Por un momento dudé sobre si la más sólida pareja que había conocido en mi vida podría resistir las artes de aquella seductora nata, y la duda me hizo sentarme en el segundo peldaño de las escaleras a la espera de resultados mientras Lea subía hacia la habitación de Fidia y Tanos. Segundos más tarde se escuchó la puerta abriéndose. Los gemidos de Fidia escaparon bruscamente de la habitación derramándose por el pasillo. Se cerró la puerta. El tiempo pareció detenerse. Escuché bisbiseos que resultaron ser mi respiración rebotando contra el silencio. Como cuando de pequeña jugaba al escondite, la tensión de la espera me provocó ganas de cagar. Las tripas se retorcieron impacientes, y entre el inoportuno ruido de tripas, ahora sí, se oyeron murmullos de conversación: siseo femenino, vibración masculina, siseo femenino, vibración masculina… Me resultaba imposible distinguir la voz que producía el siseo, si la de Fidia o la de Lea. Interpreté que Tanos estaba reprendiendo a Lea por haber irrumpido de aquel modo, y que Lea pedía disculpas. También interpreté que Lea estaba intentando venderles las exquisiteces del trío y que Tanos se oponía. Por último, interpreté que Tanos y Fidia reprendían por turnos a una silenciosa Lea. Según el tono, optaba por la primera, por la segunda o por la tercera opción, y así estuve unos minutos, saltando de una a otra opción hasta que se me hizo evidente la interpretación definitiva: ya llevaba yo demasiado rato interpretando sin que Lea saliera de la buhardilla. Intrigada mucho más de lo que verdaderamente deseaba, la curiosidad malsana me ordenó subir las escaleras, con mi acompañamiento de tripas, para descifrar las frases codificadas en los murmullos, pero cuando llegué a la puerta el silencio recuperó el pulso de la escena enmudeciendo hasta a mis intestinos. Se intuía, inminente, el desenlace. Contuve la respiración soportando la presión de un pulso desbocado por la excitación, una excitación en las antípodas de la sexualidad: la excitación del engañado a punto de comprobar el engaño, la del discriminado a punto de corroborar su discriminación; una excitación enfermiza, autodestructiva, podrida; una excitación que me obligó a acercar la oreja a la puerta, lentamente, hasta que la inminencia del desenlace me congeló a un palmo de la madera convencida de que al mínimo movimiento mío la puerta se abriría y Lea me pillaría in fraganti. La situación no podría ser más ridícula, así que mi estatismo contuvo el tiempo todo lo que pudo hasta que me vi obligada a respirar, momento que mis tripas aprovecharon para retorcerse ruidosamente, y en mitad del visceral alboroto decidí acoplar mi oreja a su destino. En cuanto noté el áspero tacto de la puerta en mi oreja, un seco alarido de dolor desgarró el silencio con tal intensidad que hasta creí escuchar el relampagueante avance del grito resquebrajando la madera. Me aparté sobresaltada, como si el alarido hubiese impactado contra la puerta y esta hubiese estallado en mil pedazos. Un segundo alarido, más roto que el anterior si cabía, me devolvió el raciocinio informándome de lo esencial: el grito era de Lea. Partiendo de ese axioma, la situación al otro lado de la puerta se explicaba por sí sola. Podía haber muchas variantes, tantas como bizarría te ofrezca tu imaginación, pero un hecho era indiscutible: Tanos acababa de penetrar a Lea. Aquel acto fue una bofetada para mí, y como si de verdad me hubiesen dado esa bofetada eché a correr escaleras abajo encendida como una niña tonta. Antes de cerrar la puerta de mi habitación aún me alcanzó otro de esos violentos alaridos de Lea. Por si aún no me sentía bastante humillada, mis intestinos dijeron basta y me tuve que encerrar en el lavabo para cagar. Los reproches y la indignación se me atascaron en el pecho y rompí a llorar mientras mis tripas se vaciaban. Un solo acto me había hecho sentir pareja abandonada, mujer menospreciada, y, por si fuera poco, como amiga, me sentía culpable de manchar la perfecta relación entre Fidia y Tanos. Cuando salí del lavabo tuve la extraña sensación de acabarme de convertir en el contenido de mis intestinos, o de estarme hundiendo en ello; mi autoestima desapareciendo en las arenas movedizas de mi propia mierda, y cuanto más pensaba en lo que estaba pasando en la buhardilla, más me hundía. A punto estuve de salir de nuevo para acabarme de ahogar en mi mierda, asfixiada por los gemidos que salían de la buhardilla, pero, en un esfuerzo sobrehumano, el poco sentido común que me quedaba me obligó a meterme en la cama a llorar de rabia hasta que pudiera pensar con mayor claridad. No pude conseguirlo y me dormí rabiando.
Al cabo de unas pocas horas, mucho antes de amanecer, me desperté y en cuanto recordé empecé a llorar de nuevo. Sin embargo, estas eran ya unas lágrimas distintas, pues de inmediato cambiaron la óptica de mi indignación, ya que en verdad ahora me sentía enfadada conmigo misma por mi reacción. Mis lágrimas me exigían más madurez; más sangre fría; más autocontrol. En busca de esa serenidad que entonces no tenía, fui al lavabo y me di una ducha de agua helada. Salí tiritando, pero con la mente un poquito más despejada, al menos lo suficiente para preguntarme por qué me sentía mal. ¿Por qué Lea me había sido infiel? ¿Por qué Lea me había defraudado arriesgando el futuro de la pareja que más había admirado en toda mi vida? ¿Por qué a mí me habían rechazado? ¿Por amor propio? Intenté responderme a aquella trinidad de cuestiones, pero en lugar de respuestas surgían más interrogantes. Pensé que escribiendo, que haciendo una especie de esquema de aquellos planteamientos me resultaría más sencillo aclararme, y, de ese modo, en unas horas tuve dibujado el árbol genealógico de mis miedos. Por ejemplo, del planteamiento de si Lea me había sido infiel, el menos consistente de todos, surgían tres hermosas ramas: ¿tenía derecho a hacerlo?, ¿qué era la fidelidad?, ¿lo había hecho por despecho o por placer? Y cada una de ellas volvía a ramificarse. Con la segunda cuestión, si Lea me había defraudado como persona poniendo en juego el futuro de aquella pareja, salían tres ramas más: ¿la responsabilidad era de Lea exclusivamente o ellos también tenían su parte de culpa?, ¿había habido algo más que sexo?, ¿estaba idolatrándoles como pareja injustificadamente? También en este caso las cuestiones subyacentes se ramificaban y subramificaban en otras, y lo mismo sucedía con la tercera de las cuestiones principales. Como no podía ser de otro modo entre tanto ramaje, al amanecer me fui a desayunar más confundida que cuando desperté, pero un poco más serena tras el análisis de la situación. A aquellas horas aún no había llegado Fidia para preparar el desayuno, así que me lo hice yo misma. Acababa de sentarme a la mesa cuando ella entró a la cocina con unas profundas ojeras. Iba a abrir la boca para decirme buenos días cuando yo me sorprendí asaltándola sin contemplaciones: «¿Por qué?». Ni yo precisé más la pregunta ni ella me pidió ningún tipo de aclaración. En el mismo momento de escupir mi pregunta deseé que ella me dijera que no había pasado nada, que había sido un malentendido, que al cabo de unos minutos Lea salió de su habitación y los gemidos eran suyos, que me había confundido, y mil excusas increíbles más que yo ansiaba que se convirtieran en verdad por arte de magia. Pero no sucedió así. Fidia bajó la vista y actuó como si la pregunta no hubiese existido. Empezó a operar en la cocina como cada mañana para preparar los desayunos de todos y no salté a tirarle de los pelos porque en su semblante se adivinaba la circunspección de la meditación, último resorte que sujetaba mi indignación. Al cabo de un largo silencio sembrado de repiqueteos de cubiertos y cacharros, chirridos de puertas mal engrasadas, tintineo de vasos y gorgoteo de líquidos alimentos, me dio la respuesta que confirmaba la infinita capacidad de seducción de Lea: «No lo sé». Todo mi cuerpo se aflojó derrumbándome sobre la mesa. Sentí alivio porque, contestándome, Fidia me había hecho sentir la lealtad de la comprensión, de la empatía, del respeto por mis sentimientos que, acertados o no, eran los que tenía. Tratarme de histérica, de exagerada, de estrecha de miras, de entrometida o cualquier respuesta o actitud suya que ignorase mis sentimientos habría significado el fin de la confianza que le tenía. Asentí satisfecha por la sinceridad que me regalaba, y supongo que algo vio en mi gesto, en mi actitud, que la impulsó a darme más explicaciones sin dejar de trajinar. Me confió que había sido una experiencia que no sabía si poner en el lado de las positivas o en el de las negativas, que eso el tiempo lo diría, pero había sido una experiencia intensa y creía que al final le acabaría resultando enriquecedora. Me aseguró asimismo que no lo repetiría jamás porque pensaba que, como experiencia, con una vez era suficiente, que ir más allá sería desestabilizador para ella, que eso lo tenía claro, y añadió que como pareja sería más desestabilizador todavía. Lo dijo como quien habla de haber probado una droga y teme volverse adicto si repite. A continuación me pidió disculpas por si lo sucedido aquella noche podía afectar a lo que hubiera entre Lea y yo, pero puntualizó que asumía que todos éramos adultos y que en la naturaleza de la relación que daba por sentado que manteníamos Lea y yo suponía suficiente libertad como para que yo misma hubiese intentado hacer un trío con ellos anteriormente. Su claridad de ideas me dejó tan perpleja que tuve que preguntarle cómo podía tener las cosas tan claras. «No he pegado ojo pensando en todo ello», me reveló. Guardé silencio calentando la pregunta de la autodestrucción. Fidia se sentó enfrente de mí para empezar a desayunar y, rodeando mi puño cerrado con sus dedos, me dijo adivinándome el pensamiento: «No me lo preguntes, no te tortures, no tiene explicación —me aseguró—. Fue el momento, y me alegro, porque la amistad que siento en ti no la siento en Lea, y si hubiese sucedido algo aquella noche, hoy no seríamos amigas, lo sé. Y Tanos siente lo mismo que yo». Cogiéndole la mano la miré a los ojos y le di las gracias emocionada por los sentimientos que brillaban en su franqueza. Ambas seguimos desayunando en silencio; yo mucho más tranquila tras las palabras de Fidia; tan tranquila que cuando entró Lea caminando con evidentes signos de escozor, no pude evitar reírme. Fidia, al comprender de qué me reía, también se unió a mí, y yo, que tenía planeado martirizar a Lea dedicándole mi semblante más severo, todavía me reí más intentando ponerme seria, así que, viendo que me resultaba imposible controlarme, preferí marcharme de allí para que las damnificadas intimasen sugiriéndose remedios inconfesables para el escozor vaginal.
Ahora me río de aquella situación, pero la verdad es que en aquel momento mi risa me daba ganas de llorar. La conversación con Fidia había sido lenitiva en lo que a ella y a su marido se refería, pero la decisión de Lea de acostarse con ellos me seguía doliendo, y yo quería creer que aquel dolor se debía al hecho de haber ignorado el daño que podía hacerle a la pareja con el único propósito de darle alimento a su soberbia. Sí, aquello era cierto, pero el daño más grave, el que de verdad se me clavaba en el alma era pensar que aquella aventura nocturna significaba que yo ya no estaba en sus planes, que yo ya no le importaba.
Aquella mañana teníamos previsto ir a visitar por segunda vez la nave en donde se ubicaría el laboratorio, y en el lugar y a la hora acordados para salir, o sea, junto a la escalera del recibidor y un rato después de que yo saliera de la cocina incapaz de controlar mi risa nerviosa, allí nos esperaba Tanos, con un gesto de turbación que hablaba por sí solo. Estaba intranquilo, no sabía si por mí, por Lea o por Fidia. Como Lea no estaba aún, le pregunté por ella en su idioma, y él me respondió que no la había visto. Por su tono amistoso deduje que no estaba preocupado por mí. Al momento escuchamos a Lea bajar las escaleras, y por la forma en que ambos se saludaron supe que Lea tampoco era quien turbaba a Tanos, así que estaba muy claro, y más claro me quedó cuando salimos y él no se despidió de su mujer como siempre hacía: anunciándole desde la puerta que nos íbamos. Lo sucedido aquella madrugada había afectado a la relación entre Fidia y Tanos, de eso no cabía duda alguna. Por nuestra parte, Lea buscó mi mirada mientras bajaba las escaleras, pero yo se la retiré y no me pidió explicaciones por mi desaire. Ella y Tanos, en cambio, salieron charlando animosamente; vamos, lo usual entre ellos, y la actitud de ambos era tan desenfadada que de no ser por la conversación que poco antes había tenido con Fidia yo hubiera pensado que lo sucedido la anterior madrugada no era más que un mal sueño mío. Ya en el vehículo, Tanos y Lea siguieron hablando. Yo me evadí esforzándome en ignorarles, enfadada por aquella actitud incomprensible para mí, pero al cabo de unos minutos me llamó la atención la gravedad de las respuestas monosilábicas que Tanos le estaba dando a los comentarios que Lea le hacía en voz baja. Con infinito tacto, Lea consiguió arrancarle a Tanos respuestas más largas; primero aclaraciones de un par de sílabas tras el monosílabo inicial, después de tres, y así, frase a frase, se invirtieron los papeles hasta que en unos minutos era Tanos quien explicaba algo y Lea quien asentía o negaba en un riguroso silencio. Por el tono de la conversación estaba claro que trataban sobre algún asunto muy muy serio. Intenté seguirles pero solamente entendía frases sueltas y tan separadas entre sí que el significado de una no ligaba ya con el de la siguiente que conseguía cazar, de forma que no llegué a hacerme una idea de lo que hablaban. En muchos momentos el rostro de Tanos se aproximó peligrosamente a aquellas miradas infernales que ya le había visto con anterioridad, pero parecía que la propia conversación le impedía caer por completo en el pozo sin fondo de sus recuerdos. Condenada a no averiguar el tema de conversación, especulé hasta donde me alcanzaba la imaginación, y no supe llegar más allá de los problemas conyugales. Hubo un momento, poco antes de entrar en el polígono industrial, en que a Tanos se le escaparon las lágrimas, en silencio, y Lea se limitó a mirar al frente negando con la cabeza. Nada más se dijeron hasta detener el vehículo, momento en que yo estaba tan enfadada con Lea por los problemas que, a mi entender, había provocado en la pareja, que en cuanto salimos ella y yo, y comprobé que Tanos se quedaba dentro del vehículo, no pude reprimirme un comentario envenenado: «se te ve satisfecha, ¿no?». Lea se limitó a seguir caminando, impermeable a mi cinismo, la vista al frente y los labios muy lejos de buscar el ángulo de la seducción. Yo insistí, ya sin ambages, acusándola de ser la responsable de lo que a aquella pareja le pudiera pasar por culpa de su vanidad. Lea se mordió los labios, vacíos de fascinación, estrujándolos con sus incisivos inferiores como si se estuviese reprimiendo la respuesta. Yo volví a la carga tachándola de inmoral, de falsa, de egoísta, de ingrata y de todo lo que cayó cerca de mi lengua en aquel momento, y cuando me quedé sin insultos y llegamos a la puerta de la nave deteniéndonos para abrirla, Lea hizo un esfuerzo sobrehumano para aparcar lo que acababa de hablar con Tanos y me contestó sin lograr izar en sus labios su sonrisa irresistible: «son una pareja fuerte, pero eso tienen que demostrarlo en las dificultades». Su respuesta me dio pie a seguir atacando y atacando, hasta que, ya en la segunda planta de la nave, Lea me paró los pies metiendo el dedo en la llaga: «estás celosa, ¿verdad?». Este comentario por fin tensó sus labios con una sombra de seducción. Yo me detuve boquiabierta mientras ella seguía caminando. No esperaba que fuese tan directa, y mi reacción o, mejor dicho, mi ausencia de reacción, borró cualquier asomo de duda que ella pudiese tener respecto lo que acababa de plantear. A los pocos metros Lea regresó sobre sus pasos y se paró ante mí. «¡Estás celosa!», se reafirmó mirándome fijamente a los ojos. Los pocos restos de lo que hubiera estado hablando con Tanos se diluyeron en su rostro con aquella acusadora exclamación. «No sé si estoy celosa o no, pero lo que tengo claro es que no has pensado en nada en nuestra relación», dije sin pensar, y solamente tras haberlo dicho fui consciente de la incongruencia que acababa de lanzar. Si yo misma había tentado el trío sexual que ella había hecho, cómo podía echárselo en cara. Lea, sin embargo, fue más allá de la sexualidad en su respuesta. «¿Qué relación?», dijo con la sobreactuada suavidad que requería la entonación de aquella pregunta para convertirla en ironía. Mi cara de sorpresa la animó a precisar su acusación sin perder la calma, como si aquello le divirtiera: «qué relación…, si desde que estamos aquí sólo me esquivas». Quise responderle, pero solamente alcancé a abrir la boca, eso sí, mucho. Seguro que mi respuesta inexistente hubiese empezado por la letra a; una a elástica que me obligó a ejecutar el movimiento de cerrarla en varias ocasiones para lograr sellar mis labios. «Piénsatelo», concluyó Lea dándome la espalda para proseguir con la inspección de la nave de nuestra propiedad.
Y me lo pensé. Me lo pensé mucho; dos semanas concretamente. Y mientras me lo pensaba nuestra relación se limitó a una cordialidad de compañeros de trabajo, porque de eso hablábamos principalmente ella y yo, del laboratorio, de los equipos, del personal, de la planificación de Cirpunthueco para que los técnicos que iban a trabajar no sospechasen el fin último del proyecto. Pensé mucho, sí. Pensé en las relaciones que mantenemos las personas; en su naturaleza interesada: qué se ofrece, qué se recibe a cambio. Pensé en el grado de dependencia implícita: qué es de mi vida sin esta persona. Pensé en su duración, siempre a la merced de la rueda del destino. Pensé en los tipos de relaciones, en los nombres con los que creábamos los lazos entre dos personas: amistad, familia, pareja, amantes, cliente-proveedor, maestro-alumno, jefe-subordinado, colegas, líder-súbdito, matrimonio, vecinos, correligionarios, compatriotas… Inevitablemente, al analizar los vínculos entre esas parejas, aparte de los intereses principales que pudieran compartir, surgió el amor como un cemento omnipresente pero intangible que más allá de la dosis adecuada desnaturalizaba el objeto de la relación en cuestión convirtiéndola en una relación enferma… Una gota más de amor, y un amigo se podía convertir en un incondicional, un maestro en un compinche, un padre en un esclavo, un subordinado en un adulador, un alumno en un devoto, un amante en un enamorado, un correligionario en un sectario, una pareja en un celoso, etcétera, etcétera. Deduje de ese modo que esa gota de más que destruía la esencia de la relación no podía ser amor, que acaso sucediera como con los medicamentos, que sobrepasada la dosis óptima, se convertían en veneno, un veneno cuyo principal efecto en el caso del amor era obnubilar el ojo de la razón, distorsionar la capacidad crítica, anular el sentido común. Sobreproteger, adular, condescender, no es amor. Por un momento llegué a pensar que se daba una excepción en el caso de los enamorados; que una gota más de amor sobre el sexo por el sexo podía convertir a un amante en un enamorado, pero no tuve que ahondar demasiado en aquella reflexión para descubrir entre los enamorados los síntomas del veneno: adulación, sobreprotección, condescendencia… Aquel había sido mi caso respecto a Lea. Primero me unió el sexo; después me cegó su aureola de poder y me rendí a una diosa, pero a la diosa se la llevaron colgada boca abajo, sangrando como una cerda en el matadero de una sala de fiestas, y cuando volví a verla el veneno del amor estaba neutralizado y mi capacidad crítica funcionaba como un reloj. A una diosa te sometes, pero a una persona, ¿qué ley divina te mantiene unida? Si ni siquiera es puro el amor de los enamorados, el amor por antonomasia, ¿qué esencia late en el amor? ¿Te lo has planteado alguna vez?
Perseguí entre muchas reflexiones el concepto de amor, pero, como una mariposa errática, cada vez que estaba a punto de atraparlo, quebraba su trayectoria esquivándome de nuevo. Al final, la mariposa se me escapó dejándome con el dibujo de un triángulo en mi mente: en uno de los vértices, la palabra amante; en otro, la palabra pareja; y, en el tercero, la palabra amistad. Dentro de ese triángulo estaba mi relación con Lea, pero yo era incapaz de fijar el punto exacto que definía mis sentimientos por ella. Y estaba en ese punto del análisis de la relación que teníamos, o que no teníamos, según Lea, cuando, dos semanas después de mi discusión con ella en la nave industrial, descubrí a Tanos mirando fijamente el horizonte nevado a través de la ventana de la mansión una mañana especialmente gris. Tenía la mirada extraviada, y aunque me recordaba a la que le había visto semanas atrás, no era la misma, no daba la sensación de estar contemplando su pasado, y tal vez por eso me atreví a preguntarle en su idioma si sucedía algo. «Nos vigilan», me respondió sin dejar de mirar aquello que él veía pero yo no. Su respuesta me heló la sangre. Nada me atreví a comentarle y él se marchó sin decir nada más. Yo eché un vistazo por aquella siniestra ventana. Nadie a la vista entre nuestra mansión y el horizonte. Al no ver a nadie, inevitablemente pensé en una percepción extrasensorial, es decir, que se podía estar refiriendo a los espíritus de los asesinados en aquel mismo espacio físico durante la revolución. Yo no creía en esas supercherías, por descontado, pero te juro que aquella mañana de invierno los ojos invisibles de los muertos me erizaron la piel desde los pies hasta la cabeza. Con un estremecimiento de todo mi cuerpo hui de aquellos ojos inexistentes cuyas pestañas parecían cosquillearme el cogote corriendo a refugiarme en la siempre cálida cocina, junto al hogar. Allí estaba Fidia, preparando la comida. Entonces ella me preguntó lo más inapropiado que podía preguntarme en aquel momento, que qué me pasaba, que traía una cara que parecía que hubiese visto fantasmas. Irracionalmente, su comentario me invitó a pensar que la posibilidad descartada de que Tanos hubiese visto los espíritus de los asesinados quizás no fuese tan descabellada, que a lo mejor para ellos era normal verlos y hasta ahora me lo habían estado ocultando. Otro escalofrío me estremeció todo el cuerpo, como los perros cuando se sacuden el agua. De nuevo las miradas de los muertos en mi cogote erizándome la piel. Aquel segundo escalofrío hizo saltar todas las alarmas de mi lógica y me llamé a la calma. «¿Tú crees en los fantasmas?», le pregunté a Fidia poniendo orden en mi mente. Fidia se echó a reír, una risa sincera, cristalina. «Claro que no —me dijo—, ¿es que me vas a decir que tú sí crees?». «No, yo no —le aseguré—…, ¿y Tanos?». «¡Qué va! —exclamó acentuando su sonrisa—. Por qué lo preguntas», me dijo, más por cortesía que por verdadero interés. Le conté entonces a Fidia lo que acababa de pasar en la ventana. A medida que se lo contaba, su sonrisa se fue apagando hasta que creí ver un oscuro gesto de preocupación que eclipsó brevemente su rostro. No obstante, aquella expresión fue tan sutil, tan efímera, que cuando Fidia volvió a hablar, la sombra se diluyó en la sonrisa despreocupada que acompañó a su comentario: «este marido mío es un bromista —justificó secándose las manos para salir en busca de Tanos—, voy a ir a hablar con él para que no gaste bromas de mal gusto», la escuché decir ya desde fuera de la cocina. Ni la excesiva despreocupación de su sonrisa ni la rápida deducción del motivo de la actitud de Tanos, ni la apresurada salida de la cocina me convencieron. Algo me ocultaba Fidia sobre su marido, pero las tres explicaciones que se me ocurrían planeaban peligrosamente sobre terrenos minados en los que prefería no adentrarme; uno de ellos, por miedo, como su hipotética capacidad de percepción extrasensorial, y los otros dos, que estuviese drogándose o que empezase a enloquecer, por tristeza. Desde el trío, un muro invisible se había levantado entre Tanos y su mujer. Actuaban como si nada hubiera pasado, como si mantener relaciones sexuales conjuntamente con una tercera persona no les hubiese afectado, pero ahí estaba la invisibilidad de la cuestión: actuaban, esa era la sensación que me daba. Lo que antes lo hacían de forma natural, porque sí, las conversaciones, los besos, las caricias, los planes, ahora lo hacían de cara a Lea y a mí. Estaba segura de que a solas ni se dirigían la palabra ni se dedicaban un gesto, y estaba segura de ello por un detalle que saltaba a la vista: antes discutían abiertamente, ahora no. Un lazo, esencial en toda relación, estaba anulado, como si hubiese sufrido un cortocircuito: la crítica constructiva. Por ello pensé que Tanos pudiese estar abusando de alguna sustancia adictiva, o que el distanciamiento con su mujer le empezase a afectar psicológicamente, y de ahí la velada preocupación de Fidia que me había dejado entrever su huida de la cocina en busca de su marido.
Después de aquellas dos herméticas situaciones, la de la ventana con Tanos y la de Fidia en la cocina, nada más sucedió hasta la noche. Con ambos, el resto del día resultó de una naturalidad recién sacada del molde. A Lea no la vi hasta la cena pues aquel día se marchó temprano a jugar a la ciudad con no sé qué funcionario de sanidad. Creo que lo que le conté a ella cuando me hice la encontradiza, muy natural yo también, en el pasillo de la primera planta, al escucharle subir las escaleras para dirigirse a su habitación, como solía hacer cuando regresaba de jugar en la ciudad, fue lo primero que durante aquellas dos semanas se salió de lo estrictamente profesional o de lo meramente formal. Al verme, Lea me saludó con la sonrisa ceremonial que había inventado expresamente para saludarme a mí mientras esperaba el veredicto de mi reflexión sobre la existencia o no de relación entre nosotras. «¿Qué tal el día?», añadió en esta ocasión, como un sonido desencadenado por el mecanismo de su sonrisa, al observar que iba a dirigirme a ella. No me anduve con rodeos, creo que ni la saludé, sino que directamente le conté lo sucedido por la mañana en la ventana con Tanos, y la reacción de Fidia al explicárselo en la cocina. Su sonrisa protocolaria se trabó con un mohín de preocupación. Yo le dije que qué sucedía, que qué sabía ella. «No, nada —me dijo—, sólo que ahora, al entrar, le he visto asomado a otra ventana y me ha dado la impresión de pasar junto a un animal de presa…, una sensación extraña». Su respuesta me incitó a proponer que teníamos que hablar con ellos, que nos explicasen qué estaba sucediendo, qué ocultaban, pero Lea me detuvo levantando su índice derecho. «Tanos tiene un pasado, digamos —hizo una pausa y levantó la vista como si buscase en el techo la palabra adecuada—…, digamos que complejo», concluyó subrayando aquella última palabra, complejo, con una entonación especialmente grave. Le pregunté entonces a Lea si alguna vez había reparado en aquellas miradas infernales de Tanos. Antes de terminar de formularle aquella pregunta, un pensamiento relámpago corrió por mi mente adelantando a mis palabras para sorprenderme con el hecho de que hasta ese momento nada le hubiese comentado a Lea acerca de aquellas miradas; sin duda la prueba irrefutable de la distancia que yo había interpuesto entre ambas pues, de no haber sido así, ya mucho antes le habría referido aquel inquietante gesto del marido de Fidia. Lea asintió a mi pregunta ajena a mis carreras mentales. «¿Tiene algo que ver esa complejidad de su pasado con esas miradas?», quise saber volviéndome a centrar en lo que estábamos hablando. Lea volvió a asentir. Le pregunté que cómo sabía ella lo de ese pasado complejo, y me respondió que él se lo había contado. Sin necesidad de que me lo precisara, comprendí entonces que había sido en la conversación que ambos mantuvieron de camino hacia la nave industrial, dos semanas atrás, cuando trataron sobre el pasado de Tanos, y no sobre los hipotéticos problemas de pareja que podía haberles ocasionado el trío sexual, meras especulaciones mías por lo que acababa de saber. Sabía que Lea agradecería que no le preguntase sobre lo que Tanos le había confiado acerca de su complejo pasado en aquella conversación, y yo no quise ponerla entre la espada y la pared; con saber que no pasaba nada extraño, que él no era peligroso yo ya me quedaba tranquila. «¿Podemos estar tranquilas?», le pregunté refiriéndome a Tanos. «Sin lugar a dudas», me aseguró alargando su brazo derecho para apretarme el hombro en un gesto tranquilizador. Con aquel gesto me bastaba. «No te entretengo más, estarás cansada», le dije. Ella contestó retirando su mano de mi hombro, y yo me aparté para dejarla pasar. Cuando entró a su habitación y yo me quedé sola en el pasillo, una sensación extraña me sobrevoló como una sombra, rauda, intangible, deletreándole un presentimiento a mi mente: peligro. Mi enorme capacidad de raciocinio escondió esa sensación bajo la alfombra de mi racionalidad. «Tonterías», me dije, y bajé a la cocina. Pero mi presentimiento era tan fuerte que luchó y luchó contra mi lógica negándose a desaparecer, y supongo que fue la tensión de la lucha la que me impedía dormirme cuando unas horas más tarde me acosté; y la que, cuando al fin conseguí dormirme, me negó la placidez de un sueño profundo.
Apenas habría pasado una hora desde que me dormí cuando mis ojos se abrieron como si estallase una pompa de jabón, con esa delicada violencia del acontecimiento insignificante pero irreversible. Perfectamente despejada, lúcida, completamente alerta en la más absoluta oscuridad, mi oído se adelantó al resto de los sentidos explorando el silencio como si buscase el culpable de la desintegración de la invisible esfera que milésimas antes me había aislado de la vigilia. Me pregunté entonces qué estaba buscando y un golpe sordo en el pasillo acudió como perfecta respuesta. Encendí la luz con el escalofrío que solamente sobreviene en los límites del miedo, en lo absolutamente inexplicable: fenómenos paranormales, comportamientos psicópatas…; un escalofrío brusco y paralizante. Quise incorporarme pero no pude, el silencio me lo impedía. En mi habitación no había nadie más que yo, al menos vivo, pensé. No sé cuánto tiempo pude estar así, petrificada, con la mente en blanco a causa del miedo. Puede que no fueran más de unos segundos pero a mí me pareció una eternidad. De repente, de nuevo afuera, en el pasillo, se escuchó un desagradable sonido gutural que precipitó mi movimiento, tan involuntario como mi quietud de un instante antes, puro reflejo. De un salto llegué hasta la puerta y allí, al ir a abrirla, por fin salió mi pensamiento al rescate. Abrir o no abrir. Dudé otra eternidad que seguramente duró otro instante, justo hasta que el sonido de una segunda y terrible aspiración gutural me empujó a salir. Ya en mitad del pasillo vi junto a las escaleras, al fondo de todo, una linterna en el suelo iluminando débilmente el pasillo con su haz cónico. Cerca de la luz, unos cuerpos, también en el suelo, permanecían quietos, como si se abrazaran. Quietos no: vibrando, o esa fue la palabra que me vino a la cabeza cuando descubrí el extraño movimiento de que eran presos aquellos cuerpos que en lo irreal de la escena no alcancé a identificar. Me acerqué extremando las precauciones, no fuera a ser que a Tanos y a Fidia se les hubiese ocurrido hacer el amor en el pasillo, o a Lea y a Tanos, o a Fidia y a Tanos, lo mismo daba pensar con tal de deshacerme de la intensa sensación de peligro que se respiraba en el aire. Desgraciadamente, me equivocaba, y mucho. Unos pasos más adelante empecé a comprender qué hacían los dos cuerpos, más que abrazados, enroscados como dos serpientes. Escuché otro agónico aspirar gutural. Me acerqué unos pasos más y por fin identifiqué a Tanos como uno de los dos hombres que luchaban en el suelo. Iba vestido como a la hora de la cena, como si no se hubiese cambiado para acostarse. Al otro tipo no lo reconocía, pero, hasta las botas, vestía una ropa con dos tonos de grises muy parecidos, claritos, que dibujaban unas grandes manchas informes. Ambos se habían inmovilizado mutuamente, y se estaban intentando asfixiar el uno al otro. Rostros encendidos, ojos llorosos saliéndoseles de las órbitas, babas animales, los cuerpos enteros retorcidos buscando la mínima presión que sus respectivas manos precisaban para conseguir acabar con el adversario al tiempo que le salvaría a sí mismo. Estrangulador y estrangulado intercambiándose una y otra vez los papeles con el vaivén de un último aliento que parecían quererse robar exprimiendo el cuello del otro. Aquella era la segunda escena violenta a la que asistía en mi vida, y a diferencia de la anterior, el equilibrio la hacía especialmente patética. Pensé que debían llevar horas así, en ese abrazo asesino, y que así podrían seguir horas en una lucha que más decidiría la resistencia que la fuerza. Una agónica aspiración de Tanos me sacó de mi parálisis. Me estaba mirando, y su mirada inyectada en sangre me suplicaba ayuda. Yo ya los tenía a mis pies y nada había hecho. Pensé qué hacer y antes de encontrar respuesta me encontré de rodillas golpeándole la cabeza al desconocido con la linterna encendida que recogí del suelo. El metal del culo de la linterna machacándole la cara a aquel tipo enseguida se volvió un sonido de chapoteo. La luz enloquecía el pasillo con mis golpes. Luz y sombras. Carne blanda. Salpicaduras de sangre. Le di golpes hasta que se me resintió la muñeca y tuve que detenerme. Su rostro era un charco rojo que respiraba. La parte superior de su abrigo también. Ni se habían movido pendientes de ese último aliento que aún no tenía dueño. Busqué la nuca del tipo e intenté darle allí. El pasillo osciló de nuevo al compás de mis golpes, pero ni dándole en la nuca pude acabar con aquel desgraciado que, al contrario, parecía tomar energía en la impotencia de no poder hacer nada por defenderse de mis golpes. Nunca hubiese pensado que matar a alguien indefenso pudiese ser tan complicado, tan patético. Viendo que no conseguía matarlo a golpes de linterna y que era el rostro salpicado de sangre de Tanos el que parecía amoratarse, intenté ayudarle a estrangularlo apretando con mis manos sobre las suyas, pero en cuanto vi que a Tanos le salía la lengua de la boca comprendí que mis manos no hacían que las suyas se hundieran ni un milímetro más en el cuello del otro tipo. Maldije todas las películas de acción en que se mata con la misma facilidad con que se silba. Pensé en la cocina, en los cuchillos, y corrí hacia allí, pero en el primer peldaño de las escaleras descubrí un arma, y me detuve a cogerla. Regresé. Me coloqué. Apunté. Pero al disparar nada sucedió. De hecho, no disparé. Parecía tan fácil. Lo intenté de nuevo pero el arma parecía bloqueada. Me alarmó el rostro de Tanos, a punto de expirar. Golpeé al tipo en la cabeza, ahora con el arma que no sabía usar. Nada. Pensé en los cuchillos pero no había tiempo, así que me eché sobre ellos, busqué los testículos del tipo y los apreté con todas mis fuerzas. Escuché un grito áspero y sus cuerpos se movieron bajo mí. Me separé y vi que Tanos respiraba, con dificultades pero respiraba. Seguían inmovilizándose mutuamente pero el retorcimiento de genitales había dado un respiro a Tanos. Busqué el arma. No la encontré. Volví a coger la linterna y de nuevo machaqué la cara del tipo con ella hasta que nos quedamos a oscuras. Había roto la linterna. Escuché unos gritos de forcejeo. Sentí un golpe en mi vientre y me caí al suelo. Escuché golpes sordos. Se encendieron las luces de la escalera y vi un remolino de brazos y piernas golpeándose en el suelo. Apareció Fidia en la escalera y la escuché gritar mientras bajaba los últimos escalones de dos en dos, corriendo hacia su marido y el desconocido. Los dos hombres de repente volvieron a la inmovilidad tensa. Esta vez no se estrangulaban, pero se habían cogido de tal modo que ninguno de los dos podía moverse y se limitaban a dar profundos y acelerados bocados al aire para recuperar el aliento. Vi a Fidia dándole patadas al tipo, pero creo que le daba más patadas a su marido que al otro. Tanos jadeó algo en su idioma, algo que no entendí. Apareció Lea en el pasillo. Fidia corrió escaleras abajo. Lea corrió también echándose sobre los dos. Intentaba estrangular al tipo, pero no tenía fuerza suficiente. «¡Pero muérete ya!», gritó impotente. Aquel tipo tenía un cuello como el tronco de un árbol. «¡Mierda!», se lamentó Lea. Viendo que no lograba estrangularlo le intentó tapar la boca y la nariz ensangrentadas, pero el tipo se defendía a mordiscos. Llegó Fidia con un cuchillo de cocina. Le ordenó a Lea que se apartara, y esta se hizo a un lado. Fidia se agachó y le clavó el cuchillo en el costado del tipo, pero como si nada. El cuchillo no salía. Tanos dijo que se lo claváramos en el cuello, y su mujer le respondió que no podía sacárselo. El tipo no gritó pero el dolor se le reflejó en el rostro sangrante. Yo volvía a estar petrificada por el sadismo de la escena. Lea le dijo a Fidia que le dejara intentar sacar el cuchillo a ella. Fidia se apartó. Lea tiró del cuchillo pero no pudo. Fidia volvió a marcharse escaleras abajo. La escena me pareció salida de una pesadilla. Era increíble que matar a aquel tipo se estuviera convirtiendo en una carnicería. Lea también se fue corriendo a su habitación. Hubo una calma extraña durante los pocos segundos en que Tanos, el tipo y yo nos quedamos en el pasillo. Ellos seguían inmovilizándose el uno al otro, cada vez con menos fuerzas. Al desconocido le chorreaban hilos de sangre al suelo. Ambos jadeaban. La muerte parecía regodearse deteniendo el tiempo para gozar con la agonía. Vi que el arma estaba bajo sus cuerpos entrelazados. En la quietud de aquella lucha surrealista me sobresaltó la aparición de Fidia con otro cuchillo en las manos. Avanzó hacia ellos. Lea apareció por detrás y también corrió hacia Tanos y su adversario. Antes de que Fidia llegase, Lea ya estaba arrodillada junto a ellos. Desde mi perspectiva, su cuerpo tapaba la cabeza del tipo. Fidia se detuvo a mi lado, cuchillo en mano. Ella veía lo que Lea estaba haciendo, yo no. Yo solamente vi que el tipo pataleaba, que gritaba, un grito ligeramente amortiguado. Tanos hizo un último esfuerzo por sujetarle. Al poco, las patadas del tipo fueron perdiendo fuerza y acabaron convirtiéndose en espasmos, más débiles segundo a segundo, hasta que cesaron. Lea se apartó entonces, sentándose contra la pared. Una bolsa de plástico azul cubría la cabeza de aquel tipo, ahora asfixiado. Tanos aflojó la tensión de sus músculos, pero no se movió. Apenas tenía fuerzas para jadear. Fidia se arrodilló junto a él y le acribilló con una ráfaga de preguntas imposibles de responder: que qué había pasado, que si estaba herido, que quién era el muerto, que si lo conocía, que cómo había entrado, que si era un ladrón, que dónde lo había descubierto, que si le había dicho algo… Lea gateó hasta el hombre y empezó a registrarle. Cuando recuperó el aliento, Tanos dijo que teníamos que hacer desaparecer el cadáver. Lea anunció que no había descubierto nada en la ropa del hombre. Tanos dijo algo que no entendí, y de repente escuché mi voz, como si fuera la de otra persona: «¿Qué?». Los tres se volvieron hacia mí, y en ese momento Lea me preguntó si yo estaba bien. «¿Qué ha dicho?», insistí en saber lo que acababa de decir Tanos. Lea, tras levantarse, me dijo que había dicho que era un profesional, un asesino a sueldo, y que el uniforme de camuflaje que vestía pertenecía a un cuerpo de élite del ejército, aunque se había quitado las insignias, el grado y su nombre. «Sí, estoy bien», respondí con retardo. Tanos también se levantó. Ambos avanzaron hacia mí. Lea me acarició la mejilla y Tanos, sin mayores preámbulos, me abrazó como nunca me habían abrazado. Yo, que debería haber estado llorando o gritando como una histérica, estaba completamente tranquila, como si no hubiese pasado nada. «Gracias», dijo Tanos. Entonces fui consciente de que le había salvado la vida a pesar de no haber podido acabar con aquel tipo. Cuando él se separó de mí pregunté que por qué no llamábamos a la policía, a lo que Lea respondió que acabábamos de matar a un hombre, y que en aquel país la vía oficial podía llevarnos a la cárcel. «¿No es así, Fidia?». De pie, Fidia asintió cabizbaja. Se notaba que temía los problemas que podía acarrearnos aquella muerte. A partir de aquel momento, la organización de toda acción corrió a cargo de Lea. Luego, analizaríamos con Tanos lo sucedido, pero, de momento, allí sobraba aquel cadáver. Ella y Tanos se ocuparían de hacerlo desaparecer mientras Fidia y yo nos encargábamos de la limpieza.
Al amanecer, Lea y Tanos regresaron tras haberse deshecho del cuerpo. En aquel momento, Fidia y yo llevábamos como una hora contemplando el fuego en la cocina, sin fuerzas para hablar después de haber limpiado todo rastro de lo sucedido aquella madrugada. Cuando nos juntamos los cuatro, Lea empezó a interrogar a Tanos. Yo estaba agotada, física y mentalmente, así que, sencillamente, desconecté, y no sólo por el esfuerzo que tenía que hacer para captar una de cada diez frases; de haber estado hablando en mi idioma habría desconectado igualmente. Al cabo de una media hora Lea se dirigió a mí concretándome lo que íbamos a hacer a partir de aquel momento. Allí no había pasado nada aquella noche y todos íbamos a hacer lo que teníamos previsto al acostarnos. Ella sería la única que cambiaría sus planes para indagar quién era aquel tipo; quién lo había enviado y a quién buscaba. Lo previsto a aquellas horas era desayunar, así que desayunamos, en silencio, pero desayunamos. Después Lea y yo íbamos a ir a la nave industrial a controlar las obras. Fuimos, pero únicamente me quedé yo a controlar. Tal y como había adelantado antes del desayuno, ella se fue al centro de la ciudad a investigar. De camino, tal vez por haber recuperado energías gracias al desayuno, sentí interés por lo que había contado Tanos, y le pregunté a Lea por ello. Fue entonces cuando, aprovechando el tema, ella me desveló las complejidades del pasado de Tanos.
Según le había contado a Lea, hasta hacía un año Tanos había sido militar de reemplazo en un cuerpo de élite. De los cuatro años que duró su servicio militar, los dos últimos los había pasado en el frente, en una campaña que su país aún mantenía abierta en aquellos momentos contra una región cuya etnia mayoritaria se había proclamado independiente gracias al apoyo económico y militar de un tercer país. Su experiencia militar le había permitido detectar por la mañana, a pesar del uniforme de camuflaje, a aquel hombre que habíamos matado. Al parecer, el tipo nos estaba vigilando desde una distancia prudencial, cosa que había despertado las sospechas de Tanos, quien, para no alarmarnos, no nos dijo nada a ninguna de las tres. De hecho, él no era consciente de haberme comentado que nos vigilaban al verle en la ventana, y así se lo hizo saber a su mujer cuando ella fue a pedirle explicaciones de lo que me había dicho. Fidia le había aclarado a Lea que, a veces, cuando Tanos estaba muy concentrado, pensaba en voz alta. Aquella noche pasada no se había acostado. A su mujer no le había podido negar sus inquietudes, así que Fidia era la única que sabía que aquella noche su marido se había quedado a vigilar, por si acaso. Ya de madrugada había sorprendido a aquel tipo dentro de la mansión. Su sigilo al abrir la puerta y sus conocimientos en defensa personal, además del arma y el uniforme de camuflaje que llevaba, confirmaban que era un profesional. Tanos le había dicho a Lea que probablemente se tratase de un militar en activo que en sus días libres se dedicaba a hacer encargos de ese tipo, que aquello era algo muy común entre los miembros de las tropas de élite. Tras aquella breve explicación, Lea guardó un silencio que amenazaba con extenderse como una sombra hasta que llegásemos a la nave industrial. Pero no fue así. Solamente estaba buscando las palabras apropiadas. «Tanos me ha pedido que te cuente lo de su pasado», me dijo Lea. Me sorprendió tanto el sonido de su voz que tuve que pensar en lo que me acababa de decir para entenderlo. Le pregunté que por qué motivo quería Tanos que conociera su complejo pasado. «Se siente en deuda contigo. Dice que le salvaste la vida y necesita que conozcas lo que él llama su cara oculta. Dice que ya has pasado a ser alguien muy especial en su vida, y que siente que te engaña si no sabes quién es él realmente, y que para conocerlo debes enterarte de esa cara oculta. Te lo contaría él mismo si dominases su lengua, pero al no ser así prefiere que sea yo quien te lo cuente». Empezaba a estar verdaderamente intrigada por fuera lo que fuera que Tanos consideraba que yo debía saber, ya se llamase pasado complejo o cara oculta, tan intrigada que por un momento sentí miedo de conocerlo y dilaté el inicio de su explicación preguntándole a Lea que por qué se lo había contado a ella. «Algo tiene que ver con lo de la noche anterior —me empezó a decir—…, ya sabes lo del trío. Eso sumado a cierto don que tengo. La gente confía en mí y me hace confidencias impensables». Asentí con cara de no querer saber más. Ese don era otra faceta de su innato poder de seducción, claro estaba. «Bueno, ¿te lo cuento o no?», me dijo Lea con un tono de voz que sonaba a ultimátum. Yo asentí temerosa. Temía estar a punto de enfrentarme a una faceta de Tanos que no lograse digerir, y, en verdad, lo que a continuación me explicó Lea sobre él hubiese sido suficiente para no dirigirle la palabra como amigo de no haber tenido la valentía de revelármelo por propia voluntad, aunque por las circunstancias idiomáticas tuviese que hacerlo mediante una tercera persona. Solamente la confianza manifiesta podía salvar de la quema a un amigo con semejante cara oculta. La explicación fue tan breve como contundente. Un golpe seco y certero en la boca del estómago. Nada que decir. Nada que preguntar. Indignación, asco y tristeza agitándose en el matraz de los conceptos para componer una nueva palabra que defina con precisión lo que una siente cuando se entera que alguien a quien considera un amigo ha desarrollado en el ejército las siniestras funciones de violador como arma psicológica contra el enemigo. Como de mi boca no salía palabra, Lea tuvo que precisarme ciertos detalles que Tanos consideraba que yo tenía que saber. «Me ha pedido que te diga que debieron ser cientos de mujeres a las que violó, y que las había de todas las edades, desde niñas a ancianas; que las primeras veces lo tuvieron que amenazar con matarlo si no lo hacía, pero que luego se convirtió en una especie de rutina y ya no sentía ninguna compasión, al contrario, que cuanto más se resistían más rápido acababa; que cada vez que tomaban un pueblo o un barrio de una ciudad era lo primero que hacían, y que lo hacían porque esas mujeres, además de sufrir la humillación de la propia violación, sufrían el menosprecio de su comunidad, empezando por su propia familia, que las rechazaba de por vida contribuyendo así a desestabilizar la estructura social, fin perseguido por el ejército de su país como perfecto conocedor que era de la intransigente tradición de la etnia de aquellas gentes que querían borrar del mapa. También quiere que sepas que aquellas violaciones le habían valido una medalla al mérito militar —hizo una pausa Lea en la que suspiró profundamente—. Y, como a otros, no fue casual que lo escogieran como violador, digamos…, de primera línea; fue por el tamaño de su pene. Eso no me ha dicho que te lo diga, te lo digo yo. No es que quiera exculparle, pero tampoco se ofreció voluntario. Todos los miembros de la tropa pueden participar en las violaciones, es algo desgraciadamente común en cientos de conflictos armados, pero los hombres que se sabe que están bien dotados no pueden escoger: se les obliga a empezar, como una especie de ritual. Creo que hay una especie de homosexualidad latente en esa, digamos… estrategia militar. Es algo primitivo; el tamaño ligado al poder de reproducción; el poder en el tamaño; la sumisión admirada de los menos poderosos; su excitación contemplando la manifestación por antonomasia del poder: la dominación. Bueno, ya lo sabes, ¿vamos?». Me había quedado tan absorta que ni me había dado cuenta que estábamos paradas delante de nuestra nave industrial. En las últimas palabras de Lea sentí algo que hizo aún más indigesta la cara oculta de Tanos. Hablaba como si conociera de primera mano todo aquello de la estrategia militar, de la homosexualidad latente, de la dominación… Su tono al referirse a ello era de repugnancia, pero de una repugnancia que se me antojaba ambigua, como cuando se contempla una escena desagradable sin poder quitar los ojos de ella. ¿Era algo inherente a la naturaleza humana, algo instintivo, aquella repugnancia atrayente?
Como es común en mí, logro abstraerme de todo cuando estoy concentrada, pero aquella mañana tal capacidad de concentración me costó unos cuantos sobresaltos, pues cada vez que recordaba lo que me había contado Lea sobre Tanos me daba un vuelco el corazón. Cómo se le mira a la cara a un violador. Cómo se le dirige la palabra. Si yo hubiese nacido en aquella región en guerra, seguramente me habría violado…; él, mi amigo, me habría violado sin contemplaciones. Cómo se le mira a los ojos a quien podría perfectamente ser tu violador. Pensé también en Fidia: cómo podía aceptarlo. La inteligencia que les suponía a aquella pareja se hundió en un cenagal putrefacto durante toda aquella mañana. Recuperado el aliento después del golpe certero y seco en la boca de mi estómago, necesitaba hablar, preguntar, desfogarme, comprender. A Lea no la vi hasta la tarde, cuando vino a recogerme a aquella nave industrial que ya iba cobrando forma de laboratorio. Ni pensé en preguntarle cómo le habían ido las pesquisas sobre el tipo que habíamos matado la madrugada anterior. Necesitaba comprender al violador Tanos, y eso le pregunté, si ella entendía cómo había podido hacerlo. A la pregunta más simple, la respuesta más simple: «Una cuestión de supervivencia», aseguró mientras caminábamos hacia nuestro vehículo aparcado enfrente de la nave. «¿Lo justificas?», grité indignada. «No me hubiese gustado estar en su piel cuando lo hizo, y menos con veinte años», me respondió con su templanza habitual. Reflexioné sobre su respuesta durante unos minutos y, ya en marcha dentro de nuestro vehículo, accedí a aceptar que cometiera violaciones con un arma apuntándole a la cabeza, pero ¿y después? La respuesta de Lea a aquel planteamiento fue que seguramente las cosas no habían sido tan sencillas como marcharse corriendo; que conociendo a Tanos mínimamente, una sabía que de haber podido huir, lo habría hecho. Su razonamiento me apaciguó momentáneamente con la promesa de alguna explicación que justificase la decisión de Tanos de acatar convertirse en el ejecutor de semejante aberración de estrategia militar. En el horizonte de mi pensamiento apareció Fidia como la poseedora de aquella explicación. Su inteligencia tendría que iluminarme. «Fidia también lo sabe, ¿verdad?», quise asegurarme. Por descontado, la respuesta de Lea fue afirmativa.
Desde que llegamos a casa no pude mirar a Tanos a los ojos. Sentí su mirada buscando mis ojos esquivos las dos veces que nos cruzamos por las escaleras y, sobre todo, durante la cena. No pude decirle ni hola cuando me lo encontré la primera vez. Mi intento de respuesta a su saludo se atascó en mi garganta y me apresuré en desaparecer de su vista. Mientras cenábamos procuré no apartar demasiado mis ojos del plato esforzándome en atender la conversación que giraba en torno a las averiguaciones que Lea había hecho sobre el matón matado. Eso fue lo primero que descubrió Lea: que el tipo era un matón a sueldo, tal y como Tanos había supuesto. El ordenante del trabajo que vino a hacer el matón, y su objetivo u objetivos concretos era lo que quedaba por resolver. Por aquel entonces aún no habíamos empezado con la selección de personal, algo que ya suponíamos que nos ocasionaría problemas, aunque por lo que Lea había averiguado ningún laboratorio iba a adelantarse a los acontecimientos enviando a un matón preventivo, principalmente porque los directivos de esos laboratorios no podían ni imaginarse que las condiciones que íbamos a ofrecer a algunos de sus investigadores fueran a ser tan irresistibles. El recelo existía, pero dentro de unos límites tolerables. La xenofobia patente en aquel país no pagaba los elevados emolumentos requeridos por los matones. La estabilidad económica que las inversiones extranjeras proporcionaban a aquella región silenciaba esa xenofobia que, a lo sumo, podía manifestarse en una actitud de hostil ninguneo, tanto hacia los pocos extranjeros residentes como hacia los criados, es decir, lo que Fidia y Tanos habían sufrido de sus familias, y el desaire que yo había sentido por parte de la madre de Fidia.
Las incógnitas en aquella ecuación obligaban a Lea a terminar la lluvia de suposiciones en que había derivado la conversación con un anuncio: «mañana me iré y no volveré hasta que haya resuelto este asunto». Dicho esto, se puso en pie y se despidió hasta mañana. Tanos fue el siguiente que se marchó, como solía hacer, para ocuparse de revisar tanto los alrededores de la mansión como todas las puertas y ventanas antes de acostarse mientras su mujer recogía la cocina. Sentí su última mirada resbalar sobre mi cuerpo al darme las buenas noches. Respondí en su idioma como una autómata y en cuanto escuché que se cerraba la puerta principal, me dirigí a Fidia: «Lea me ha contado lo que hacía Tanos en el frente». Fidia no dejó de recoger la mesa, inmune al tema que acababa de sacarle, como si hubiese estado esperando de mis labios exactamente la frase que pronuncié. «Yo tampoco lo entendía —dijo adivinándome los sentimientos. No hizo un solo ademán de suspender sus tareas, como si aquel tema no mereciese la pausa que yo esperaba, como si la solemnidad pudiera darle a aquel tema una densidad irrespirable—. Cuando me llegó la primera carta en la que me explicaba aquello, no pude creérmelo. Durante días enteros me engañé a mí misma diciéndome que bromeaba, pero sabía perfectamente que no bromeaba. No podía contestarle, le odiaba. Luego, me esforcé en ponerme en su situación porque no quería odiarle. Me imaginé un arma apuntándome por la espalda. Me imaginé los compañeros asesinados antes por no obedecer la orden de violar. Me imaginé los ojos desorbitados que en su carta Tanos decía que no podía olvidar, los de la primera chica a la que tuvo que violar. Me imaginé diez o veinte compañeros suyos y a sus superiores animándole, vitoreándole mientras hacía lo único que podía salvarle de la muerte. Durante días me imaginé todo lo que me describía en la carta una y otra vez hasta que un día tuve el suficiente valor de escribirle. Sólo le escribí dos frases: trata de evitarlo, pero si no puedes, hazlo. Te quiero, y te quiero vivo. No, no fue valor, fue cobardía. De algún modo me siento su cómplice; no soy mejor que él, desde luego, y supongo que por eso puedo entender lo que hizo». ¿Era aquello la inteligencia? ¿Sobrevivir, como me dijo Lea? Fidia me había ofrecido luz, pero lo que aquella luz me mostraba me desagradaba profundamente. ¿Ver o no ver? «Y, por qué ha querido que yo lo supiera —le dije enfadada—, ¿para limpiar su conciencia?». Por primera vez Fidia se detuvo para mirarme. «Él sabe que su conciencia nunca estará limpia. Te lo ha querido contar porque así comprende él la amistad verdadera, sin máscaras. Puedes aceptarlo y sentirte orgullosa de la confianza que ha depositado en ti un auténtico amigo o rechazarlo y no mirarle nunca a la cara, pero ahora sabes que no estás engañada». ¿Ver o no ver? El tono irritado de su última frase, su inmediato silencio, como un portazo, y su vuelta al trabajo no ofrecían lugar a dudas: allí no había más que hablar. Me levanté sin saber qué pensar y me encaminé a la puerta de la cocina despidiéndome hasta mañana, pero antes de cruzar el umbral la voz más calma de Fidia me sujetó. «Por si te sirve de algo —escuché sin volverme a mirar—. Amo a Tanos, y comprendo y apruebo lo que hizo —se hizo un nuevo silencio en el que Fidia inspiró para inmediatamente después espirar como si estuviese abriendo paso a la enorme sentencia que estaba a punto de firmar—. Pero si un día por la calle se diera la circunstancia imposible de que una de esas mujeres violadas se cruzara con nosotros y lo señalara con el dedo, le dejaría». Y cuando decides ver, ¿por qué de la luz nacen las sombras? «Circunstancias —dije—, siempre las circunstancias». «Sí, circunstancias —me siguió ella—, qué es el hombre ante sus circunstancias sino su simple brazo ejecutor». Por si mi confusión no era suficiente, ahora aquello. Subí a la primera planta y, de camino a mi habitación, al pasar frente a la puerta de Lea, me metí en su habitación; me sorprendió su oscuridad y me guie a tientas. Me desvestí hasta quedarme en ropa interior y me metí en la cama. Busqué el calor del cuerpo de Lea. Estaba de espaldas a mí. Me abracé a ella acomodando con delicadeza mi vientre contra la base de su espalda. Pensaba que dormía, pero un beso suyo en mis manos me confirmó que no. «¿Qué es el hombre ante sus circunstancias?», le pregunté. «La hermosa oportunidad de cambiarlas», dijo tras un silencio breve pero tan vibrante que llegué a creer que podían escucharse sus pensamientos con la misma certeza que pude sentir su brillante sonrisa antes de regalarme aquel pedazo de poesía vital por respuesta. Algo en su reflexión me hizo sentir vértigo, y la estreché con todas mis fuerzas, no para salvarme de la espiral que se me llevaba, sino para caerme con ella. «Entonces —dije engarzada con Lea—, ¿qué fue Tanos ante sus circunstancias?». «No fue un héroe —bostezó—, pero tampoco un monstruo; solamente un hombre». «¿Tú has sido alguna vez una heroína?», le pregunté. «No, pero sí una villana», respondió riendo. Le pregunté que qué diferencia había, y ella me contestó que era una cuestión de perspectiva. «Un buen amigo mío —añadió— que en su día fue un alto mando militar bajo cuyo mando su nación ganó una renombrada guerra, me dijo un día: en aquella asquerosa guerra cometimos las mismas atrocidades que nuestro enemigo, las mismas, sin diferencia, pero la victoria nos convirtió en héroes mientras que a ellos la derrota les sentó en el banco de los acusados, en donde les juzgamos. Mi equivalente en el bando contrario fue condenado a muerte por crímenes contra la humanidad, y le ahorcaron el mismo día que yo recibí la máxima condecoración que un militar puede recibir. Él no hizo nada que yo no hubiera hecho. Desde que murió, y ya hace más de treinta años, cada día tengo que olvidar que soy un héroe para no acabar como él». Aquella reflexión me dejó más confundida todavía, tanto, que respondí con una simpleza. «Pero yo no me refiero a ese tipo de héroes —dije—. Para mí un héroe es alguien que cambia el mundo para bien». «Mi amigo acabó con una guerra aunque para ello tuviese que matar a cientos de miles de personas, y la economía de su país mejoró de tal modo que aún hoy sus compatriotas están beneficiándose de aquella guerra ganada», argumentó. «Pero eso no es a lo que me refiero —insistí—, mi concepto de héroe implica necesariamente el hecho de no perjudicar a unos para beneficiar a otros». «De esos héroes no he conocido ni uno solo en toda mi vida —aseguró Lea con tono irónico—. Pero bueno, tu descubrimiento está a punto de cambiar el mundo, ¿crees que nadie va a salir perjudicado con ello?». «Yo no he nacido para ser un héroe», dije de forma refleja desde tan adentro de mí que mi voz me sonó extraña, y me sentí incómoda por el egoísmo que transpiraba semejante afirmación. De nuevo el silencio vibró con los pensamientos de Lea durante unos segundos en que el malestar por mi manifiesto egoísmo se hinchó en mi conciencia como un globo que amenazaba con explotar. «Me encanta tu sinceridad —dijo Lea deshinchando mis remordimientos—. Sí, está bien saber que no te mueve el altruismo. Muy pocos lo reconocerían abiertamente. Pero ¿qué te mueve?». «Pensaré en ello, y cuando lo sepa te lo diré», contesté amordazando la voz interior que a punto estuvo de adelantárseme por segunda vez diciendo: el poder. De nuevo creí sentir la sonrisa de Lea en la oscuridad como una presencia superior, y me abracé a ella más fuerte aún tratando de no pensar más, de dejar la mente en blanco para que mi suspensión de ideas se posase en el sueño. Y fue precisamente aquella actitud mía la que me permitió comprender a Tanos, no en vano yo pretendía hacer lo mismo que él; que todos: no pensar. Puesto que no podía entender, mejor no pensar más en ello. Tanos no podía entender ni olvidar, y su modo de seguir adelante era no pensar en ello. La inteligencia disfrazada de ignorancia para sobrevivir. No pensar, porque el pensamiento puede llegar a la verdad con más facilidad de lo que creemos, y a menudo la verdad es incompatible con la supervivencia. ¿Pensar que cientos de mujeres no pueden olvidar tus ojos sin alma contemplándolas mientras las violas? ¿Para qué, para no poder mirar a tu mujer a la cara en lo que te queda de vida? ¿Pensar que tus órdenes acabaron con cientos de miles de vidas? ¿Para qué, para tenerte que suicidar? ¿Pensar que es el poder lo que me mueve? ¿Para qué, para que los remordimientos me impidan seguir adelante en mi investigación alegando que no me mueve una causa noble? No, mejor mirar hacia otra parte; cribar la información. Esta información la necesito para mi día a día, pero esta no, así que la arrincono, y a ver si la olvido.
Desperté bien entrada la mañana. Tardé en reaccionar; primero para recordar que estaba en la habitación de Lea y no en la mía; luego, para comprender por la luz que se filtraba a través de la ventana que se me había hecho tarde y que Lea se había marchado ya; y, finalmente, para confirmar que el sueño erótico que me había despertado de madrugada había nacido de las caricias de Lea pero que su desenlace no había transcurrido en el reino de los sueños sino en los humedales de la vigilia. Al recordarlo, me extrañó la forma y el momento de amarme de Lea, como si aprovechara la última ocasión, como si se despidiera de mí, pero borré esos pensamientos aciagos de mi cabeza en cuanto la pesadilla real de las violaciones asomó a mi memoria mostrándome dos imágenes de Tanos idénticas pero irreconciliables: el violador y el amigo; aceite y agua. No podía mezclar a esas dos personas. Pensé en el Tanos violador como otra persona distinta para poder salir de la habitación de Lea y encontrarme con el Tanos amigo cara a cara. A fin de cuentas, yo misma me sentía muy lejos de la persona que supuestamente murió en el incendio del laboratorio y fue enterrada en la otra punta del planeta. Yo misma era otra, sí.
Una densa vaharada de mis axilas me invitó a desprenderme del rabioso rastro del sexo de hacía unas pocas horas. Mientras me duchaba en el baño de mi habitación me planteé si lo sucedido aquella madrugada entre Lea y yo significaba que nuestra relación se había condensado, que era algo tangible, y entonces, vacilando entre temas, comparé la confianza que había entre Fidia y Tanos, la profunda intimidad que a ellos les unía, y las inmensas lagunas que a ese respecto definían mi relación con Lea. Fidia sabía que su marido había sido un violador, pero mis noticias sobre Lea no llegaban a ser ni la punta del iceberg de su vida, y todo para garantizar mi propia seguridad, actitud que a mí me llevaba a reservarme la única confesión que yo sentía que le debía a Lea.
Aquella mañana, antes de cerrar el grifo de la ducha llegué a la conclusión de que sí, que lo sucedido durante la madrugada había condensado nuestra relación, pero que si no dábamos el siguiente paso, el de la solidificación, abriéndonos hasta el último rincón de nuestras vidas, nuestra líquida relación se nos escurriría de las manos irremediablemente. Lo primero que hice a continuación, antes de desayunar, fue ir a buscar a Tanos al sótano acompañada de Fidia para que le tradujera que yo comprendía lo que hizo, y que le agradecía su confianza. Él asintió cabizbajo a la traducción de su mujer. No se atrevía a mirarme a los ojos y le entendí. A pesar de mis racionales y voluntariosas palabras, un incómodo rencor se asentó en mi vientre como un vacío físicamente perceptible. Al forzar mi comprensión hacia Tanos sentía claramente que estaba cometiendo el pequeño mal del que Lea habló en la isla desierta. Necesitaría tiempo para que aquella sensación desapareciera del todo, pero supe que lo conseguiría porque no temía sus ojos esquivos, aunque ello, en lugar de consolarme, me inoculó cierta desazón al hacerme consciente de lo frágiles que éramos las personas en la máquina defectuosa de la humanidad. Un rato más tarde, mientras desayunaba a solas buscándome en el laberinto de mis circunstancias, aquella cuestión me hizo sonreír al pensar que la humanidad solamente funcionaría correctamente sin seres humanos. Las vías invisibles del pensamiento llevaron aquella ridícula paradoja hasta Cirpunthueco y mi sonrisa se cortó en seco. Por un momento me temí a mí misma por la monstruosa idea que terminaba de insinuárseme. Era humana; defectuosa, por tanto, así que aquella idea mejor era dejarla enterrada y bien enterrada bajo el comentario de «qué tontería». Pero aquello iba a ser imposible ya. ¿Los seres humanos éramos defectuosos por la inercia de nuestros congéneres o por nosotros mismos? ¿Un solo ser humano sería defectuoso? ¿Un solo ser humano sería humanidad? Me aparté de aquellos planteamientos que no buscaban más que evitar que enterrase mi monstruoso pensamiento en lo más hondo de mi cabeza. Me centré en Cirpunthueco; había mucho que hacer. Pero la bestia estaba despierta en mi cerebro y aunque guardase silencio, jamás volvería a descansar.
Cuando Lea regresó tres semanas más tarde, el laboratorio estaba terminado desde hacía cuatro o cinco días. Con ayuda de Tanos y de Fidia, yo misma supervisé las obras. Muchos de los equipos estaban esperando embalados en el mismo laboratorio a que llegasen los técnicos que debían instalarlos, pues del contacto con los técnicos debía ocuparse Lea. La tarde que llegó, Tanos fue a buscarla al aeropuerto y la trajo directamente al laboratorio en donde yo la esperaba nerviosa, no en vano, a medida que transcurrían los días sin noticias suyas, la sensación de que la última noche se había despedido de mí fue arremolinándoseme como una niebla espesa y fría que si bien no me atenazaba, tampoco me dejaba ver. En cuanto me vio me comunicó que el asunto del matón estaba casi arreglado, pero que no podría decirnos nada más hasta que recibiera una confirmación que esperaba. Tras traducirle a Tanos lo que acababa de decirme, él tuvo la delicadeza de dejarnos a solas, y allí nos abrazamos y besamos impregnadas por los aún intensos olores de las pinturas y los materiales aislantes. Antes de que ella dijera nada quise decirle lo que un día antes había llegado a pensar que no tendría la ocasión de decirle, que la amaba, pero que necesitaba saberlo todo de ella, pero las palabras se me atragantaron y sólo supe llorar. Lea, profundamente extrañada, me preguntó que qué me pasaba, y yo sólo atiné a comprimir mis sentimientos en un «te he echado de menos». Del mismo modo que aquella frase aglutinaba todo lo que no supe expresarle, por la noche fue el sexo lo que sustituyó el diálogo en su habitación. Se lo hice como si quisiera devorarla, con violencia, una violencia que ocultaba mi desacuerdo con el destierro informativo en el que me sentía respecto a su vida. De algún modo, mi segundo orgasmo deshizo el nudo en el que se agolpaban mis palabras, y cuando, aún jadeante, palpándose a ciegas las heridas que mis dientes y mis uñas habían dejado en su carne, me dijo que yo era una salvaje, la sencilla frase que precisaba para transmitirle mis sentimientos fluyó sin esfuerzo: «necesito saberlo todo de ti», dije en la oscuridad. Nuestras sofocadas respiraciones cabalgaron sobre la extensión de su silencio hasta desaparecer. El tiempo que se tomó para responder me indicó claramente que ella sabía que mi petición no era un mero capricho, como podía haberlo sido en otras ocasiones. Su respuesta fue la misma, pero no su tono circunspecto: «sabes que se trata de tu propia seguridad». Yo le busqué la mano y apretándola con fuerza contra mi pecho le juré que me daba igual estar en peligro, que prefería estarlo si así sabía a quien entregaba mi corazón, que me la jugaba al todo o nada. «Déjame pensar», me pidió retirándome la mano. Su gesto me empujó fuera de la cama, pero enseguida me pidió que me quedara, que durmiera con ella.
Meditó su respuesta durante diez días; exactamente hasta que recibió por correo un pesado paquete negro de unos cincuenta centímetros de alto por cincuenta de ancho y cincuenta de fondo que Tanos fue a buscar a la ciudad y lo trajo al laboratorio en donde aquel día estábamos supervisando la instalación de equipos. Al ver el paquete pidió a Tanos que lo dejara en la habitación destinada a ser mi despacho, y en el cual, por aquel entonces, solamente estaban la mesa y las estanterías; ni sillas ni butacas. Me pidió que la acompañara, y ambas seguimos a Tanos. «Déjalo sobre la mesa», precisó Lea viendo que iba a dejarlo en el suelo. Por el tono pensé que debía haber algo valioso. Le dio las gracias a Tanos y le pidió que despidiera a los instaladores hasta mañana, que volviera a casa y que nos viniera a buscar dentro de un par de horas, que hoy acabaríamos antes. Tanos sonrió. Comprendía que Lea quería intimidad, y aquella apreciación me sugirió que el paquete era un regalo para mí. En cierto modo lo era, aunque sólo yo podía apreciarlo como tal y no como la broma macabra que cualquier persona hubiera pensado que era. «¿Aún quieres saberlo todo de mí?», me preguntó. Yo asentí sin dejar de mirar el paquete. Esperaba que me preguntara si estaba segura, pero en lugar de aquello me dijo: «ábrelo, pues». Verdaderamente intrigada, tendí la mano hacia el paquete mientras Lea se volvía de espaldas a mí para mirar a través de la ventana. Cuando quité el primer embalaje encontré un aislante isotérmico. Lo rasgué, introduje la mano y palpé una superficie irregular de material plástico. Empecé a romper todo el embalaje con cierta impaciencia hasta que vi su contenido y entonces di un salto atrás llevándome la mano a la boca para no chillar por la impresión. «¿Qué hay?», preguntó Lea sin volverse a mirar, con las manos a la espalda. Me quité la mano de la boca con mis ojos imantados por el macabro contenido del paquete negro. Intenté contestar a Lea pero no me salió la voz. En un segundo intento dije: «una cabeza envasada al vacío». «Bienvenida a mi mundo», dijo Lea. Los dedos con los que había tocado el cabello plastificado me palpitaban como si me hubiese picado un insecto. El gesto deforme por la presión del plástico en el rostro de aquella cabeza cercenada convertía a aquello que bien podía llamarse objeto, en una pieza del museo de los horrores: labios torcidos, un ojo medio abierto y el otro cerrado, una oreja doblada hacia delante, los mechones de cabello cayéndole sobre la frente… «¿Quién es?», me atreví a preguntar. Sin dejar de mirar por la ventana, Lea me preguntó si tenía una cicatriz en forma de uve en la sien. La tenía, y así se lo hice saber. «Te presento a Humo», susurró entonces bajando la vista al suelo sin volverse. Me acerqué a ella preguntándole si no estaba muerto tal y como había leído en el periódico aquella vez. Me dijo que eso había creído ella, pero que debía estar perdiendo facultades por no haberlo comprobado personalmente la otra vez. «¿Él nos envió el matón?», quise saber. Lea dijo que sí sin levantar la vista ni girarse a mirarme ahora que yo estaba a su derecha, junto a la ventana. «Y ahora, ¿ya estamos seguras?». «Respecto a él, sí. Sí —repitió la aserción como para compensar el error pasado—, completamente». Parecía que temiese mirarle, que estuviese alargando el momento de ver aquella cabeza sobre la que iba a ser mi mesa de despacho. Se escuchó un golpe sordo. El embalaje medio roto que sujetaba derecha la cabeza había cedido y esta había caído de lado sobre la mesa. Lea fue entonces hasta ella, la tomó y la giró con sus manos para ver bien su rostro. Vi brillar las lágrimas en sus ojos. «¿Le conocías personalmente?», pregunté confundida por su reacción. «Sí, fue mi primer amor. Yo tenía diecisiete y acababa de empezar la carrera. Él, veintitrés años mayor, era el rector de la universidad y el padre de mi mejor amiga».
Aquella fue la primera de una interminable lista de confesiones cuyo núcleo, constituido por su vida profesional, me desveló aquel mismo día. Rodeando ese núcleo, como electrones orbitantes, centenares de anécdotas inspiradas por la vida cotidiana se fueron desgranando a partir de entonces a lo largo de nuestros años juntas. Pero el núcleo, ¡ah, ese núcleo! Ese núcleo expuesto ante mi incrédula mirada durante…, ¿cuánto sería? ¿Una hora? ¿Hora y media? Incrédula porque a veces era imposible creer, y, otras veces, porque no quería creer. Cuando terminó, si puede decirse que terminara, pues más bien interrumpió su historia cuando llegó Tanos para llevarnos de vuelta a casa, solamente me pidió una cosa: que jamás revelase los detalles de lo que acababa de explicarme. «No me importa que hables de mí —me dijo—, pero nunca des detalles concretos de lo que he hecho, pues estos podrían afectar a terceras personas que no quiero perjudicar».
He cumplido hasta hoy mi promesa. Y aunque esa promesa ya no tiene sentido, pienso seguir cumpliéndola. De modo que a ti tampoco te contaré nada, ni lo que me provocó náuseas ni lo que me dejó boquiabierta de pura admiración. En la escalera del poder, Lea estaba mucho más arriba de lo que me podía haber imaginado; en concreto, en el último tramo de escalones, el que ya queda fuera de la vista de la gente, el que siempre se niega que exista, simplemente porque la élite que los ocupa, los titiriteros del mundo, así lo quiere. Si no existen, nadie les cuestiona; para eso están los que quedan por debajo, a la luz, a la intemperie: los mandatarios públicos y privados que ponen voz y rostro a las decisiones que se les imponen sin que tan siquiera ellos sepan que se les han impuesto. Era inverosímil, completamente inverosímil que una madre de familia que un día me encuentro paseando por la calle con los niños y su marido, mi amante, tenga en sus manos guerras y armisticios, pandemias y vacunas, atentados, secuestros y rescates, chantajes, magnicidios… Alguien tan normal. Sus decisiones, a menudo habían afectado a millones de personas, y ante ese tipo de decisiones, alguien que precie su inteligencia, únicamente puede guardar silencio, el silencio ionizado que vibra en la soledad del poder, del verdadero poder. Y lo más increíble de todo, a Lea jamás le movió el dinero, sólo el poder, como una adicción incurable. A esas alturas solamente hay personas con el materialismo a prueba de bomba; personas que les basta con saber que todo lo tienen al alcance de sus manos. Dos dudas surgieron tras aquella descomunal explicación: primero: qué hacía ella conmigo; y, segundo, y en este caso más que una duda, lo que quería era que me confirmase lo que yo había deducido de todo lo que me acababa de explicar: qué fin último la guiaba más allá del mero ejercicio del poder que ella había insinuado como única fuerza motriz de su vida profesional.
En cuanto prometí lo que me pedía diciéndole que no se preocupase, que jamás daría esos detalles concretos que podrían afectar a terceras personas, tomó la cabeza de Humo y me preguntó si ya había probado los hornos de alta temperatura. Negué con la cabeza y, comprendiendo lo que quería hacer, me dispuse a guiarla hasta la sala de los hornos. Fue de camino a aquella sala cuando me descubrí preguntándome qué hacía Lea junto a mí, qué pintaba yo en su vida. En aquel primer momento no osé comentárselo a ella, pues tan confundida me había dejado el paseo por la cara oscura de su vida que temí que no hubiera respuesta a mi pregunta, y esa ausencia de respuesta se me antojó un abismo al que preferí no asomarme, hasta que, ya por la noche, la indignación me ofreció sus alas suicidas. De momento, para distraerme de aquel pensamiento me enredé en consideraciones morales sobre la profesión de Lea. Sobre aquella cuestión sí que me atreví a preguntarle mientras comprobábamos si uno de los tres hornos de alta temperatura que teníamos cumplía con su función: reducir a cenizas la materia. La cabeza de Humo, sin desenvolver, se incendió con violencia deslumbrándonos a Lea y a mí con unas llamas blancas. Ocupaba todo el horno. Aquel instrumento estaba concebido para desintegrar muestras de no más de un litro de volumen, pero la cabeza cupo entera. Desde la ventana veíamos a Tanos esperándonos dentro del vehículo, como siempre que venía a recogernos. Mirando el cuadrado de fuego que alimentaba la cabeza de Humo, expresé mi duda respecto al objetivo de aquella faceta de su vida. «¿Qué se busca cuando se hace lo que tú haces?», le dije. A mi imprecisa pregunta Lea respondió con una precisión subatómica: «Esperarás que te diga que a pesar de todo el mal que he podido generar siempre he querido hacer un mundo mejor —acertaba de lleno con su suposición—, y eso es lo que durante mucho tiempo he creído —guardó silencio durante un buen rato como pesando lo que a continuación iba a decirme. La cabeza de Humo era ya en esos momentos un huracán de partículas encendidas girando incandescentes entre las llamas—… Pero un buen día comprendes que lo único que buscas es sentirte mejor tú misma… Te molesta la fealdad, el horror que ves, y quieres que desaparezca para que tus ojos no lo vean, para sentirte mejor. Sólo te preocupas por tu bienestar. Y ese día en que eres completamente sincera contigo misma comienzas el camino de vuelta».
Aquella expresión, el camino de vuelta, me dejó intrigada, pero su afirmación tenía un flanco más vulnerable que atacar, y sobre aquel me volqué de forma refleja. Argumenté enérgicamente que era perfectamente ético conseguir el bienestar propio haciendo el bien a los demás, que eso es lo que todos deberíamos hacer. Le di mil y una vueltas a aquel tema mientras Lea se limitaba a negar suavemente con la cabeza. Mi locuacidad y su silencio nos acompañaron hasta el exterior en donde Tanos seguía esperándonos, y fue ya en la puerta del vehículo cuando me di cuenta de que había parado el horno sin pensar que el lecho de pequeñas escamas blancas que adentro quedaba había sido la cabeza de un ser humano hasta hacía unos minutos. Absorta en mi retórica, había actuado maquinalmente comprobando primero el estado de la incineración, desconectado a continuación el horno, y cortando la luz y el agua antes de cerrar el laboratorio, como si el proceso de incineración hubiese trascendido la materia y también hubiese carbonizado dentro de mi cerebro el recuerdo de la vida que había ido unida a esa materia. Mi abrupto silencio pareció liberar a Lea de mi tenaz argumentación quien me acarició la mejilla antes de entrar en la parte delantera del vehículo, junto a Tanos, diciéndome que mis argumentos eran perfectamente válidos para alguien que no había llegado al final del camino, y que, por lo tanto, jamás me los rebatiría. Sus palabras, como cinco dedos en mis mejillas, me dejaron clavada en el suelo. Recuerdo sentir los minúsculos copos de nieve en mi rostro mientras trataba de encajar el golpe. ¿Qué quería decir, que no había visto suficiente en la vida?, ¿que aún no había salido del cascarón? En definitiva, ¿insinuaba que yo era una niñata? En realidad, el comentario de Lea tenía el punto justo de cocción. Ni me trataba de inmadura, ni se las daba de mujer de mundo. Había una diferencia manifiesta de experiencia entre ella y yo, y su frase no era más que el retrato de esa diferencia, pero claro, ese hecho implicaba cierta inmadurez por mi parte, y era esa inmadurez la que me impedía tomarme su frase como una lección en vez de una ofensa. Así que no le dirigí la palabra hasta la hora de dormir, cuando Lea, extrañada de que no fuera a su habitación, vino a la mía. Durante aquellas horas mi cerebro había hecho la digestión del chasco que me había pegado al salir del laboratorio. Así que cuando ella me pidió que le explicara qué me pasaba, yo ya no me lie con cuestiones de madurez o inmadurez sino que fusioné en un solo reproche mi enfado y la pregunta que no me atreví a formularle de camino hacia la sala de los hornos: «Si ya estás de vuelta de todo, ¿qué haces conmigo?». «Tú y yo recorremos el mismo camino —me contestó—, tú vas, yo regreso, y en el camino nos hemos encontrado. Hasta poco antes de conocerte había querido cambiar el exterior para sentirme bien, pero al comprender que el tiempo se me acababa opté por cambiar mi interior para percibir más hermoso el exterior. Y ahí apareciste tú, mi espejo. He descubierto en ti lo que yo fui, y nuestras diferencias me confirman la corrección del camino de vuelta que sigo hacia mí misma». Seductora como nunca, su sonrisa apaciguó la fiera que latía en mi interior. Analicé lo que acababa de decirme sentada en mi cama. Lea aguardaba mi reacción junto a la puerta entreabierta. Con un gesto de la mano la invité a pasar. Ella cerró la puerta y se sentó en el suelo, delante de mí, con las piernas entrecruzadas, como una colegiala que aguarda las palabras de su maestra. «Si tú quieres, te acompaño un trecho —dijo—. Conozco el camino y no tengo prisa; el camino de vuelta siempre espera». Sabía que me estaba alabando. Intuía el significado íntimo de sus palabras, pero yo seguía obcecada por mi enfado y con afilado sarcasmo le pedí que me decodificase el mensaje. Lea, blindada a mis cuchillas, se mordió sus labios irresistibles reprimiéndose la risa. «Igual de estúpida que yo con tu edad —me dijo, e iba yo a atacarla diciéndole que conmigo se olvidase del papel de madre cuando me arrolló en mi intento de tomar la palabra subiendo su tono de voz—… Igual de inteligente, de brillante, de apasionada, de bella». Y dijo bella con un timbre que me recordó al de la Lea de la isla desierta, una mujer exultante, plena. «Sin duda, tú llegarás más lejos», vaticinó con la estela de aquella misma voz que olía a mar. ¡Qué razón tenía! Con aquella afirmación se puso de pie, me acarició el pelo y se encaminó a la puerta. «¿En qué camino nos hemos encontrado?», le pregunté. Ya en la puerta, con el pomo en la mano, se volvió y me dijo: «aprende a ser sincera contigo misma, solamente los débiles se esconden detrás de falsas modestias», me contestó antes de salir. «En el camino del poder», me dije en voz baja resolviendo los deberes de la lección que acababa de darme con su última frase.
Y el poder estaba en Cirpunthueco. Pocos días después de que Lea me desvelara su vida profesional, no sé, tal vez tres o cuatro días después, vi el sol por primera vez en aquellas tierras. La sempiterna seda de nubes estaba deshilachada sobre los árboles desnudos hacia el este aquel amanecer, como si se hubiese enganchado en la punta de sus ramas. La visión del círculo anaranjado enmarcado por el intenso azul del cielo que aquella mañana me sorprendió en mitad del gris monótono, me emocionó tanto que se me saltaron las lágrimas. Acababa de regresar a mi habitación desde la de Lea, con quien había pasado la noche, y volví corriendo para anunciárselo a ella como una niña pequeña a la que acaban de regalarle el juguete que más deseaba. Según nos dijeron Tanos y Fidia, aquel era el preludio de la primavera, una primavera que llegaría con prisas, como si pretendiese recuperar el terreno perdido durante el profundo invierno. En efecto, una semana más tarde, la nieve había desaparecido por completo. Un verde pálido cubría la tierra y un verde más intenso, el de las copas de los árboles, el cielo. El aroma a hierba, a flores, el rumor incesante de la vida animal como un bostezo enorme: insectos, aves, anfibios…, la música de los riachuelos por aquí y por allá. ¿Dónde estaba aquel mundo hacía una semana? Como una prenda reversible, invierno por primavera en un visto y no visto, y yo, como un animalito más, multiplicando mi actividad al son de las flores en el vibrante reverso de aquella región. Fruto de aquella primaveral aceleración de mi actividad, Cirpunthueco se ponía en marcha un par de semanas más tarde. Al fin, quince técnicos, sin incluirme a mí misma; prácticamente el doble de lo que calculé después de regresar de la isla desierta, en mi primera vida. En total, entre técnicos y personal auxiliar, cincuenta y tres personas trabajando en Cirpunthueco. No hay como contar con recursos ilimitados sin tener que darle explicaciones a la banca. Nuestra política de remuneración del personal, por descontado, excedía la simple cuestión pecuniaria y, gracias a ello, en muy pocas semanas el laboratorio se convirtió en una familia. Lea y yo atendíamos cualquier problema que afectase a nuestros empleados, desde la educación y salud de sus hijos hasta el cuidado de sus ancianos. El tiempo libre y la autogestión era la mejor moneda para conseguir la motivación del personal, ya se tratase de los técnicos más brillantes como del personal de cocina o el de mantenimiento y limpieza. Nuestra actitud pronto animó a los mismos empleados para ayudarse mutuamente fuera de Cirpunthueco. Por descontado, las ideas de Lea estaban en la base teórica de aquella forma de gestión, y lo que sobre el papel se me antojó una utopía empresarial, pronto se convirtió en un mecanismo que se retroalimentaba dotando al proyecto de una energía extraordinaria. Pequeños gestos: conocer el nombre de sus hijos, sus edades, sus aficiones…; los de sus padres, parejas, novios… Pequeños gestos que devolvían grandes sonrisas. La utopía al alcance de algo tan sencillo. En el fondo, la escasez de inteligencia, en un sentido amplio de la inteligencia, y los excedentes de arrogancia jerárquica en los modelos empresariales dominantes en aquel momento era lo que a mí me había impulsado a ponerle la etiqueta de utópico al modelo de gestión que Lea proponía para Cirpunthueco. Pero, tal y como ella me había adelantado, no tuve más que comprobar el resultado para comprender que ese adjetivo, utópico, no era más que una autolimitación que yo había ido asumiendo por mi propia experiencia y la de mis conocidos en el mundo laboral, implantada por la regla de oro del beneficio monetario y ratificada por la miseria intelectual de los empresarios y dirigentes que dedicaban sus más sinceras y dilatadas sonrisas, las que en verdad habían nacido para sentir el agradecimiento del prójimo o la admiración de los hijos, a los estúpidos incrementos numéricos en el espacio virtual de las finanzas. No, utópico era el adjetivo con el que el poder establecido marcaba todo lo que podía poner en riesgo su statu quo. Utópico es tener contenta a la gente pensando en el beneficio monetario, pero, cuando tienes cubiertas tus mínimas necesidades materiales, ¿qué mayor beneficio que sentir que haces feliz a la gente que te rodea? «No te creas que algo es una utopía cuando te lo dice quien ostenta el poder. Créeme, yo he utilizado ese recurso en infinidad de ocasiones», me había llegado a decir Lea para terminar de disolver mis dudas mientras planeábamos la estrategia de gestión empresarial. ¡Qué razón tenía! Yo le había argumentado antes que nosotros teníamos ventaja porque de partida contábamos con un capital irreal, algo que ninguna entidad financiera nos habría dado para poner en marcha nuestro proyecto. «Si he entendido bien el proyecto, también el beneficio que puede obtenerse es irreal —me había dicho Lea—, utópico, si lo prefieres, pero claro, para comprender la envergadura de esta empresa, los bancos tendrían que entender de biología, psicología, medicina, historia, sociología… En verdad, las entidades financieras son culturalmente mediocres, tal vez ni mediocres; no te olvides que provienen de la usurería, del expolio de uno de los más bajos instintos del ser humano: la codicia. Obviamente, con ese origen, ¿cómo va a funcionar de otro modo la economía general? Mediocres y codiciosas, así son las mayores empresas, las que marcan el compás: empresas energéticas, alimentarias, armamentísticas y financieras, claro está. Los mediocres hablan con ligereza sobre la utopía, claro, no dan para más. También el poder, pero el poder lo hace desde otra perspectiva», afirmó riéndose para sí misma tras la disección de aquel concepto del que más adelante nos llegaríamos a adueñar.
La primavera no sólo aceleró mi actividad profesional, todo en mí se aceleró. Una pasión sin precedentes me llevaba de flor en flor como una abejita insaciable. Cirpunthueco, por las mañanas; escribir mis memorias, por las tardes; viajar por la región, los días que el laboratorio permanecía cerrado por descanso del personal; prácticas de idioma, a la hora de cenar; y sexo, a cualquier hora y en cualquier lugar, pero, especialmente sobre la hierba, en los bosques que rodeaban nuestra mansión, interrumpiendo los largos paseos que Lea y yo dábamos después de cenar, antes de anochecer. Tanto la temperatura como la duración de los días se había alargado bruscamente en una primavera estival, o en un verano primaveral que medio año más tarde aterrizaría en un otoño invernal. Bien podía decirse que en aquella región solamente había dos estaciones. Aunque los lugareños no opinaban así, y una sensibilidad ancestral les permitía distinguir entre el verde de la primavera y el del verano, y la nieve de otoño de la del invierno. No era el caso de Lea ni el mío, y ambas disfrutamos de la tibieza de la hierba en nuestra piel desnuda mientras nos entregábamos al sexo en mitad de la naturaleza, lo mismo la primera semana de primavera como la última del verano.
Fue una de aquellas tardes, no recuerdo si en primavera o en verano, tras una de nuestras sesiones de sexo en el bosque, cuando mi diminuto secreto eclosionó en mi conciencia como un grano. Estábamos tiradas sobre la hierba como náufragos exhaustos mirando el bellísimo techo de luces y sombras que formaban las copas de los árboles, cuando aquella cuestión relegada a algún rincón de mi memoria desde que le dijera que necesitaba saberlo todo de ella, afloró sin causa aparente. Alguna reacción debí mostrar al recordarlo pues antes de poder pensar que cómo era posible no haberme acordado más de aquel tema, Lea me preguntó si me sucedía algo. «Es que me he acordado de algo…», titubeé. «Y tienes que escribirlo en tus memorias, ¿no? Por cierto, ¿por qué no escribes una novela con ellas?», sugirió. «Es que me he acordado de una cosa —proseguí saltando sobre su sugerencia con tanto ímpetu que no reparé en que aquella idea se me quedaba adherida al lado oscuro de la memoria—…, una cosa que quería decirte desde hace tiempo», añadí. «Pues dímela», contestó Lea sin inmutarse. «Durante un tiempo fui la amante de tu marido», anuncié sin pensármelo dos veces. Lea se incorporó para mirarme con una sonrisa divertida, como la de una madre a la que su hija le ha contado una travesura sin importancia. «Niña mala», pronunció pausadamente fingiendo regañarme sin acabar de esconder su sonrisa, y se volvió a recostar. Y ahí se quedó mi relación con su difunto marido, mi difunto jefe, tirada sobre la hierba. Nunca más volvimos a hablar de ello. Ella no me pidió explicaciones, y yo, bastante avergonzada por aquel asunto, preferí no insistir sobre una cuestión tan alejada de mi actual existencia que a veces me planteaba si en verdad había sucedido.