemos pensarlo todos de nuestras vidas —me dijo—. Todos experimentamos casualidades imposibles, señales inverosímiles… En última instancia todos somos juguetes del destino, y eso solamente es un problema si no te gusta el juego que te toca jugar. Porque si te gusta, ¡qué más da que estés en manos divinas o humanas! ¿Acaso no parecerían de lo más común las vidas de Biarda y Ulutz si le contases a cualquiera sus miserias sin precisar que han sido dedos de carne y hueso quienes les han puesto las trampas en su camino?». Por muy buenos argumentos que Lea me diera, a mí seguía asfixiándome imaginar que alguien estaba detrás de mi vida, como una sombra, acechando en espera de que yo madurase como la fruta, o de que tuviese el peso adecuado, como el ganado, para entonces recogerme…, para llevarme al matadero. Lea lo debió notar en mi gesto y trató de ofrecerme otro enfoque. «Si supieras que así es, que eres ganado, o fruta, ¿cambiarías un milímetro la trayectoria de tu vida?», me planteó. «Yo solamente he intervenido en las vidas de Ulutz y de Biarda poniéndoles señales, cebos, alguna que otra barrera. Pero ellos eligen…». «¿Ulutz elige?», interrumpí con tono irónico. «Sí, él también elige. Todos elegimos así…, ignorando unas señales, persiguiendo otras… Saltamos barreras o las esquivamos, perseguimos el cebo que nos gusta, nos apartamos del que no… Y, por lo menos, elegimos no elegir. ¿Crees que si mañana me presento ante él y le digo cómo he intervenido en su vida, renunciará a lo que es para empezar de nuevo?». «Si es feliz, no renunciará», respondí pensando más en mí que en Ulutz. «Pues ahora imagina que soy yo quien te he dirigido hasta aquí, hasta esta conversación si quieres…, imagina que te he utilizado para que me hagas inmortal y que me he enamorado de ti y solamente por eso no te arrugo y te tiro a la papelera ahora que ya te he usado…». «Soy feliz», la interrumpí acercando mis labios a los suyos. Mientras la besaba larga, muy largamente, con los ojos cerrados, tuve tiempo de pensar que no era ningún disparate el argumento que acababa de darme, pero que si era feliz y amaba a Lea debía confiar en ella, y esa confianza pasaba por asumir que nunca me ocultaría algo tan importante. Tras aquel beso nunca más volví a sentir la sombra de nadie tirando de los hilos de mi vida, quizás porque jamás volví a mirar atrás, pues si lo hacemos, todos podemos pensar que estamos siendo utilizados por alguien, pruebas siempre hay, o ¿acaso crees que tu vida te ha traído hasta aquí, hasta mi historia, por casualidad, y que vas a ser la misma persona cuando comprendas quién soy yo?
Ulutz y el destino. Ulutz entró en el ejército por una foto de su padre tomada cuando este último llevaba a cabo las milicias para estudiantes universitarios, con veinte años. Eso es lo que él creía, según me contó Lea. Nunca llegó a recordar quién le dio la foto, ni que fue con nueve años cuando apareció en su mochila del colegio. La foto iba asociada a la palabra héroe, pero, curiosamente, tampoco recordaba que quien llamaba así a su padre era un oficial del ejército en una de las muchas charlas que el niño recibió en el colegio para promocionar la institución armada. Cada año, a partir de la muerte de su padre, los informes escolares destacaban que Ulutz poseía una innata capacidad para el mando. Su madre nunca había visto esa capacidad cuando los demás niños le pegaban o le marginaban en los juegos, ni cuando su hermana menor, con apenas tres años, decidía y organizaba los juegos que ambos llevaban a cabo, pero como en los informes también se detallaba que niños con tan fuertes dotes de mando podían reprimirse para evitar arrollar a quienes les rodeaban, la viuda de Coos terminó por convencerse de que su hijo era un líder en potencia, y, amparándose en los informes escolares, no dudó en recordarle a su primogénito dicha virtud latente cada vez que tenía que consolarle porque sus amiguitos le habían pegado, insultado o humillado. A los diez años, Ulutz le partió la nariz a uno de sus compañeros de clase gritándole una y otra vez que no volviera a molestar a un líder. Eso testificaron otros niños que asistieron a la pelea. Después de este acontecimiento, nadie volvió a molestar a un Ulutz de quien, salvo su hermana, ya ningún otro niño se atrevió a dudar sobre sus dotes de mando. No obstante, la carrera militar de Ulutz no estaba garantizada, pues la faceta científica de su padre, el héroe, también atraía al Ulutz adolescente. Semanas antes de tener que tomar la decisión de si entraba a la academia de oficiales o si seguía estudiando, su madre recibió una oferta del departamento de la administración en el que trabajaba desde que se quedó viuda: había vacante un alto cargo con el triple de sueldo del que hasta ahora venía cobrando, pero sólo podían acceder a él familiares de militares o miembros vinculados al ejército de uno u otro modo como, por ejemplo, aspirantes a oficiales inscritos en su academia. Estaba previsto amenazar a la madre con perder el trabajo, pero no hizo falta darle otra vuelta de tuerca a Ulutz, pues enseguida comprendió que su padre también habría hecho ese sacrificio por su madre, tal y como el director de su colegio se encargaría de recordarle. Además, si no encajaba en la academia de oficiales podría volver atrás y seguir el camino de la ciencia, una vuelta atrás que, desde la comandancia de la academia de oficiales se encargaron de impedir desde el primer informe en el que subrayaron el innato talento que Ulutz tenía, no ya para mando, sino para alto mando. No tardaron los informes en sugerir que Ulutz combinase los estudios militares con los de ciencias políticas y derecho en la universidad en cuando tuviera edad para ello, informe que se corrigió a los tres años para permitirle iniciar esos estudios un año antes de tiempo dadas sus excepcionales dotes para los estudios políticos y jurídicos. Ya en la universidad, a punto de licenciarse como oficial, una mujer entró en su vida: la hija de un alto cargo de la administración, alguien muy bien relacionado en los círculos de poder estatal. La chica estudiaba traducción en la universidad, y se la recomendaron como profesora particular de idiomas. Ulutz se enamoró perdidamente de ella desde el primer día que la vio, desde la primera clase, desde la primera sonrisa. No obstante, existía un pequeño inconveniente: ella tenía novio: un joven oficial a quien pronto se le destinó a una peligrosa misión internacional el suficiente tiempo para que su joven novia renunciase a volver a verle con vida refugiándose en el consuelo de Ulutz. Cuando el oficial volvió del frente, de nada le sirvieron las muchas condecoraciones y menciones al valor; las mismas palabras que Ulutz venía utilizando para mitigar los remordimientos que a su joven profesora de idiomas le asaltaban cada vez que ambos follaban, justo después de cada lacrimoso orgasmo, fusilaron al condecorado oficial: «valor es renunciar a tu carrera por mí, desertar si es necesario. Tú no me quieres de verdad. Eres un cobarde», sentenció la joven a su antiguo novio. Cobarde o no, los sentimientos son difíciles de domar, y la ahora novia de Ulutz, su profesora de idiomas, inevitablemente reemprendió la relación con su exnovio, ahora como amantes, a espaldas de Ulutz. Pocos meses más tarde, cuando los amantes planeaban que ella dejase a Ulutz, al condecorado oficial se le cambió la medicación con la que se le venía tratando del estrés postraumático desde que dejara el frente, por otro tratamiento más fuerte que, literalmente, le fundió el cerebro. Al segundo día de darle al chico su nueva medicación, la novia de Ulutz apareció en el parque en donde se venían citando cada semana y descubrió que a su amante lo tenía detenido la policía en espera de que llegase una ambulancia. Con discreción, ella se acercó y preguntó «qué le ha sucedido a ese hombre», y un testigo le contó que aquel degenerado estaba diciéndole a los niños que violasen a las niñas, que era una orden, y que incluso había llegado a bajarse los pantalones para enseñarles cómo lo hacían sus soldados. Esa fue la última vez que la futura mujer de Ulutz vio a su amante, antes su novio, y de eso hacía apenas tres meses. Para dentro de dos meses, Ulutz y su profesora de idiomas, la hija del alto cargo del partido, se casarían, y después se irían a vivir al extranjero en donde Ulutz continuaría su formación política, con especial énfasis en la oratoria y la diplomacia, becado por la misma fundación internacional que desde hacía un año ya pagaba la formación de su hermana, Biarda, también en el extranjero, como músico.
Un año antes, las recomendaciones escolares pusieron a Biarda ante la puerta de la carrera de periodismo como única opción para cursar estudios superiores. Ella respondió con la misma determinación de siempre: sería músico o no sería nada. Biarda tenía entonces diecisiete años. Dos años atrás, su madre quemó el instrumento con el que había practicado en el colegio desde que tenía tres años para quitarle de la cabeza su obsesión por la música; recomendación explícita hecha por la directora de la escuela, quien se había enterado de que la chica seguía practicando a solas en su casa desde que tres años antes, con once, la expulsaron de las clases de música por no tener aptitudes innatas para ello. Pero Biarda sentía la música en las venas, y la voz es el instrumento más maravilloso jamás inventado. «Cantaré hasta morirme», juró a su madre viendo arder su instrumento, y lo dijo con toda la rabia que se contuvo a los once años, cuando en la escuela le anunciaron que no podría seguir con las clases de música y, con lágrimas en los ojos, se pasó semanas enteras suplicando a su madre clases particulares que esta última no accedió a pagarle porque, al consultarlo en la escuela, le aseguraron que era una pérdida de tiempo y que bajaría su rendimiento académico, no como las clases extraescolares de redacción que la misma escuela le había impuesto desde los cinco años, inusualmente subvencionadas por el centro para potenciar su gran talento para las letras. El profesor particular que le impartía estas clases era un periodista y escritor, viejo amigo de su padre, quien cuando Biarda contaba con seis años se encargó de transmitirle a su alumna que su padre, pocos días antes de morir, le confió en una carta que deseaba con toda su alma que su hija fuera lo que él nunca tuvo talento para ser: periodista, y para que no tuviera ninguna duda al respecto, ese mismo día le entregó una copia de aquella carta manuscrita que once años más tarde, con diecisiete, terminó hecha añicos junto al informe de la escuela que solamente le daba la opción de estudiar periodismo si quería cursar estudios superiores. Su madre encontró aquellos pedazos de papel en su habitación, en la que faltaba una pequeña bolsa de viaje y muy pocas prendas. Tres horas más tarde, un vehículo policial devolvía a Biarda a su casa. La habían detenido tras ser llevada hasta la comisaría por un camionero que se detuvo a recogerla cuando ella hacía autoestop a las afueras de la ciudad. Según dijo el hombre, Biarda le había ofrecido sexo a cambio de que la llevara hasta la frontera. Al parecer, el tipo accedió diciéndole que irían a un sitio más discreto para hacerlo. Pero la engañó. «Tengo una hija de tu edad», le dijo el camionero a Biarda cuando detuvo su vehículo junto a la comisaría de policía. La funcionaria de menores que acompañó a Biarda hasta su casa junto a la policía aseguró a su madre que podría darle las gracias al camionero por no haberla denunciado, puesto que tanto la madre como la hija habrían acabado en la cárcel. Empezó la madre de Biarda a contarle el problema que tenía con su hija respecto a su negativa a estudiar periodismo, pero la funcionaria de menores la interrumpió diciéndole que no siguiera explicándole, que ella estaba al corriente de todo. Le entregó entonces una tarjeta con una dirección, y un nombre. «Es una fundación internacional que becará a su hija para estudiar música en el extranjero. Hable con ellos, la están esperando», le dijo la funcionaria de menores antes de notificarle que dentro de dos días hablaría con la fundación, y que si su hija no estaba inscrita en ella regresaría para quitarle su tutela. Biarda y el libre albedrío.
Puede que años atrás la intervención de Lea en las vidas de Biarda y Ulutz me hubiese supuesto un dilema moral. Pero cuando me lo contó me sentía plenamente conciliada con el poder, y en vez de escandalizarme o indignarme me admiró saber a Ulutz rodando en el camino trazado por Lea, y a Biarda, tal y como Lea me dijo textualmente, aparcada; aparcada como un escritor deja a un personaje de su novela en espera de retomarlo más adelante, cuando la trama le reclame. «Tenme al corriente si no consigues fundir su voluntad, porque en ese caso la necesitaré para Utopía», le comenté cuando se refirió al aparcamiento de Biarda.
La primera fase de Utopía iba a consistir en un exhaustivo trabajo de campo que se alargaría más de una década, encargado, entre otros especialistas, a detectives, periodistas, filólogos y antropólogos de todo el mundo que deberían aportarnos personas que, como Biarda hasta la fecha, hubiesen superado su predeterminación. Esta predeterminación podría estar impuesta por las circunstancias y superarse gracias a un instinto, como en el caso de Biarda la ambición, o bien podía ser el instinto el causante de la predeterminación. No obstante, tanto si el elemento predeterminante era externo o interno, la fuerza que permitía superar esa predeterminación, ya fuera reprimiendo o estimulando instintos, era la misma. Y, ¿qué fuerza nos impulsa a seguir adelante, a no rendirnos ante la peor de las adversidades? ¿Qué fuerza nos permite frenar ante el más apremiante de nuestros impulsos animales? La Voluntad. Contradiciendo intuitivamente la suposición de Lea de que la voluntad no existía, que esa fuerza contra la predeterminación no era más que la insuficiente intensidad del estímulo a superar, mi investigación partía de la premisa de que la Voluntad estaba escrita en los genes, pero para comprobarlo necesitaba el ADN de seres humanos con una voluntad excepcional. Y para conseguir sus genes, primero teníamos que encontrar sus cuerpos, claro está, y sus cuerpos estaban al final del rastro de sus increíbles historias, a menudo reclamadas por la leyenda.
Sometida al influjo catastrofista de los medios de comunicación cuya simplísima pero eficaz estrategia de marketing apelaba al miedo, de inmediato me impresionó la gran cantidad de personas excepcionales que habitaron y habitaban el mundo. En pocos meses empezamos a tener tal cantidad de relatos e informes que tuvimos que hacer una criba para dar prioridad a la excepcionalidad de unas personas sobre la de otras. Como no podría ser de otro modo, la inverosimilitud fue el criterio que escogimos para priorizar. Cuanto más inverosímiles eran los hechos que se vinculaban a una persona, antes se autorizaba la búsqueda de aquella persona o de sus restos para la obtención de una muestra de su ADN. Recuerdo aquella década con una luminosidad, con un optimismo que aún hoy me embriaga. Aquellas historias, aquellos informes increíbles, paradójicamente hacían creer en el ser humano. Y digo el ser humano, que no en la humanidad, no en vano pronto determinamos un hecho crucial: de forma casi exclusiva, en la humanidad el Poder lo habían venido ostentando personas genéticamente inferiores a las protagonistas de aquellas historias extraordinarias. Y sí, he dicho genéticamente inferiores, pues la primera fase de Utopía concluyó que la Voluntad tenía su codificación genética. Simplificando: la expresión de estos genes, los genes de la voluntad, era, en potencia, jerárquicamente superior a cualquier sistema fisiológico que interviniese en el comportamiento, pero la eficacia con que lo hacía era directamente proporcional al grado de empatía del individuo. Como una vez me dijo Lea ya bastante avanzada esta primera fase de Utopía, con nuestra investigación estábamos trazando el mapa del alma, pues también la empatía tenía su base genética, y con ella el olvido y la memoria, es decir, el aprendizaje, y otros muchos aspectos que se trenzaban en el cerebro para acabar determinando las acciones individuales que, como gotas de agua, hacían el mar de la humanidad. El resultado de este complejísimo circuito de aspectos que influían en el comportamiento del ser humano era, simplificando nuevamente, que la Voluntad podía superponerse a cualquier instinto, en mayor o menor grado en función del estímulo que lo incitaba, y que esa superposición, ese control de la Voluntad sobre el instinto en cuestión venía directamente ligado a la empatía, a la conciencia, de forma que, en último término, era la empatía la que distinguía cualitativamente a los seres humanos, puesto que ante una elevada empatía no había estímulo instintivo suficientemente intenso para no dominarlo. Cuanta más empatía, más humano, cuanta menos, más animal. El lamentable paisaje que arrojaba la humanidad, mi náusea y la de muchos de mis congéneres era consecuencia de algo duro de reconocer: a causa de sus dirigentes, la humanidad era más animal que humana.
Pero con estas conclusiones sobre la Voluntad estoy adelantándome más de veinte años y miles de historias que a esa palabra la hicieron merecedora de la uve mayúscula. Historias como la de S024, un varón de cuarenta y siete años quien, al parecer, en un momento de su vida juró a su mujer que jamás le sería infiel. Ante semejante juramento, ella, una psiquiatra entre cuyas convicciones figuraba la de que las personas son promiscuas por naturaleza, aseguró a su marido que la fidelidad era circunstancial. Él le respondió que no, que era cuestión de principios, y ella le retó a poner a prueba su juramento en un contexto más estimulante que una simple conversación de sobremesa. S024 aceptó el reto. De los sentimientos de ella nada se citaba en el informe, aunque se indicaba que podía tener cierto carácter masoquista. Según el seguimiento por escrito que la propia psiquiatra llevaba del experimento, nombre que ella misma había dado a las pruebas a las que sometía a su marido, S024 resistió sin problemas la sustitución de su esposa por una prostituta en su propio lecho conyugal, de madrugada, desistiendo el amago de mantener relaciones con ella tan pronto comprobó que no se trataba de su mujer. Semanas más tarde se repitió la experiencia, aunque en este caso a S024 se le administró previamente un fármaco estimulante del apetito sexual sin que él lo supiera. El resultado en esta ocasión fue idéntico a la primera según se detallaba en los escritos de su mujer. En un tercer y definitivo intento de poner a prueba su determinación, S024 aceptó que su propia mujer le someta a una sesión de hipnosis para indagar sobre los límites de la capacidad de reprimir el apetito sexual. En dicha sesión ella usó su propio cuerpo como blanco sexual haciéndole creer a su marido, ya hipnotizado, que se trataba de otra mujer. En dicha sesión ella sometió a S024 a distintos y crecientes grados de estrés sexual y emocional, el último de los cuales debió suspenderse cuando a S024 se le disparó la frecuencia cardíaca de tal manera que su mujer temió por su vida. En cualquier caso, ya había llegado al último nivel de estimulación previsto por ella: mantener relaciones sexuales con una atractiva desconocida bajo la amenaza de matar a su mujer secuestrada si no lo hacía. S024 logró resistirse a esa coacción. Detallaba el informe de S024, en una nota anexa, que un mes más tarde se divorciaron a petición de ella. El perfil genético de la Voluntad de S024 había confirmado su absoluta capacidad para reprimir el instinto sexual.
Al otro lado de S024 podría perfectamente situarse Lea. Si para mí hubiese sido limitante la fidelidad sexual, ella y yo no hubiésemos podido vivir, convivir, compartir, crecer tantísimos años juntas. Alrededor, encima, debajo, dentro…, como la imaginación fuera capaz de disponer, pero follar con hombres era para Lea como el aire que respiramos. Follar, nada de hacer el amor; follar: dominación, sumisión, brutalidad, potencia, lucha. «¡Guerra!», decía ella. La delicadeza me la reservaba a mí, aunque tampoco se privó jamás de morder cuando el cuerpo nos pedía contundencia. De haberlo hecho con otras mujeres no lo habría podido soportar, pero un hombre nunca fue rival para mí. Por su parte, y tal y como me dijo cuando me pidió permiso, de no autorizarla yo a liarse con los hombres que deseara, ella no lo habría hecho. Otra cosa es si nuestra relación hubiese seguido hacia adelante como pareja, porque para ella era fundamental esa libertad que yo le otorgaba de todo corazón. En cualquier caso, nunca tuvimos que ponerlo a prueba: ni ella sentirse enjaulada, ni yo compitiendo con otras mujeres, pues, como a Lea le encantaba decirme: «a mí no me gustan las mujeres, tú eres un error…, un error maravilloso».
Nuestra única diferencia verdaderamente importante, si bien salvable, fue Nono. Para ambas fue un golpe durísimo; un corte en el corazón, para ella. Sin embargo, Lea demostró una proverbial capacidad de cicatrización y la herida cerró mucho más rápido, incluso, de lo que cabía esperar. Pero la cicatriz, ese tajo de la memoria, nunca desapareció, ahí estuvo siempre; especialmente desde el día del golpe de estado, volviéndose carne entre sus labios cuando su mandíbula inferior, desencajada de pena, los combaba en una mueca agria. Y aunque eso sucedía muy de vez en cuando, acaso de año en año, el rigor de sus labios era tan triste que incluso a mí se me saltaban las lágrimas. Y del mismo modo que Nono fue nuestra única diferencia salvable, el tiempo fue nuestra única diferencia insalvable: «yo seguiré el camino de Tanos…, hasta aquí…, hasta aquí llega mi amor por ti», fue la sentencia contra la X0 que me dio en su despacho. El camino de Tanos, qué hermosa forma de expresar el más lento adiós que dos seres se hayan dado jamás. Mi ambición no matará el amor, pensé recordando la lejana frase de Tanos que Fidia me tradujo.
Una noche, cenando en la cocina de la mansión, Fidia bromeó con los cosméticos. «Tendréis que recomendarme vuestra crema para las arrugas porque ya parezco mayor que vosotras», dijo. Tenían ella y Tanos cincuenta años ya, y hasta la fecha solamente la niebla del día a día había impedido que reparasen en que físicamente parecían mayores que Lea y, especialmente, que yo, ancladas nosotras en nuestros respectivos cuarenta y nueve y cuarenta años aparentes. El pacto tácito entre Lea y yo era que salvo los clientes de la X1, nadie sabría de nuestra capacidad de bloquear el envejecimiento, y nadie, por descontado, de que ese tratamiento podría prolongarse eternamente, como era nuestro caso. «Somos inmortales», dije aquella noche, en la cocina, respondiendo a la broma de Fidia sobre la crema antiarrugas. Lea sonrió satisfecha al escucharme. Sin duda, sin intercambiar una palabra al respecto, ella y yo sentíamos lo mismo hacia Fidia y Tanos, el mismo amor; una amistad tan honda que merecía que brindásemos con una inyección de X1. «¿Verdad Lea que somos inmortales?», insistí sin levantar la vista del plato. Tanos reía lo que suponía una broma. Fidia sonreía desconcertada, pues mi tono no era ni mucho menos de broma. «Sí, somos inmortales», pronunció Lea desde su sonrisa. «¿Queréis serlo vosotros también?», propuse. Fidia dejó los cubiertos. Tanos dejó de sonreír.
El resto de la cena, de nuestra cena, de la de Lea y de la mía, pues Fidia y Tanos ya no probaron bocado, lo dedicamos a desvelarles nuestro trabajo hasta la fecha. Antes de retirarnos a nuestras habitaciones, el ofrecimiento de la inmortalidad volvió a salir de mi boca: «si queréis no envejecer ni un día más, solamente nos lo tenéis que decir. Para nosotras seríais la más grata compañía en este viaje». A la mañana siguiente, en el desayuno, Tanos nos anunció que no querían ser inmortales, que el envejecimiento era parte de la vida, y que saltarse la vejez era para él como saltarse la infancia. Tenía unas profundas ojeras. Fidia también. «Y tú, Fidia, ¿piensas lo mismo?». «Yo amo a Tanos». Semejante afirmación me hizo recordar el gesto de Fidia cogiendo de la mano a Tanos muchos años atrás, el día que me explicó que si él no se iba a vivir a otro país era por estar junto a ella. Sin duda, no habían pegado ojo en toda la noche. Sin duda, Fidia nos habría acompañado en nuestro viaje a la eternidad. Sin duda, lo habían estado discutiendo toda la madrugada. Sin duda, los conocíamos. Lea y yo nos miramos turbadas. Sin duda, no había vuelta atrás en aquella decisión. «No hay hecho más bello escrito en la historia de la humanidad, Fidia —le dijo Lea—. Ni sabio más coherente que tú», se volvió a Tanos con los ojos enrojecidos.
Tres años más tarde, cuando le anuncié a Lea que la X0 ya estaba lista para usarla, que una vez nos inyectásemos aquellos dos mililitros de solución transparente, incolora y límpida, ya no habría vuelta atrás, que seríamos eternas, el mismo enrojecimiento en sus párpados me adelantó su respuesta: «yo seguiré el camino de Tanos…, hasta aquí… —se le entrecortó la respiración—, hasta aquí llega mi amor por ti». Tras un silencio roto, supongo que cuando le volvió la voz al pecho, continuó: «Te acompañaré con la X1 hasta que sienta que ya no me necesitas, pero un día querré envejecer. Tanos tenía razón en lo que dijo: que la vejez es parte de la vida, que evitarla es como renunciar a la niñez, y también en lo que no supo decir: que la muerte es lo único que da sentido a la vida». Nunca he sentido ese puto romanticismo, que la vejez, esa enfermedad putrefacta es deseable. Podría haber muerto con cuarenta y nueve años aparentes cuando le viniera en gana… Pero echarse en brazos de las arrugas, los quistes, la artrosis, las arritmias, los tumores, la demencia… Nunca me lo dijo. Tampoco se lo habría querido escuchar, pero creo que Lea pensaba que la vejez era el puente para aceptar la muerte, que si no se envejecía no se podía morir en paz. Y ella quería la paz. Una parte de mí jamás renunciará a recriminarle aquella decisión que si no se me indigestó al anunciármela fue simplemente porque me engañé pensando que tendría tiempo de convencerla, que cambiaría de opinión. Me engañé, sí. Nunca una decisión ha sido más firme que la de Lea en seguir el camino de Tanos, y yo lo sabía cuando di media vuelta y me fui de su despacho para inocularme la X0.
Siguiendo con nuestra investigación sobre la Voluntad, el caso de O171 también me parece especialmente remarcable. A esta mujer de treinta y ocho años le mataron a su marido, a su anciana madre y a sus dos hijas. Lo hicieron los rebeldes golpistas que depusieron al presidente electo. Los tres soldados, de doce, diecinueve y treinta años que llevaron a cabo la carnicería en la propia casa de O171, lo hicieron porque sí. No tenían nada en contra de aquella familia, nadie lo ordenó, y ni siquiera el analfabetismo o la incultura podrían achacarse como causa, pues el soldado de treinta años tenía una licenciatura, y el de diecinueve era músico y poeta antes de ser reclutado. Iban repartiendo el caos, como quien siembra, cuando su ejército tomó la ciudad y ellos asaltaron la casa de O171. No iban drogados. No tenían un historial especialmente violento; no más que otros, hablando como hablamos de militares y guerras. Como un comodín, solamente el Mal aparece para etiquetar lo que aquella tarde, a la hora de comer, sucedió en casa de O171. Porque morir se puede morir de muchas formas; y ver morir, también. Los tres soldados escogieron a O171 porque supusieron que sus ojos serían el mejor espejo en donde se reflejaría el horror que estaban a punto de improvisar. La mirarían a ella y así sabrían cuánto podía llegar a dilatarse la eme de la palabra mal. Echaron la puerta abajo y despertaron a toda la familia que sesteaba a aquellas horas. Los pillaron desprevenidos por dos motivos: uno, porque ellos apoyaban el golpe de estado, y, dos, porque desde hacía una semana se rumoreaba que las tropas rebeldes estaban a punto de tomar la ciudad, y ese día parecía no llegar nunca. En la confusión inicial, el marido y la propia O171 celebraron la entrada de los tres militares a pesar de haberles echado la puerta al suelo. Les ofrecieron comida y bebida, asegurándoles que les apoyaban, mientras ellos les encañonaban. Pero sobre los ofrecimientos y la alegría pronto se alzaron los marciales insultos y órdenes, y en poco menos de diez minutos, ante la incredulidad de O171 y su familia, todos acabaron encerrados, atados y amordazados en el salón. Según nuestro informe, O171 relató años después a un periodista, y te lo cito textualmente: «Se les veía la maldad en el intercambio de miradas, en el silencio de sus medias sonrisas, y en su husmear mientras nos retenían en el salón. Tú vas a mirar lo bien que nos lo pasamos», dijo a O171 uno de ellos, el mayor, mientras los otros dos echaban al suelo a su madre. El periodista comentó a O171 que en el informe interno del ejército al que él había tenido acceso, el oficial que sorprendió a sus propios soldados saliendo de su casa después de cometer aquella barbarie con su familia, había escrito que había sangre por todas partes, y que apenas podían componerse los cadáveres pues a todos les faltaban partes, y también había escrito aquel oficial que O171 había afirmado que habían violado a sus dos hijas y castrado a su esposo. Señalaba nuestro informe que al parecer el periodista había querido seguir enumerando las innumerables vejaciones a las que les habían sometido, pero que O171 se lo había impedido diciéndole: «Y muchas cosas más, hijo mío, y muchas cosas más que yo no le voy a decir para que usted no dé malos ejemplos a tanto enfermo mental que corre por ahí. Sí, pasaron muchas cosas más. Y debería reflexionar sobre sí mismo cualquiera que se quede con ganas de saberlas, hijo mío». El periodista contestó que la comprendía, y luego le pidió que le confirmase si era cierto que el oficial había puesto su propia arma en sus manos para que ella se pudiese vengar por lo que le acababan de hacer. O171 le confirmó que era cierto, y detalló que el oficial había hecho que la desataran, y que después ordenó que entrasen los asesinos de su familia, y que fue entonces cuando le dio su arma. Dijo O171 al periodista: «Los tres desgraciados se quedaron perplejos, no se esperaban la reacción de aquel oficial de su propio ejército». Parece ser que el periodista había replicado que eso no parecía coherente en un contexto de guerra en el que barbaries como aquella estaban a la orden del día, y que posiblemente aquel mismo oficial podía haberlas ordenado con anterioridad, e insistió sobre aquel tema preguntando a O171 si no creía que podría haber tomado aquella decisión como una maniobra propagandística para buscar la complicidad de sus conciudadanos, en vez de como un acto de justicia. Según el informe, O171 contestó: «Puede. Pero puede que, como me dijo el oficial, él también tuviera hijas y madre». Tras aquella respuesta el periodista le comentó que tenía escrito lo que ella les había dicho a aquellos tres asesinos de su familia, pero que le sorprendía que después de horas soportando ver cómo torturaban y asesinaban a sus seres queridos, ella tuviera la capacidad de decirles aquello. Constaba en el informe lo que O171 había dicho a aquellos tres soldados antes de devolverle el arma al oficial: «Yo os perdono. Espero que vosotros os lo podáis perdonar alguna vez en la vida». También preguntó el periodista si era cierto que ellos trabajaban para ella. Y O171 le había contestado que sí, que trabajaban para ella en la fábrica de ladrillos de su familia, y que tenían mucho trabajo porque después de una guerra había mucho que reconstruir. Le dijo que les iba bien, e incluso invitó a su entrevistador a hablar con los asesinos de su familia. Al parecer aquel periodista pretendía preparar un guión para una película. Eso se señalaba en uno de los apartados del informe en donde se puntualizaba que la historia de O171 era tan inverosímil que ninguna productora aceptó la primera versión del guión. Parece ser que, en aras de la verosimilitud, el guión se había ido transformando hasta convertirse en el que finalmente se usó en una película de escasa calidad que se adjuntaba al informe, la cual, por descontado, vi. En ella el oficial que sorprendía a los tres soldados era de un convoy de tropas internacionales, no del mismo ejército que ellos. Y la protagonista, para gozo liberador del espectador, terminaba descargando sobre los tres asesinos de su familia el arma que el oficial le ofrecía. El cine mentía, el perfil genético de la Voluntad de O171, no. Según se interpretaba de sus genes, O171 pudo tragarse todo todo el odio del mundo sin indigestarse.
Quien no pudo hacerlo, quien del odio, del rencor hizo el mapa de su vida fue Nono. Teníamos él y yo la misma edad aparente la primera vez que nos vimos después de la violación. Veintisiete años habían pasado. Media vida para él. Sólo un pestañeo para mí. Veintisiete años después de violarme nos reencontrábamos separados por los barrotes de una celda.
Lea estaba al corriente desde hacía días del cambio de rumbo que iba a tener lugar, no en vano, desde las sombras, ella estaba al timón del barco de aquella nación. En el contexto de profundísima crisis internacional, una crisis que, año tras año no hacía más que agravarse sumiendo a las antaño prósperas naciones en el umbral de la supervivencia igual que casi veinte años atrás hiciera con el país en donde se desarrolló mi primera vida, Utopía había dejado de ser una empresa convencional trascendiendo las fronteras clásicas de lo que podría considerarse un negocio o una corporación. Utopía, por aquel entonces, es decir, veintisiete años después de su creación, suponía el ochenta por ciento de la economía de la región y prácticamente el cincuenta por ciento de todo el estado. Y eso solamente en términos económicos, puesto que cultural y tecnológicamente se había convertido en la capital del mundo, ni más ni menos. Como ríos, descomunales volúmenes de capital e influencia de todo el planeta desembocaban en Utopía gracias a la X1. Sus poco más de dos centenares de beneficiarios estaban atrapados por la eterna juventud como por la más adictiva de las drogas. Para nuestra sorpresa, sus usuarios sobrellevaban bien la desaparición de sus allegados devorados por los años. Prácticamente se convertían en otras personas; personas desligadas de amigos, padres, madres, amantes, hijos… La fiebre de la eterna juventud era como un agujero negro capaz de sobrellevarlo todo…, todo salvo la pérdida de su siguiente dosis de X1. De modo que nada a lo que pudieran llegar nuestros clientes nos era negado por aquellos yonquis de la eterna juventud. Y lo cierto es que necesitábamos aquellos caudales de dinero y bienes, puesto que la mayoría de investigaciones que se llevaban a cabo en Utopía no tenían una aplicación práctica, al menos que pudiera desarrollarse a medio plazo. El mercado mundial, un mercado que había perdido al insaciable devorador de la clase media, un mercado forzado al elitismo en la era posterior a la Gran Estafa, tampoco hubiese sido suficiente para sufragar Utopía en caso de que nuestras investigaciones hubieran tenido una aplicación práctica a corto plazo. Lea me hizo comprender que Utopía era irremediablemente deficitaria, que algo así no tenía cabida en la estructura económica vigente durante la última era, la que nosotras habíamos conocido y se anunciaba como definitiva en la historia de la humanidad. Utopía tenía más de imperio que de empresa, así lo había intuido Lea desde el principio, y, conocedora del destino que hasta la época habían tenido todos los imperios, se preparó para evitar su hundimiento a costa de la decadencia del resto del planeta. «O ellos o nosotros», me justificó Lea en una ocasión, y con esa frase nos adentramos en una nueva era de la humanidad. Los ríos que alimentaban Utopía terminarían secándose. Era imprescindible prepararse para ello pero, paradójicamente, fueron nuestros preparativos para aquella sequía los que terminaron por precipitarla redibujando así la organización social humana vigente durante los últimos siglos en su penúltima transformación hacia el Estado definitivo.
En el contexto de esas transformaciones sociales reapareció Nono. El odio hacia mi persona había supuesto para él una fuente de energía inagotable, una radiación oscura que le había encaramado a la cima de su carrera militar. Al mando de la división militar de nuestra región con tan solo cuarenta años, Nono, el general más joven de la historia militar de su nación puso el ejército en la calle ante los rumores de que el máximo mandatario de nuestra región iba a proclamar su independencia del resto del país inminentemente. Técnicamente, la región ya era independiente desde hacía un par de años, puesto que los políticos y funcionarios autóctonos habían venido negociando con los de la capital del estado el traspaso de funciones y atribuciones. En la mesa de negociaciones, por descontado, había mucho dinero; dinero proveniente de la riqueza que generaba Utopía, por lo que, hablando claro, los políticos y funcionarios de nuestra región habían comprado la independencia. Por descontado, Lea estaba detrás de todo ello. Ella amenazó con llevarse Utopía a otro país, y aquello era algo que económicamente aquel estado no podría soportar, y sus apoltronados dirigentes lo sabían, de modo que, lentamente, se fueron haciendo concesiones y, piedra a piedra, el gobierno de la región pasó desde las manos de los gobernantes de la capital del país a las de los de la región. Paralelamente hubo un trabajo de concienciación y reconcienciación social, pura demagogia y contrademagogia. Grupos y organizaciones políticas y culturales regionales reivindicando un documentado pasado independiente siglos atrás; personalidades cada vez con más fuerza, con más voz gracias al dinero que, de forma invisible llegaba desde Utopía sumiendo a la sociedad en una crisis de identidad. Del otro bando, la contrademagogia llovía a raudales; desfiles militares, airadas declaraciones patrias… En fin, una batalla propagandística que al principio daba risa incluso al más ignorante pero que a fuerza de insistir acabó en un baño de sangre.
El día que Nono puso al ejército en la calle, una manifestación pacífica iba a recorrer la principal avenida de la ciudad. Hacía menos de doce horas que él había sustituido en el cargo a su predecesor como General en Jefe de la División Militar Norte, la que englobaba nuestra región. Hacía menos de veinticuatro horas que Lea había sido informada de que mandatarios centrales y regionales habían conspirado con varias de nuestras personas de confianza en la dirección de Utopía para quitárnosla de las manos. Tras sustraernos la información que consideraban que les faltaba, pensaban eliminarnos a ella, a mí y a nuestros directivos incondicionales y ponerse ellos al frente de Utopía. Solamente Lea y yo conocíamos el otro lado de Utopía, la fuente de su financiación: la comercialización de la X1; y, de las dos, solamente Lea sabía el quién, el cómo y el dónde, como un puente entre dos mundos completamente independientes, de modo que si ella moría, y moriría sin que pudieran sacarle una sola palabra, los dos mundos quedarían a la deriva hasta naufragar. La avaricia es estúpida, y los conspiradores creyeron poder seguir con la gestión de Utopía y así evitar el fraccionamiento del estado que, con razón, temían inevitable. Pero Lea estaba en su salsa, las circunstancias exigían el máximo de ella. Durante varias semanas estuvo al límite, sin apenas dormir, calibrando cada decisión sabedora de que el error no era admisible; agotada y tensa, pero feliz, plena, con su sonrisa seductora atrincherada bajo cada orden. Se intuía el cénit de su felicidad cuando sacó su primer as de la manga: Ulutz, infiltrado entre los políticos conspiradores, facilitándole la vital información con la que ella podía adelantarse a los movimientos del enemigo. Y el cénit llegó el día de la manifestación, con Biarda, la hermana de Ulutz, quien gracias a las invisibles ayudas de Lea se había convertido en una cantante de fama mundial idolatrada por hordas de adultos, adolescentes y niños en aquella sociedad posterior a la Gran Estafa. La singularidad del fenómeno Biarda era que la idolatraban tanto la ínfima élite como la vasta masa de los pobres, a quienes les podía faltar la comida o hasta el agua, pero no terminales de acceso a las redes virtuales en aquella sociedad que toleraría la miseria mientras no le faltase el opio del entretenimiento. Como la pescadilla que se muerde la cola, la marabunta de los miserables veneraba a Biarda, con rara lealtad en un mundo de divinidades de usar y tirar, por el poder de seducción que ella tenía sobre la élite. Y la élite la admiraba por su imperecedero poder sobre las masas de desheredados. Pura y humana contradicción.
Partidaria de la independencia por influencia de su hermano, cuando con estudiada improvisación Biarda anunció su participación en la manifestación, dimitió el General en Jefe de la División Militar Norte. La escena reclamaba la vuelta al escenario de la niña que nadie pudo domar, y de qué manera Lea la volvió a poner en el tablero de juego, ya de adulta. Lloró Lea la madrugada anterior a la manifestación. Lloró como sólo lo haría la madrugada posterior a la manifestación. Mientras las televisiones mundiales tomaban posiciones a lo largo del corto recorrido de la manifestación, los dos inmediatos sucesores al cargo de General en Jefe de la División Militar Norte renunciaban igual que su predecesor. Mientras fotógrafos y reporteros de todo el mundo abarrotaban los hoteles de la ciudad para ver al frente de la manifestación a Biarda, Nono aceptaba el cargo de General en Jefe de la División Militar Norte, acatando de ese modo la orden de la que habían huido como de la peste los otros tres generales más veteranos que él: usar la fuerza que fuera necesaria para disolver la manifestación, una orden con la que el alto mando se lavaba las manos mirando hacia otro lado. La integridad del país estaba amenazada e iban a defenderse como un gato panza arriba. Horas después del nombramiento de Nono, cuando los equipos de los medios de comunicación congregados desde todo el mundo dormían en sus hoteles, Lea recibió una llamada para advertirla del nombre del general al mando desde aquella misma noche. Inmediatamente, ella movió los hilos para que Biarda supiera que su vida correría peligro en la manifestación, que el mando del ejército estaba dispuesto a todo. Menos de media hora después Lea recibió una nueva llamada con un claro e irreversible mensaje: Biarda estaría al frente de la manifestación. Fue entonces cuando Lea lloró sin imaginarse lo que aún le quedaba por llorar. Yo no olí la tragedia, y nunca he sabido explicarme por qué. Nono, el adolescente que me violó al frente del ejército; Biarda, mi huérfana, en su punto de mira. Y llegó la hora de la manifestación en aquella primavera recién estrenada. La batalla de la información estaba ganada de antemano, y por ello se respiraba un ambiente festivo. Biarda se puso al frente de la manifestación a las cinco de la tarde. Quinientos niños de todas las edades flanqueándola; niños que antes se habían acercado a los militares apostados doscientos metros más adelante para atarles globos rojos en la bocacha de sus fusiles aprovechando su inamovible posición de firmes. Los reporteros gráficos buscaban su foto en aquel festín de imágenes disparando frenéticos por todas partes; el simbolismo de los globos y los fusiles sin duda se llevaría un premio internacional de fotografía. Llegó la hora de echarse a andar. Los gritos y los aplausos para Biarda atrás quedaron. La megafonía de las autoridades militares anunció la orden de disolver aquella manifestación inmediatamente. Una cadena de niños de tres y cuatro años, la primera fila, caminaba cantando una canción de Biarda, Mira mi globo volar libre. Su autora estaba en el centro cuando se dio la orden de disparar. Hubo un silencio escalofriante que pareció detener el tiempo. Los fusiles, algunos con los globos aún anudados, guardaron silencio ante aquella orden inconcebible. Solamente Nono podía atreverse a ejecutar su misión de disolver la manifestación empleando el método más drástico posible desde el primer momento, y por ello nadie comprendió aquella orden completamente fuera de lugar. El racional silencio de las armas encendió las voces de los niños que habían callado imitando a los adultos, quienes guardaron silencio para corroborar que habían entendido mal lo que se había escuchado por megafonía. Mira mi globo volar libre, sonaba de nuevo como un himno cuando Nono, el General en Jefe de la Octava Región Militar salió de un furgón blindado y se incorporó insólitamente a la primera fila del ejército. Solamente los militares, y no todos, se percataron de aquel dramático acontecimiento. Nono se situó al extremo del pelotón, desenfundó su arma corta y, con voz alta e incuestionable como la misma muerte, mandó que, a su orden, disparasen a los manifestantes bajo amenaza de muerte. Segundos después la voz de Nono retumbó y un trueno de aterrorizados fusiles soltó su mordisco mortal.
En directo y para todo el mundo, cayeron veinticinco niños fusilados a la orden de Nono.
Aquella misma noche se proclamó la independencia, pero, tristemente, la muerte de veinticinco niños de entre tres y cuatro años no pesó tanto en la presión internacional para forzar aquella proclamación como el fallecimiento de Biarda, quien en la cresta de la ola de la fama mundial a sus cuarenta y tres años moría desangrada en el asfalto moteado de hielo de la ciudad, junto a sus pequeños fanes. Nono, destituido horas después por los mismos que le ordenaron usar la fuerza que fuese necesaria para disolver la manifestación, fue detenido y llevado a una prisión militar en la que, a la una de la mañana, entraron a visitarle su padre, su madre y Lea, y, acompañándoles a ellos, yo misma. Solamente ellos tres entraron a su celda. Yo me quedé fuera, detrás de la reja, junto al único vigilante que nos guio hasta el aislamiento del general destituido. Él les recibió de pie, vestido con su uniforme, inmenso, inexpresivo y, ya dentro, Tanos le echó las manos al cuello sin mediar palabra ante la mirada indignada del guardián que permaneció inmóvil a mi lado observando cómo Nono no lograba deshacerse de los brazos de su padre, pura roca a sus sesenta y cuatro años. Ante las miradas rotas de Fidia y Lea, Tanos estranguló a su único hijo resollando sin cesar una sola frase, Nono, hijo mío; Nono, hijo mío…, hasta que su hijo, Nono, general implacable y violador enamorado, dejó de resistirse con sus ojos a punto de estallar en el preciso momento en que me vio. Cruzamos entonces una postrera mirada retorcida, su odio enamorado contra mi rencor asomando desde su sueño inmortal, hasta que su enorme cuerpo se aflojó exánime. La vida desapareció de sus ojos que aún me miraban desde la muerte con el odio que le alimentó en la vida. Fidia gritó entonces, Lea la abrazó y el guardián escupió al suelo.
Al amanecer, en un acto barnizado de simbolismo, Ulutz, el hermano de Biarda, fue nombrado el primer presidente de aquel nuevo Estado independiente ante el aplauso aún conmocionado de la comunidad internacional. Su primer acto oficial fue presidir los funerales de estado de su hermana y de los veinticinco niños. En mitad de aquel acto, Lea miró su reloj fijamente y cerró los ojos durante breves y sentidos segundos. Eran las dos en punto, la hora en la que en la otra punta de la ciudad, en el patio trasero de un cuartel, Tanos y Fidia asistían al solitario funeral de su hijo quien, oficialmente, se había suicidado. En el dolor de aquel gesto leí una sombra, una pista, un mínimo rastro en el ángulo de los labios de Lea. «Has conseguido lo que querías, ¿verdad?», le pregunté fríamente. Abrió los ojos, me miró un segundo y desde la sima de su alma tuvo que asentir muy a su pesar. La carta de constitución del nuevo estado contemplaba una novedad que pronto cambiaría el mapa del mundo: el abierto reconocimiento popular de Utopía como entidad inherente al estado. Con este paso, y por primera vez en la historia, una entidad territorial se vinculaba directa, estrecha, y abiertamente a la entidad económica que garantizaba su subsistencia por encima de cuestiones históricas, lingüísticas, étnicas o religiosas. Este crucial aspecto no pasó desapercibido internacionalmente de modo que mientras que por todo el mundo aún resonaban los aplausos por la constitución de nuestro estado, las conversaciones, negociaciones y discusiones por lo que se llamó la corporativización del Estado llegaba a las más altas esferas de las organizaciones supranacionales.
No habían pasado más de cuatro meses cuando Lea me comunicó que había un complot internacional para reintegrarnos por la vía militar al estado del que nos habíamos independizado. «La corporativización del Estado amenaza el estatus mundial. Hay muchas multinacionales, verdaderos imperios económicos prácticamente autosuficientes buscando estado. Eso por un lado, y, por el otro, hay muchos territorios que históricamente vienen reivindicando su independencia ofreciéndose a esos imperios económicos», me resumió la situación. «Y, ¿qué…?», iba a preguntarle cuando se me adelantó. «No te preocupes, ya lo esperaba —me aseguró—. Les hemos pillado por sorpresa y seguiremos adelantándonos a sus movimientos. En pocos días anunciaremos pruebas militares con armas de destrucción masiva». «Pero se nos echarán encima», dije alarmada. «Sí, ladrarán mucho, pero no se atreverán a tocarnos un pelo, eso funciona así». «Pero ¿tenemos esas armas?», pregunté inocentemente. «Pues claro, desde hace años, mi niña. Eso es lo que tienen las crisis, que los países más afectados que tenían esas armas ven cómo se desmoronan sus ejércitos, y el mercado negro no pregunta si las quieres para un atentado terrorista o para una fiesta particular». Los grandes imperios construyeron esas armas de destrucción masiva para mantener su hegemonía histórica, étnica, lingüística, religiosa…, pero como viene a comprobarse al final, solamente hay una ideología perdurable, y esa ideología es el dinero, los recursos, y cuando los imperios pierden la sangre que les mueve, mueren. Cadáveres con sus armas a cuestas, antes de caer al suelo, como carroñeros, ya estábamos los demás, terroristas, delincuentes o estados nacientes, adueñándonos de ese poder de destrucción que les hizo brillar antes de morir entre laureles. Tal y como me adelantó Lea, la comunidad internacional ladró, rugió e incluso nos aisló oficialmente. Pero el alcance de nuestras armas ponía en el punto de mira a las principales ciudades del mundo, y en menos de cuatro años, a regañadientes ante la opinión pública, nuestro estado corporativizado pasó a ser aceptado y, lo peor de todo para nuestros enemigos ideológicos, imitado. El cáncer corporativizador actuó mucho más rápido de lo imaginable. El caldo de cultivo de la crisis eternizada, nuestro deslumbrante ejemplo y, sobre todo, nuestra imprescindible ayuda económica y tecnológica fueron el mejor nutriente para ese nuevo tejido territorial, puro músculo comparado con el adiposo ejemplo de estados devorados por sí mismos víctimas del parasitismo de sus políticos corruptos que a base de amiguismo habían acabado dando vida a un sistema de gobierno insaciable, inoperante, viciado, agónico. Diez años después de nuestra sangrienta declaración de independencia ya éramos cuatro los estados corporativizados; quince años después, diecisiete; cuarenta años después, cincuenta y ocho…, todos bajo nuestra hegemonía económica. La historia nos enseñó y la tecnología nos ofreció los recursos para evitar repetir errores pasados. Utopía puso al ser humano dentro del Estado perfecto, tan sólo tenían que haberse estado quietos, pero la ambición, ¡ah, la ambición! La ambición es la sangre humana, y todo tuvo que echarlo a perder.
Y hablando de ambición, recuerdo en nuestra investigación sobre la Voluntad un caso que me llamó especialmente la atención: A002. A002 era precisamente lo que no tenía: ambición; ambición en su sentido expansivo. Según concluía nuestro informe A002 era feliz con lo que el día a día le había regalado desde que tenía diecisiete años: un trabajo en una cadena de montaje de muñecos, una mujer y dos hijos. A002 comprendía lo que era el dinero y, sobre todo, comprendía lo que significaba su escasez. A los treinta y siete años, a diez días exactos de cumplir treinta y ocho, el destino, pues en dios no creía, puso en la perpendicular de su recorrido diario a pie hacia la fábrica de juguetes un vehículo descontrolado que se estrelló contra un árbol empezando a arder de inmediato. A002 se jugó la vida al socorrer a la familia que iba dentro: un matrimonio y su hijo adolescente. De la chatarra en llamas ni un experto hubiera adivinado que aquel bólido negro que había pasado delante de él antes de estrellarse contra el árbol era un vehículo de lujo. La ambulancia se llevó a los heridos al hospital, y nada de ellos supo hasta que un mes más tarde el padre de aquella familia se plantó en la puerta de su humilde casa para pagarle la vida que le había salvado. Podía hacerlo, no en vano era uno de esos multimillonarios a quienes más por desgracia que por fortuna se les escapa la dimensión de su patrimonio. A002, por descontado, no estaba en casa; estaba trabajando en la fábrica de juguetes, pintando los ojos azules de un famoso príncipe de una película infantil. El multimillonario se dignó a esperarlo pues, según le dijo la mujer de A002, llegaría en veinte minutos. Veintiún minutos después A002 tenía entre sus dedos un talón por el importe de los sueldos que cobraría en los próximos cincuenta y ocho años de trabajo. Pero tal como lo recibió se lo devolvió a su dueño. «Esto no me corresponde», alegó sonriente. «Pero me ha salvado la vida a mí y a mi familia», insistió el multimillonario. «Sí, y no lo hice para cobrar. Ni un céntimo ni cien millones. ¿Ha cenado ya, señor?», terminó por invitar. El multimillonario, acostumbrado a la ley de la compraventa, corrigió el talón añadiéndole un cero más. Quinientos ochenta años de trabajo de A002 volvieron a las manos de su dueño con el siguiente y feliz comentario de A002: «Bonita cifra, pero ¿ha cenado ya, señor?», insistió. El multimillonario, indignado, se marchó refunfuñando sin que A002 llegase a saber si había cenado. Incapaz de comprender que hay cosas que no se compran, aquel hombre al frente de su patrimonio incalculable volvió a la carga tras cuarenta y ocho horas insomnes. En esta segunda ocasión estaba dispuesto a ofrecer lo que fuera convencido de que A002 se hacía de rogar en espera de una oferta mucho más tentadora que quinientos ochenta años de su sueldo. Arte, viajes, bienes muebles o inmuebles, puestos de trabajo…, hasta un equipo de su deporte favorito llegó a ofrecerle a A002 quien, con su incombustible sonrisa, negó todo aquello y mucho más que le hubiesen ofrecido para incredulidad de cualquiera que escuchase aquella historia. «Pero ¿es que no hay nada con lo que pueda pagarle lo que ha hecho por mí?», se lamentó enfurecido el multimillonario. «Si aceptase lo que le ofrece dejaría de ser él mismo», intervino la esposa de A002, con gesto de resignación según descripción del propio A002. «Mire, sí —dijo entonces A002—, haga algo muy importante para mí. Retire para siempre todo ofrecimiento que me haya hecho y garantíceme que nunca jamás me volverá a ofrecer nada. Así me daré por pagado». Ante el gesto de incredulidad del multimillonario, A002 aclaró que sus ofertas ya le habían causado demasiadas discusiones con su esposa. «Es un cabezota», añadió ella forzando un tono de reproche nada convincente desde su cariño invencible. También en A002 el perfil genético de su Voluntad confirmaba aquellos hechos, algo que nuestra limitadora lógica nos impide comprender, a mí la primera.
De hecho, si yo hubiese tenido ese perfil genético en lo relativo a la ambición, el mundo no sería como es. Paradójicamente, una humana con la ambición más grande que jamás se haya conocido iba a librarse de la inferioridad genética de su propia especie para alumbrar una nueva era: la de la humanidad definitiva. Esa humana, por supuesto, soy yo, la última humana inferior, o antiguos, como también se nos denominaría. En el otro lado del equilibrio estético, Uno, el primer humano superior, nació poco más de un año después de la declaración de independencia de nuestro estado. Hacía varios años que poseíamos los conocimientos y la tecnología para llevar a cabo ese experimento, el primer humano genéticamente corregido o reparado, pero incluso en mi inmortalidad, ciertas cuestiones éticas me llevaron a aplazar aquel experimento con el que se iniciaba la segunda fase de Utopía; cuestiones éticas más relacionadas con la existencia de mi criatura perfecta en un mundo imperfecto que con el hecho de jugar a ser dios, divertimiento al que mi ambición sin límites ya me tenía habituada. Algo tuvo que ver la muerte de Nono, poética para los amantes de la literatura, desgarradora para quienes sepan lo que es un hijo. Pero yo por entonces aún no había sido madre, así que la poética me preñó con sus misteriosas leyes de libertad para que la desaparición de la que para mí era la personificación de la imperfección humana, Nono, me apremiase a ocupar ese vacío trayendo al mundo al primer humano superior. Genéticamente perfecta; limpia de enfermedades hereditarias, inmortal, con una edad programada de maduración de treinta y ocho años, físicamente armoniosa, potencialmente muy inteligente, y ama de su Voluntad entre otros muchos aspectos de construcción genética, Uno, una hermosa hembra que pesó dos kilos novecientos gramos al nacer se convirtió en el primer humano superior que vio el mundo pocos días antes de que llegase la primavera. Su madre y su padre habían sido cuidadosamente seleccionados entre las muchas parejas con problemas de fertilidad que acudían a las clínicas de fecundación artificial de nuestro naciente estado corporativizado. Matrimonio de clase baja en lo económico, clase media en lo cultural, y clase alta en sentido común y responsabilidad según se desprendía de los tests y entrevistas que se les hicieron para decidir su idoneidad como padres para recibir gratuitamente el tratamiento de fertilidad, nunca tuvieron conocimiento de la joya genética que implantaron en el útero de la mujer. Obviamente, aquel secreto formaba parte del experimento, pues queríamos comprobar adónde llegaba el humano superior por sí mismo.
A Uno se la educó como a cualquier otra niña de su edad en aquel nuevo estado corporativizado. Era imprescindible que en lo relativo al entorno, Uno partiera de la misma línea de salida que los niños antiguos de su generación. Aparte de su genética, solamente la condición económicamente humilde pero emocionalmente constructiva de su familia, y también su sexo fueron variables seleccionadas ex profeso para el experimento. Uno de los aspectos sobre el que más dudas albergaba era las consecuencias del control de la Voluntad sobre la ambición, y fue por ello que, de entrada, se le dieron las herramientas pero también las dificultades para comprobar que existe una vía intermedia entre la ambición y el conformismo, una vía para la que aún no había nombre pues, tradicionalmente, el ser humano que la transitaba acababa siendo acusado de conformista por los ambiciosos y de ambicioso por los conformistas.
Así que nada hice respecto al porvenir de Uno salvo informarme del nombre que le pusieron sus padres: Wada. Nada hice por su porvenir ni tampoco para encontrarla, pues estaba convencida de que todos los inmortales nos encontraríamos algún día. Y así sucedió una fría mañana de invierno casi cuarenta años más tarde. «Hola Uno», le dije cuando llegó ese lejano pero inevitable día. «¿Uno? —se sorprendió ella—. Uno…, me gusta ese nombre». «¿Quién te ha enviado hasta mí?», quise saber. «No puedo decírtelo hasta que muera, se lo prometí», me respondió, contundente. Tenía ella entonces treinta y nueve años totales, treinta y ocho aparentes; y yo, cuarenta años aparentes, ciento seis totales. Ciento seis, sí.
Hubo entre Uno y Lea un invisible eje existencial pivotando sobre mi persona: el día que Uno nació, Lea me anunciaba que se administraba su última dosis de X1. «Ya te estás fabricando nueva compañía para la eternidad —bromeó refiriéndose a aquella Uno recién nacida—, es la hora de decirte adiós», me anunció con mirada penetrante, sin asomo del gesto jocoso de dos segundos antes. No le supliqué que no me arrancara el corazón. Nunca creí que no hubiera marcha atrás. Y el día que por fin conocí a Uno, treinta y nueve años más tarde, decidí que no volvería a visitar a Lea, quien por aquel entonces ya tenía ochenta y ocho años aparentes, ciento quince años totales. Al ver a Uno, la perfección humana, sentí las fuerzas que necesitaba para reconocer que yo no amaba a esa vieja que habitaba nuestra mansión vigilada por enfermeros las veinticuatro horas del día. Una vieja con incontinencia urinaria y fecal, cubierta de arrugas, sin apenas pelo, que se pasaba el día devorando programación basura mientras tricotaba. Aquella vieja no era la Lea que yo había amado, y la llama ya hacía muchos años que se había apagado, veinte al menos. Ella había querido seguir el camino de Tanos, pero yo no, y no estaba dispuesta a acompañarla en ese último y denigrante trecho, no estaba dispuesta a ver cómo se disgregaba en medio de dolores, humillación y dependencia por su propia elección. Hacía veinte años que Lea había decidido abandonar el mundo profesional y social encerrándose en casa, y desde entonces, salvo puntuales viajes profesionales, yo había hecho sola el recorrido de ida y vuelta desde la mansión al trabajo que antes hacíamos juntas. Y así hasta el día que conocí a Uno, momento en el que decidí que esa misma noche ya no volvería a la mansión con Lea. Tras mandar que le dijeran que aquella noche me quedaría a dormir en Espacio de Utopía, fui a instalarme en la residencia que ocupaba ciento ochenta metros cuadrados en el vértice sur de nuestra sede, junto a mi despacho y al que fuera el despacho de Lea, una residencia perfectamente operativa desde la inauguración del edificio que, sin embargo, solamente habíamos usado para descansar después de comer y, esporádicamente, para hacer el amor. De ese modo, la aparición de Uno en mi vida materializaba la tentación de quedarme a dormir allí por la noche, después de trabajar; una tentación que sentía desde hacía muchos años y cuya intensidad era inversamente proporcional al sentimiento que me ligaba a Lea.
La primera vez que estuve a punto de hacerlo fue pocas semanas después de morir Fidia y Tanos. Respecto al envejecimiento, Fidia fue la más radical de los tres. Imagino que su radicalidad nació de la imposición de la vejez, de sentirse arrastrada por su marido por aquel camino espinoso que, probablemente, ella no hubiese tomado de no amar a Tanos como lo amaba. Fidia no quiso médicos ni medicinas, se enfrentó a la vejez a pecho descubierto, y a los setenta años, cinco después de la muerte de su hijo, murió de cáncer de útero. Una muerte fulminante. Una mañana se sintió mal, tuvo hemorragias, perdió el conocimiento camino del hospital y aquella misma noche murió. Tanos murió tres días después, de tristeza. Técnicamente fue un infarto, pero Lea y yo supimos que había sido la tristeza. En tres días envejeció diez años. La tristeza aguda mata. Por aquel entonces hacía sólo cuatro años que Lea había dejado la X1, por lo que su edad aparente era de cincuenta y tres años. Pero la tristeza aguda además de matar, es contagiosa. A las pocas semanas de los funerales de Tanos y de Fidia, una anciana entró a mi despacho. No tardé más de dos segundos en superponer el rostro de aquella anciana con el de Lea, y entonces me sobresalté. Era ella, con el rostro fofo y arrugado, y los andares pesados, como si soportase una losa en sus espaldas. No le dije nada, pero cuando salió de mi despacho las lágrimas se me escaparon de los ojos, silenciosas. Lágrimas de rabia, de pena. No podía entender su decisión de envejecer. Y aquella fue la primera noche que me planteé no regresar a la mansión con ella. Pero no lo hice, y no lo hice porque allí ya no nos esperaba nadie, y no podía dejarla sola. Sin embargo, tras aquella primera y dolorosa percepción de la vejez de Lea, mi alma se acomodó a su edad como los ojos lo hacen a la noche, y, como sucede con la oscuridad, a partir de ese momento los destellos de su sonrisa me resultaron mucho más hermosos, casi deslumbrantes en su repentino crepúsculo. Como pareja, Lea y yo seguimos siendo sexualmente activas hasta quince años después. Ni su flaccidez ni sus arrugas me importaban. Sus dedos, su boca y su lengua eran más sabios que nunca. Pero el verano del año que ella cumplió sesenta y siete años aparentes, noventa y cinco años reales, al regreso de uno de sus habituales viajes de negocios, Lea llegó muda, triste, hundida, físicamente muy muy deteriorada. Tras mucho insistirle en que me dijera qué le pasaba, al fin me respondió con un hilo de voz en el aparcamiento del aeropuerto: «Vengo del funeral de mi hijo pequeño». Hacía tantos años que no hablábamos de sus hijos que prácticamente había olvidado que los tenía. Por ello y por lo que siempre me transmitió acerca de sus sentimientos hacia ellos, su patente desolación me dejó totalmente descolocada. «Pero siempre creí que nunca los habías querido, que te sobraban», le recordé. «Es verdad, por eso nada he sabido hasta ahora de ellos. En el viaje me llegaron noticias de que mi hijo menor había muerto. Me lo contó el único amigo que me queda de mi anterior vida. Ya tiene noventa y siete años y no puedo recriminarle las lagunas de su memoria. Mi hijo tenía sesenta y cinco años y el funeral iba a hacerse el día siguiente. La noticia, como puedes imaginarte, me dejó indiferente». «¿Entonces?». «Entonces…, entonces me fallaron los reflejos y pregunté lo que no debía haber preguntado…, por los otros dos —me desveló deshaciéndose el moño para volvérselo a componer compulsivamente—. Y así me enteré de que mi hija murió de sobredosis con veinte años, y que a mi segundo hijo lo metieron en la cárcel con veinticinco por haber violado a una niña de doce, y que en la cárcel lo mataron al segundo día. Desde que llegamos aquí, ¿cuánto hace ya…?». «Sesenta años», le recordé. «Sesenta años ya… Pues desde entonces había prohibido a las pocas personas que conocían mi pasado cualquier comentario sobre mi familia y sobre ciertos amigos. Me obedecieron, y ahora descubro las consecuencias de mi vacío —dijo rompiendo al llorar sin dejar de componerse y descomponerse el moño torpemente—. Por eso he querido ir al funeral de mi hijo menor». «¿Y él…?», pregunté pensando que su hijo menor podría había tenido una vida plena y que eso compensaría el dolor que Lea sentía por sus otros dos hijos. «Él llevaba cuarenta y tres años en un psiquiátrico». Guardé silencio, un silencio tan profundo como el dolor que a Lea le retorcía el rostro. La vejez, el sufrimiento y las lágrimas, algo tan impropio de ella, rompieron en aquel mismo instante nuestra relación como pareja. Sin duda, aquella era ya otra persona. ¿Qué diferencia había entre los indefensos bebés que debieron ser sus hijos y la drogadicta, el loco y el violador que dejaron la vida atrás? Dolor, muchísimo dolor. A lo largo de los años nuestro cuerpo cambiante sirve de refugio a personas distintas que lo habitan más o menos tiempo. Tras aquel viaje en el que había asistido al funeral de su hijo menor, otra Lea desplazó a la anterior. En la mayoría de las ocasiones los recuerdos y obligaciones de la anterior vida se resisten a la metamorfosis plena, conviviendo durante cierto tiempo dos personas en el mismo cuerpo, una especie de monstruo bicéfalo. No sucedió así en aquella ocasión con Lea. La nueva Lea se rindió brusca e incondicionalmente a la vejez, y su capitulación me permitió a mí cortar los hilos de los recuerdos que durante los últimos años nos habían mantenido unidas a falta de nuevos lazos. Nuevas, sinceras con nuestros sentimientos, yo proseguí mi camino de ida, y ella el de regreso separándonos para siempre a pesar de seguir compartiendo techo para resguardarnos de la soledad. Un acto insignificante, de trascendencia inversamente proporcional a su discreción, se convirtió en el punto final del currículo de Lea. «Ya no voy a jugar más —me dijo a la mañana siguiente de su último viaje, cuando entró a la cocina para desayunar tendiéndome un pequeño papel con un nombre escrito—. Este hombre es el puente. Él te llamará para quedar. Os veréis dos o tres veces por semana. Él te consultará las principales cuestiones de estado. Ya estás preparada para decidir, pero si tienes dudas, haz lo que él te aconseje». En ningún momento me asustó la responsabilidad, no en vano, junto con Lea, y once personas más, yo ya era uno de los miembros del Consejo de Utopía, Los Trece, como se nos llamaba coloquialmente. Constituido desde que nació Utopía, nuestras decisiones solían ser tan o más trascendentes que las del gobierno del estado puesto que en muchos casos condicionaban las propias acciones del gobierno. Comprendí al constatar mi nula intención de rogarle que siguiera a mi lado, que acababa de convertirme en la mujer de estado que muchos años atrás anunciara Lea. Respecto a ella, mi orgullo inmortal mató cualquier atisbo de pena por la compañera que aquella mañana quedaba a mis espaldas. «Te dejo la autarquía al alcance de la mano», terminó por revelarme con el tono apagado de quien sabe que está ofreciendo margaritas a los cerdos. Aquella palabra, aquel ideal, aquel concepto era su obra, su legado, su oda, y yo no me daba cuenta de ello ni en el mismo momento que me lo ofrendaba. Como una madre que da el consejo de su vida a su hija con la máxima aspiración de que en un futuro lo recuerde para sacarle provecho, Lea esbozó el eco de una sonrisa cuya sabiduría dio un salto de veinte años, justo el tiempo que tardé en entender la vital importancia que su legado tendría para la supervivencia de mi obra.
Los siguientes veinte años, Lea se los pasó viendo programas basura y haciendo papiroflexia con un pequeño papel dorado que cada noche volvía a quedar desplegado en la mesita del salón, junto a su butaca. Veinte años en esa misma butaca, arrugándose hasta quedar infinitamente cuarteada como el papel con el que hacía papiroflexia, con el cerebro carcomido por la mierda de la programación, gente contando sus miserias, insultándose, llorando, acusando, acusando y volviendo a acusar a grito limpio, algo tan humillante que nunca me digné mirar. Por culpa de aquellos programas, poco conversamos ella y yo durante aquellos últimos años de su vida. Un cordial beso en los labios al irme y al regresar, uno de los que las mujeres de la familia se daban en aquella cultura, cero pasión; un que te vaya bien el día, al irme, un qué tal el día, al regreso, y un bien por respuesta en ambas ocasiones fueron el gesto y las frases que más sonaron en la vieja mansión ahora cuidada por una empresa de servicios que incluía atenciones geriátricas para la que oficialmente era mi abuela. Cuando yo cenaba, ella se acostaba, cuando ella desayunaba, yo aún dormía; y era yo quien desayunaba cuando ella ya estaba taladrándose el cerebro con los programas basura. Soledad en compañía, qué triste es. Durante casi dos décadas esa tristeza era la que me rogaba que me quedase a dormir en Espacio de Utopía, pero, invariablemente, un poderoso magnetismo me había devuelto a la mansión cada noche hasta el día que conocí a Uno. Ese magnetismo no era ni mi compasión hacia Lea ni mi melancolía por los tiempos pasados, por mucho que echara de menos su sonrisa seductora que ya nunca brillaba. «Por qué regreso si no la amo», esa era la pregunta que me asaltaba todas y cada una de las tardes, de regreso a la mansión, vencida por aquel magnetismo. Nunca hallé la respuesta. Y es que no hay respuestas para las preguntas equivocadas, pero eso no llegué a comprenderlo hasta que Lea me iluminó desde su muerte, desde el profundo acto poético en que se erigió su muerte.
Lea murió la primera noche que yo no fui a dormir. Su cuerpo sin vida apareció en mi cama en lugar de la suya, recostada sobre varias almohadas, como si hubiese estado despierta en el momento de morir. En sus labios fríos y arrugados, su vieja sonrisa seductora durante dos décadas escondida no pudo menos que conmocionarme. «Su abuela tenía esto en la mano cuando la encontramos», me comentó el enfermero que me acompañó a la habitación tendiéndome un objeto dorado. Se trataba del papel con el que había estado haciendo papiroflexia durante aquellas dos décadas, un papel que cada noche había quedado desplegado, huérfano de forma, pero que ahora aparecía terminado para representar con una precisión asombrosa algo que solamente yo podía identificar. «Bonito diamante de papel», comentó el enfermero al entregármelo. «No es un diamante, es una isla desierta», le maticé admirando las decenas de diminutos triangulitos que formaban la colina de arena donde ella se me había aparecido desnuda ochenta años atrás. Respecto a aquel lugar remoto, hay una conversación entre Lea y yo que ha desaparecido en el espacio y en el tiempo. Así lo tengo escrito en una de mis libretas de memorias: «no logro recordar cuándo ni dónde lo hablamos». En esa conversación yo le digo a Lea que me gustaría regresar a la isla desierta de nuestra tercera cita. Y ella me responde que aquella isla ya no existe. «Pruebas militares. Nuevo armamento», me telegrafía. Una aguda tristeza me embarga al instante. Nunca volvimos a hablar de aquel tema. A veces, en momentos de flaqueza, he llegado a pensar que soñé la conversación sobre la desaparición de nuestra isla. En la actitud más infantil que recuerdo haber tenido en toda mi vida, jamás me atreví a preguntárselo de nuevo, no fuera a enterarme de que, verdaderamente, la isla había desaparecido a causa de unas pruebas militares. Del mismo modo, desde que la tecnología me lo permitió, tampoco quise rastrear el planeta en su búsqueda excusándome en que posiblemente no recordaría su forma. Ahora, con aquella escultura de papel entre mis dedos, no tendría tal excusa, pero tampoco tal anhelo. «No hay arma más devastadora que el tiempo», pensé cuando, in extremis, mandé al enfermero que me dejaran a solas con Lea. Y digo in extremis porque en cuanto cerré la puerta el silencio se me tragó. Hay emociones tan hondas que las palabras no alcanzan ni alcanzarán jamás. El silencio es lo más cierto, lo más fiel; ese silencio que parece quererte sorber sollozo a sollozo. No me gusta tocar la palabra amor, tan babeada por la vulgaridad, pero más allá del sentimiento que impulsa a la muchedumbre a decir amar cuando quiere decir desear, poseer, someter, apreciar, valorar, necesitar, agradecer, depender…, e incluso odiar, mucho más allá de ese sentimiento existe un amor ignoto, sin normas, salvaje, un amor que muy pocas parejas alcanza, un amor que pierde sus límites, sus contornos y hasta su nombre, un amor que crees que desapareció veinte años atrás y que un buen día regresa brotando de la misma tierra en donde se secó sin dejar rastro. Comprendes entonces que cuando una relación alcanza aquellas alturas, una ya no puede decidir si ama o no ama, como no puede decidirse si se respira o no se respira. Con esa certeza tu vida encaja con su muerte, y te sientes completa, y agradeces la suerte de magnetismo que te ha llevado cada noche a su lado ahora que sabes que ella no ha muerto de pena, que ha sido la alegría de saber que yo no me quedaba sola en la eternidad lo que le ha permitido irse en paz. «Has sido…, has sido tú la que me has enviado a Uno», fueron las primeras palabras que logré emitir desde el agujero negro de mi silencio tomando la anciana y glacial mano de Lea, la criatura que más habría de amar en toda mi vida.
Pero debo insistir en que esta es una historia de poder, no de amor, aunque tantas veces vayan de la mano, como si temiesen perderse el uno sin el otro.