Cuando Gabriel despertó era noche cerrada. Una música electrónica trepidante, enloquecedora, le martilleaba el cerebro. Olía a orina. Recordó entonces dónde estaba y cómo había llegado allí. Recordó que le perseguían. Las botellas de agua estaban vacías, tiradas junto a él. Recordó las dos putas; ese cielo de mulata. Se incorporó, miró hacia la carretera, el único punto iluminado gracias a una alta farola. Le pareció ver a tres putas hablando con los ocupantes de un coche. Había otro coche metido en la tierra, a unos veinte metros de él, un descapotable del que salía ese ruido infernal que le torturaba los tímpanos. Se levantó, salió trastabillado. Tuvo que detenerse, arrodillarse y volverse a levantar. Con gran esfuerzo logró caminar en línea recta hasta las putas. Pediría ayuda a la mulata. Los dos coches se fueron antes de que Gabriel llegara a la carretera. Allí sólo quedaba una puta. Por el color de la piel pensó que sería la mulata, pero al volverse, un pene negro medio erecto salió a través de una raja de la minifalda dorada. Desafiaban la ley de la gravedad dos grandes pechos cuyos pezones era lo único que se mantenía oculto bajo los diminutos triángulos de un sujetador de lentejuelas rojas. Botas negras hasta medio muslo y una especie de torera de borreguito blanco eran el resto de la indumentaria de aquel travesti altísimo con cuerpo de atleta y larga melena púrpura. El maquillaje extremo parecía tratar de disimular unas facciones finas, demasiado finas para el gusto de sus clientes.
—¡Oh, la bella durmiente! ¡Has despertado! —dijo con teatralidad en un tono de voz agudo muy forzado—. Te he estado besando tanto rato… Pero no despertabas. Pensé que no sería tu príncipe azul.
—¿Y la mulata brasileña? —preguntó Gabriel.
—Soy yo, ¿no lo recuerdas? —dijo el travesti, ahora muy serio.
Aturdido, Gabriel negó con la cabeza.
—Tienes ganas de cachondeo, ya veo.
—Oh, no, las pastillas debieron afectarte la memoria.
Gabriel dudó. ¿Habría soñado lo de la mulata?
—Bienvenido al reino de la oscuridad, donde todo es posible y un bonito chochito puede convertirse en esta sucia verga —dijo con tono muy serio y voz pausada agitándose el pene para que se le quedara erecto—. Mira, mi amor, mira.
Gabriel se arrodilló mareado. El travesti acercó su pene, casi erecto a su cara. Gabriel cerró los ojos. Sintió una suave caricia en su mejilla, en sus labios. Pensó que era el pene del travesti, sintió una profunda sed de autodestrucción, quiso rendirse a la destructora máquina de la depravación, pero acabó vomitando.
—Estas mal, mi amor —le dijo el travesti ayudándole a levantarse cuando dejó de vomitar. Mira, siéntate aquí, un poco apartado para que no me espantes a la clientela, y dentro de un par de horas te llevo a un hospital, o a donde quieras, ¿vale?
—¿Cómo te llamas? —quiso saber Gabriel.
—Eva.
—¿Eva?
—Sí, ¡hay tanto Adán que tentar!
—Gracias, Eva —dijo Gabriel gratamente sorprendido de que aquel submundo lúbrico y oscuro albergase amabilidad y compasión, no en vano el tópico alimentado por el cine y la literatura hubiese reclamado allí un par de chulos que le dieran una buena paliza.
Mientras Eva caminaba hacia la farola, del descapotable bajó una puta, o un travesti, Gabriel no acertó a distinguir el sexo, que se encaminó también hacia la farola. El coche arrancó, maniobró para salir a la carretera. El humo del tubo de escape llegó hasta Gabriel. El coche arrancó quemando neumático y el ruido desapareció en pocos segundos. Si aquello era el purgatorio, recordó Gabriel las palabras de Francisco, esto debe ser las puertas del infierno.
Miró Gabriel su reloj: las tres y diez de la madrugada. Se sorprendió de la cantidad de coches que llegaron a parar, de los tratos consumados, de las idas y venidas de los nocturnos moradores del halo de aquella farola. Diecisiete coches a las cuatro de la madrugada. Tras pasar el coche dieciocho, con el que habló Eva, esta se volvió caminando hasta Gabriel.
—Te están buscando Bella Durmiente —le informó con voz masculina, como si hubiese dejado de interpretar su papel.
—¿Qué?
—Esos dos tipos me han enseñado una foto tuya, dicen que son policías y que eres peligroso. Pero no son policías.
—¿Cómo lo sabes?
—Vente, te llevaré a un sitio seguro, aquí te van a encontrar —le dijo Eva sin responderle.
Caminaron un trecho adentrándose por la tierra en la más absoluta oscuridad. Gabriel se limitaba a seguir a Eva, que ya no hablaba. A unos cincuenta metros encontraron una moto de gran cilindrada. Eva quitó el candado que, a su vez, ataba dos cascos.
—¿Es tuya?
—Claro, ponte el casco de Mona —le ordenó antes de ponerse el suyo.
Se subió a la moto, arrancó. Un motor poderoso silbó con gravedad. Le indicó a Gabriel que montara y que se sujetara a ella. Circuló con precaución por el trozo de tierra, pero al llegar a la carretera aceleró bruscamente. A un par de kilómetros, ya en el centro de la ciudad, entraron en un callejón únicamente iluminado por la luz de la moto y, sin parar el motor, Eva pidió a Gabriel que bajara. Este obedeció. Comprobó que era un estrecho callejón sin salida. Un coche selló la salida a cinco metros de ellos. Los faros proyectaban una luz cegadora.
—¿Qué hacemos aquí?
—Negocios —respondió Eva con su rotundo tono masculino—. Dame el casco de Mona.
Gabriel se quitó el casco. Quiso pensar que Eva traficaba con drogas. Se escucharon abrirse dos puertas del coche que no se cerraron. Dos siluetas avanzaron en la luz, y antes de que se diera cuenta de lo que sucedía, Gabriel sintió un brazo rodeándole el cuello, y un paño húmedo y frío tapándole la boca y la nariz.
Despertó a Gabriel el incómodo y peculiar zumbido de la cabina de un avión en pleno vuelo. Le costó abrir los ojos. Cada vez que lo intentaba, el plomo de sus párpados le devolvía a la oscuridad. Los miembros no le respondían. Las cinco o seis imágenes que había logrado capturar en el breve espacio de tiempo que había mantenido abiertos los ojos le corroboraron la siguiente información: estaba en un avión y, frente a él, en dos asientos orientados contra el suyo, dos tipos parecían dormir, la cabeza del uno apoyada en el hombro del otro; algo extraño. En un esfuerzo supremo logró incorporarse y abrir los ojos a un tiempo. Volvió a derrumbarse de inmediato con otra nueva instantánea, esta sí, verdaderamente reveladora: en el suelo del avión, en el pasillo, había un cuerpo tendido boca abajo. Intentó pensar, pero antes de hacerse una composición de lugar, una mano le cogió por la barbilla y, justo después, sintió un agudo pinchazo en el cuello.
La misma pesadez le atenazó más tarde. De nuevo escuchó un avión antes de poder abrir los ojos. Sin embargo, en esta segunda ocasión el sonido indicaba claramente que él estaba situado fuera del avión. Sintió frío. Abrió los ojos. Iluminada tan solo por las luces del suelo, vio una pista asfaltada y el tren de aterrizaje de un avión a unos veinte metros de su posición justo en el límite de la pista, ya junto a la tierra. No supo Gabriel cuánto tiempo tardó en volverse a sentir amo de su cuerpo. Lo que sí tuvo claro es que hasta que él no se levantó, el avión no empezó a rodar, como si su recuperación hubiese sido una señal de salida. El avión era un pequeño jet completamente blanco, sin ninguna señal comercial, un reactor de uso particular. Cuando el aparato giró frente a él buscando el límite de la pista para empezar a acelerar, sólo llegó a ver Gabriel un único ocupante: el piloto. A los pocos segundos de despegar, todo quedó en silencio, un silencio profundo e inquietante. Se subió la cremallera del anorak negro que le habían dado en el centro de acogida. De repente, mientras contemplaba perderse las luces parpadeantes en el negrísimo cielo, primero la roja y la verde y, al fin, la blanca, la certeza de que nada de lo que le estaba pasando era aleatorio volvió a asaltarle. La mochila que encontró en el borde de la pista asfaltada, en donde había estado tendido, vino a confirmar su deducción: dos litros de agua embotellada, tres sándwiches, barritas energéticas, glucosa en comprimidos, y una pequeña linterna. ¿Qué es esto, una prueba, un concurso?, se preguntó Gabriel. Buscó a su alrededor los ojos que le estaban observando. La piel se le había puesto de gallina. Trató de tranquilizarse buscando un punto de equilibrio entre la paranoia y la manipulación. Que me estén utilizando para algo no significa que los fantasmas existan, se convenció. El lugar era surrealista, un paisaje mental que él perfectamente hubiese podido concebir como escritor. Una pista de aterrizaje iluminada por puntos de luz en mitad de la oscuridad. Ni torre de control ni aeropuerto; una pista de aterrizaje en mitad de la nada.
—No, no volveré a caer —se dijo riendo al recordar su último vuelo, el que llevó a la muerte de Andrea, el que le llevó a creer que estaba dentro de su novela.
No, aquello no era ninguna ficción, tenía razón. Ni tampoco la sensación de que le observaban. En efecto, dos ojos le vigilaban. Bebió y comió sentado en el asfalto, entre dos de los centenares de luces que señalizaban la pista, más por ceñirse a la cordura que por hambre o por sed. Observó Gabriel que cada una de aquellas señales luminosas tenían acopladas unas pequeñas células fotoeléctricas. Luces que funcionan con energía solar…, aquí hay tecnología, pensó. Mientras comía recapacitó buscando un lugar en los mapas de la lógica para orientarse en aquellos acontecimientos. Se ubicara donde se ubicara, Zoé aparecía siempre al norte. Alguien está jugando conmigo, se dijo incorporándose tras guardar los alimentos sobrantes en la mochila. Decidido a hacer lo único que podía hacer, descubrir qué estaba pasando, echó a caminar hacia el otro lado de la pista sin saber adónde se dirigía. En verdad, en el centro del tablero de aquel siniestro juego, podía partir en cualquier ángulo, pues el infierno al que le habían llevado se extendía cientos de kilómetros a la redonda.
Pocos pasos después de que sus pies sustituyesen el asfalto por una tierra dura y polvorienta, Gabriel recordó el móvil. Rebuscó en sus bolsillos. No lo encontró. Se detuvo a registrar la mochila que le habían dejado. Tampoco. Había desaparecido, así como su cartera y su reloj. Siguió caminado un trecho, apenas doscientos metros. Allí estaba la primera pieza de su rompecabezas. Enfocó con la pequeña linterna. Una pequeña edificación completamente destruida. La torre de control, pensó. Caminó sobre sus escombros, una especie de inmenso cráter compuesto principalmente por pedazos de hormigón y metal. Vio un brazo con la mano cubierta por un guante blanco. Por un momento pensó que era uno de esos brazos de broma hechos de silicona, pero al acercarse más pudo ver el hueso astillado que salía de entre la ropa que parecía militar, de camuflaje.
—¡Dios santo! —exclamó conmocionado.
Se apresuró a salir de los escombros y siguió caminando por la tierra, hacia la oscuridad. Recordó lo que tantas veces le había dicho Andrea sobre los infiernos del mundo: no es lo mismo verlos en una foto que pisarlos, olerlos. A los pocos minutos la luz de la linterna reveló un camino de tierra bastante ancho. ¿Derecha o izquierda? La izquierda estaba en el sentido contrario al brazo que acababa de ver, así que tal vez por eso echó a andar hacia allí. Hasta donde llegaba la luz de la linterna no se veía nada, ni edificaciones, ni vallas, ni alambradas, ni árboles, ni siquiera matorrales. Estoy en mitad de un desierto, otra vez, pensó Gabriel angustiado. ¿Estaba en un territorio de guerra? Quedándose no solucionaría nada.
Un par de kilómetros más adelante de aquella carretera de tierra completamente recta, Gabriel vio un bulto a lo lejos, junto al arcén. Ya a pocos metros comprobó que era un cuerpo uniformado tendido en el suelo, inmóvil. Al llegar a él vio que, como antes, bajo aquellas ropas sólo había un esqueleto. Cuánto tiempo llevará aquí, se preguntó. Haciendo de tripas corazón, se dispuso a observarlo por si algo de lo que viera le servía para escapar de allí. Las falanges de las manos tocaban la mandíbula y las vértebras cervicales. Como si rezara, pensó. Reparó también en la bandera que tenía cosida en la manga del uniforme, pero en vano trató de recordar Gabriel a qué estado pertenecía.
—Mierda, todas son iguales, colores metidos en un rectángulo —se quejó.
Nunca se le habían dado bien las banderas. ¿África, Oriente Medio, Asia…? Nada, ni tan solo el continente. A su lado, fuera del camino, había un lanzagranadas. Sin duda alguna, allí había o había habido una guerra. Decidió seguir adelante sin perder más tiempo, fuera hacia donde fuera.
Pensó mucho en Andrea durante aquel recorrido. Si ella había transitado por zonas calientes, si ella había visto miseria, muerte y guerra, él también lo haría, aunque sólo fuera por honrar su memoria. Al primer cadáver del camino le sucedieron nuevos cadáveres; primero tres, estos subidos o, mejor dicho, derrumbados en un jeep que Gabriel se atrevió a probar si arrancaba constatando que el motor estaba tan muerto como sus ocupantes; otro cadáver, después, en mitad del camino. Con este ya eran tres los que parecían estar rezando en el momento de morir. Idiota, se dijo Gabriel, no están rezando, ¡murieron asfixiados! Más tarde vio dos más, junto a un carro de combate medio destruido, con parecida posición de las manos. Todos militares, todos convertidos en esqueletos. Era como si la muerte hubiese barrido aquel camino. Al décimo cadáver dejó de contar. Estaba boca arriba, junto a la carretera de tierra. Como en la mayoría de ellos, los dedos estaban sobre el cuello del uniforme. Viendo Gabriel que aquel cadáver llevaba un reloj de pulsera, decidió quitárselo para saber la hora. Macabra paradoja: funcionaba, seguía marcando el tiempo a un propietario para el cual el tiempo ya no existía. Marcaba las doce y diez minutos del día cinco. Echó cuentas. Sí, había salido de la clínica el dos de octubre. Y fue en la madrugada del cuatro cuando subió a la moto de Eva. ¿Casi un día habían tardado en dejarlo allí? Podía ser, claro, aunque ello no daba pistas sobre su paradero. En cuanto a la hora, ¿eran las doce y cinco de la noche? También podía ser. Llevaría caminando una hora, más o menos. Mientras pensaba en todo aquello Gabriel abrió la mochila y repuso fuerzas comiendo y bebiendo. De pronto cobró conciencia de estar comiendo junto a un muerto. Enfocó la calavera con la linterna. Las cuencas oscuras miraban al cielo, oscuro también, ni una estrella, ni una pista de la luna. ¿Tan pronto se acostumbra uno a la muerte?, pensó con remordimientos. No fue capaz de ponerse el reloj. Se lo guardó en un bolsillo del anorak. Se puso en pie y siguió andando, convencido, pobre de él, que la muerte le había dado tregua, que se había vuelto inmune a sus formas. Pero lo peor estaba por llegar.