Lejos de nuestras antiguas vidas, e incluso lejos del primer invierno de nuestras nuevas vidas, la relación entre Lea y yo se nutrió de aquellos días maravillosos. De hecho, el sexo no era más que un síntoma de nuestro crecimiento como pareja, una pareja singular, eso sí, y buen ejemplo de ello es que nunca llegamos a renunciar a nuestras respectivas habitaciones para instalarnos en una compartida. La verdad es que de aquella posibilidad fue algo de lo que ni llegamos a hablar, y eso que hablar era nuestro deporte preferido. Hablábamos, hablábamos y hablábamos. Y lo que es más importante: escuchábamos, escuchábamos, escuchábamos… Discutíamos mucho, pues mi inexperiencia apasionada a menudo chocaba con su pragmatismo, sabio en la mayoría de las ocasiones. Incluso nuestros cortos viajes por la región eran buenas ocasiones para la comunicación, pues aunque siempre nos acompañaban Tanos y Fidia, ellos solían dejarnos a solas cuando no los necesitábamos, haciendo gala de su innata prudencia y sentido de la oportunidad. Normalmente se trataba de excursiones de un día, aunque en alguna ocasión llegamos a quedarnos a dormir fuera hasta tres noches. Bosques y praderas se alternaban a lo largo y ancho de aquel territorio prácticamente llano cuyos límites con su vecina región, dentro del país, quedaban claramente marcados por un impresionante precipicio vertical de más de trescientos metros de caída. Era, pues, aquella región un altiplano históricamente inexpugnable respecto al resto del estado con el cual lindaba por el sur, por el oeste y por el este con aquel espectacular precipicio. Por el norte, un enorme macizo montañoso los separaba del país vecino, mucho más desarrollado pero también mucho más caro y transparente para instalar nuestro laboratorio. Es decir, que, como un escalón gigante, nuestra región quedaba prácticamente aislada por la orografía, tanto del resto del país, como del país vecino, circunstancia que resultaría de crucial importancia en un futuro.
En uno de aquellos viajes vivimos una insignificante pero desagradable situación cuya magnitud como fuente de inspiración era imposible de imaginar la mañana de verano en que sucedió. Como en toda la región, la gente no podía decirse que fuera amable con los extranjeros. Una fingida indiferencia era la tónica general. Las sonrisas que se dedicaban entre compatriotas, a ti te la escatimaban, y punto. Pero aquella mañana algo cambió, pues, tres hombres nos increparon abiertamente a la salida de la única pensión de la pequeña aldea en donde habíamos pernoctado. Entre sus insultos, y aunque yo no tenía ni idea de economía, capté una lección acelerada de aquella materia gracias a dos apuntes clave. Apunte número uno: había una profunda crisis económica. Apunte número dos: los extranjeros éramos los culpables de que ellos se estuviesen quedando sin trabajo y de que cada vez pagasen más impuestos. Como toda demagogia, había una verdad a medias en aquellas ideas. Ahí estaba nuestro filántropo, y nosotras mismas, beneficiándonos del masivo robo de capital en todo el mundo que, sin duda, aquellos patriotas estaban cubriendo con sus impuestos. Era verdad, éramos extranjeros, pero no era menos verdad que, al igual que ellos, millones de ciudadanos de todo el planeta también estaban pagando de sus bolsillos y con sus empleos la Gran Estafa, y ellos también eran extranjeros; y no menos verdad era que algunos de sus compatriotas se estaban beneficiando de ese robo trabajando para Cirpunthueco desde hacía unos meses, y otros embolsándose suculentos sobornos para que nadie importunase nuestra empresa. Sí, como en toda demagogia había una envenenada verdad a medias en los insultos de aquellos tres tipos. Y como en toda verdad a medias, una mentira absoluta era lo que subyacía bajo su apariencia de verdad. El incidente quedó en muchos gritos y un par de empujones entre Fidia, Tanos y los tres tipos. La vehemente defensa de Fidia y Tanos trasladó el centro de gravedad de las iras de aquellos tres hombres hasta ellos, a quienes insultaron llamándoles criados con tanta rabia que aquellos energúmenos se quedaron sin voz, y cuando les dejamos atrás en nuestro vehículo solamente escuchamos a nuestras espaldas unos gruñidos animales que inevitablemente evocaban la frustración de los depredadores cuando fracasan en su tentativa de caza sobre una presa. Por descontado, no nos quedaron ganas de volver a invadir el territorio de criaturas tan hambrientas. «Por mí este es el último viaje —dije yo ya dentro del vehículo, sintiendo aún el aliento de aquellas tres fieras en el cogote—, me da igual que me llaméis cobarde». Fidia y Tanos trataron de quitarle hierro al asunto, pero, para mi sorpresa, Lea se puso de mi lado: «Esto va a ir a peor, es mejor no jugársela». Un tanto sorprendidos por la rotundidad y la trascendencia de su afirmación, los tres preguntamos por qué decía aquello; qué información tenía. «Lo huelo», se limitó a contestarnos Lea. Durante mucho rato guardamos silencio, un silencio pesado, meditabundo. No era Lea persona de afirmaciones gratuitas, y menos si estas afirmaciones no estaban apoyadas en algún razonamiento lógico. Recuerdo que fue Fidia quien se adentró en el silencio con una pregunta que a mí me sonó al torpe rumor de quien se adentra en la espesura de un bosque impracticable. «¿Sugieres que va a haber problemas gordos, no sé, una guerra o algo así?». «Sugiero que nos preparemos para cambios importantes, no me preguntéis qué cambios porque no lo sé, pero huelo los cambios como si acabase de ver un relámpago y os dijera que va a escucharse un trueno». «¿Cambios para bien o para mal?», dije yo autocensurándome mentalmente tan pronto acabé de pronunciar mi pregunta por considerarla estúpida, pues pensé que debía dar por sentado que se trataba para mal. «Los cambios son para bien o para mal según lo rápido que tardas en adaptarte a ellos —sentenció Lea, para mi sorpresa—. Es cuestión de prestar atención, de tener reflejos, o incluso de adelantarse».
Pero los cambios drásticos aún tardarían años en llegar, casi cuarenta, o, para ser más concretos, el vaso aún tardaría décadas en colmarse con el veneno financiero que ya iba goteando desde hacía tiempo. Muchas cosas sucederían con anterioridad, entre gota y gota. Aquel mismo verano, dos sucesos se cruzarían en mi camino para cambiarme la vida y, mientras que el segundo acontecimiento en el tiempo fue una especie de bomba de relojería, el primero me afiló el carácter en el mismo momento en que sucedió.
El laboratorio funcionaba en aquellos momentos de una forma ejemplar. En tan solo unos pocos meses el equipo se había compenetrado a la perfección y los resultados iban ajustándose al patrón esperado de un modo preciso. La selección y la gestión del equipo estaban dando un resultado que cumplía con las expectativas de Lea y sobrepasaba las mías, pero una tarde, Coos, uno de nuestros mejores técnicos, virólogo concretamente, se asomó a mi despacho. Me dijo que quería comentarme una cosa y le invité a sentarse. Por su gesto serio adiviné que algo importante sucedía. Su enorme cuerpo de cuarenta años se desplomó sobre la butaca que le ofrecí y se quedó largo rato mirando el techo, como si buscase las palabras adecuadas. Con una sola frase suya comprendí que iba a necesitar la traducción de Lea, no para entender, sino para asegurarme de que mi poca destreza con su idioma no me llevaba a una improbable conclusión equivocada. «He comprendido lo que estás buscando», era la frase. Estaba muy claro a lo que se refería, pero yo me hice la loca. «¿Qué quieres decir?». «Es impresionante, genial… Las moléculas independientes que estamos sintetizando podrán autoensamblarse para integrarse en la estructura genómica…», empezó a explicar. La consecuencia de aquella afirmación era tan grave que preferí minimizar el margen de error. Rogué a Coos que me disculpase y fui a buscar a Lea en persona por si tenía que traducirme algo. Sólo le dije: «Coos lo ha descubierto». En unos minutos, ya con Lea sentada junto al técnico, le pedí a este último que prosiguiese. Tal y como suponía, las palabras de Coos siguieron el guión que tanto me temía. A pesar de la minuciosa compartimentación de la investigación; a pesar del poco tiempo que hacía que habíamos empezado y de lo mucho que quedaba por delante, el inusual talento de aquel técnico le había llevado a la salida del laberinto. Contrastando con mi patética estupefacción, Lea reaccionó con una profesionalidad brillante. Felicitó a Coos por su inteligencia y le pidió, como él debía comprender, que todo aquello no debía salir de aquel despacho, y que por méritos propios debía formar parte de la dirección del proyecto con las mejoras salariales que ello conllevaba. Hasta le dio el nombre de la macromolécula final que buscábamos en Cirpunthueco, X1, para ganarse su confianza. Coos respondió que para él no eran importantes las mejoras salariales, que las aceptaba, claro estaba, pero que lo que él quería era conocer los detalles del proyecto, es decir, lo que estaba por venir. Adivinaba adónde íbamos pero no sabía cómo, reconoció. «Tenemos que llevar esto con discreción, como comprenderás —insistió Lea—, ¿podrías pasarte mañana dos horas antes, para estar tranquilos?». Sorprendido, Coos asintió que lo haría encantado. En aquellos momentos, mi estado de ansiedad era tal que ni me enteré cuándo Lea se despidió de Coos. Ya a solas, ella y yo, Lea fue directa al grano: «si te dijera que puedes escoger entre contárselo todo o eliminarlo, te estaría mintiendo. Si no quieres perder tu proyecto hoy mismo, sólo tienes una opción: matarle». Por descontado, yo no estaba entonces preparada para semejante decisión, así que me pasé un buen rato tratando de convencer a Lea de que se podía salvar el proyecto sin necesidad de hacer daño a nadie. «Despierta —me dijo muy seria—, Cirpunthueco ya está manchado de sangre. El problema es que ahora te toca a ti dar la orden, porque yo no lo voy a hacer. Sólo la orden, claro, porque nuestras manos señalan, pero no se manchan. Esa es la única forma de matar para personas como tú y como yo, con ética, moral y escrúpulos. Tienes que madurar y esta es una buena oportunidad. Aunque puedes engañarte a ti misma y pensar que podemos seguir adelante, que en nada afectará al proyecto que un empleado conozca el secreto más grande que ha habido en la historia de la humanidad. Díselo a mi difunto marido. Podría eliminar a Coos sin que tú te enterases, pero no voy a hacerlo. Sólo necesito hacer una llamada. Pero tienes que decidirte antes de la medianoche de hoy. Algo tan grande como Cirpunthueco necesita a un verdadero líder detrás. ¿Estás tú a la altura?». A la altura, a la bajura…, ¿qué diferencia había? A solas con aquella pregunta me dejó Lea. Sabía que tenía razón. Nuestra utopía reclamaba un primer sacrificio. La información que Coos tenía era más que suficiente para hundir nuestro proyecto, como yo había hundido el de mi examante, el difunto marido de Lea. Pero sí que tenía dos alternativas: ordenar asesinar a Coos y seguir adelante o dejarle vivo y abandonar Cirpunthueco. Busqué y abrí el expediente de Coos para repasar lo que ya sabía: edad, estudios, experiencia, estado civil, hijos… «Ni a su viuda, ni a Biarda, su hija de tres años, ni a Ulutz, su hijo de siete, permitiré que les falte nada en la vida», golpeó aquel pensamiento contra mi conciencia como una patada en la boca del estómago cuyo asfixiante dolor me adelantaba la decisión que ya había tomado. «¿Serás capaz de hacerlo?», susurré profundamente dolida conmigo misma.
Una estéril lucha interior se prolongó hasta que a la mañana siguiente llegué al laboratorio. De camino hacia mi despacho me asomé al puesto de trabajo de Coos. Me detuve a saludar a sus compañeros. Lea, quien me acompañaba como casi cada mañana, se detuvo conmigo. Estaba segura de que con mi decisión acababa de perder lo más importante que podía perder en mi vida. «¿Está enfermo Coos?», me preguntó su compañera de mesa al vernos. Pero no, para mi sorpresa no había perdido lo más importante que podía perder; mi alma seguía ahí, conmigo, aferrándose al cuerpo y a la mente, a sus ilusiones, con una fuerza a prueba de tópicos. Lea estaba junto a mí, pero me adelanté a ella: «Coos ha muerto esta mañana —escuché mi propia voz como ajena, acaso fuera mi antigua voz de ayer, una voz que mi nueva mente, mi nuevo yo, no reconocía ya—. Han encontrado su cuerpo frente a su casa. Dicen que ha sido un ataque al corazón». Empecé a llorar, pero no lloraba por haber ordenado la muerte de aquel hombre ni por haber dejado huérfanos a dos niños ni viuda a su mujer, lloraba por la tristeza que me provocaba la sangre fría que descubría tener; eran unas lágrimas de duelo por mi antigua persona, la que jamás hubiera ordenado matar a nadie, la de la otra punta del mundo, la que tenía madre y familia, y una vida media; la antigua persona cuya esencia empezó a desangrarse al llegar allí, renunciando a su pasado, y aquel día vertía su última gota de sangre. Lea salió de la sala. La compañera de Coos se llevó la mano a la boca, bajó la vista y siguió su tarea reprimiendo sus sentimientos como era habitual en aquel país. Yo me sequé las lágrimas y seguí hacia mi despacho con mi alma en las tripas. Al llegar me encontré a Lea esperándome. Sabía por propia experiencia que la necesitaba. «¿Soy mala persona?», le pregunté consumida por la ansiedad. Ella me indicó por señas que cerrase la puerta, la cual, en mi estado de nervios, se me había olvidado cerrar. Lo cierto es que yo misma podría haberme contestado, pero necesitaba que alguien corroborase mi negación. «¿Cuántas personas ordenarían matar sin ensuciarse las manos por hacer realidad el sueño de su vida?», se preguntó haciéndome partícipe de su reflexión antes de añadir que si yo creía que tenían una mínima duda sobre su propia bondad los mandos militares, los políticos, los banqueros, los jueces, y toda la camarilla de guante blanco cuyas decisiones diarias mataban, no a una, a cientos, a miles de personas en todo el mundo. «Sus decisiones tienen una justificación que va más allá de causar el mal, de provocar el sufrimiento…, como tu justificación. El sufrimiento que ocasionan es un efecto secundario, no el objetivo de la decisión. Sólo es malo quien hace sufrir por el mero placer de ver el sufrimiento ajeno», afirmó. «No me refiero a eso —respondí—, me refiero a si soy mala por no sentir remordimientos, si no tengo conciencia…, alma». Pensó antes de contestar. «Tienes el alma de los hombres de estado, blindada a los sentimientos que puedan desviarte de tus objetivos —afirmó antes de detenerse para observar mi reacción—. Y ahora empiezas a descubrirlo. Eres una mujer de estado», añadió con una voz tan luminosa que alumbró la vasta extensión que había desde su pasado hasta mi futuro: ella también era, o había sido una mujer de estado, y yo apenas era una mujer de estado en ciernes. Como un faro, su inteligencia apuntó hacia otro lado para no deslumbrarme. La costa estaba ahí, y a mí me quedaban océanos por navegar. Viré. Todavía me quedaban muchas tormentas para ser una verdadera mujer de estado; más aún para convertirme en un animal de estado, puro instinto en la toma de decisiones; y casi una eternidad para abordar a la humanidad como el monstruo de estado que estaba llamada a ser; una criatura incomprensible para mis congéneres desde la razón al instinto, una fantasía tan admirada como temida. Me senté en mi mesa, debía ocuparme de una viuda y dos huérfanos. No había tiempo para lamentaciones. La desgracia del padre y marido debía yo convertirla en la fortuna de aquellas tres personas; así se lo encargaría a Lea.
Pocos días más tarde, mientras cenábamos, Fidia y Tanos nos comunicaron que iban a ser padres. Aquel era el segundo suceso que aquel verano se cruzó en mi camino para cambiarme la vida. La bomba de relojería estaba en marcha.
La consecución de Cirpunthueco relativiza mi experiencia del tiempo. Desde el día en que mi descubrimiento se hizo realidad, la perspectiva del tiempo cambia completamente; los acontecimientos, teóricamente alejados en el tiempo perfecto y estéril se aproximan salvando grandes masas de días, de semanas, de meses; mi memoria salta charcos de años y lo cotidiano desaparece en una mancha extraña en la que se disuelven las mañanas, las tardes y las noches.
Nono estaba ya en el vientre aún plano de su madre. La bomba de relojería estaba en marcha, pero yo aún no lo sabía. Nono, el hijo de Tanos y Fidia, nació en pleno invierno, mi segundo invierno allí. Nunca me gustó aquel niño, y creo que las trece palabras que le regalé en sus aniversarios eran un síntoma claro de la repulsión que me producía su mirada.
Noche. La excusa para regalarle aquella palabra pocos días después de nacer fue que Nono vino al mundo de noche, pero en verdad es que eso es lo que me sugirió su mirada intuitiva, su anómalo silencio, y el hecho de que su madre estuviera a punto de morir en un parto que la dejó estéril de por vida. Cuando a su padre le dije aquella palabra, yo no estaba pensando en su misterio ni en su belleza, pensaba en la noche como algo oscuro, peligroso, terminal.
Vida. Esta se la regalé en su primer aniversario. Al decir vida me refería a su forma más radical: la de los parásitos. Así lo veía yo, agarrado a los pechos de su madre durante casi un año, sorbiéndola, vaciándola sin contemplaciones. Ya estuviera ella muerta de sueño, destrozada por el cansancio o torturada por la hipersensibilidad de sus pezones, él berreaba hasta conseguir lo que sabía que le pertenecía más que a su propia madre: el pecho.
Jefe. Escogí esta palabra en su segundo aniversario limando mucho la palabra que en verdad le hubiese regalado: tirano.
Libertad. Esta se la regalé a los tres años evitando escribirle déspota en su cuaderno de aniversario; aunque cuando se la regalé miraba a Lea. Ella seguía jugando, y sus juegos la llevaban a viajar dos o tres veces al año a diversos puntos del mundo. A la mañana siguiente del tercer cumpleaños de Nono, ella tenía que marcharse en uno de aquellos viajes al núcleo del poder, de modo que la víspera del aniversario dormimos juntas. Después de hacer el amor Lea me preguntó si no echaba de menos hacerlo con un hombre. Yo le contesté que no, que ni me lo había planteado. «¿Tú sí?», añadí. Me confesó entonces que en el anterior viaje había estado a punto de hacerlo, pero que, algo increíble en ella, los remordimientos, se lo impidieron. Nunca hasta la fecha, salvando la excepción del trío con Tanos y Fidia, me había sido infiel. Yo tampoco a ella, ni se me pasaba por la cabeza. «¿Me estás pidiendo permiso?», le pregunté sin tapujos. «Por increíble que te parezca, no podría hacerlo si a ti te causa dolor», contestó. Por increíble que a mí misma me pareciera, aquella posibilidad que acababa de plantearme no me ocasionaba mayores celos que si un hombre le hiciera un masaje o la piropease, o si prefiriese mantener una conversación con otra persona en vez de conmigo. No sentía a los hombres como una competencia. «Haz lo que te apetezca —le dije de corazón—, pero si en lugar de un hombre fuera una mujer creo que me destrozarías». Tras un profundo suspiro de alivio Lea me dijo que yo era su niña mala, que ni antes ni después de conocerme había deseado a una mujer, que no me preocupase por ello, que lo que necesitaba de un hombre era algo carnal, físico. Lo más curioso de todo era que yo ya sabía todo lo que me estaba diciendo, que no albergaba la menor duda al respecto.
A partir de aquel día, entre las diversas anécdotas de los viajes que me contaba a su regreso estaba la de si se había acostado con algún hombre o no, y si lo había hecho, cómo había ido la cosa, y cuando lo hacía lo hablábamos como dos amigas que comentan cómo le ha ido a la otra con el ligue que se ha echado la noche anterior, burlándonos, sorprendiéndonos, riendo y chillando como dos adolescentes. Así era nuestra relación, única, como todas las relaciones que se desprenden de los prejuicios de los demás, y así se lo quise manifestar mirándola fijamente a los ojos cuando, a los tres años, le regalé a Nono la palabra libertad.
Espacio. Se la regalé a los cuatro, y aunque sus padres lo interpretaron como una referencia al hecho de que desde aquel año Nono había pasado a dormir solo en una habitación en nuestra planta, al otro extremo del pasillo de las habitaciones que Lea y yo ocupábamos, en verdad me refería al insalvable abismo que había surgido entre Lea y yo como consecuencia de la relación con el niño, un hecho que aquel año ya no me pude seguir negando. A ella, Nono le había abierto la caja acorazada de sus remordimientos, y el sentimiento protector que jamás sintió por sus propios hijos se le derramó sobre Nono desde el primer día que lo vio. Cuando trataba a aquel niño apenas reconocía el rostro de la Lea infalible que dedicaba al resto del mundo. Con cuarenta años me recordaba a las abuelas chochas que se pasaban el día alabando a sus nietos, y verla así, idiotizada por cualquier cosa que hiciese el crío, aumentaba mi rencor hacia él. Hasta aquel año ella y yo habíamos discutido sobre aquel tema en numerosas ocasiones. Yo siempre insistía en que sus padres ya consentían suficientemente al niño, y que no hacía falta que ella lo malcriase aún más, a lo que, hasta la fecha, Lea me contestaba que hacer que el niño sintiera que era querido no era malcriarlo, y ahí se acababa la discusión, más que nada porque ese era el argumento último de donde no se la podía mover. Sin embargo, pocas semanas antes de su cuarto aniversario, en una de aquellas discusiones yo la ataqué más de la cuenta diciéndole que creía que ella actuaba así con Nono porque sentía remordimientos por haber abandonado a sus propios hijos. Ella guardó silencio, un silencio temible en el que sus dedos estiraban y retorcían su pelo componiéndose y descomponiéndose el moño compulsivamente hasta que me dijo: «y yo creo que tú estás celosa de Nono». Probablemente ambas teníamos razón, y así lo reconocimos no volviendo a hablar jamás del tema. A nuestra relación le iban saliendo límites a medida que avanzábamos juntas en el camino arcano de las parejas, y aquel era un límite, un abismo, al que era mejor no asomarse si queríamos seguir juntas. Y queríamos seguir juntas.
Roca. Se la regalé a los cinco años pues así era como veía su carácter: inamovible, inquebrantable.
Frío. A los seis, también pensando en su carácter, en este caso a su ausencia de empatía; y eso mismo me inspiró a los siete para regalarle la palabra Tormenta. Raíz, a los ocho, pues, para bochorno de sus padres, con aquella edad el niño empezó a hablar de los héroes patrios del pasado, y ni su madre ni su padre lograron quitarle a aquellos personajes de leyenda el brillo con el que sus maestros los habían niquelado obligados por los programas educativos gubernamentales, más patriotas que de costumbre como reacción a la crisis económica que seguía carcomiendo los estados, las sociedades, las familias, y contra la que los mandatarios de aquella nación luchaban con el falso lema de: «la crisis viene de afuera, defendámonos», con lo que, en el fondo, lo que pretendían era salvaguardar sus privilegios, sus butacas en el gobierno, y las de sus amigos y familiares en la administración, señalando con el dedo más allá de sus fronteras con el pueril grito de ¡yo no he sido, fue aquel!
Cuchara. Se la regalé al año siguiente, al cumplir nueve. Fue el primer objeto que vi y eso le dije. Aquel año me había distanciado de Nono y de la mansión tanto como pude, y así se reflejó en una palabra que ni medité, pues no estaba dispuesta a que me exasperase la estupidez contagiosa de un niño que se creía el centro del universo, que hablaba mal de los extranjeros sin pensar en nosotras, y al que tanto sus padres como Lea disculpaban argumentando que la culpa la tenía el colegio, y que eran cosas de críos. Mi opinión, al no ser madre, no valía nada, y por ello me refugié en el laboratorio y en mis memorias evitando compartir mi tiempo con la singular familia en la que nos habíamos convertido aquellos cuatro adultos y un niño que vivíamos bajo el mismo techo. Por otra parte, aquella dedicación intensiva resultó muy productiva para Cirpunthueco. Los resultados positivos de los ensayos en animales, tanto en invertebrados como en vertebrados, y mi voracidad científica me animaron a saltarme los protocolos internacionales de ensayos clínicos, y aquel año empecé a probar los efectos de la X1 en humanos. Los sobornos a los directores y personal médico de los geriátricos nos permitieron probarlo en ancianos, y esos mismos sobornos aplicados a altos mandos del ejército nos sirvieron para contrastar los resultados con adultos jóvenes. Técnicamente, estábamos probando una vacuna, y la naturaleza lábil de la estructura molecular que introducíamos evitaba que, en caso de analizarla, pudiesen descubrir de qué se trataba.
Sonrisa. Esta palabra fue la excepción a la norma, y se la regalé al cumplir los diez. Recordé durante muchos meses la sonrisa con que un día sorprendí a Nono. Él no sabía que yo le estaba viendo reflejado en un cristal de la cocina. Era la clásica sonrisa de estúpido que ponen los enamorados cuando sueñan con su amor imposible, y, para mi absoluto desconcierto, aquellos labios curvados por la estupidez ¡apuntaban hacia mí! Al instante me volví para comprobar lo que mis ojos me decían. Sorprendido in fraganti, al instante Nono me recordó a una fiera acorralada. Buscó a su alrededor con tal rabia en su mirada que por un momento pensé que, de no haber puerta por la que huir, aquel chico me habría acabado golpeando. Más tarde, cuando me sobrepuse de la sorpresa y lo analicé fríamente concluí que no debería haberme sorprendido pues los enamoramientos de la primera adolescencia solían aspirar al imposible y, claro, quién más distante que yo en el pequeño universo de Nono. «Pero si aún es un niño», me dije, y entonces caí en la cuenta de que aunque aún no era un adolescente, aquel chico ya había dejado de ser un niño. A lo largo de los siguientes meses aquella apreciación se hizo evidente, y al cumplir los once años, Nono ya era un adolescente corpulento de voz cavernosa quince centímetros más alto que yo. Prematuro hubiese sido la palabra que le habría regalado de no ser por un acontecimiento que tuvo lugar pocas semanas antes de su aniversario, el cual hizo que la palabra escogida fuese Ojos. Saber que yo era el amor imposible de Nono no me había aproximado más a él; al contrario, me había llevado a aumentar las distancias contagiada por un sentimiento de repulsión cuyo origen no quería reconocer. De hecho, no comenté nada a nadie de la escena de la romántica sonrisa en la cocina. Una noche Lea y yo estábamos haciendo el amor en mi habitación cuando de pronto vi a alguien contemplándonos en la oscuridad, junto a la puerta del baño, dentro de la habitación. Mi cuerpo dio un respingo que se confundió con las habituales contracciones coitales. La débil luz que entraba por la ventana abierta me permitió identificar al voyeur: Nono. No dije nada; hasta ese punto llegaba mi distanciamiento con Lea respecto al hijo de Fidia y Tanos. Además, para mi sorpresa, su presencia me hiperestimuló, y los remordimientos que inmediatamente lucharon contra mi inesperado exhibicionismo me espolearon aún más. De repente, sin apenas darme cuenta me encontraba en el lado oscuro de la frontera de la moral, incapaz de resistirme a lo prohibido. En cuestión de uno o dos minutos, sus ojos lubricantes provocaron mi orgasmo, y la parafernalia de mi éxtasis, como solía ser habitual, provocó el de Lea. Luego, en los minutos reservados para la modorra postcoital, las sombras del lado de la frontera en el que había caído se arremolinaron como negros nubarrones cubriendo por completo mi conciencia. Incapaz de conciliar el sueño, y menos con aquellos ojos que sabía unos metros más allá, fingí quedarme dormida. Al poco rato, cuando Lea ya estaba profundamente dormida, la sombra de Nono se movió por la habitación. Escuché sus pasos amortiguados, su respiración. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, y mis músculos no se relajaron hasta que la tenue iluminación del pasillo trazó una línea de luz en el techo de la habitación que en décimas de segundo menguó hasta desaparecer. Nono acababa de escabullirse como un vulgar ratero. Me incorporé entonces. Eché un vistazo desde la cama para comprobar que aquel crío se había ido verdaderamente, y, luego, me levanté para ir a orinar. A un paso de la puerta del lavabo, la planta descalza de mi pie izquierdo pisó algo húmedo. Me agaché y en la penumbra pude ver varias salpicaduras que, sin lugar a dudas, eran de semen. Cuando semanas más tarde le regalé la palabra Ojos, en contra de lo que pensaba, él no agachó la mirada; más bien al contrario, me la mantuvo desencadenando la tormenta de remordimientos que me tenía ofuscada desde la noche en que nos espió. Yo sé que tú sabes que yo sé que te gustó que te mirase, sentía que me estaba diciendo con la mirada. Al fin, fui yo la que bajé la vista al suelo herida por sus ojos. Él acababa de cumplir once años. Podría haberle regalado la palabra precoz aquel mismo año, pero preferí reservármela para el siguiente aniversario. El espectáculo exhibicionista no volvió a repetirse jamás porque a los pocos días de que me hiciera agachar la mirada le fui a buscar a su habitación, pues allí solía encerrarse casi todo el tiempo, deambulando en las redes virtuales. En cuanto asomé la nariz por la puerta le amenacé sin contemplaciones: «aléjate de mí o les cuento a todos lo de la otra noche en mi habitación». Un fuego iracundo brilló en sus ojos, que no se apartaron de los míos hasta que yo me volví para dirigirme a mi habitación, en la otra punta del pasillo. Supe al momento que de nuevo me había ganado el pulso, ya que si yo me había vuelto era porque no podía sostenerle la mirada ni una décima de segundo más. Los nubarrones seguían sobre mi alma. En el fondo sabía qué me estaba pasando, pero no me lo quería reconocer.
Con doce años Nono era tan alto como su padre pero su cerebro aún no se había apoderado de aquella enorme masa muscular y sus movimientos exhibían la torpeza típica de los adolescentes. El día de su cumpleaños iba a regalarle la palabra que tenía reservada desde un año atrás, Precoz, pero mi capacidad para negar la realidad se quebró en aquella celebración, y mi subconsciente salió a flote dictándole otra palabra que salía de lo más hondo de mi alma: Memoria. Creo que fue la torpeza adolescente, los movimientos imprecisos, brutos, inarmónicos lo que me hizo imposible negar que Nono me recordaba a mi primer novio, el que murió con quince años. Había algo más, algo que me habría ocultado toda mi vida de no ser porque los impresionantes resultados de la X1 me convirtieron en una persona diferente unos meses más tarde.
El día de mi metamorfosis, la primavera ya hacía semanas que había mudado el blanco por el verde en toda la región. Sobre mi mesa, al llegar al laboratorio, estaba el informe mensual de resultados del director de uno de los geriátricos con los que seguíamos probando nuestra molécula. Era el primero que me llegaba aquel mes y su contenido simplemente confirmaba lo que ya esperaba, pues hacía más de un año que mentalmente había dado por concluido el ensayo a pesar de que técnicamente acababa a finales de aquel año. La X1 había sido un éxito absoluto y yo ya no tenía paciencia para esperar a terminar de desarrollar el X0, que no era más que la vehiculización de la X1 en un virus genéticamente modificado que nos permitiría integrar la X1 a nivel génico logrando así hacer permanentes los efectos de nuestra molécula. Con el entusiasmo de los antiguos científicos, archivé el informe y me dirigí a los refrigeradores del almacén. Allí tomé un vial, preparé el inyectable subcutáneo y me lo administré yo misma en el abdomen. Hasta desarrollar el X0 debería repetir aquella operación cada veintiocho días mientras me quisiera seguir beneficiando de los efectos para lo que había sido creado Cirpunthueco: la inmortalidad. ¿Te gustaría ser inmortal, no envejecer? No, no es tan sencilla la respuesta, ¿verdad?
Mi decisión de experimentar con mi propio cuerpo lo que habíamos investigado hacía que me sintiese muy cerca de aquellos primeros científicos que incluso llegaban a morir por comprobar sus descubrimientos en lo que, en verdad, bien podría considerarse un acto de fe científica. La seguridad y, a priori, la eficacia de la molécula estaban comprobadas, pero, obviamente, tratándose de los efectos de los que se trataba, su eficacia definitiva sería imposible de determinar. En ese sentido mi arrojo era comparable al de los pioneros de la ciencia, puesto que lo que verdaderamente yo experimentaba en mis propias carnes no era la X1 sino la inmortalidad, y en ese territorio ignoto yo era una auténtica cobaya.
Tras inocularme la X1, fui directamente al despacho de Lea con una segunda dosis en el bolsillo para contarle lo que acababa de hacer. Desde hacía mucho tiempo que ella sabía que yo me administraría la X1 en cuanto acabasen los ensayos. Su respuesta a mi pregunta de si ella también lo haría era siempre la misma y evasiva frase: «iré contigo hasta donde me lleve el amor». Cerré la puerta al entrar y, enseñándole la pequeña jeringuilla con otra dosis de X1, la reté: «¿hasta dónde te lleva tu amor por mí?». «¿Vas a hacerlo ya?», preguntó refiriéndose a si no iba a esperar al final de los ensayos. «No, ya lo he hecho». «Estás loca —sonrió negando con la cabeza—. ¿Dónde se ponía, en el abdomen, verdad?», preguntó levantándose la ropa. Su reacción fue exactamente la que yo esperaba. Tras administrarle la X1, abracé a Lea con todas mis fuerzas. «Nos vemos para comer», me despedí de ella. «Y, ¿dices que las arrugas no seguirán conquistando nuestra piel?», bromeó en tono de spot cuando yo ya abría la puerta. Me volví y la vi observándose la cara reflejada en el cristal de la ventana como si acabase de ponerse un cosmético. «Pues no —le contesté—, y puede que hasta disminuyan mínimamente».
En aquellos momentos Lea tenía 49 años y yo 40, y la frivolidad con la que Lea trataba la inmortalidad era su forma de enfrentarse a algo que nos superaba. Para un mortal humano era imposible concebir la eternidad; no habíamos sido educados para ello. En las muchas ocasiones que a lo largo de aquellos años juntas habíamos hablado del tema siempre llegábamos a la misma conclusión: era imposible saber si psicológicamente podríamos sobrellevar la inmortalidad. En esa grave incertidumbre ella había elegido el humor para dar el paso. Mi estrategia era otra. Yo prefería pensar que seguía siendo mortal, pues la X1 no me evitaría un accidente, es decir, de algún modo me obligaba a creer que poco iba a cambiarme la inmortalidad. Pero sí que me cambió, ¡vaya si lo hizo! ¡Y pronto! Si físicamente la inoculación de aquella molécula en mi cuerpo no me ocasionó efectos secundarios, psicológicamente la fiebre de la inmortalidad se me manifestó aquella misma noche.
Después de cenar, Lea se marchó a su habitación. Yo, inusualmente, me quedé un rato más charlando con Tanos y Fidia. Nono, como siempre, se había llevado la cena a su cuarto antes de que Lea y yo bajáramos, y reapareció para devolver los cubiertos. Como aún no nos habíamos visto aquella noche, él me dedicó su habitual mirada retadora antes de regresar a su cuarto, y yo, que desde aquella mañana veía su figura sin filtros morales, le seguí tras despedirme de sus padres. Subí las escaleras de dos en dos para alcanzarle y, ya en la planta de arriba, cuando la puerta de su habitación estaba a un palmo de cerrarse, metí el pie impidiéndolo. Cinco centímetros más alto que su padre con tan sólo doce años y medio, Nono me miró desafiante desde las alturas, pero aquella vez no consiguió romperme la mirada. «Te espero en mi habitación para follar», le dije poseída por la calentura mental de la inmortalidad. Caminé por el pasillo hacia mi habitación, sin prisas, con los ojos de Nono lamiéndome el cuerpo de arriba abajo, desde los tobillos a la nuca; mis pasos, poderosos, pisando fuerte como jamás antes habían pisado. Me detuve ante mi puerta, sonreí con una sonrisa invencible y entré. Continué hasta mi cama junto a la que escuché que aquel crío cerraba la puerta. Me volví y le ordené que se desnudara. Obedeció como un perro a punto de comer de la mano de su ama. Había una cima invisible bajo mis pies. Me di cuenta de ello cuando empezó a desmoronarse. Una milésima de segundo antes, mi voluntad dictaba las leyes del bien y del mal, y bien estaba lo que yo deseaba, y mal lo que me separaba de satisfacer mi puro antojo. Ahí tenía a aquel hijo de su padre, preparado para la guerra, con su cuerpo de hombre y su rostro de niño en el que se había reencarnado mi primer amor para hacer conmigo lo que a él la muerte no le permitió hacer…, y de repente la cima se hundió…, y yo caí. Qué me detuvo, ¿la fortaleza?… ¿la debilidad?… «No, Nono, por favor, déjalo, perdóname, lo siento, vístete…», le imploré. ¿Qué le empujó a él a no detenerse? Aquel perro sin dueño me llamó puta extranjera y me dijo que ahora yo iba a ser su criada. Me resistí. Me agarró por el cuello. Le golpeé como si golpease a una pared de hierro. Me trajinó como a una muñeca de trapo. Grité. Creo que grité. Pero no escuché mi voz.
Un segundo más tarde Lea me acariciaba el cabello. Un horrible dolor en mis ovarios que se extendía hasta la vagina acababa de despertarme. También me ardía la cara. Y en el ano sentía una punzada insoportable que me provocaba la sensación de estarme cagando. Estaba tendida en la cama, en mi cama. Lea lloraba. ¡Lea lloraba! Supe así, por las lágrimas de Lea, que Nono me había violado. Porque yo no recordaba más allá de la resistencia de mis golpes inútiles, de mis gritos que debieron salir de mi voz aunque no escuchara su sonido. En algún momento de la violación perdí el conocimiento, y la memoria amputó los recuerdos que no me hubiesen dejado vivir. Pregunté por Nono. Mis remordimientos aún pesaban demasiado en mi conciencia a pesar de todo. Descubrí entonces que estaba afónica, y tuve que esforzarme en repetir mi pregunta para que Lea la entendiera. «Se lo han llevado sus padres —me dijo reprimiéndose las lágrimas—. Se le ha ido la cabeza, decía que tú querías hacerlo». A Lea el dolor le sangraba por dos heridas: como mi pareja, por lo que Nono me había hecho; y como la madre que en ella había despertado Nono desde que nació, por lo que él se había hecho a sí mismo. Más dolor no cabía, pero lo había. «Yo le provoqué. Le dije que quería follar con él, es verdad», sonó mi voz como papel de lija. Supe que Lea me había entendido porque dejó de acariciarme el pelo. Cerró los ojos y apretó los párpados con fuerza, como si se los quisiera tragar, con tanta fuerza que pensé que brotaría sangre en vez de lágrimas. No fue sangre, volvió a ser un hilo limpio y salado que saltó desde sus mejillas hasta mi boca. Salado, muy salado. No sé cuánto tiempo estuvo así. Hay años que en mi memoria transcurren más deprisa que aquel instante. Solamente supe callar y aguardar agarrotada por su dolor hasta que sonó el timbre de la mansión. Entonces, como si Lea se metiese en otro personaje, en el de la Lea impasible, su rostro se relajó, las lágrimas dejaron de correr y la voz le volvió a la garganta. «Te pido que se lo cuentes a sus padres. Ellos me han pedido que te suplique que no le denuncies —dijo, a lo cual yo asentí—. Acaba de llegar un médico que cobra por no preguntar», me anunció poniéndose en pie. Lea sabía lo de mi novio adolescente, pero nunca supo que la muerte de aquel chico me hubiese marcado hasta aquel punto. Bien, de hecho, era imposible que supiera algo de lo que yo me acababa de enterar aquel mismo día. Tendría que contárselo a ella, y también a Tanos y a Fidia. Parecería una excusa, pero era la patética verdad. El médico me examinó sin preguntas en mitad de un silencio más violento que el peor de los interrogatorios que pudiera imaginarme. Medicación para prevenir una infección, para prevenir un embarazo, para mitigar el dolor y para mitigar la lucidez.
Desperté a la tarde siguiente. Por un momento pensé que todo lo había soñado, y lloré al recordar que no, que hoy la pesadilla no estaba en el mundo de los sueños. Lea estaba leyendo sentada en una butaca junto a la cama. Me sonrió al comprobar que acababa de despertar, y me cogió la mano. Ni rastro de seducción en sus labios. Al dirigirme a ella comprobé que mi voz había mejorado y le pregunté por Tanos y Fidia. En un primer momento no me atreví a preguntar por Nono. «Están abajo, preparando la cena», me respondió. «¿Y Nono?», me obligué. Esperaba que Lea rompiera a llorar de nuevo, pero únicamente se mordió los labios antes de responder con brevedad: «está interno en un colegio militar». Sentí tristeza y alivio, y entonces le pedí a Lea que llamase a Tanos y a Fidia. Lea no me pidió explicaciones y les fue a buscar. Cinco minutos más tarde, allí les tenía a los tres. Los padres de Nono esquivaban mi mirada. Yo la de ellos. Primero conté lo de mi novio adolescente, y de ahí tendí un puente hasta lo sucedido la noche anterior. Podrían haberme escupido a la cara, pero guardaron silencio hasta que a mí se me deshilachó la voz pidiéndoles perdón. Mi sinceridad no les amortiguó el dolor, ni mis disculpas, pero al menos nos permitió volvernos a mirar a los ojos. Fidia me detuvo cuando mis palabras apenas eran un siseo. «Tu error no justifica lo que te ha hecho nuestro hijo», me dijo antes de marcharse. Había unas disculpas tácitas en su tono, pero no tuvo fuerzas para expresarlas. Tanos, cabizbajo, se quedó unos segundos más. Luego, se puso en pie. Me miró un segundo. La piel se me erizó. La sombra de su pasado planeaba como un ave carroñera sobre sus ojos. Se marchó sin decir nada, como un espectro. Lea se quedó conmigo digiriendo lo que acababa de explicar. Tardó un buen rato en dirigirme la palabra. «Siempre te digo que cómo puedes pasar sin sentir un hombre dentro. Nunca te hubiese censurado, lo sabes perfectamente, pero con… Nono —cerró los ojos como la noche anterior—. No, no quiero ser juez —se autocensuró—. Tengo que quitarme este dolor. Necesito tiempo para asimilar que no te has querido acostar con él, que ha sido la adolescente que fuiste la que ha querido hacerlo con su novio muerto… Y que él te ha violado… Necesito tiempo. Creo que me marcharé de viaje una temporada». Como ya no podía hablar, por señas le indiqué que yo me marcharía esta vez. Yo no había vuelto a salir de aquella región y súbitamente decidí que era el momento de visitar mi antiguo mundo. Lea no quiso hablar más de ella y se centró en Tanos y en Fidia. Ambos estaban desolados por lo que me había hecho su hijo, me dijo, y no creía que mi explicación cambiase sus sentimientos. Tanos, aseguró, estaba destrozado. Llevaba un día entero sin hablar traspasado por el sentimiento de culpabilidad. «Estoy segura de que se siente como si él fuera el violador. Esto es demasiado para él», dijo.
Hasta el día siguiente no tuve fuerzas para levantarme de la cama excepto para ir al baño. Esa mañana, muy temprano, bajaba sola para desayunar armada con todo el valor del mundo para enfrentarme a aquellos padres heridos de muerte cuando vi abierta la puerta de la habitación de Nono. Un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando, al pasar, miré dentro y creí ver a Nono sentado frente a su ordenador encendido. Al comprobar con alivio que era su padre, algo me empujó a entrar a aquel cuarto únicamente iluminado por el monitor del ordenador. Antes de saludar a Tanos, el vídeo que este último estaba viendo en el ordenador de su hijo me dejó estupefacta. Tres hombres manteniendo sexo simultáneamente, si a aquello se le podía llamar sexo, con una chica muy joven a la que vi escupir sangre cuando uno de los tipos le sacó su pene de la boca. También vi que sangraba por la nariz abundantemente, pero aquel hecho no detenía a los hombres, más bien al contrario, parecía incitarles a ser más violentos aún, y le tiraban del pelo, la abofeteaban y la escupían mientras ella se esforzaba en reír y gemir como si aquello le gustara. La escena era de una violencia física y moral estremecedora. Aunque no parecía una violación, sino más bien una prostituta cobrando por dejarse humillar, sentí arcadas. «Tiene el ordenador lleno de mierda como esta», se dirigió Tanos a mí al percatarse de mi presencia. «Hola», saludé tímidamente. «Y de cosas mucho peores, con casi niñas, y de política…, de fanatismo, mejor dicho —prosiguió sin mirarme—. ¿Qué hemos hecho mal? —preguntó con amargura, ahora sí, mirándome—. Ha tenido todo el cariño del mundo, nuestro tiempo, nuestra atención, nuestra confianza, y ahora descubro que estaba lleno de esta mierda… ¿Está en los genes? Tú entiendes de eso, ¿está en mí?», me preguntó abiertamente. «No Tanos —me sorprendió la voz de Fidia desde el umbral de la puerta—, tú no tienes la culpa». Junto a ella estaba Lea quien añadió que lo que él hizo en la guerra nada tenía que ver con su hijo. Ambas habían acudido al escuchar a Tanos. «Tú has visto estos vídeos, estas fotos, Lea… Hemos confiado en él, nunca le hemos espiado, hemos creído que nuestros principios crecerían en él como cuando siembras una planta… ¿qué mierda hemos sembrado?». Fidia, viendo romper a llorar a su marido, se apresuró a abrazarle. Nada sacamos en claro durante aquella improvisada reunión que podría decirse que se alargó tres días, al menos en lo que a mí respectaba, pues solamente ese tiempo permanecí allí antes de marcharme de viaje. Por mucho que guardáramos silencio, por mucho que nos esforzásemos en hablar de otro tema, la cuestión de la educación de Nono siempre regresaba a nosotros como una pesadilla recurrente. En verdad, yo apenas participaba en aquellas conversaciones, pues cuando no me sentía vencida por una mezcla de remordimientos y tristeza que me impedían hablar, me asaltaba un odio irreprimible que me obligaba a abandonar el lugar en donde se estuviera hablando para no maldecir a Tanos, a Fidia e incluso a Lea por haber consentido demasiado a Nono desde que nació. Y hacía bien en guardarme aquel envenenado reproche, pues cuando mi objetividad se recuperaba de mi acceso de cólera silenciosa, el hecho de que le hubieran consentido demasiado sólo me servía para justificar un niño irresponsable, egoísta, caprichoso, pero, por descontado, no me bastaba para componer el monstruo que Nono había demostrado ser. Mientras yo guardaba silencio, Lea, Tanos y Fidia discutían sobre la influencia de los medios de comunicación, de la realidad adulterada de las redes virtuales, de los compañeros, de los mensajes incendiarios de los políticos, de los valores de aquella nueva generación, del rechazo de sus respectivas familias a su hijo… Todos aquellos argumentos podían ayudar a entender la actitud de Nono, pero, como un maleficio, la tácita convicción de que otro chico de su edad en las mismas circunstancias no habría acabado violándome siempre terminaba por desintegrar cualquier lógica. Inevitablemente, las frases siempre acababan por desaparecer y las miradas se perdían como buscando en el pasado la razón de aquel fracaso como padres. Cuando sus silencios invadían el mío, la escena voyeur del año anterior acudía a mi memoria como queriendo escapar de la cárcel de mis secretos. Jamás llegaría a contarlo; cuando debí hacerlo, porque no tuve fuerzas, y cuando tuve fuerzas porque ya no debía remover el pasado.
El día que me marché en el que sería el primero de mis dos viajes iniciáticos, Lea me acompañó al aeropuerto. De camino vimos cómo funcionarios de limpieza se dedicaban a borrar pintadas de la fachada principal de un edificio oficial. La pintura con la que habían escrito era roja, así que incluso con la visibilidad reducida por la nevada que en aquel momento caía pudimos leer una frase que instaba a los extranjeros a que nos marcháramos de su tierra. De nada más que de la radicalización de aquella sociedad hablamos hasta que, con un beso, Lea se despidió de mí antes de embarcar. Quizás por ello el comentario que me soltó tras besarme me dejó doblemente descolocada: «el otro día, a Nono se lo llevaron jurando que te amaba». Tardé en reaccionar. El contenido de la frase no me sorprendía, pero sí el tono y el momento que Lea había elegido para decírmelo. La miré detenidamente, escrutando en su rostro. No había sonrisa alguna. «¿Me lo dices por despecho?», la acusé. «Te lo digo porque si hoy no te abofeteo, mañana no podré quererte», sentenció. ¿Cuánto pesa el odio en el amor?
No hubo más palabras entre nosotras, pero sí un intercambio de sonrisas que justificaban, prometían, perdonaban. No hacen falta palabras cuando las almas de las personas se disuelven en el amor crónico.
Paradójicamente, nunca me había sentido más vulnerable que durante aquellos primeros días de mi inmortalidad, una inmortalidad herida que busqué curar en mi antigua ciudad. Tres días más tarde aterrizaba en donde se desarrolló mi primera vida. A pesar de que mi antiguo país dependía mucho más del crédito y el nivel de vida había sido infinitamente más alto, lo cual auguraba una caída mayor, no dejó de sorprenderme el dramatismo con el que la crisis económica había golpeado allí en comparación con nuestro actual lugar de residencia. La Gran Estafa había actuado en mi viejo estado con una virulencia feroz. Otros países, otras ciudades aún tardarían veinte o cuarenta años en llegar hasta el grado de descomposición social al que estaba a punto de enfrentarme. Las escalas del viaje en estados antiguamente ricos ya fueron preparándome para lo que allí encontré. Para empezar, al aeropuerto vino a recibirme un empleado del hotel en donde iba a residir, algo que no esperaba. El hotel era el más caro de la ciudad, pero aún así la presencia de aquel hombre corpulento levantó mis sospechas. «No me dijeron nada», le dije al empleado. «Hace tres años que forma parte de las condiciones de contratación de las habitaciones cuando se viene del extranjero, señora», me contestó el hombre tomando mi equipaje. El aeropuerto era una burbuja del tiempo que se pinchó en cuanto salimos a buscar el vehículo aparcado en la calle. Allí dos taxistas se peleaban a puñetazos por un cliente. A mí ni se me acercaron, y pude comprobar el porqué cuando el empleado del hotel guardó mi equipaje en su vehículo: iba armado. De camino al hotel vi a drogadictos desfilando uno tras otro por la carretera; basura y suciedad amontonadas en los alrededores de la ciudad; locales comerciales que antaño fueron lujosas tiendas de moda, cerrados, muchos de ellos tapiados, muchos otros abandonados. A medida que nos aproximábamos al centro se veían más mendigos, vagabundos, putas, traficantes de droga, y, lo más alarmante de todo, niños jugando entre ellos, un día y a una hora que se suponía que deberían estar en el colegio. La profunda decadencia de aquel paisaje humano me obligó a preguntarme si no me habría equivocado de destino, y a punto estuve de pedirle al empleado del hotel que me lo confirmara. La segunda vez que abrí la boca para preguntárselo, él se dio cuenta. «¿Decía, señora?». Asumí la triste realidad en el instante en que cambié de pregunta: «¿Es normal que los niños estén en la calle a esta hora?». «Hacía mucho que no venía por aquí —adivinó el empleado, sin duda, por mi acento del lugar—, ¿verdad?». Respondí que sí de forma imprecisa y entonces él me contó que desde hacía cuatro años la enseñanza se había convertido en opcional, y que desde hacía uno ya no había enseñanza pública. «El estado quebró y ahora sólo hay dinero para mantener a la gente a raya. No hay impuestos, pero no hay servicios. El ejército y los políticos se quedan con el noventa por ciento del dinero que las empresas pagan para tener garantizada la seguridad. Pero aún así las empresas son más rentables que nunca, aunque el beneficio se lo quedan cuatro gatos. Hay plantas de producción en el extrarradio. En lugar de trabajadores tienen esclavos. Con la excusa de la crisis, para superarla, dijeron, los políticos acabaron de un plumazo con los logros sociales conseguidos a lo largo de más de un siglo. Y nosotros les votamos para que lo hicieran». Me dio la impresión de que, por educación o profesionalidad, el empleado se había mordido la lengua para no preguntarme que dónde había estado yo para no enterarme del hundimiento de un sistema político, de un estilo de vida; de una civilización, prácticamente. Pero puede que no lo hiciera, que ni siquiera se planteara esa pregunta que en el fondo yo estaba proyectando en él desde mi más profunda indignación para conmigo.
Durante el resto del trayecto luché interiormente para evitar hacer conjeturas sobre el paradero de mi familia; de mi madre, en especial. Nada más volví a preguntarle al empleado, ni él a comentarme hasta que entramos en la segunda burbuja del tiempo: el hotel. Allí, el lujo escocía como escuecen los ojos cuando desde la oscuridad sales al sol. Desconcertada, pensé que aquel contraste era inhumano. Lamentablemente, los años me acabarían convenciendo de lo contrario: es precisamente ese contraste insalvable lo que nos define como humanos. También el pragmatismo. Yo no podía cambiar lo que había fuera de la burbuja, así que, humana como soy, me sacudí el escozor más superficial del mundo entregándome a la contemplación de mi ombligo. No había viajado hasta allí para mortificarme por haberme desentendido de mi pasado. Había vivido encerrada en mi mundo, sí, y lo había hecho conscientemente, así que ahora no era el momento de lamentarse. Solamente tenía que haberle preguntado a Lea, o pulsar una tecla para saber del lugar en donde se había desarrollado mi primera vida; para, en definitiva, saber con más concreción lo que implicaban las palabras Gran Estafa. No, no había viajado allí para mortificarme. Estaba allí para encontrar un camino que la violación de Nono me había hecho perder anticipándose a lo que la consecución de la inmortalidad habría hecho por sí misma. Ya tenía lo que quería. Como consecuencia de ello el depósito de las ilusiones, de los proyectos, estaba vacío. Inmortal, yo estaba en la cima, y la cima es el mejor sitio para lanzarse al abismo, pues cuando estás acostumbrado a escalar no hay cumbre que compense el gozo diario de la ascensión. Así que para evitar convertirme en la inmortal menos longeva de la historia, la pregunta obligada, si quería seguir viviendo, era: ¿de veras era aquella la cima? Y en el fondo aquello era lo que, más o menos inconscientemente, estaba haciendo en mi vieja vida: buscar una nueva cima.
Tras registrarme en recepción fui convenientemente informada sobre ciertos aspectos de seguridad en la ciudad que dejé de atender en cuanto escuché que podría consultarlo en mi habitación. Hasta ella me acompañó otra empleada del hotel, una mujer de mediana edad que, de camino, me indicó los principales salones del edificio. Al llegar a la puerta de la habitación, un joven empleado aguardaba con mi equipaje en un carrito. Al cerrar la puerta me acerqué a la pared de cristal de mi grandísima estancia, la más alta, tal y como Lea había solicitado en la reserva. Desde aquella única habitación de la planta treinta y siete se contemplaba toda la ciudad y sus alrededores. La miseria saltaba a la vista pues su estructura tiende al caos: chabolas infectadas por la misma disposición laberíntica que se repetía por todo mi actual mundo; cuanto más lejos, más intrincadas, más difícil de seguir un patrón en lo que se intuían como callejones de barracas en donde la indigencia se apropiaba de aquella geometría. Pensé que aquello podía ser perfectamente el paisaje de mi alma en aquellos momentos. La sociedad del bienestar saqueada, yo violada; ambas deshechas, perdidas; ambas cubiertas de cicatrices anárquicas. Di la vuelta completa a aquella estancia de planta circular mirando a través del cristal. Mirase por donde mirase, la maraña urbanística se perdía hasta el horizonte como el mosaico de un loco. Por un momento me asaltó la imagen de un laberinto de decadencia que se extendía sobre todo el planeta, desde mi actual hogar hasta mi mundo pasado; allá, soterrado en la sociedad, expectante; aquí, pornográficamente expuesto. De repente me sobresaltó la extraña sensación de que aquella decadencia era mi propia decadencia espiritual, como si en lugar de estar frente a un cristal estuviera frente a un espejo mágico. Desde aquella cristalera de paralelismos y reflejos desconcertantes, insistí en mirarme el ombligo: yo no he venido aquí para salvar el mundo ni a lamentarme de la infelicidad de los demás, pensé. Allí estaba para salvaguardar mi alma, mi felicidad, mi existencia. Lo primero que pensaba hacer allí era encontrar a mis padres, ver a mi madre, así que bajé a recepción y pregunté cómo podía enterarme del paradero de unas personas. En segundos tuve en mis manos un informe del servicio de documentación del hotel en colaboración con la policía. La privacidad había desaparecido en aquel lugar. Lo primero que supe era que mi padre había muerto hacía cinco años, al mes de ingresar en una residencia de ancianos junto a mi madre. El firmante del ingreso en la residencia era mi hermano como custodio legal de mis padres por incapacidad mental de los mismos. Desde la misma fecha del ingreso, mi hermano pasaba a residir en la dirección donde hasta entonces habían vivido mis padres, es decir, en nuestra casa de toda la vida. Sobre mi hermano, además, el informe decía que había tenido una hija con su primera mujer hacía diez años, y que se había separado legalmente de ella al año de nacer la niña. Actualmente estaba casado con una mujer veinte años más joven que él y trabajaba en la administración como conserje. Mi madre había salido de la residencia de ancianos hacía cuatro años. Su pista se perdía en un código alfanumérico que había junto a la información sobre su salida del geriátrico. Pregunté a la chica que me había facilitado el informe, y ella avisó a un superior, quien, tras hacer varias consultas, me dijo que ese código significaba que había sido expulsada del centro por falta de pago. Le pregunté entonces que cómo podría encontrarla, y el hombre me dijo que lo que solía pasar en esos casos era que el anciano en cuestión acabase en uno de los suburbios de la ciudad, atendido por alguna de las misiones humanitarias que operaban en el país. Pregunté si no era posible que algún familiar se lo hubiese llevado a su casa, y me dijo que no, pues en tal caso el geriátrico hacía constar la dirección del familiar que se lo llevaba. «¿Me permite?», me preguntó aquel empleado del hotel cogiendo el informe entre su índice y su pulgar izquierdo. Le di permiso y el hombre se lo leyó. «Si me permite que le comente el informe, pues por las fechas podría decirse que es un caso estándar…», me solicitó, y guardó silencio hasta que asentí con la cabeza. «El hijo de este matrimonio debió conseguir la custodia legal mediante algún soborno para apropiarse de la vivienda de los padres. Mientras la administración pagaba el cien por cien de la estancia en el geriátrico, la mujer permaneció allí, pero cuando hace cuatro años se decretó que los geriátricos se tendrían que subvencionar al cincuenta por ciento entre la administración y las familias, el hijo se negó a pagar su parte. Y como no había otro familiar…, bueno sí, una hija, pero falleció hace más de diez años veo aquí…, pues eso, que como no había más familiares y la pensión de esta mujer no llegaba al cincuenta por ciento, pues se quedó en la calle». Tendría que haber llorado de rabia, pero aún veía aquello como algo ajeno, como ficción, y decidí entonces que no había viajado tan lejos para regresar con el amargor artificial del cine. Tenía que encontrar a mi madre, si seguía con vida; en ese encuentro estaba mi camino perdido, el que debería conducirme a una nueva cima. «¿Cómo puedo localizar a esta mujer?», pregunté. El empleado del hotel consultó en el monitor. «La ha ido a recibir al aeropuerto el señor Gáladas —habló para sí mismo—…, él mismo lo investigará. La tendremos al corriente de cualquier novedad», me aseguró el empleado antes de recordarme que si salía a pasear por la ciudad, no lo hiciera fuera del perímetro azul del plano que tenía a mi disposición en mi estancia, y que si me veía obligada a pasar esa frontera, se lo comunicara a cualquier empleado del hotel para que me asignaran protección. Supuse que esas debían ser algunas de las medidas de seguridad que no había atendido un rato antes, después de registrarme.
Mientras regresaba a mi habitación me dije que debería repasarme esas medidas de seguridad, que la cosa parecía seria. Un barniz de ficción resbalaba sobre mí en aquellos momentos, confundiéndome con su brillo hiperrealista. Cuando por segunda vez cerré la puerta de mi habitación pensé que todo aquello no podía ser cierto, que mi familia no se había podrido como en un drama barato, que la ciudad, mi vieja ciudad, no se había convertido en una especie de videojuego de niños, incluso que a mí no me había abducido la tragedia de un adolescente que me había violado por amor, y que yo no sufría la inmortalidad de las malas series de ciencia ficción. Si no me corté las venas, ni me reventé la cabeza contra el cristal, ni me puse a chillar como una loca saltando desnuda por los pasillos fue porque aquellas reacciones me parecieron la guinda de lo irreal, de lo patético, y la simple idea de acabar sucumbiendo en un final comodín, un final apto para todos los géneros, me provocó un ataque de risa tonta que se me descontroló cuando me dije que ya sólo me faltaba eso para la colección de géneros: una comedia absurda. Para dejar de reír tuve que llorar, y las lágrimas me sentaron bien; escamparon la bruma de la mala conciencia y entonces, pletórico, apareció mi yo inmortal para levantarme desde el absurdo a la realidad. Como la madre que da confianza a su hija, aquel yo inmortal me reconfortó, me dio seguridad ofreciéndome su alta perspectiva. No había de qué preocuparse. Mi camino estaba ahí abajo, pensé acercándome a la cristalera, más allá de la zona azul, probablemente. Comenzaba a anochecer. Un goteo de luces iba apoderándose de los alrededores del hotel, hasta, aproximadamente, un kilómetro a la redonda. Adiviné que la oscuridad de más allá marcaba los límites de la zona azul.
Dos días después cruzaba aquella frontera junto al señor Gáladas, un segundo escolta proporcionado también por el hotel, y un policía. Mientras el día anterior a aquella incursión en la miseria yo lo había pasado dentro del hotel, comprando, comiendo, asistiendo a conciertos, a representaciones de teatro y relajándome en las manos de expertos masajistas, el señor Gáladas había conseguido localizar a mi madre. Tras un primer trayecto en el que se repitió el desfile de personajes de la tragedia del día de mi llegada, alcanzamos un descampado en el que dejamos el vehículo a escasos cien metros de un enorme vertedero del que surgían decenas de columnas de un humo negro y cansado. Decenas de personas rebuscaban entre la basura a aquellas glaciales horas de la mañana. El segundo escolta del hotel se quedó vigilando el coche mientras, rodeando el vertedero, el señor Gáladas, el policía y yo echamos a andar hacia un frente de chabolas. En aquel primer tramo a pie me arrepentí de rechazar el ofrecimiento que me plantearon al comunicarme que habían localizado a mi madre: «¿Quiere que le traigamos a esta señora al hotel?», me había dicho el mismo empleado con el que hablé el primer día. Respondí que no. Ni me había planteado aquella posibilidad. Quería ver dónde vivía mi madre, quería empaparme con la realidad que había ignorado durante años, pero, claro, aquella realidad no estaba tras ninguna burbuja iridiscente, y encontrarte el cadáver de un drogadicto medio comido por las alimañas junto a uno de los muchos caminos que circundaban las montañas de desperdicios no era empaparse de realidad, era ahogarse en ella. Podía soportar el impacto mental de la gente recogiendo basura, el hedor del lugar, y hasta el muerto, si me apuras, pero como no me limité a un primer y fugaz vistazo del cuerpo sino que la curiosidad malsana tenía hambre de detalles, me empaché al comprobar que los carroñeros se le habían comido la cara y, por el agujero abierto en los pantalones, también los genitales, y acabé vomitando. Mi reacción hizo que una envejecida mujer de mediana edad que salía del vertedero con una bolsa se acercara hasta mí. «Esto es indecente —se indignó la voz cristalina de aquella mujer—. Si ya no enterramos a los muertos es que volvemos a ser animales. ¿Estás bien, mujer?», se interesó. Me incorporé escupiendo un hilo de saliva con pedazos sólidos del desayuno. La mujer abrió su bolsa. El señor Gáladas se interpuso entre ella y yo para comprobar el contenido del bulto. Esta contenía cantidad de alimentos envasados, sin abrir aún, sin duda comida caducada de la zona azul, pensé. «Toma —me dijo la mujer tendiéndome un zumo embotellado—, no está caducado —aseguró contradiciendo mi suposición—, como todo esto otro». La señora vestía como comprobaría que era común en aquellos barrios marginales, con una mezcla de ropajes entre incoherentes, viejos y remendados, pero decentes y limpios. Allí el maridaje era una antigualla estúpida superada por un pragmatismo que se imponía como ley de supervivencia, sin renunciar a la estética. Aquella señora que se acercó para interesarse por mí sintetizaba el arte de vestir en la penuria: calzado deportivo, un calcetín de cada color, un pijama de invierno y, sobre este, eso sí, su femineidad reafirmándose con un traje de fiesta. De nuevo el caos salpicando las más diversas actividades humanas, ahora en un laberinto de ropas. El señor Gáladas se apartó. Cogí el zumo. «Gracias», dije. Rebusqué en mi abrigo. «No te molestes, mujer, que aquí no vale el dinero —se me adelantó. Bajó la voz entonces, como si me contara un secreto—. No te lo vas a creer, pero aquí no hay tiendas —susurró esbozando una sonrisa—, y no podemos entrar en el coto azul para dilapidarnos nuestras fortunas —amplió la risa echando un vistazo a mis dos acompañantes antes de volverme a mirar—. ¿Haciendo turismo, verdad?», terminó, ya en voz alta, antes de soltar una reluciente carcajada que contagió al señor Gáladas y al policía. Me di un trago de zumo para quitarme el sabor del vómito. «Bueno, me voy a buscar una pala —dijo la mujer reemprendiendo su camino con una sonrisa en los labios—, que no es cuestión que los turistas se lleven una mala imagen de nuestra bonita ciudad. ¡Ah! Y bienvenida al barrio del arcoíris imperfecto». Aquella mujer no encajaba con la imagen que me había hecho de los suburbios. Su fino sarcasmo sugería una profunda inteligencia, y su lenguaje denotaba cultura. Seguimos adelante en sentido contrario a la mujer del zumo. Pregunté al señor Gáladas que de dónde venía el nombre del barrio, y me dijo que por negación de la zona azul, que era la forma que tenían de burlarse de la segregación económica de la que habían sido víctimas.
Ya suficientemente cerca del frente de chabolas como para identificar los materiales con los que estaban construidas, vi que caminábamos derechos a un chico joven tocado con un gorro de baño rosa con florecitas en relieve que parecía esperarnos de pie frente a un hueco entre dos barracas. En mi primera vida aquella zona de la ciudad había sido un barrio residencial de clase media. Casitas unifamiliares de madera alineadas en una parrilla de calles, todas idénticas, todas modélicas, todas ligadas a un préstamo que, como una droga, reclamó más dosis de dinero cuando los intereses subieron; pero el paro estalló y hubo síndrome de abstinencia, y las familias modélicas empezaron a desestructurarse a más velocidad de lo normal porque la infelicidad llenaba las casas modélicas de discusiones; y los discutientes, como solía pasar en esos casos, buscaron a otras parejas a quien soltarles los mimitos, los piropos y los te quiero, otras parejas con quienes follar a escondidas, otras parejas con quienes soñar un futuro de felicidad lejos de la amargura familiar, algo que ya no iba a ser posible porque los embargos y los divorcios les pisaban los talones al hombre y a la mujer de clase media. Y un buen día las casas modélicas empezaron a quedarse vacías, y más pronto que tarde fue el barrio el que empezó a sonar a vacío con un eco fantasmagórico, y el eco fantasmagórico reclamó a las mismas personas que habían sido desahuciadas, acaso no del mismo barrio, pero sí de la misma clase media, las cuales ya no tenían tarjeta de crédito que las identificase. Y esas mismas personas que ya no eran clase media volvieron a abrir las puertas de las casas unifamiliares, pero no con llaves tintineantes de ilusión, sino con rechinantes palancas de necesidad, y los pedazos de lo que fueron familias modélicas se repartieron el barrio contagiadas por el mismo caos del estado que se desmoronaba. Las casas, los jardines, las calles se descuartizaron anárquicamente, y, como una erosión entrópica, con los años el barrio se convirtió en suburbio, y en pobres la clase media que lo había habitado.
El señor Gáladas me resumió aquella transición de la sociedad del bienestar a la de la supervivencia, algo inconcebible quince años atrás, mientras el chaval que nos había estado aguardando ante las primeras barracas nos guiaba hacia mi madre a cambio de droga. Aquella explicación del señor Gáladas había surgido de un comentario mío cuando empezamos a seguir al guía. «Pero ¿esto no era un barrio de casitas de una planta?», había preguntado desconcertada. La fisionomía del barrio, como, en definitiva, la de toda la ciudad, era irreconocible. Mientras el señor Gáladas me relataba el descenso a los infiernos de la ciudad, yo no dejaba de sorprenderme por la vida que latía en aquellos callejones, pobres pero decentes, en donde a la vuelta de algunos de los interminables recovecos aún se adivinaban las fachadas de las casitas originales entre las chabolas construidas con los materiales resultantes de la digestión del resto de viviendas que no habían tenido tanta suerte. No avanzábamos más de cincuenta metros sin cruzarnos con estridentes tropas de niños jugando; sin pasar ante grupitos de dos o tres personas sentadas en el suelo, o en sillas, o en improvisados taburetes charlando animosamente frente a sus barracas; sin esquivar la escoba de alguien que barría frente a su chabola; sin escuchar una canción, un silbido, un tarareo, una discusión o unas risas; sin dejar atrás aves de corral picotenado en la tierra. Sorprendía en esa vida latiente no haber encontrado la inmundicia que se presuponía en un lugar así. Había suciedad, sí, pero se veía el esfuerzo por mantener esa suciedad a raya. Había, sin duda, dignidad, y esa dignidad también se reflejaba en la actitud de la gente hacia nosotros. Nos saludaban sonrientes, sin asomo de rencor o amenaza. Hacía rato que había concluido que la escolta era innecesaria cuando se escucharon gritos, el rumor de la vida cesó por donde pasábamos, y de repente apareció un chico tambaleándose al fondo del callejón, hacia donde nos dirigíamos. El chico se desplomó, y segundos después el rumor de la vida ascendió lentamente para rellenar hasta el último hueco de pobreza. Varias personas habían salido de sus barracas para aproximarse al muchacho. En unos segundos nosotros también llegamos hasta él. No tendría más de doce años y le habían apuñalado en el estómago. Estaba muerto. Seguimos adelante. El señor Gáladas me informó que era una cuestión de drogas. «Aquí la gente no pasa hambre física, pero sí espiritual», dijo quedo. Intuí que el pulso con el ocio era muy difícil de ganar, y que por ello allí las drogas fluían efervescentes, y que quizás porque la muerte planeaba muy baja en aquel barrio, la vida latía más fuerte.
Tardamos cerca de una hora en detenernos frente a una de las antiguas casas, una especialmente grande. La puerta estaba abierta y nuestro guía entró con su floreado gorro de baño. Instantes después volvió a salir seguido de una chica de unos veinte años muy muy gorda vestida con el estilo propio del suburbio. Como si estuviera avisada de mi visita, me preguntó que quién era yo, más por verdadera curiosidad que por formalismo. Le dije que una antigua amiga de la familia. Hasta el momento nadie me había sabido explicar dónde vivía mi madre, y fue aquella chica la que me resumió, mientras nos conducía por el interior de la casa, que aquel lugar era una especie de centro de acogida para personas que no podían valerse por sí mismas, que lo gestionaban ella y cinco compañeros más, y que tenían a trece personas viviendo allí. Iba a preguntarle que con qué recursos lo gestionaban cuando salimos a un patio trasero, el antiguo jardín de la casa original, y allí reconocí a mi madre sentada en una silla junto a una fuentecita de piedra de la que no salía agua. «¿Sabes que tu vieja amiga ha perdido la memoria? Lo digo porque lo más seguro es que no se acuerde de ti», me advirtió. No sé ni cómo escuché lo que me acababa de decir pues yo ya estaba en otro universo. A veces a uno se le junta la risa y el llanto. El recuerdo del cuento que solía contarme mi madre mientras me columpiaba en el parque me golpeó en la boca del estómago dejándome sin más respiración que las lágrimas. La anarquía de la vestimenta era pura poesía en mi madre. Una blusa bajo una camiseta de tirantes, una falda hasta los tobillos y un par de zapatos de fiesta, todo rojo, se convertía por arte de magia en el más íntimo de los vínculos que se puedan concebir entre una madre y su hija: el hada roja. ¿Había perdido la memoria o se había escondido en el más maravilloso de sus rincones? «Siempre va vestida así, no admite otro color», rechinó la voz de la chica gorda invadiendo los paisajes de nuestro cuento. Me costó recuperar el aliento. Mientras lo hacía, la chica se acercó a mi madre contándome que ya hacía muchos meses que no hablaba. «Cuando trajeron a su amiga estaba perfectamente bien; así, muy delgada, pero perfectamente bien —me dijo acuclillándose ante ella para limpiarle la baba con un pañuelo rojo que tenía en su mano—. ¿Verdad querida? —se dirigió a mi madre como a un bebé—. Se quejaba de su hijo, que había matado a su padre encerrándolo en un asilo, decía, y todo por la casa, decía. Al principio hablaba mucho, sí, y rezaba por su marido y por su hija. Bueno, perfectamente no estaba, no —corrigió—, porque ya al llegar insistía en decir que había visto a su hija después de muerta…». Mi madre miraba el vacío. Caminé hacia ella y, sin molestarme en limpiarme las lágrimas, me instalé en su vacuidad. Como si despertara de un pesado letargo, como si atravesara galaxias enteras, como si levantase las mil losas de la muerte, los ojos de mi madre vibraron hasta aceptar mi imagen. «¡Oh —se sorprendió—, no me digas que allí también se envejece! ¡Pero si te han salido arrugas, amor!». Me reí emocionada al comprender que ya hacía más de trece años que me había visto por última vez. La chica, el señor Gáladas y el policía se retiraron al interior de la casa dejándome a solas con mi madre. Mi madre también se retiró a algún recóndito rincón de su conciencia. La cogí de la mano como si quisiera sacarla de su madriguera, pero ella no se inmutó. No tardé en darle la razón a su silencio: era demasiado tarde para las palabras. No había transcurrido mucho rato cuando olí a excrementos. Mi madre se asomó desde su mirada, avergonzada. «Llévame contigo, la vida no es esto», me suplicó con lágrimas en los ojos. Comprendí con una tristeza que empezaba a arder en rabia. Si le administraba la X1 la dejaría en aquel estado de decadencia por toda la eternidad. «No te preocupes mamá —dije levantándome—, ahora vuelvo y te vienes conmigo». Cuando llegué al interior de la casa, la segunda ola de la fiebre de la inmortalidad me poseía por completo. Hablé a solas con el señor Gáladas de mucho dinero. Él accedió. Él me explicó. Él me la preparó. Él la puso en mis manos. Regresé junto a mi madre; vi el charco de orina rodeando sus zapatos rojos. Mis venas ardían. Mi madre me pidió la muerte. Y la muerte le di. No recuerdo el momento en que la maté. Fue como si otra me hubiese suplantado para hacer el trabajo sucio. El paréntesis de aquella eutanasia se abría con sus zapatos rojos rodeados de orina y se cerraba con el cuerpo inerte de mi madre recostada en el respaldo de la silla, con los ojos muy abiertos. Le cerré los párpados, me volví y caminé tambaleándome hacia el señor Gáladas. Eficaz, implacable, odiosa, estúpida, ciega, devolví el arma eléctrica a su dueño antes de regresar a por el hada roja. La fiebre de la inmortalidad me había bajado y necesitaba llevarme de allí el cadáver de mi madre. No sin ciertas dificultades logré cogerla en brazos, como a una niña pequeña. Había sobrestimado mis fuerzas. Estaba muy delgada, apenas pesaba, pero una densidad intangible, el olor a heces, mi conciencia, acaso el propio peso de la muerte tiraban de ella hacia el suelo con una gravedad sobrenatural. El policía abrió paso hasta la salida y el señor Gáladas caminó detrás de mí. Al pasar junto a la chica gorda jadeé un sincero agradecimiento. Ella bajó la vista, sumisa. Al salir al callejón ya tenía los brazos dormidos, pero seguí adelante un buen trecho más. Las primeras personas con las que nos cruzamos guardaron un respetuoso silencio al paso de aquella mínima comitiva funeraria.
No creo que transcurrieran ni diez minutos hasta que tuve que arrodillarme para descansar. Alguien se dirigió a mí a mis espaldas y yo me volví. Bajo un estridente sombrero de otro siglo, un anciano me señalaba una carretilla metálica que tenía delante de él, sobre la cual había una gallina. «Yo te la presto, chiquilla, que te vas a morir tú también si tienes que ir muy lejos. ¿Hasta dónde vas?». Contesté que estaba en un hotel en la zona azul, pero que teníamos un vehículo esperándonos en el vertedero. «Bueno, hasta el vertedero te la puedo dejar». Echó la gallina al suelo, me ayudó a cargar a mi madre y después se apartó para que yo agarrase la carretilla. Sin darme cuenta, el caos me estaba contaminando a mí en aquella absurda procesión: un drogadicto con un gorro de baño rosa con florecitas en relieve junto a un policía abriendo paso al cadáver de una anciana disfrazada de hada de color rojo que su hija transportaba en una carretilla metálica, y a la cual seguían un escolta y un anciano tocado con un sombrero tan extravagante que eclipsaba el resto de su atuendo, fuera el que fuese, y, por si fuera poco, una gallina cerrando la compaña. A lo largo del recorrido resultaba curioso observar dos actitudes contrapuestas en la mayoría de personas con las que nos cruzábamos: unas guardaban un silencio solemne; otras, sonreían divertidas. Yo misma sentía esas dos emociones en mi interior, y creo que si me mantuve grave hasta llegar al vertedero fue porque no miré a mi espalda. Dejé atrás las últimas chabolas con la sensación de estar saliendo del escenario de una tragedia con destellos cómicos. Un nuevo hervor de inmortalidad rebosó a través de mi garganta en forma de risa seca. Acababa de ver a la mujer que se dirigiera a mí, horas antes, al verme vomitar. Hundida hasta las rodillas, cavaba un hoyo con una pala a menos de cien metros de nosotros. Sin duda, desde la elevada perspectiva que me ofrecía la eternidad, las cosas se veían con una trasparencia reveladora. Aquel cuerpo en la carretilla, de pronto ya no era el hada roja, ni siquiera mi madre, era tan solo materia orgánica cuyas primeras reacciones de descomposición ya estaban teniendo lugar. De reojo vi el sombrero del anciano, y, a mis pies, la gallina. Supuse que ambos reclamaban su carretilla y arranqué a caminar hacia la mujer. «Un segundo —dije disculpándome—, ya se la devuelvo». Me imaginé mi séquito: guía drogadicto, policía, escolta, anciano, sombrero y gallina, y no pude evitar reírme de una escena que, de ser cierta, sólo podía desarrollarse en una comedia. Al saludar a la mujer envejecida que cavaba la tumba para el drogadicto, aún me duraba la risa. «¿Queda sitio?», pregunté. Al escucharme, la mujer clavó su pala en la tierra, junto al cuerpo del drogadicto. Nos repasó a todos con la mirada, desde el cadáver en la carretilla hasta la gallina, deteniéndose en el anciano. «Se te ve mucho mejor —me dijo sonriendo, al fin—, te ha sentado bien la visita. Bonito sombrero señor —se dirigió al anciano—, se lo cambio por esa gallina». «¡La gallina es mía! —se defendió fingiéndose ofendido, el anciano—. Pero me vendría bien esa pala…, parece que cava buenas tumbas…». «Sííí —interrumpió la mujer—…, cualquier día la va a necesitar, ¿ya ha pensado en el futuro de esa gallina cuando usted muera?». «Me la habré comido antes», contestó el anciano frotándose la barriga. «Pero ¿no es su mascota?», intervine. «Ella cree que sí», aseguró bajando la voz como si quisiera evitar que el animal escuchara. «No tiene usted ninguna consideración con esta criatura, es un falso —acusó la mujer—. Sin duda, estaría mejor conmigo». «Y si se la diera, ¿qué haría con ella?», preguntó el anciano, divertido. «Cambiársela por ese bonito sombrero que tiene en su cabeza», aseguró la mujer. Al anciano pareció divertirle la proposición. «Trato hecho» dijo quitándose el sombrero. Una perfecta calva apareció bajo el complemento. Al verla, el guía drogadicto ofreció su gorro al anciano. «Se te ve necesitado, viejo, si quieres te lo regalo —dijo señalándose el gorro». «¿Esa pradera rosa? Nooo, no quiero que me acosen los abejorros fosforescentes —le contestó acercándose a la mujer para entregarle su sombrero—. Ahora me debe una gallina», se dirigió a ella. Aquella escena, aquel juego, aquella ceremonia del absurdo, inverosímil en cualquier otro rincón del mundo, allí era una religión. Más que el alimento, más que el agua, en aquel barrio implacable, el humor era la esencia de la supervivencia: una bandera, un código, una frontera que debía cruzarse para soportar la miseria, el día a día sin planes, el desayuno sin ilusiones, las horas sin futuro, el hoy sin mañana, incluso el ahora, el ya. «Ahí la tiene —señaló la mujer tras ponerse el sombrero—, y cuidado si se la come, podría provocarle alucinaciones. Hemos compartido muchas cosas juntas, la conozco bien, puede ser alucinógena si se lo propone —advirtió—. ¿Estoy guapa?». La gallina estaba picoteando lo que quedaba del rostro del cadáver del drogadicto, a eso se refería el comentario alucinatorio de la mujer. «Sí, y parece que se lo ha propuesto», intervino el policía para sorpresa de todos. Los cuatro nos lo quedamos mirando, todos sonrientes excepto el señor Gáladas ante cuya represora mirada el policía se encogió de hombros. «Se va a colocar, Gáladas, mírala como pica; el tío debía meterse de todo», trató de justificar su comentario con un razonamiento a todas luces foráneo, profano. «Tú eres del barrio», adivinó la mujer guiñando el ojo izquierdo como si apuntase. «Por eso entiendo de gallinas», reconoció el policía con propiedad. «Está muy guapa, jovencita —respondió con retardo el anciano—, ¿en qué boutique ha conseguido ese sombrero?». «¡Oh, si yo le contara cuánto banquero he seducido! —dijo haciéndose la interesante al tiempo que volvía a coger la pala—. Toma mujer —se me dirigió tendiéndome la pala—. Al final dejé de frecuentarlos porque no se entendían con mi gallina —salió del hoyo a medio hacer—, la cosa me costó una crisis…». Todos, hasta el señor Gáladas, estallamos en una carcajada. La gallina, que se había subido al pecho del cadáver del drogadicto para picotear mejor, se asustó y salió corriendo unos metros. «Oh, sí —añadió la mujer—, aún se altera cuando lo menciono, miradla, pobrecilla». Me limpié las lágrimas con el dorso de las manos y empecé a extraer tierra. «¿Perdió sus inversiones?», inquirió el anciano. «Oh, sí, lo perdió todo, hasta las plumas —respondió la mujer—. La pobre pasaba tanto frío que tuve que ponerle el sombrero para que no enfermara. Aquella fue una fatal decisión. El estado la vio y dijo que una gallina con aquel sombrero sin duda tendría un alto poder adquisitivo. Y le subieron los impuestos». «¿Cuánto tenía que pagar?», preguntó el anciano. «Tres huevos al día». «Tres huevos es mucho», valoró el anciano contando con los dedos. «Sí, hipotecó a toda su descendencia», dijo la mujer. «¿Ya era madre?», preguntó el policía. «No, aún no —aseguró la mujer—. Tenía muchos pretendientes. Los tenía que espantar cada mañana con una escoba en la puerta de mi casa». «El virgo de una gallina es sagrado», dijo el anciano rascándose la calva pensativo. «Cómo se nota que usted entiende de gallinas», admiró la mujer. «Uno de esos gallos que espantaba, ¿por casualidad no sería político?», quiso saber el anciano. La mujer entrecerró los ojos como si tratase de recordar. «Sííí…, ya lo recuerdo, uno que sonreía mucho y hacía muchas promesas…». «Desencajado tenía el pico de tanto sonreír», interrumpió el anciano. «Me pidió mi voto y se lo di», dijo la mujer. «Oh, sí, tenía una oratoria espectacular», apuntó el anciano. «Era humanamente imposible resistirse a sus promesas», aseguró la mujer. «Ki, ki, ki, ko, ko ko», interpretó el anciano poniéndose la mano abierta sobre la calva, a modo de cresta. «Le sienta bien esa cresta —dijo la mujer—, déjesela crecer. Prometió limpieza —volvió a la cuestión política—, y pagó su servicio doméstico con dinero público». «Prometió mejores condiciones laborales, y se triplicó el sueldo», dijo el anciano bajando la mano que había usado como cresta. «No se quite la cresta, oiga, que le rejuvenece mucho», dijo la mujer. «¿Cuánto me rejuvenece?». «Parece usted cinco minutos más joven», aseguró ella. «En ese caso…», accedió el anciano volviéndose a poner la mano a modo de cresta. «También prometió viviendas públicas dignas…», empezó a decir la mujer. «Sí, aquel fue un argumento de peso», interrumpió el anciano sin bajar la cresta. «… y los fondos públicos se invirtieron en cinco residencias de su propiedad. Y educación, también prometió educación gratuita». «Es cierto —confirmó el anciano—. Revolucionó las técnicas de educación, lo recuerdo. Cerró las pocas escuelas que había. Lo que necesitaban nuestros niños, dijo, era mucha práctica…». «¡Abajo la inútil teoría!», clamó la mujer saludando con su brazo derecho extendido, los dedos extendidos también. «Y así nació ¡la escuela de la calle!», terminó el anciano. «¡Viva la práctica!», volvió a clamar la mujer saludando ahora con el brazo izquierdo doblado por el codo, y el puño cerrado junto a su sombrero. «Cumplió todas sus promesas aquel gallo», dijo el anciano. «¡Qué gran político!», exclamó la mujer. «¡Hermoso barrio nos ha dejado!», admiró el anciano moviendo los dedos de la cresta como si ondeasen al viento. «No haga eso que me excita —le reprimió la mujer—. Con ese cuerpo suyo rejuvenecido, y esa lascivia en la cresta, una no responde de sus actos. Ande —dijo quitándose el sombrero—, tenga, póngase el sombrero, que su cresta me estimula». «¿Qué le debo por el sombrero?», preguntó el anciano mientras se ajustaba el sombrero. «Una pala», respondió la mujer. «¿Esa le sirve?», preguntó el anciano señalando la pala con la que yo seguía cavando. «Preciosa. ¿Cava buenas tumbas?». «Se lo diré cuando me hayan enterrado. Hay que probar antes de opinar», contestó el anciano. «Bueno, mujer —se me dirigió ella—, eso ya está». Salí del hoyo y le entregué la pala a su dueña diciéndole que había hecho una buena compra. «Desde luego —reconoció clavándola de nuevo antes de coger el cadáver del drogadicto por los pies—, y ahora, adentro con sus inquilinos». Cuando hubo acomodado el primer cuerpo, yo volqué la carretilla con el cadáver de mi madre. Mientras la colocaba boca arriba, la gallina se acercó al hoyo. «Hubiesen hecho una buena pareja —dijo el anciano mientras yo salía—. Unas últimas palabras para los difuntos. Aquí yacen…». «Un drogadicto —interrumpió la mujer—, que un día fue un bebé indefenso, más tarde un niño que nadie quiso o pudo amar, y al que nuestro honorable e ilustre gallo terminó de condenar privándole de un futuro para que no se molestase en usarlo, y así lo convirtieron en un zombi que, feliz, hoy regresa a su hogar». Al terminar aquellas palabras, mi antigua mortalidad asomó tímidamente la cabeza. «Y junto a nuestro querido zombi ejemplar yacerá para siempre…», prosiguió el anciano invitándome a hablar. Vi la gallina saltar sobre mi madre y me apresuré a intervenir: «Una madre que perdió a su hija…». Iba a decir algo más pero al ver cómo la gallina picoteaba estirajando los párpados de mi madre, volví a mi vieja mentalidad mortal y me apresuré en coger la pala para empezar a cubrir de tierra a la hada roja. La gallina se escabulló espantada, y en cinco minutos tapé los cadáveres. Nadie más hizo comentario alguno. Al terminar, la mujer me abrazó largamente y, cuando me soltó, el anciano me abrazó también. Vi que la gallina esperaba subida en su carretilla. «Mire, le esperan», dije sonriendo emocionada. Me quedé un buen rato contemplando cómo la mujer, con la pala al hombro, y el anciano con su carretilla, su gallina y su sombrero, regresaban por caminos separados hacia el laberinto de chabolas. Deseé entonces todos los tópicos de las revoluciones: justicia social, igualdad de oportunidades, paz…, y en lo más vehemente de mi deseo una voz interior, la del poder que latía en mi inmortalidad, una vocecita aún, me dijo: «para cambiar un barrio tienes que cambiar el mundo». El laberinto se expandía, y yo ya estaba en él. «Bueno, y lo mío qué», reclamó el guía drogadicto sacándome de mis reflexiones.
Al regresar del barrio del arcoíris imperfecto, lo primero que hice fue encerrarme a escribir todo lo sucedido. No quería que se me escapara ni una coma de lo que había visto, escuchado, sentido. De madrugada, me quedé dormida escribiendo. Me desperté un rato después, terminé de escribir lo que faltaba, y me volví a dormir, agotada.
Dos días más tarde emprendí mi viaje de vuelta sin llevar a cabo la venganza que en un primer momento había ideado contra mi hermano. El rencor hacia él se había diluido sin que apenas me diese cuenta de ello. «Déjate de tonterías», me dije al despertar la mañana que debía ir a buscarle. Descartada aquella opción, encargué en recepción los preparativos para mi urgente regreso. Sentía que nada pintaba ya en mi vieja vida, doblemente vieja ahora. Sentía que lo que había venido a buscar ya lo había hallado, aunque en ese momento lo que había hallado solamente era una paz interior o, mejor dicho, lo que había hallado se traducía en una paz interior cuya fuente no descubrí hasta la tarde, cuando me escoltaron al aeropuerto. En aquel trayecto, desde el vehículo, contemplé la miseria que inundaba los aledaños de la burbuja del hotel y, más adelante, la que inundaba los barrios exteriores a la zona azul, mucho más denigrante que la anterior, y de repente reparé que miraba de forma analítica, que no me refugiaba en mi ombligo, que veía una salida a aquel laberinto de miseria que cubría el planeta desde mi primera hasta mi segunda vida, que el mapa de la salida estaba en mis manos, y que ese mapa no era otra cosa que el tiempo ilimitado que disponía para recorrerlo. La salida del laberinto quedaba sintetizada en la frase que me despertó de mis elucubraciones en el vehículo que me escoltaba al aeropuerto: «yo arreglaré las piezas», respuesta a una pretérita sentencia de Lea que los ríos subterráneos del subconsciente habían aflorado a mi conciencia catorce años más tarde de que la pronunciase entre el rumor de las olas. Por un momento traté de perseguir las reflexiones que me habían llevado a aquella certeza, pero solamente tuve tiempo de deshacer un corto trecho del camino: que yo sería la mecánica de la humanidad; que las piezas a arreglar eran los genes; que a lo mejor Tanos no iba tan desencaminado; que Nono podría haberme violado porque estaba escrito ese comportamiento en su ADN en caso de que cierto estrés externo activase tal comportamiento; que el estrés en su padre había sido una guerra y en Nono mi actitud negativa hacia su persona desde que nació; que aquel entorno de miseria era idóneo para que el estrés ambiental sacase lo peor del ser humano; que sorprendía ver a las personas sacando lo mejor de ellas en lugares como aquel… Y ahí perdí el rastro de mis divagaciones. En cualquier caso, un plan, un proyecto enorme había pasado a sustituir el vacío dejado por la consecución de la X1, y creo que ese hecho había provocado que la fiebre de la inmortalidad volviera a subir para no descender jamás. Cirpunthueco por fin era un círculo, y ese círculo, la inmortalidad, debía proporcionarme un poder insospechado, un poder capaz de hacer lo que en milenios no había conseguido el ser humano: la sociedad perfecta, el mundo amable. El ser humano estaba averiado, pero, sin lugar a dudas, si algo no funcionaba, podría arreglarse. Todo estaba en nuestro interior, y yo lo observaría como nadie había podido observarlo: con todo el tiempo del mundo.