En cuanto la linterna empezó a fallar Gabriel determinó una nueva estrategia de avance. Miraría el camino, apagaría la luz y seguiría caminando de memoria un trecho. Cuando a lo lejos aparecía un nuevo cuerpo calculaba la distancia y volvía a encenderla ya a pocos metros, esquivándolo antes de proseguir a ciegas un trozo más. La sensación de que le seguían se intensificó en plena oscuridad, y varias veces se volvió de repente, encendiendo la linterna para tratar de sorprender a su supuesto perseguidor. Si bien no veía a nadie, siempre creía escuchar unos pasos en la tierra que se detenían después de él, unos pasos que, para no enloquecer de miedo, decidió que debían tratarse del eco de sus propios pasos. En uno de aquellos repentinos giros sí que descubrió algo: un arbusto a pocos metros de la carretera. En aquel momento era la una y media de la madrugada según el reloj del décimo cadáver que había encontrado. Un trozo más adelante vio un esqueleto que, por el tamaño y la forma, supuso que debía ser de un perro. A las dos ya había visto cinco arbustos más, un árbol, los huesos de otro perro, de tres pájaros de diversos tamaños, y los de un lagarto. A las dos y media caminaba entre árboles, unos árboles que le recordaban a los eucaliptos por la altura y la forma de su copa. Seguía encontrando esqueletos: los humanos, siempre uniformados, el mismo uniforme, la misma bandera, distintos tipos de armas junto a ellos, pero siempre la misma postura sugiriendo asfixia. A las tres y treinta y cinco encontró la primera casa, una construcción de una planta situada a unos veinte metros del camino, a la derecha en el sentido de su marcha. Adosada a esta había dos viviendas más. Enfrente, al otro lado de la carretera de tierra, aparecía una sucesión idéntica de casas. Parecía que detrás de ellas había más. Ni una luz, aunque había farolas. Se acercó a la primera de las viviendas más asustado que esperanzado. Llamó a la puerta de madera. Se trataba de casas humildes; una puerta y dos ventanas; paredes de obra cuya superficie blanqueada se descascarillaba por todas partes. Como esperaba, nada sucedió. Empujó la puerta pero estaba cerrada. Se asomó a la ventana y enfocó con la linterna. Vio una televisión, una mesa, varias sillas a su alrededor. También vio un sofá sobre el que había tendido un cuerpo boca abajo. Pantalones y un jersey de los que sobresalía una calavera. Los brazos doblados a los costados con las manos bajo el cuello indicaban, sin duda, que aquella persona había muerto de igual modo que los militares del camino. Miró Gabriel por la otra ventana de la casa, pero esta tenía una opaca cortina cerrada. Desolación, recordó. Desolación era el nombre que su mujer daba a aquella inmensa región del planeta en donde los seres humanos no tenían futuro ni esperanzas. Pero esto es peor aún, pensó Gabriel dirigiéndose a la siguiente casa. En ella repitió la operación de la puerta. También estaba cerrada. Parecidos muebles se veían desde la ventana al enfocarla con la débil luz de la linterna. Pero en esta ocasión no había ningún cadáver, al menos a la vista. Se asomó a la otra ventana, enfocó. Allí estaba el horror. Era una habitación. Había una cama de matrimonio y, delante de esta, una cuna de madera. Cuatro esqueletos sentados sobre la cama. Dos adultos, hombre y mujer, por las ropas y el pelo, estrechaban entre sus brazos, ahora cúbitos, radios y húmeros, dos pequeños esqueletos, uno apenas un bebé de pecho de cuyo pijama colgaba un chupete. La luz de la linterna parpadeó. Se sentó Gabriel en el suelo apoyando la espalda en la pared de la casa. Lloró en tal silencio que apenas se dio cuenta de las lágrimas. Moribundo, el halo de luz iluminaba sus pies cuando se apagó. ¿Cuánto rato había estado allí, sentado? Al fin, la repentina oscuridad le hizo reaccionar. Quería marcharse de allí. Necesitaba pilas, pero no estaba dispuesto a profanar aquellas casas convertidas en sepulcros. Extrajo las pilas, las golpeó, las cambió de posición. Se volvió a encender la linterna. Enfocó la calle polvorienta que cruzaba aquel cementerio, aquel museo de los horrores. Identificó esqueletos de un par de animales, perros probablemente. Apagó. Caminó. Repitió la operación diez o quince veces cruzando el pueblo hasta que detrás de aquella primera fila de casas le sorprendió una luz en una ventana de los pisos superiores de un edificio de dos plantas que surgió entre los árboles. Quizás hubiera alguien que le ayudara a salir de allí. Se levantó una leve brisa. Encontró Gabriel un callejón por el que acceder a aquella segunda fila de edificios. Apenas cinco metros de callejón con cuatro ventanas; cuatro ventanas que le parecían observar acusadoramente, como ojos sin párpados. La linterna volvió a fallarle, ya definitivamente, así que el último trecho hasta aquel edificio más alto tuvo que recorrerlo guiándose por la luz que salía de su interior, apenas un débil resplandor que escapaba de unas puertas abiertas muy anchas. Entró. Parecía un recibidor. Vio varios carteles escritos en un alfabeto que jamás había visto; no era árabe, ni hebreo, tampoco le recordaba las grafías asiáticas. Sin embargo, se parecía un poco a todas ellas. Siguió la luz que se arrastraba por la escalera que había frente a él. Llegó a la segunda planta. Había una puerta a su derecha y otra a la izquierda. La luz venía de la izquierda. Fue hacia allí, y al cruzar el umbral descubrió que estaba en un hospital. Veinte camas metálicas alineadas en dos filas, diez a su derecha y diez a su izquierda. Al fondo, otra puerta que daba a una habitación de la que parecía provenir la luz. Horrorizado, Gabriel comprobó pasando entre las dos filas de camas que aquello debía ser la planta infantil del hospital. En cada una de las camas había un pequeño esqueleto y, junto a muchos de ellos, sentados en sillas, apoyados en las camas o derrumbados en el suelo, esqueletos de adultos. Evitó Gabriel fijarse en ellos. Ya no quería saber dónde estaba. Sólo quería marcharse de allí. Las lágrimas regresaron a su rostro, de nuevo silenciosas. Cruzó el umbral hasta la siguiente habitación y el horror no le dio tregua. Allí había una fila de seis cunas de metacrilato, con mantas; y cuatro incubadoras. Como urnas de un museo del infierno, en cada incubadora había un diminuto esqueleto con pañales. Apartó la vista buscando la fuente de la luz: una linterna idéntica a la que él llevaba estaba encendida encima de una mesa. Había un esqueleto en el suelo, con bata y pantalones. Fue Gabriel a coger la linterna que enfocaba las incubadoras, y allí, junto a ella, descubrió abierto una especie de informe encuadernado, escrito en el mismo alfabeto. Los números eran árabes. Nada era casual. Aquello estaba allí para que él lo viera. Se notaba en el polvo de la mesa que aquello lo habían puesto recientemente. No hacía falta comprender aquel idioma para entender de qué trataba el informe: centenares de fotografías de niños recién nacidos con malformaciones, monstruosas muchas de ellas. Rostros sin ojos, sin boca, cuerpos sin extremidades, cráneos deformes… Todos vivos. Tomó Gabriel el volumen y lo volvió para leer la primera página. Alguien había traducido en bolígrafo azul lo que parecía el título: «Malformaciones. Uso de armas de última generación desde 1993». También ponía: «ver página 85». Además de las fotografías de malformaciones que se sucedían en todo el informe, en la página 85 aparecía un mapa del mundo. En rojo aparecían marcados decenas de países. Junto al mapa, traduciendo el encabezado del mismo, la misma letra en bolígrafo azul rezaba: «países productores de armas potencialmente mutagénicas». Una risa sarcástica, a la vez triste y decepcionada, escapó de los labios de Gabriel. De aquel mapa podía interpretarse con una simple ojeada la patética realidad: los países ricos, coloreados, prosperaban gracias a la miseria en la que sus armas sumían al resto del mundo. Como un ciclo más de la vida y de la muerte, afectado por todo lo que estaba viendo, Gabriel imaginó las corrientes que erosionaban el mundo: calaveras marchando de los países ricos hacia los pobres, dinero de los pobres a los ricos. Monedas. Dos caras: un rostro afable, digno, un monarca, un artista, una obra de arte en una de las caras, una calavera en la otra.
—¡No puede ser tan simple! —exclamó, impotente, arrojando el informe sobre la mesa.
Una pequeña nube de polvo se levantó. Las partículas brillaban a la luz de la linterna. Parecían orbitar en el haz trazando una espiral hacia el fondo de aquel pozo de luz. En las incubadoras, el pausado baile de las sombras de las motas sugerían movimiento en su interior, y el movimiento, vida: bracitos agitándose, llantos de hambre, risas, madres que introducían sus manos para acariciar a sus bebés. El dolor de aquel pensamiento se le hizo insoportable a Gabriel. Tomó la linterna de la mesa y echó a correr hacia fuera mirando al suelo y al frente para salvarse del horror que se ofrecían a izquierda y derecha. Al llegar al exterior pensó en Andrea. Ella no habría dejado el informe, se acusó.
—¡Pero yo no soy ella! ¡No soy eeella! ¡No lo soy! ¡No, no, no…! ¡No soy tú, Andreaaa! ¡Andreaaa! —gritó.
Cuando nadie escucha, a uno no le queda más que regresar a sí mismo desde el odio. Eran las cuatro y cinco minutos cuando Gabriel lo hizo.
—Bueno —dijo limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano—, tendré que hacer algo.
Pero no hizo nada salvo sentarse en mitad de la calle de tierra preguntándose a qué hora amanecería en aquel lugar mientras en vano trataba de herir la oscuridad absoluta del cielo con la nueva linterna. A las cinco menos cuarto estaba tendido en el mismo sitio, mirando el mismo cielo con la convicción de que en cuanto la linterna se apagase, la oscuridad le tragaría para luego escupir su esqueleto vestido junto a sus pertenencias. Hacía ya un buen rato que en lugar de preguntarse cuándo amanecería, se cuestionaba si alguna vez lo haría. Jadeante, la luz de la linterna subía y bajaba de intensidad. No, nunca amanecerá, se dijo. Poco después se escuchó un sonido inconfundible.
—Un helicóptero —se sorprendió Gabriel y, antes de que pudiese repetirlo, un helicóptero que por el sonido parecía ser enorme, sobrevoló a muy baja altura aquel poblado de muerte sacudiendo los árboles con violencia—. ¡Un helicóptero! —gritó poniéndose en pie para tratar de hacer señales con la linterna.
Por la altura y la dirección, Gabriel dedujo que se dirigía al aeropuerto fantasma del que él venía, y echó a correr hacia allí volviendo sobre sus pasos entre remolinos de hojas. Las piernas le flaquearon pocos metros después de dejar atrás las primeras casas. Siguió caminando lo más rápido que pudo. El sonido le llevó a pensar que el helicóptero estaba muy cerca. Pero el ruido disminuyó, y entonces se convenció de que el rumor que persistía debía ser una simple reverberación en su cerebro. Minutos después se apagó la linterna. Maldijo su suerte. Mientras trataba de cambiar las pilas de posición escuchó un crujido. Antes de volverse hacia el sonido ya le habían reducido. Fue como si una gigantesca mano de la noche le hubiese agarrado para aplastarle contra el suelo. Pero no, no era un inmenso pulgar lo que le presionaba la cabeza, ladeada, contra el suelo: era una rodilla. Escuchó unos grilletes cerrarse antes de notar que lo hacían alrededor de sus muñecas. Unas manos le palparon todo el cuerpo. Le registraban, sin duda. Se encendió una luz roja, vio botas, botas militares a su alrededor. Intentó gritar, preguntar, pero no pudo. Comprendió, tarde, que lo que había sentido en su boca era cinta aislante. Le levantaron bruscamente. Contó hasta seis militares con uniformes negros, los rostros mimetizados, subfusiles, y unos cascos acoplados a unas gafas negras, casi máscaras cabría decir, cubriéndoles el rostro desde la nariz a las cejas. Uno de ellos, el que tenía un diminuto punto de luz sobre el hombro, se dirigió a un segundo entregándole un papel, y este segundo habló a Gabriel en su idioma.
—¿La conoces? —le dijo mostrándole el papel: una foto de Zoé, la misma que le habían enseñado los supuestos policías en el portal de su piso.
Gabriel, harto de huir, asintió con la cabeza mirando la foto bajo la tenue luz roja. De inmediato se hicieron señas con las manos. Se apagó el punto de luz roja. Volvió la oscuridad. Sintió entonces que le sujetaban del brazo obligándole a caminar. Por la textura del terreno, Gabriel notó al poco rato que salían de la carretera de tierra. Ahora pisaba hojas y pequeñas ramas. Al rato se escuchó un zumbido. Sin duda debía ser el helicóptero. Instantes después vio una luz roja que al punto identificó como la iluminación interior del helicóptero, un gran helicóptero de apariencia militar que, por los puntitos luminosos, sin duda estaba sobre la pista del aeropuerto en ruinas. Al llegar al helicóptero, los militares se quitaron sus gafas y subieron. Acomodaron a Gabriel entre dos de aquellos tipos. Observó entonces que entre ellos había hombres de todas las razas y que, también en negro, sobre la manga del uniforme estaba grabado uno de esos escudos de empresas de seguridad. Mercenarios, se dijo Gabriel. También vio, delante, de espaldas a él, en la cabina del piloto, junto a este, a un militar con el mismo uniforme y la misma bandera que había visto en los cadáveres uniformados. En verdad, no llegaba a verle la cabeza, sólo la manga izquierda del uniforme verde de campaña con aquella bandera. Desde un habitáculo posterior entró un tipo de unos cuarenta años vestido de paisano. Tejanos y anorak marrón. El hombre se sentó delante de Gabriel, entre dos de los mercenarios. Muy serio, le mostró la foto de Zoé, la misma de las anteriores veces. Chapurreando su idioma le preguntó si la conocía. Intentó Gabriel decir que sí, pero la cinta de la boca se lo impidió. Asintió con la cabeza. El tipo de paisano dio una orden a la cabina y, a continuación se sacó una especie de bolígrafo del bolsillo con el que pinchó a Gabriel en el cuello. Se escuchó un silbido que enseguida se transformó en el característico ruido de los motores de reacción. Las palas de la hélice pasaron una, dos, tres, cuatro veces…, cada vez más deprisa, hasta que fue imposible distinguirlas del movimiento circular que las contenía. Parecía que iban a elevarse cuando, de pronto, se escuchó un grito, una orden. Los mercenarios saltaron del aparato como espoleados por un resorte invisible. Sólo uno se quedó dentro, el que estaba junto a Gabriel. Miró Gabriel por la ventanilla de la cabina del piloto y no dio crédito a lo que estaba viendo: a pocos metros delante del helicóptero había una mujer desnuda iluminada por unos focos que sin duda provenían del aparato. Era Zoé. Antes de que le empezaran a pesar los párpados vio Gabriel cómo dos de los mercenarios la reducían en el suelo sobre la pista de aterrizaje para, de inmediato, llevársela. Ella no había opuesto resistencia; todo lo contrario, parecía haberse entregado.
Despertó Gabriel en una mazmorra en penumbra. Piedra a su alrededor: paredes, techo y suelo; grandes bloques de piedra, siglos de piedra. Era como si hubiese hecho un viaje en el tiempo, o como si estuviera en un parque temático. La pobre luz que iluminaba aquellas desgastadas piedras provenía de un pequeño ventanuco, apenas una palmo por un palmo, situado en la puerta de madera reforzada con escuadras metálicas. Por lo que se veía, la mazmorra, cuadrada, no mediría más de tres metros por tres metros, y la puerta estaba ubicada en mitad de una de las paredes. El techo era muy, muy alto; más de cuatro metros de altura. Se incorporó Gabriel apoyándose contra la pared. Recordaba a la perfección todo lo sucedido hasta la aparición de Zoé frente al helicóptero. Intentó mirar la hora pero le habían quitado el reloj. Iba vestido todavía con la ropa del centro de acogida. Apestaba a sudor.
—¿Has dormido bien? —escuchó susurrar una voz de mujer frente a él, en la esquina situada a la derecha de la puerta.
—¿Zoé? —retumbó la voz de Gabriel por las paredes.
Nada se veía en el lugar de donde provenía la voz.
—Veo que te acuerdas de mi voz —dijo Zoé modulando la voz para evitar el eco—. Buena memoria.
Por el tono, Zoé debía estar sonriendo. Parecía tranquila, incluso divertida.
Iba a decirle Gabriel que era por el extraño acento, pero estaba demasiado nervioso para hacer comentarios de ese tipo. Ella salió de la oscuridad. Iba vestida con una especie de chándal rojo y unas zapatillas deportivas.
—Quieres saber dónde estamos, ¿verdad? —le dijo sentándose frente a él, en el haz de luz que entraba por el ventanuco.
—¡Dónde estamos, quién demonios eres, qué pinto yo en todo esto! —estalló Gabriel. Su cólera golpeó las paredes tardando largos segundos en desaparecer.
—Estamos en las mazmorras de una de las sedes de una organización que lleva persiguiéndome siglos. No sé si la de Italia o la de Francia. Me han encapuchado hasta llegar aquí —dijo Zoé mirando a Gabriel fijamente a los ojos.
—¿Siglos…? Dios, otra loca —rio Gabriel con forzado sarcasmo.
—No te preocupes, ahora ellos vendrán a buscarnos para interrogarme y entonces lo entenderás todo.
—¿Ellos?
—Los de la organización. No tienen nombre. Estaban esperando que te despertaras para interrogarme.
—¿Qué?
—Sí, ya te habrán visto despierto. Ahora mismo nos deben estar escuchando. Esto es viejo pero deben tener cámaras y micrófonos en el techo.
—¿Por qué van a interrogarte? ¿Qué pinto yo aquí?
—Respecto a lo segundo, te seguían a ti para encontrarme a mí. Pero me he dejado capturar —rio—. Respecto a lo primero, van a interrogarme porque creen que soy dios. Ese es el único fin de su organización. Buscan a dios desde hace milenios. Nacieron con el monoteísmo. Han seguido el rastro de la personificación de dios en la tierra, un dios absolutamente humano, como todos vosotros. A ellos nadie les conoce. Si no tienes nombre no existes. No son más de doscientos por todo el mundo, pero tienen mucho poder. Sus jerarcas han usado decenas de sectas y organizaciones mundialmente conocidas a lo largo de la historia para seguir el rastro de dios sin que esas organizaciones sospecharan sobre su verdadero fin. Para el trabajo sucio siempre contratan a los mejores investigadores, a los mejores mercenarios si hace falta, ya lo has visto. Debo reconocer que son hombres excepcionales, grandes estrategas y manipuladores. Muy preparados, sí —aseguró mirando el techo de la mazmorra—. Muy preparados para buscar —repitió esbozando una sonrisa—, pero no para encontrar.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Gabriel, desconcertado por la seguridad con la que hablaba aquella pequeña mujer.
—No están preparados para encontrar, por dos cosas: primero, porque ahora que todas las líneas convergen en una persona, ahora que no albergan ninguna duda, ahora que por fin encuentran a dios, se confirma que es una mujer. Es algo tan desconcertante para ellos… Y segundo porque, ¿qué hacer con dios?
La cordura de las palabras, la paz de la voz de Zoé deshacían la resistencia racional de Gabriel a tal velocidad que, cuando este cobró conciencia de que la estaba creyendo, saltó a la defensiva blandiendo el argumento más simple e incuestionable:
—Esto es un montaje —replicó Gabriel procurando no alzar la voz—. No sé qué queréis de mí. No sé a qué viene todo esto. ¿Qué hago yo aquí? ¿Qué hacemos juntos?
Iba a seguir preguntando Gabriel cuando Zoé se sacó un pequeño objeto de la boca, una especie de diminuta cápsula plateada que sostuvo entre sus dedos índice y pulgar de la mano derecha para mostrárselo a Gabriel.
—Harán lo que yo les diga hasta que decidan matarnos. No quieren que yo muerda esto y muera en menos de cinco segundos. Antes necesitan saber cosas que solamente yo puedo contar —reveló volviéndose a introducir la cápsula plateada en la boca—. Y les he ordenado que estemos juntos, tanto aquí como en el interrogatorio para no saber.
—¿Interrogatorio para no saber?
—Sí. Uno puede preguntar con la mente libre, o con la mente cargada de prejuicios. Ellos ya saben perfectamente quién soy yo. Sus preguntas buscarán desesperadamente un resquicio para negarme, y se agarrarán a un clavo ardiendo.
—Y yo, ¿qué pinto aquí? —preguntó Gabriel.
Zoé le miró a los ojos. Se escucharon pasos aproximándose.
—Te necesito —concluyó levantándose.