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El sonido de un agudo lamento despertó bruscamente a Gabriel. Tardó en situarse. Tuvo que incorporarse para recordar que estaba en el centro de acogida. Escuchó de nuevo el amortiguado alarido a su lado. Se volvió y pudo ver claramente en la cama de Francisco que María y él estaban follando. El contraste de la realidad respecto al prejuicio de la idílica relación paternofilial que había asumido provocó en Gabriel una profunda decepción. Por un momento, la mirada de Francisco, jadeante, se cruzó con la de Gabriel. Por el gesto retorcido acababa de eyacular. Inexplicablemente asqueado, Gabriel se levantó de la cama y se fue a los lavabos. Orinó. Después se lavó la cara para despejarse. Sus propios ojos le intimidaron. Nunca antes había prestado atención. Miras como los locos, se reconoció. Sin que se diera cuenta, Francisco había entrado y empezaba a lavarse en un lavabo contiguo al suyo.

—Nadie te dice qué tienes que hacer en el purgatorio —se le dirigió Francisco mientras se secaba la cara.

Sí, purgatorio es un buen nombre para esto, pensó Gabriel. Tras secarse, se despidió de Francisco dándole las gracias.

—¿Te vas? —quiso saber Francisco.

—Sí. Despídete de María de mi parte.

Podría haber pasado la noche en el centro de acogida, pero la confluencia de las trágicas historias de María y Francisco desembocando en aquel patético acto sexual le parecía una abominación de la que quería permanecer lo más lejos posible. Ya en la calle, Gabriel sintió que algo, una especie de pátina de miseria, se le había adherido. No acababa de desprenderse de las miradas de desconfianza a pesar de la ropa limpia. ¿Eran sus ojos? Eso le preocupaba pues había planeado buscar un hotel barato para pasar la noche. Sólo le pedirían su documentación, y como podría permanecer en la habitación hasta el mediodía del día siguiente tendría tiempo de ir a correos a buscar su dinero para pagar el hotel. Al fin, pasadas las tres de la tarde, encontró un pequeño hotel en el centro de la ciudad. La recepcionista, una mujer mayor, le miró con gesto descompuesto en cuanto se dirigió a ella. Un chico joven contemplaba la escena colocando unas maletas en un carro.

—Márchese caballero, estamos completos —se excusó la mujer.

Mentía. Gabriel, indignado, dio media vuelta y se fue. En la puerta del hotel alguien le detuvo tocándole el hombro. Gabriel se volvió y vio al chico de las maletas.

—Ha venido la policía hace un par de horas y nos han dado su foto —le informó el joven, hablando entre dientes—, decían que usted era un delincuente con delitos de sangre que se había escapado de la cárcel. Por lo visto han ido a todos los hoteles. Váyase rápido porque la bruja va a llamar a los polis que han venido.

—¿Policías? —dijo Gabriel, desconcertado.

—Bueno, iban de paisano.

—¿Cómo eran?

—No sé, normales.

—¿Uno tenía un mostacho y el otro era muy alto y flaco?

—No.

—No, claro —se tranquilizó Gabriel pensando que aquellos dos tipos estaban muertos, que lo había comprobado bien.

—Se les veía cachas, unos cuarenta años, metro setenta o metro ochenta, anoraks oscuros y pantalones oscuros, creo.

—Oye —recapacitó Gabriel—, y tú, ¿por qué me cuentas esto?

—Eran unos imbéciles. Uno me tiró las maletas al entrar y ni se volvió para pedirme disculpas.

Gabriel le dio las gracias al chico y se fue. Tal vez debería irme a las afueras, buscar un edificio en construcción y pasar la noche allí, pensó, pero si me están siguiendo seguramente se habrán enterado de lo del giro postal y me estarán esperando mañana. Buscando con la mirada vio a lo lejos un edificio alto a medio construir y se encaminó hacia allí. La cabeza iba a estallarle pensando quiénes serían esos supuestos policías y por qué le seguirían. ¿Por lo de los dos muertos? ¿Por Zoé? ¿Quién era Zoé?

El edificio estaba mucho más lejos de lo que aparentaba, en una zona de nueva construcción de la ciudad que con la recesión económica se había quedado a medio urbanizar. Solares, calles sin asfaltar, aceras comidas por las malas hierbas, grúas desmontadas, esqueletos de hormigón de diez y quince plantas junto a casitas adosadas con infinidad de carteles de en venta. Mucho ladrillo desnudo que desde hacía decenas de meses debería estar revestido y pintado. Ni un alma. Empezaba a caer el sol cuando Gabriel se detuvo frente a un edificio que le pareció un buen refugio para pasar la noche. Había decidido retar a la paranoia y jugársela yendo a recoger su dinero a primera hora. Estaba ya saltando sobre los escombros cuando vio pasar un coche gris por la siguiente calle paralela a la del edificio en el que él se encontraba. Se agachó entre los matorrales. Vio el coche detenerse, y cuando de él salió un tipo con una chaqueta negra echó a correr como si acabara de ver al diablo. Corrió sin dirección, sin aliento, sin mesura. Exhausto, se detuvo a recuperar la respiración cuando ya no pudo más. Miró hacia atrás. Nadie le seguía, pero tan pronto volvió a sentir las piernas bajo su cintura siguió corriendo. Ya fuera de la urbanización fantasma, al escuchar un coche a sus espaldas saltó por un terraplén por el que rodó hasta que un golpe en la cabeza le dejó sin sentido.

Al volver en sí vio un paraguas rojo sobre él interrumpiendo parcialmente los cegadores haces del sol. Alguien le chillaba.

—¡Que te largues de aquí, capullo! —escuchó Gabriel.

Se incorporó entre dos pares de hermosas pantorrillas, unas muy blancas y otras color caoba. Miró hacia arriba. Resultaba evidente que las dueñas de aquellas pantorrillas eran dos prostitutas. Zapatos de tacón, ropa escasa, ajustada y de colores chillones; mucho, mucho maquillaje, una auténtica máscara sobre las mujeres que habitaban bajo esas ropas de faena.

—¿Qué hago aquí? —preguntó Gabriel desconcertado. Nada recordaba.

—¿Me estás escuchando? —le dijo la prostituta rubia de piel muy blanca, la que le había despertado diciéndole, paraguas en mano, que se largara. Tenía acento extranjero, muy domado en ese exiguo vocabulario que había empleado, pero era acento de fuera, probablemente de algún país del este de Europa. La chica era muy guapa, casi una adolescente. Estaba delgada pero sabía sacarle buen provecho a sus suaves curvas. El paraguas, obviamente, lo usaba como sombrilla.

—Déeejale, va, que el hombre se ha hecho daño —dijo la mulata con su dulce acento brasileño. En la mulata todo era grande: sus pechos medio salidos, su culo, sus caderas, su boca, sus labios, sus ojos, sus muslos…

—¿Qué hago aquí? —volvió a preguntar Gabriel en un tono que resbalaba desde el desconcierto al miedo.

—Buscar el amor, cariño —le dijo la mulata mirándole con dulzura, casi con compasión—, buscar el amor.

—El amor —se rio la rubia—, sí, el que tienes en tu raja.

—No le hagas caso, cariño —dijo la mulata ondeando las palabras con suavidad.

Gabriel se rindió a aquella voz hechizante y le reveló lo único que creía recordar:

—Creo que estoy loco.

Al escucharlo, la rubia se alejó con su paraguas rojo hacia el arcén de la carretera, la cual pasaba a escasos cinco metros del margen de tierra al que Gabriel había llegado rodando desde el terraplén. Agachándose para ayudarle a levantarle, la mulata respondió a la afirmación de Gabriel:

—¿Loco? Pues digamos locuras, cariño mío.

Al agacharse, Gabriel vio que la mulata no llevaba bragas. Tenía la vagina depilada.

—Sois putas, ¿verdad? —preguntó Gabriel, ya de pie, apoyándose en el hombro de la mulata, a quien se le había salido un pecho en el esfuerzo de levantar a Gabriel.

—Nooo, mi vida —dijo la mulata conduciendo a Gabriel hacia un rellano detrás del terraplén—, ¿qué extravagancia es esa? Te gusta decir locuras, ya veo. Bueno, yo también las diré. A ver, mi amiga es madre de un niño de tres años, allá en su país, eso es lo que es, y está aquí para que no maten a su criatura, ¿te gusta esta locura? —inquirió la mulata con suma dulzura—. Y yo, a ver…, yo soy maestra en mi país. Estudié dos años tu idioma, me propusieron un bonito trabajo aquí. Decidí aceptarlo, así practicaría tu lengua. Y ahora, para volver a ser maestra tengo que estar aquí, con mi amiga, sofocando la poligamia reprimida de los machos. ¿Qué tal mi locura? —se detuvo junto a un par de botellas de agua de litro y medio, medio vacías—. Mira, cariño, tú te vas a quedar aquí, tumbadito hasta que te encuentres mejor, porque por allí delante pasan muchos machotes que no se van a parar si te ven, y si no se paran, ni mi amiga volverá a ver a su niño ni yo a mis alumnos —dijo ayudando a Gabriel a sentarse en el suelo. Al incorporarse, Gabriel vio que se le había salido el otro pecho.

—Me duele la cabeza —dijo Gabriel, ya sentado. La rubia se estaba acercando con el paraguas cerrado apoyado sobre su hombro derecho.

—Bien, cariño, pues tómate esto —dijo sacándose un puñado de pastillas de una pequeña mochila que llevaba a la espalda—. Abre la boquita —ordenó agachándose a coger una de las botellas de agua al tiempo que a Gabriel le ponía el puñado de pastillas en la boca. Los pechos descendieron como ojivas, con sus grandes pezones oscuros apuntando el suelo. La rubia se acuclilló frente a Gabriel, a menos de cinco metros, apoyándose en el paraguas pinchado delante de ella, al cual se agarraba con ambas manos. Mientras bebía agua para ayudar a tragarse las pequeñas pastillas, escuchó el peculiar sonido de un chorrillo de orina cayendo en la tierra.

—¿Qué le das, estás loca? —le dijo la rubia a la mulata.

—Sí, los dos lo estamos, ¿verdad cariño? —respondió la mulata.

—¿Quieres matarlo? —dijo la rubia, ya de pie, componiéndose la escasa ropa.

La mulata se agachó cerca de donde la rubia acababa de orinar para hacer lo propio.

—No, estas no matan, ya lo probé conmigo y no funcionó —le dijo la mulata a la rubia quien la esperaba atusándose el pelo.

Gabriel empezó a sentir unas oleadas de sueño que ganaban intensidad por momentos. Se tendió. En el cielo enrojecido del atardecer le pareció ver lágrimas en los ojos de la mulata quien le miraba fijamente mientras devolvía sus pechos al sujetador plateado.

—¿Vienes? —dijo la rubia con el paraguas rojo al hombro.

Una poderosa oleada de sueño barrió a Gabriel de la vigilia sin escuchar la respuesta.