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Una semana más tarde de despedirme de mi madre en el parque de mi infancia, Lea y yo estábamos en la otra punta del planeta, en un país extraño del que poco más que su nombre conocía. Yo seguía cogida de su mano, perdida completamente en mi nueva vida, con mi nuevo nombre y en mi nuevo país. Lea me hizo saber que en mi nueva vida yo seguiría investigando lo que mi difunto jefe no había concluido, o sea, la siguiente fase de mi proyecto, adonde él ya había llegado hacía muchos meses. Ciertamente, en mi desconcierto, seguir con aquel proyecto era un buen refugio a pesar de que en aquellos momentos no tenía ganas de nada, ni siquiera de concluir la investigación que cambiaría el mundo. Lea lo organizaría todo. Yo sólo tenía que decirle qué necesitaba. Ella estaría junto a mí durante unas semanas, mientras yo me situaba en aquella pequeña ciudad industrial, fea, oscura y fría, muy fría, cubierta de nieve la mitad del año a causa de sus nevadas casi diarias. Después, ella se marcharía.

Incluso en aquellas circunstancias, sin nadie más en el mundo, la presencia de Lea me incomodaba. Me incomodaba porque no le había salvado la vida cuando pude hacerlo y me sentía en deuda con ella. Me incomodaba porque ella lo había dado todo por mí. Me incomodaba porque no podía comprender cómo había podido renunciar a sus hijos a pesar de que su explicación al respecto fuese tan clara: «no los he querido nunca, estarán mejor con sus abuelos. Ellos los han criado desde que nacieron». Quizás era eso lo que no podía comprender: que nunca hubiese querido a sus hijos; que siempre hubiesen sido un estorbo; que los hubiese tenido para tener una especie de coartada social, como su marido. Me incomodaba incluso que fuese tan sincera, que no maquillase sus sentimientos. Me incomodaba la impiedad con la que había tratado a su guardaespaldas antes de abandonar el apartamento pidiéndole que le demostrase su lealtad antes de marcharnos de viaje. Le ordenó que le entregase su arma eléctrica que se la iba a poner en el pecho pero que no le iba a matar. «¿Confías en mí después de lo que me hiciste?», le retó. Él le entregó su arma sin titubear. Ella le puso el arma en el pecho, contó hasta tres y le dijo: «estás muerto. Ahora me debes la vida», y luego se la devolvió. Me incomodaba su sonrisa irresistible, precisamente por eso, porque sabía que yo siempre cedería a esa curva húmeda enmarcada por sus finos labios. Me incomodaba que me leyera los pensamientos y, lo que es peor, hasta los sentimientos que aún no habían cobrado forma de pensamiento, los que aún se estaban cociendo y ella deducía con el mismo olfato infalible con el que adivinaba lo que había para comer antes de entrar al recibidor de la pequeña mansión que había comprado en el campo, a las afueras de la ciudad. «No te preocupes, ya sé que te incomodo», me llegó a decir una noche, muy sonriente, mientras esperábamos a la mesa a que Fidia, la esposa del joven matrimonio que Lea había hecho contratar para que llevasen nuestra pequeña mansión, nos sirviese la cena. Yo bajé la vista al plato vacío y ella solamente añadió que se marcharía en cuanto yo le diera una lista con todo lo que necesitaba para organizar mi proyecto, que no me preocupase, que con el tiempo volvería a sentirme bien con ella. Me incomodaba no saber qué relación teníamos entre manos. Si la relación entre dos personas se midiera por el tiempo que han pasado juntas, Lea y yo apenas éramos dos desconocidas; si se midiera por la complicidad de nuestros sentimientos, éramos dos almas gemelas; y si se midiera por la intensidad de las experiencias vividas, podría decirse que éramos una sola persona, confundida y en conflicto consigo misma, pero una sola persona. Así que, agitando nuestro cóctel, podría afirmar que en aquel entonces ella y yo éramos una sola persona con dos almas gemelas casi desconocidas. Me incomodaba especialmente sentirme tan dependiente de ella. Lo de agarrarme a su mano había llegado al extremo de no preguntar nada, absolutamente nada, ni durante los tres días que estuvimos en el apartamento ni durante los tres días que duró el viaje al culo del mundo, acaso porque mi estado de ánimo no daba mucho de sí tras haber perdido todo lo que había sido hasta ese momento. Lo que sabía me lo había explicado ella. Como, por ejemplo, que sometido a tortura antes de morir, su marido había reconocido que nadie más salvo él conocía los detalles técnicos del proyecto para el que había sido creado su laboratorio; que Humo solamente conocía el objetivo del proyecto, el tiempo teórico que quedaba para conseguirlo y, sobre todo, el dinero que llevaba invertido en él, nada más; y que como ese tiempo había pasado hacía meses empezaba a impacientarse; que únicamente había dos copias del proyecto en la fase en la que se encontraba en la actualidad, una en el laboratorio, en su despacho, y otra en su casa, en su ordenador portátil. También me explicó Lea que ella financiaría personalmente todo el proyecto hasta hablar con cierto filántropo en deuda con ella desde hacía años, quien continuaría financiando el proyecto sin pedir explicaciones, resultados ni contraprestaciones. «Uno de los pocos filántropos que quedan de verdad», así le definió. Por no importarme no me importaba ni al lugar al que nos dirigíamos. No miré los pasajes de ninguno de los tres aviones que cogimos durante los tres días de viaje. En el primer aeropuerto, cuando Lea me preguntó si quería saber adónde íbamos, le contesté que me daba igual. Y, la verdad, me importaba tan poco que ni recuerdo si al final me lo dijo o no.

Y supongo que fue por eso, por lo mucho que me incomodaba Lea, por lo que dos días después de decirme que se marcharía en cuanto le diese la lista con las cosas que necesitaba para montar el laboratorio, ella ya tenía mi lista en sus manos. La mañana que se la di pensé que sería incapaz de montar el laboratorio que necesitaba, allí, en el fin del mundo. Lo que no sabía yo entonces era que Lea había escogido el fin del mundo para empezar nuestra nueva vida porque en aquella ciudad industrial se concentraba más del noventa por ciento de los laboratorios de aquel país por su proximidad a otro importante país, líder en industria farmacéutica, cuyas empresas tenían unos costos mucho más bajos y una flexibilidad legal en cuestiones medioambientales y sanitarias mucho más amplia a este lado de la frontera que al otro, mucho más civilizado. Lea dobló con cuidado las cinco hojas que le acababa de dar, me sonrió y me mantuvo la mirada para comunicarme sin palabras que comprendía que la echara, porque, sinceramente, eso era lo que estaba haciendo, resultaba obvio. Sus ojos aliviaron mis remordimientos por necesitar espacio para respirar. «Mañana mismo me iré», se limitó a susurrar. Y así lo hizo. Para evitar encontrarme con su mirada, durante todo el día siguiente escondí mis ojos en el ordenador de mi jefe. Ella me lo había dado al llegar a la mansión pero yo no me había sentido con energías para abrirlo hasta aquella mañana en que la necesidad de huir de su mirada, y no la intriga profesional, me obligó a refugiarme en el proyecto Círculo, nombre que mi jefe le había dado a la investigación de la que por segunda vez estaba a punto de apropiarme. Círculo. Pensé que mi jefe estaba hecho todo un poeta; ponerle Círculo a aquel proyecto denotaba una sensibilidad lingüística que jamás hubiese imaginado. «Lo subestimabas», me dije, e, inevitablemente, aquella idea me llevó al comentario que me había hecho Lea en la sala de autopsias. Divagué durante horas sobre el hecho de subestimar a mi jefe, tanto ella como yo. A media mañana, cuando Lea me dijo desde la puerta que se marchaba, no pude evitar despedirme diciéndole que, en el fondo, tampoco había subestimado a su marido. No tuve que explicarle que me refería a que al final ella estaba viva y con el proyecto en sus manos, y su marido, muerto. «Tienes razón», comentó antes de cerrar la puerta de mi habitación para ir a buscar a Tanos, el marido de Fidia, para que la acompañara al aeropuerto. Yo, por mi parte, llegué a la misma conclusión. Su sensibilidad lingüística carecía de precisión. Círculo no era la palabra que mejor definía el objetivo de su proyecto. Su proyecto, ahora mío de nuevo, era el…, ¿cómo te lo traduciría yo? A ver, es un concepto matemático-geométrico que define el punto que falta para cerrar el círculo, sería el límite aplicado al círculo; una palabra que no existe en tu idioma; una palabra compuesta por las palabras hueco, punto y circunferencia; algo así como huepúnculo; no, eso suena a alteración dérmica; mejor…, déjame pensar…: cirpunthueco, eso es, cirpunthueco. Pues bien, bautizándolo como Cirpunthueco, el nombre que se ajustaba a la perfección al objetivo de la investigación, el proyecto regresó a mis manos. De hecho, aquel primer día no hice nada más que rebautizarlo como Cirpunthueco pues a las pocas horas de marcharse Lea, cuando levanté la vista del ordenador sin lograr comprender por qué motivo los ensayos que había llevado a cabo mi jefe no habían dado los resultados que yo esperaba, me sentí ligera, literalmente ligera, como si me hubiesen quitado de la espalda una mochila con un yunque dentro, y me levanté para mirar por la ventana descubriendo un mundo a mi alrededor que parecía salir de las nieblas de mi abatimiento.

Habiendo estado allí desde hacía más de diez días, por primera vez apreciaba todo lo que me rodeaba con mis sentidos y mi memoria despiertos. Me deleité en el paisaje exterior que hasta al cabo de unos días no me aventuraría a pisar, aquella grisácea estepa nevada, hermosa en su crudeza, como los desiertos, con ese sol que por mucho que insistiera nunca conseguía deshacer la muralla grisácea de nubes que todo lo cubría, y su distante presencia, a lo sumo, manchaba de un naranja pálido el último rincón del día, como advirtiendo al ponerse que mañana regresaría con fuerzas renovadas. Me evadí en la pequeña mansión, un edificio de tiempos de mi tatarabuelo que parecía salido de ciertas fantasías románticas que recordaba haber contado a Lea en la isla desierta y que, sin duda, ella me había querido regalar en el preludio de mi nueva existencia. Aquella centenaria construcción, desbordada de tanta vida, exudaba pasiones antiguas en su aroma a madera, en sus crujidos como suspiros, en sus bailes de partículas de polvo que los efímeros rayos anaranjados del ocaso liberaban de su invisibilidad. Me pongo poética pero es que me resulta inevitable. Aquel lugar era profundamente inspirador. El resto del día lo pasé recorriendo las estancias de la mansión, desde sus húmedos sótanos con bodega, leñero, calderas y otras estancias vacías, hasta el amplio altillo en donde vivían Fidia y Tanos, pasando por la planta baja en la que se encontraban las cocinas, la biblioteca, el comedor y dos salones, y por la primera planta en la que había seis espaciosas habitaciones, dos de las cuales ocupábamos Lea y yo, y dos grandes terrazas a cada lado del edificio. Todo había sido adaptado a los tiempos modernos. Gracias a ello cada habitación tenía su baño, la calefacción central mantenía una temperatura agradable, y la electricidad y las conexiones de telecomunicaciones nos recordaban en qué era vivíamos. Paseándome por las habitaciones, enseguida descubrí una con unas vistas mucho más espectaculares que la que yo ocupaba y decidí trasladarme a ella. A aquellas horas Tanos ya había regresado de acompañar a Lea, y él mismo me ayudó a preparar aquella habitación para que estuviera cómoda. La elección de aquel joven matrimonio la había hecho un conocido de un conocido de Lea quien había preparado nuestra llegada cuidando todos los detalles; desde la compra de la mansión a nombre de Lea hasta la selección del servicio considerando como criterio principal que se tratase de un matrimonio, al menos uno de cuyos miembros se defendiese en nuestra lengua; no por Lea quien, para mi sorpresa, dominada el idioma que se hablaba en aquel país, sino por mí, porque, evidentemente, yo me iba a quedar sola durante muchas semanas. En este caso era ella quien hablaba nuestro idioma bastante bien.

Fidia tenía estudios superiores en literatura, algo que allí no daba de comer, y había estudiado mi idioma desde los catorce años. Tenía ahora veinticuatro, dos menos que yo, y un enorme cuerpo de venus primitiva: altísima, pechos enormes, cintura estrecha, anchísimas caderas, culo sobresaliente y muslos más que generosos. Su rostro delicado parecía pertenecer a otra mujer. Tanos, su marido, tenía su misma edad y antes de empezar a trabajar para nosotras se había estado ganando la vida como vigilante de seguridad en un laboratorio. Era aún más alto que Fidia, y su estatura se acentuaba más por su cuerpo fibroso y delgado. Su rostro era aniñado pero a su mirada oscura asomaban las pesadillas de un pasado que no descubriríamos hasta meses más tarde. Ambos me sonreían constantemente, más Tanos que Fidia, supongo que para compensar nuestra incomunicación verbal, y ambos se desvivían para atender cualquier petición mía. Estaba claro que me querían agradar.

Desde que Lea se marchó me propuse acabar con los roles de servidor y servido, y empecé a hacerlo en las comidas. Aquella misma noche cené con ellos en la cocina, junto al hogar, un lugar infinitamente más cálido que los salones. Ellos, al principio mantuvieron cierta distancia que la comida, la bebida alcohólica y, sobre todo, la fructífera combinación de la bebida y mi introducción a su idioma terminaron por hacer desaparecer. Yo empecé a preguntar cómo se llamaban en su idioma los platos que comíamos, y Fidia me los pronunciaba vocalizando exageradamente para que yo los repitiera. Tanos disimuló bien la risa que le producía mi incapacidad en la pronunciación de ciertos fonemas hasta que pasó lo que siempre acaba pasando cuando se aprenden idiomas; que mi lengua se desvió en el peor momento cambiando una vocal por otra y en lugar de nombrar cierto alimento exclamé el nombre del atributo sexual masculino con aires de alumna aplicada. Fidia reprendió la actitud de su marido quien tuvo que marcharse de la cocina partiéndose de la risa. Yo le pregunté que si tan mal lo había dicho y ella, sonrojada y sin apenas poder disimular su risa, me detalló mi obsceno error. Bebida como estaba, no pude reprimirme y solté tal carcajada que Fidia ya no se pudo aguantar y se empezó a desternillar sin disimulo, circunstancia que hizo regresar a su marido a la cocina para unirse a la fiesta. Nos costó un buen rato y muchas lágrimas poder seguir con la cena, y desde aquel momento los roles desaparecieron en un ambiente de cordialidad que yo puse a prueba dos noches después.

Todo se gestó aquella primera noche sin Lea, después de aquella hilarante cena. Hacía poco rato que me había acostado cuando escuché gritar a Fidia en el piso de arriba, en el desván que ellos ocupaban. Presté atención en el silencio de la noche y se escuchó claramente el chasquido de una bofetada antes de que Fidia gritase de nuevo. Luego, sonó un gimoteo. Parecía llorar. No me podía creer que Tanos maltratase a su mujer así que se me ocurrió buscarle otra explicación. Preferí pensar que estarían manteniendo sexo duro, aunque los gritos de Fidia verdaderamente no parecían de placer. Se escuchó otra bofetada y otro grito. Yo me sentía terriblemente violenta. No sabía qué hacer y encendí la luz con la infantil esperanza de que aquellos desagradables ruidos se quedasen en la oscuridad. Obviamente, aquello no sucedió y enseguida se escuchó, amortiguada por el techo y por las paredes, la voz de Tanos como si le ordenase algo a su mujer. Escuché crujir la madera. Pasos. Algo cayó al suelo. Se me ocurrió intervenir, regresar momentáneamente a mi rol de servida para ordenar a Tanos que me sirviese dejando tranquila a su mujer y que no le pusiese la mano encima en la vida. Pero no fue necesario ni discutirme mentalmente aquella opción pues al poco de encender la luz escuché la característica cadencia de unas caderas vaiveneando, desenmascaradas, primero, por el rechinar de la cama y, poco después, por los gemidos acompasados de Fidia; unos gemidos muchísimo más cercanos al dolor que al placer, pero sexuales sin lugar a dudas. A tenor del desgarro de los aullidos de Fidia, cada vez más frecuentes, más profundos, más retorcidos, pensé que el orgasmo estaría a la vuelta de la esquina. Me equivocaba. Fidia y Tanos eran folladores de fondo. El silencio postorgásmico no llegó hasta una hora y media después. Yo no daba crédito. Al principio me sentí infectada por la excitación del coito ajeno, pero pasados unos primeros minutos en los que mi exacerbado sentido común me impidió masturbarme argumentando inmadurez, la excitación sexual pasó a convertirse en una especie de expectación antropológica, algo así como un espectáculo deportivo. Al fin: diez en composición, diez en interpretación, diez en ejecución, diez en dificultad, diez en resistencia, diez en sonoridad, y nueve noventa en compenetración. Sí, ella se desfondó unos segundos antes de que él rugiera; la perfección no existe. En el silencio absoluto del fin de la batalla, una mezcla de excitación, incredulidad y sensación de estupidez me arrojó a los brazos del insomnio. Consciente de que no conseguiría conciliar el sueño, busqué una actividad que me distrajera, y de ese modo comenzó mi afición a plasmar por escrito los recuerdos, gracias a la cual hoy puedo contarte mi historia con bastante precisión. Desperté bien entrada la mañana, con mis notas revueltas en la cama, y el recuerdo de lo sucedido durante la madrugada me llenó de incomodidad. Me duché y bajé a la cocina a desayunar. Allí estaba Fidia preparando la comida. Me saludó y me preguntó qué tal había dormido, a lo que yo le contesté directamente que quién había decidido qué habitaciones ocuparíamos Lea y yo. Me respondió que ella misma y yo le dije que buen criterio, que regresaría a la habitación de las primeras noches, que me había parecido más silenciosa, argumenté con segundas. Ella se ruborizó y se limitó a decirme que Tanos me ayudaría de nuevo.

Aquel día lo dediqué por entero a escribir. Con Fidia y Tanos el resto de la jornada transcurrió con tranquilidad. Comimos y cenamos juntos, momentos que aproveché para informarme un poco sobre la región. De ese modo me enteré que aquella había sido una zona muy próspera hacía unos doscientos años y que la mansión que habitábamos era una de las casas de veraneo de una de las familias aristócratas más pudientes de la ciudad por aquel entonces y durante decenas de generaciones anteriores. Varios de sus miembros ostentaron importantes cargos políticos en el país hasta que hacía unos sesenta años fueron asesinados en la sublevación que derrocó a la corruptela de gobernantes de aquel entonces. Aquello me lo contaron durante la comida. Por la noche me ampliaron aquel dato informándome de que, por lo visto, los últimos miembros de aquella familia se habían refugiado allí, en aquella mansión de veraneo, con intención de cruzar la frontera, pero los sublevados les descubrieron y asaltaron la mansión de madrugada ejecutando a más de treinta personas entre la familia y sus sirvientes. Según Tanos había escuchado contar a su abuelo desde pequeño, descuartizaron vivos a hachazos a todos los hombres, desde los ancianos a los niños, para dar ejemplo a las generaciones venideras. Las mujeres, como suele suceder, corrieron peor suerte, pues antes de descuartizarlas vivas como a los varones, las violaron y mutilaron, también a todas, desde las ancianas a bebés de semanas. Parte de aquellos hechos revolucionarios se contaban en la letra del vigente himno nacional, según me dijo Fidia. Tras comentarme aquella anécdota todos callamos. Se notaba que aquella pareja no se sentía orgullosa de que semejantes salpicaduras de sangre aún hinchasen los carrillos de sus patriotas compatriotas, especialmente Tanos, y con razón, como más adelante sabría, a quien el repentino extravío de su mirada adulteró su gesto aniñado tiranizándolo por la misma oscuridad que se retorcía en sus ojos como un animal herido. Resultaba obvio que recordaba algo desagradable, pero no le di mayor importancia, y mientras duró el silencio pensé en la reflexión de Lea sobre la relatividad del bien y del mal… Actos execrables puestos en himnos y banderas; turistas admirados visitando edificaciones construidas por cientos de miles de esclavos; multimillonarios pagando inmensas fortunas por cuadros de pintores que murieron de hambre y miseria siglos atrás… Mientras duró el silencio pensé, sí…, pensé que al hombre medio le faltaba un hervor y juré darle ese hervor si el destino me ponía al mando de la cocina humana. Rescatando la mirada de su pesadilla particular, Tanos rompió el silencio para comentar algo en su idioma. Fidia tradujo: «dice que la gente piensa que desde aquella madrugada esta mansión está maldita». Algo añadió Tanos, riendo burlón, que de inmediato Fidia me tradujo añadiéndose al comentario de su marido: «pero a nosotros no nos importa, nunca nos lo hemos creído». Lo que dijo Fidia a continuación me obligó a romper la solemnidad del momento pues aseguró que las gentes decían que en esta mansión aún estaban los espíritus de los asesinados, y que por eso todos acababan vendiendo la mansión, porque había apariciones, y por la noche se escuchaban voces y gritos. Me empecé a reír convulsivamente, en silencio, esforzándome a lágrima viva en reprimir una risotada tan inapropiada. Tanos dijo algo sonriendo con una complicidad errónea. «Dice mi marido que él tampoco ha escuchado nada, que son tonterías de viejas», tradujo Fidia. Yo asentí ya a carcajada limpia y él se unió a mi fiesta ignorando que yo me reía de los fenómenos paranormales que sí había escuchado la noche anterior. Fidia, en cambio, se ruborizó tapándose la boca. Sabía perfectamente lo bien que se lo pasaban los fantasmas que me habían asaltado a mí por la noche. «Uhhh…, uhhh», ululó Tanos burlándose de los espíritus. «Ahhh…, ahhh», intenté imitar los orgasmos de su mujer con cierta mala leche y muy poco acierto pues, con la risa, en lugar de gemidos me salieron rebuznos, cosa que dejó a Fidia completamente desconcertada y a su marido aplaudiendo lo que él creía que era mi burla hacia los supersticiosos. Fue una grata velada en aquella enorme cocina antigua.

Ya era tarde cuando me recogí en mi habitación, la de los primeros días, y me puse a escribir mis recuerdos un rato antes de acostarme. Cuando me metí en la cama sentí una excitación creciente, imprecisa al principio, perfectamente localizable al cabo de un buen rato, en cuanto comenzó a humedecérseme el sexo. Estaba excitada. No dejaba de preguntarme si esta noche habría fenómenos paranormales. La habitación que ocupaba estaba demasiado apartada para escuchar lo que sucedía en el altillo de Fidia y Tanos. Me enfadé conmigo misma pero eso no me hizo conciliar el sueño ni me quitó la curiosidad. Al fin, salí al pasillo, a oscuras, y me dirigí hacia la habitación de la noche anterior. En cuanto entré escuché el rechinar de la cama con su ritmo monótono, implacable. Los espíritus del sexo aún guardaban silencio. Me tendí en la cama y empecé a acariciarme. Se oyó un gemido largo y profundo. El rechinar de la cama aceleró. Se escuchó un fuerte chasquido y ella gritó de dolor…, de placer, no sé. Yo empecé a fantasear con unirme a los espíritus de la noche. Pensé en un trío, algo que jamás había hecho por considerarlo propio de una sexualidad enfermiza. Estaba muy, muy excitada. Les sometería, me someterían. Los gemidos fueron subiendo de tono y de frecuencia. Volver a los roles. Servir. Servirme. Me imaginé a cuatro patas, chupándole el sexo a ella, tumbada boca arriba, mientras él me la metía por detrás. La tentación de cruzar el espejo y colarme en la fantasía me produjo un intenso cosquilleo en el vientre. Apenas me reconocía bajo el influjo de aquel magnetismo orgiástico. Mi nueva vida me sorprendía con nuevos deseos, o puede que los deseos preexistieran y que en mi nueva vida hubiesen desaparecido esas barreras sociales que una misma se encarga de poner. Aquella escena con nuestros tres cuerpos encadenados, yo el eslabón central, me sacó de mis casillas. Si alguna barrera quedaba la aparté de un salto y empecé a correr hacia el altillo, primero por el pasillo y después escaleras arriba asumiendo que el error que estaba a punto de cometer dejaría de serlo si se consumaba. Entré a la estancia de Fidia y Tanos bruscamente, jadeando. La luz estaba encendida y ellos en la cama, bajo las mantas. Al escucharme dieron un salto y las mantas cayeron al suelo. Ambos se incorporaron sobre la cama, desnudos, Fidia sentada, con el rostro deformado entre el sufrimiento y el placer, y Tanos, resoplando, de rodillas. Comprendí entonces el sufrimiento de ella, también su placer. El miembro de Tanos era monstruoso. Nunca había visto algo así. Sin duda, tenía que doler, y mucho, algo así de gordo y largo batiéndote los ovarios. Pensé que Tanos no le hacía el amor, que la empalaba. Me desnudé en la puerta, más sedienta que temerosa de tamaña virilidad, y corrí a colocarme en la cama, a cuatro patas, ante el gesto atónito del matrimonio. Fidia se apartó un poco, yo dije alguna obscenidad impropia de mí, que me la metiera, o que me jodiera, o que me reventara, o que me taladrara, o que me abriera en canal, o todo ello en una ráfaga de elocuencia lúbrica. Miré por debajo, entre mi brazo y mi pecho, y vi que la cosa no funcionaba. El monstruo, húmedo, brillante comenzaba a desinflarse postrándose latido a latido. Escuché mi respiración acelerada. Comprendí mi error pero aún así mi excitación era tal que no quería irme de vacío y me lancé al exhibicionismo masturbándome delante de ellos. Mis gemidos se sofocaron en el silencio, demasiado frío hasta para mi irrefrenable deseo. No pude terminar. Me incorporé y comprobé el gesto de desaprobación de la pareja. Me quería morir. Les pedí disculpas y salí corriendo. Mi vergüenza era tal que no quería dejar de correr, de huir, como si yendo más lejos me pudiese apartar más del terrible error que acababa de cometer. Bajé a la planta de abajo, abrí la puerta de la mansión y seguí corriendo por la nieve, desnuda, a oscuras, sintiendo el agudo dolor del frío en todo mi cuerpo, hasta en los ojos. A los pocos metros el frío me dobló las piernas y caí sobre la nieve, me hice un ovillo, empecé a temblar violentamente y rompí a llorar. El frío era tan intenso que pensé que iba a morir si no regresaba adentro. Intenté ponerme en pie pero el cuerpo había dejado de ser mío. Solamente temblaba. Intenté pedir ayuda pero ni la voz me salía entre las convulsiones. Creo que en aquel momento mi cuerpo empezaba a pertenecerle a la muerte. Mío, desde luego, ya no era. Sentí pánico. Escuché pasos hundiéndose en la nieve. Pensé en los espíritus de los asesinados seis décadas atrás. Intenté huir de ellos sobreponiéndome a mis convulsiones, pero no lo logré. Unas manos me cogieron por las axilas y me arrastraron sobre la nieve hasta la entrada de la mansión. Allí me levantaron del suelo y me devolvieron a su interior. Por supuesto, no era un espíritu quien me llevaba en brazos hacia la cocina, era Fidia. En la cocina estaba Tanos acabando de prender la chimenea. Fidia me dejó sentada en una silla frente al fuego crepitante y entre ambos me taparon con mantas. El contraste de temperaturas también me dolía. Me ardía la cara. Fidia me informó de que afuera debíamos estar a quince grados bajo cero. Esa fue la primera frase coherente que logré cazar de todo lo que me decían. Empezaba a reaccionar. Al poco, ella se sentó a mi derecha con un vaso humeante y me dijo que bebiera. «Lo siento», me avergoncé, humillada, tras darle el primer sorbo a la infusión que me había preparado. «Sé que lo sientes», me contestó comprensiva. Tanos cogió una silla y se sentó a mi izquierda.

Aquella noche la inteligencia de la pareja convirtió mi error, consumado por no consumarse, en el principio de una profunda amistad que resistiría hasta los más duros golpes del destino. Charlamos hasta el amanecer contándonos nuestras vidas. Acaso por sentir tal concentración de remordimientos hice caso omiso de las instrucciones de Lea y lo conté todo. Después de deleitarles con la vulgaridad de mi numerito porno no tenía estómago para mentirles con versiones oficiales de mi vida, así que me sentó de maravilla vomitarles la versión oficiosa. Como Fidia iba traduciendo a su marido lo que les contaba, a medida que el relato avanzaba sentí una especie de solemnidad profética adueñándose de mi vida hasta tal punto que cuando terminé creí que en verdad había estado tratando sobre alguna celebridad histórica. «Es increíble», concluyó Fidia tras el prolongado silencio que siguió a mi última frase: «y esto es todo hasta hoy». Tanos se limitó a asentir repetidamente, como si lo inverosímil de mi vida hubiese convertido sus cervicales en un muelle. Era tan increíble que solamente podía ser cierto, eso era lo que se leía en sus ojos. No me preguntaron por el objetivo del proyecto Cirpunthueco, y se lo agradecí, pues aquella madrugada no me sentía con fuerzas de negarles una explicación, y mucho menos de mentirles. La discreción, signo inequívoco de su inteligencia, no les falló ni siquiera cuando Fidia comentó, con mucho tacto, que, en contraposición a la versión que les acababa de dar, ella creía que yo sí que amaba a Lea, que no solamente me había cegado su poder. Su marido dijo algo, interpreté que quería saber lo que ella me acababa de decir, pero, para mi sorpresa, no se trataba de eso. «Mi marido dice que tú amas a Lea, que no estás ciega por su poder», tradujo Fidia esbozando una suave sonrisa. Que de todo lo que les acababa de contar, Fidia y Tanos destacasen el amor me pareció un sincero reflejo de sus corazones; y que ambos coincidiesen en su diagnóstico, como si de médicos en busca de un tratamiento se tratase, fue verdaderamente revelador, tanto en lo que se refiere a su compenetración como pareja, como al norte que guiaba sus vidas: el amor, tanto entre ellos como hacia el prójimo. «Sed sinceros conmigo —les pedí—. Si creéis que amo a Lea, por qué me molesta su presencia». Yo tenía aquella respuesta, pero no me la quería reconocer. Fidia tradujo a su marido quien, sin dejarla acabar empezó a hablar. Cuando terminó, Fidia asintió aprobando lo que Tanos acababa de expresar antes de transmitirme la opinión de su marido a mi pregunta. Su respuesta me impresionó pues desnudaba mi alma confirmándome exactamente lo que yo no quería reconocer, que era que yo amaba a Lea por sí sola, sin sus circunstancias, pero que amaba mucho más el poder, no el suyo, el poder al que yo aspiraba, de modo que el amor hacia Lea era algo que se interponía en mi ascensión hacia la cima, una ascensión en la que no me podía permitir la distracción de una relación tan apasionada como la que Lea y yo podíamos llegar a tener. «El amor mata la ambición, sí», apuntó Fidia sin dejar de asentir una vez hubo terminado de traducir la opinión de su marido, una opinión que muchos años después yo volvería a rememorar.

La perspicacia de aquella pareja era verdaderamente proverbial, pues a pesar de que el relato de mi vida hubiese sido transparente, semejante deducción requería de una agudeza intelectual fuera de lo común. Imagino que el conflicto anímico debía reflejarse en mi rostro, pues Fidia, haciendo gala de un exquisito don de la oportunidad, empezó a hablar de ellos evitando así que mi dicotomía, amor o poder, me incomodase con justificaciones innecesarias. La relación entre Fidia y Tanos era una de esas relaciones tan sencillas, tan de libro, que precisamente por eso, por sencilla, era casi imposible de encontrar más allá de los fantaseos románticos de adolescentes. Niño y niña, vecinos de toda la vida que jugando jugando terminan por casarse casi sin darse cuenta. Nunca hubo otro; nunca hubo otra. Nunca se aburrieron mutuamente. Nunca necesitaron comparar. Compartieron responsabilidades de adultos como de niños habían compartido juguetes. No tenía la sensación de estar ante una pareja sino ante un mecanismo con dos piezas tan delicadamente acopladas que no se sabía dónde empezaba la una y dónde acababa la otra. Les pregunté por el secreto y me respondieron que acaso el único secreto era que no había secreto. Pensé que se equivocaban, que el éxito de una relación debía tener alguna causa, y que la única explicación para que una pareja tan inteligente no conociese la esencia de su compenetración únicamente podía ser que para ellos se tratase de algo tan sencillo como respirar, un don que trabajase fuera de los límites de sus consciencias. Tras afirmar que el secreto debía ser la inexistencia de dicho secreto, la reflexión sobre el envidiable equilibrio de su relación les dejó meditando en silencio, cabizbajos, durante unos segundos, el tiempo suficiente para que sendas sonrisas burlescas asomaran a sus labios. Tanos dijo algo rompiendo en una gruesa risotada y Fidia le replicó con una frase que provocó una teatral indignación de su marido. Por educación, Fidia, sonriendo satisfecha no sin cierto rubor, me tradujo que él le había dicho que el secreto debía ser su culo gordo, a lo que ella le había contestado que a lo mejor eran sus pedos radiactivos. El sentido del humor, sin duda, formaba parte de ese secreto tan secreto que hasta ellos ignoraban.

Apenas quedaban tres horas para amanecer cuando nos fuimos a dormir. De los siguientes dos días sólo recuerdo rostros y escenas dispersas en los que Fidia y Tanos aparecían y desaparecían entremezclándose con los sueños delirantes de un estado febril del cual salí, según me dijeron, a la tercera mañana de enfermar. Aquella mañana, con el cuerpo dolorido pero la mente despejada, me desperté riéndome del estrafalario sueño que acababa de tener. Nada más despertar corrí a escribir todo lo que recordaba del sueño pues me parecía importante. Pero sucedió que, al ponerme a escribir, el sueño se me escurrió de la memoria como agua entre los dedos. Mientras me esforzaba en vano tratando de recordar aquel sueño frente al papel en blanco, Fidia entró en mi habitación, y al verme levantada sonrió aliviada. Me traía la medicación que, prescrita por un médico que llamaron para que me visitase, ella misma me había estado administrando durante aquellos dos días sin que yo apenas me diese cuenta de ello. «Has tenido una fiebre altísima», me informó antes de preguntarme si quería comer alguna cosa, que ella me lo subiría. Le di las gracias por haber cuidado de mí y le dije que en un ratito bajaba a la cocina, que no me subiese nada, que me sentía mejor. Fidia me respondió que como quisiera, pero que debería guardar reposo. No le hice caso. A media mañana, después de desayunar, salí por primera vez al exterior para dar un paseo abrigada con la ropa que el conocido del conocido de Lea también se había encargado de comprarnos. Me sentía viva como hacía mucho que no me había sentido. Sentía que aquel sueño que no había conseguido recordar tenía cierta responsabilidad al respecto. El día no era mejor que los días anteriores, pero aquella mañana quería sentirlo en mi piel, bien, en la escasa superficie de mi piel que quedaba entre mis cejas y mi nariz. El poco pelo que salía de mi gorro se me congeló al instante, los ojos me dolían, pero, paradójicamente, ese frío inhumano me hizo sentir un calor vital, una especie de fuego en mi interior. ¡Tenía tanto que hacer en la vida!

Fidia me acompañó para enseñarme los aledaños de la finca en la que se encontraba la mansión. Unos aledaños impresionantes que incluían un bosque y un pequeño río congelado que pasaba bajo un puentecito de piedra de unos tres metros de longitud, también de la propiedad. El bosque estaba dominado por una especie de árboles de hoja caduca, lo que en aquella estación significaba que al levantar la vista en el interior del bosque se tenía la sensación de estar bajo un gigantesco mosaico monocromático compuesto por la maraña de ramas oscuras que resquebrajaban el gris perla del cielo. Bajo el riachuelo congelado que culebreaba plateado entre la nieve agrisada por el cielo, el agua trenzaba líquidos hilos centelleantes cuyo brillo sólo podía explicarse asumiendo que sus moléculas en movimiento tenían la propiedad de destilar la luz del velo gris que todo lo cubría. Y así me sentía yo, como un tirabuzón chispeante de aquella corriente subglacial, con todas las moléculas de mi alma destilando la belleza abstrusa de aquel rinconcito del mundo. En plena contemplación recordé a Lea y, eufórica, deseé darle las gracias por el regalo de aquella nueva vida. En un resplandeciente remolino que se trazó en mi alma ansié decirle que la echaba de menos, que la amaba. «¿Volvemos?», le pedí a Fidia intimidada por los deslumbrantes rápidos que Lea estaba formando en lo más íntimo de mi ser. Siendo sincera, me hubiese encantado hablar con Lea, pero eso sólo dependía de ella, pues yo, como siempre, no tenía acceso a su persona. En eso nuestras vidas no habían cambiado.

Los siguientes días los dediqué a darle vueltas y vueltas a Cirpunthueco, y a seguir escribiendo mis memorias durante los muchísimos ratos en que necesitaba desconectar de mi proyecto para no desesperarme por mi falta de inspiración. El trato con Fidia y Tanos era cada día más reconfortante, tanto en las conversaciones que mantenía con ella como en los silencios que compartía con él. Desde aquel primer paseo con Fidia adquirí la costumbre de salir un rato cada día, a mediodía, ya fuese con ella, con su marido, o incluso sola dependiendo de lo atareados que estuvieran ellos. En uno de aquellos paseos Fidia me confesó que aquel día era su aniversario y que allí era costumbre regalar una palabra a la persona que cumplía años. Las palabras regaladas se coleccionaban en un cuaderno que uno guardaba durante toda su vida anotando quién se la había regalado y cuántos años cumplía. «Me haría mucha ilusión incluir una palabra tuya en mi cuaderno de aniversario», me dijo después de introducirme en aquella hermosa costumbre. Maestra fue la palabra que le regalé a Fidia aquella mañana. Por supuesto, la palabra hacía referencia al papel que ella jugaba en mi aprendizaje de su lengua, pues durante aquellos días también seguí adelante con las clases de idiomas de forma bastante regular, normalmente después de comer, actividad con la que nos reíamos bastante gracias a mis errores.

Curiosamente, fue un comentario de Fidia en una de nuestras clases lo que me iluminó respecto Cirpunthueco. Un error de pronunciación me llevó a usar una palabra equivocada y Fidia me corrigió diciéndome que esa palabra era multiusos, pero no tanto. Aquel adjetivo, multiusos, saltó como un relámpago a Cirpunthueco brindándome la solución que necesitaba para materializar mi proyecto. Esa esencia conceptual era, como tantas otras veces, el leitmotiv de la vida: la economía biológica. Pedí disculpas a Fidia y salí corriendo hacia mi habitación repitiéndome por los pasillos y por las escaleras: «una misma estructura, múltiples funciones; una misma estructura, múltiples funciones…». Aquella tarde no salí ni para cenar revisando cuidadosamente Cirpunthueco hasta que tuve la certeza de encontrarme ante el quid de mi proyecto. Al fin, ya de madrugada, sentí que por fin tenía en mis manos la llave de Cirpunthueco. No obstante, no podría comprobarlo hasta disponer del laboratorio que dudaba que Lea pudiera montar allí. Repentinamente tuve la necesidad de hablar con Lea para preguntarle si había hecho algún avance. La pasión de la investigación volvía a mí, y con ella la impaciencia, la necesidad de resultados.

Lea no regresó hasta cuatro semanas más tarde, un tiempo que se me hizo eterno, especialmente por no tener noticias de las gestiones que se suponía que debía estar haciendo respecto al laboratorio. Durante aquellas semanas necesité evadirme de Cirpunthueco, pues el hecho de tener en mis manos la llave del mayor descubrimiento que había hecho la humanidad hasta el momento y no poderme poner manos a la obra, me generaba tal frustración que me hacía estar irritable como jamás antes lo había estado. Por esa razón busqué distraerme con todo lo que tuviera a mi alcance, y como mis memorias y las clases de idiomas se me quedaban cortas para ocupar tantas horas potencialmente desesperantes, decidí hacer turismo. Fidia y Tanos me acompañaron varios días al centro de la ciudad, capital de la región en la que nos encontrábamos, una ciudad fea, triste, una especie de gran dormitorio para los trabajadores de las industrias químicas de los polígonos industriales que la rodeaban. Los edificios de viviendas eran sobrios prismas cuadrangulares constituidos por paredes altísimas con diminutas ventanas; cuadrículas verticales sin adorno alguno; nichos para vivos. Entre estas construcciones mayoritarias nacidas de un mismo plano se destacaban algunos edificios, pocos en verdad, en los que se entreveía el rastro de la rancia aristocracia. Estos edificios estaban esparcidos por toda la ciudad y, según me informaron Fidia y Tanos, habían sobrevivido a la vorágine destructora de la sublevación gracias a su ornamentación sutil, a su discreción arquitectónica, a su mesura estilística no carente de cierta estética que, sarcasmo inherente a toda revolución, les había acabado por convertir en edificios gubernamentales. Según me informaron Fidia y Tanos, los sarcasmos revolucionarios no terminaban ahí, pues de la quema generalizada de construcciones aristocráticas también se salvaron numerosas mansiones vacacionales como la que se había convertido en nuestro hogar; hermosos palacios más o menos suntuosos, todos edificados a las afueras de la ciudad, de los cuales los líderes de la revolución habían sabido sacar buen partido. Según el abuelo de Tanos había contado a este último, no se habían llegado a quemar más de tres o cuatro de esas mansiones. Por lo visto, en la última de estas residencias que se quemó había perecido, casualmente, el cabecilla más reaccionario de la revolución, su líder ultraortodoxo, su ideólogo, acontecimiento que el resto de líderes había aprovechado para decretar el fin de la destrucción de aquellas mansiones vacacionales ¡en honor a su cabecilla muerto! Si él no podía seguir sembrando con fuego las residencias que fueron el objetivo número uno de su ideario, nadie más lo haría. Pero las masas podrían estar tranquilas, pues los líderes de la sublevación se encargarían de que ningún aristócrata se volviese a instalar en aquellas mansiones que ellos y sus allegados ocuparían como leal servicio de la revolución. También ocuparon la mansión que Lea había comprado, pero, según se decía, los espíritus se habían encargado de ir vaciando la mansión, uno tras otro, de todo materialista escéptico que se atreviese a traspasar el umbral. Incluso se habló de quemar la mansión pero no hubo nadie con valor suficiente para arriesgarse a sufrir la ira de los espíritus de la familia asesinada, o por lo menos esa era la leyenda que Fidia y Tanos aseguraron que mucha gente conocía. Yo jamás había experimentado ningún fenómeno paranormal, ni conocía a nadie que lo hubiese hecho, pero la verdad es que el arraigo de la leyenda de los espíritus de los asesinados en nuestra residencia era, cuando menos, inquietante.

Caminando por las amplísimas aceras sucias de hielo embarrado era difícil concebir tanta pasión revolucionaria en aquellas calles casi desiertas cuya amplitud desmesurada las hacía más solitarias todavía por la gran distancia que había con los pocos viandantes que transitaban o con los esporádicos vehículos que circulaban, la mayoría de ellos, colectivos. Por lo visto, el objetivo del nuevo régimen cuando se rediseñó la ciudad tras la revolución era empequeñecer al ciudadano, hacerlo sentir una gota de agua en el mar, diluirlo en la inmensidad de un estado todopoderoso, cosa que, desde luego, conseguía. Uno de los pocos lugares en donde la vida bullía a pesar del silencio cívico era el Gran Mercado que centralizaba toda la actividad económica de la ciudad. Como el resto de la ciudad, la magnanimidad se acentuaba especialmente en aquel mercado cuyo nombre respondía literalmente a sus dimensiones. Toda la población, unas doscientas mil personas, se aprovisionaba allí de cualquier cosa que pudiera comprarse, desde los alimentos hasta los electrodomésticos, en tenderetes, locales y puestos anárquicamente distribuidos en un laberinto de callejuelas en el que resultaba curiosísimo perderse pues a la vuelta de un pasillo de puestos tradicionales consistentes en canastos y cajas en el suelo, una podía toparse con otro tipo de negocios limitados por sus propias paredes, como perfumerías, librerías, galerías de arte, etc. Arquitectónicamente, el Gran Mercado era uno de los supervivientes de la sublevación, con su cúpula gigante, sus techos altísimos y sus columnas de piedra laboriosamente esculpidas con cenefas, un estilo demasiado ostentoso para una revolución que, sin embargo, no se atrevió a dejar sin mercado al pueblo que la amparaba. Observé con verdadero asombro que allí las mujeres se besaban en la boca, y Fidia me explicó que no todas lo hacían ni se hacía con cualquier mujer sino que solamente era costumbre entre hembras de la misma familia, como un gesto de pertenencia a un grupo. Allí, en las callejuelas del Gran Mercado, la última mañana que fuimos antes del regreso de Lea, conocí a la madre de Fidia, un calco suyo con veinte años más, y aquella mañana comprobé la profunda importancia de aquel gesto cuando ella volvió su cara negándole el matriarcal beso a su hija. Como presagiaba semejante desaire, la mujer se mostró distante con Fidia, seca con su yerno, e indiferente conmigo. Tras intercambiar unas breves y frías palabras nos apartamos de ella y entonces Fidia me informó de lo obvio: que era su madre y que no se llevaban bien. Bromeé preguntándole si el problema eran los espíritus, y su silencio fue la merecida bofetada que encajé por culpa de mi falta de sensibilidad. Podría haberme excusado alegando no haber calibrado la dimensión del desencuentro entre madre e hija. Era cierto, pero también era cierta mi insensibilidad, algo doblemente imperdonable teniendo en cuenta que yo, yo especialmente, sabía lo doloroso que era sentir el vacío de una madre ausente. En lugar de buscar justificaciones me limité a un sincero «perdóname» que Fidia aceptó con alivio manifiesto por liberarse de la tensión del momento. Mis disculpas dieron paso a una explicación que ella probablemente me ofreció porque notó que yo no me atrevía a pedirla. Ni un gramo de rencor por mi estupidez; su inteligencia no se enturbiaba con esas flatulencias del orgullo, signo inequívoco de inseguridad, de complejos.

Supe así que en aquella sociedad el servicio estaba mal visto. Era una reminiscencia de las primeras décadas tras la sublevación contra la aristocracia, y sus padres habían crecido con aquella mentalidad que ahora chocaba con las nuevas generaciones más abiertas a una incipiente economía de mercado en la que el servicio era un trabajo asalariado más. Además, para los padres de Fidia y Tanos, el hecho de servir se agravaba más aún por hacerlo a extranjeros, algo ya imperdonable para una generación educada en el cooperativismo y la comuna. Embobada por la visión de mi ombligo desde que llegamos, ni se me había ocurrido pensar por qué aquella pareja no libraba ningún día, por qué no iban a visitar a sus familias o a sus amigos, y ahora comprendía que trabajar para nosotras les había dejado solos, pues hasta los mejores amigos les acabaron dando la espalda temerosos de que, de rebote, ellos también fuesen rechazados por relacionarse con criados, uno de los términos más peyorativos que podían encontrarse en el diccionario post-revolucionario. «Mi madre preferiría verme de prostituta antes que de criada —afirmó Fidia con los ojos enrojecidos—. Y lo peor de todo es que estoy segura que actúan así más por el qué dirán que por sus propias convicciones». Mi admiración por aquella pareja, ya considerable hasta aquel momento, se volvió incondicional. Hay generaciones a las que les toca romper la costra de una tradición obsoleta. Posiblemente la generación que se sublevó sesenta años atrás fuera una de ellas, pero cuando una revolución se enquista se convierte en una involución. En esa involución, el miedo sustituye a la motivación, la represión al diálogo, la autocomplacencia a la autocrítica, el inmovilismo al progreso, y valientes como Fidia y Tanos son llamados a una nueva revolución, ruidosa como la que acabó a hachazos con la aristocracia, o silenciosa como la que ellos estaban llevando a cabo. «Y, ¿nunca habéis pensado marcharos de aquí?», le pregunté. «Amo mi tierra». Sólo me dijo eso: amo mi tierra, pero de aquella corta frase se desprendía toda una declaración de principios: amo mi tierra, y mi tierra merece una sociedad mejor que la que hoy la pisa; amo mi tierra, y mi tierra necesita mi sudor, e incluso mi sangre. Hasta la postura de su marido podía desprenderse de aquella frase que respondía en singular una cuestión planteada en plural; él se marcharía, pero la amaba a ella, y ella amaba aquella tierra, esa era la deducción que quise escuchar de sus labios: «¿y él?», inquirí. «Él me ama a mí», confirmó Fidia volviéndose para mirarme a los ojos sin dejar de caminar. «Eres muy afortunada», le dije. «Soy consciente de ello», admitió cogiendo de la mano a Tanos, un gesto que muchos años después volvería a mi memoria.

Aquel día, mientras regresábamos en nuestro vehículo privado, tuve la sensación de que la estructura caótica del Gran Mercado se repetía a mayor escala en el entramado de calles, avenidas y callejuelas que íbamos dejando atrás para regresar a nuestra residencia, como si de un urbanismo fractal se tratase. E incluso llegué a pensar que esa fractalidad parecía trascender la geometría proyectándose en aquella sociedad laberíntica cuyas primeras esquinas había doblado hablando con Fidia sobre su madre, en la antesala de un mayor y más profundo conocimiento de una nación que años después me resultaría imprescindible para expandir Cirpunthueco como el ensayo total que en aquellos momentos ni imaginaba que estuviera destinado a ser.

Pocos días después de aquella última visita al centro de la ciudad llamó Lea a primera hora de la mañana para que fuéramos a buscarla al aeropuerto a primera hora de la tarde. Yo misma acompañé a Tanos en un viaje bastante largo hasta el pequeño aeropuerto de la región. No recordaba un trayecto tan largo cuando llegamos. Tampoco recordaba el paisaje. Mientras circulábamos por aquellas carreteras que decenas de quitanieves se dedicaban a limpiar pensaba que otro día tendríamos que hacer una excursión por la región, porque mis únicas salidas se habían limitado al centro de la ciudad, y aquel paisaje de suaves ondulaciones cubiertas de nieve y bosques de árboles desnudos de hojas tenía algo especial; aquella inmensidad blanca rayada en el horizonte por el negro de los bosques transmitía un sugestivo sentimiento de tranquilidad, de paz interior. Con mis mínimos conocimientos en su lengua le dije a Tanos que aquello era bonito, a lo que él respondió que no era bonito. Añadió algo más que no entendí, y al ver que yo no lo había comprendido señaló el paisaje trazando un arco con la palma de la mano abierta y hacia arriba, como si me lo ofreciera, para, a continuación, ponérsela en el pecho y cerrar los ojos un instante con gesto de éxtasis, traducción mímica con la que completé la frase que me había dicho: aquello no era bonito pero transmitía algo al espíritu, exactamente lo que yo sentía.

Y mi espíritu, ¿dónde estaba en aquel momento? Perdido entre Cirpunthueco, Lea, mi pasado y mi presente. Tenía ganas de ver a Lea para abrazarla y para enfadarme con ella; para contarle mi avance definitivo en el proyecto y para negarle la palabra; para besarla y para abofetearla. No sabía cómo iba a reaccionar cuando la tuviera ante mí, pero lo incuestionable era que sentía ganas de tenerla ante mí, y que por esa razón no pude evitar acompañar a Tanos a buscarla. Al adentrarnos en el edificio del aeropuerto, de nuevo pensé que se repetía la estructura anárquica de la ciudad y el Gran Mercado en sus pasillos intrincados y en las soberbias magnitudes de la única terminal. Tanto las longitudes de los interminables pasillos como las vastas superficies de las salas y las imponentes alturas de los techos eran a todas luces unas dimensiones completamente desproporcionadas para la insignificante circulación de personal y el escaso tráfico aéreo, y aquella desproporción me hizo experimentar la paramnesia de la insignificancia de mi yo, lo cual ya había sentido recorriendo las calles de la ciudad, aunque ahora aquella sensación de fantasmagórica soledad se hizo tan intensa que tuve que acercarme a Tanos como si buscase refugio de una poderosa amenaza invisible. Acaso nos cruzamos con cinco o seis personas en los pasillos y con tres o cuatro más en la sala de espera de los cuatro vuelos que diariamente llegaban a aquel absurdo aeropuerto, todos hombres de negocios, militares o políticos, según me aclaró Tanos en un mensaje compuesto en un ochenta por ciento por gestos y el resto por palabras. Como estaba a punto de comprobar, una mujer de negocios tampoco era algo frecuente allí, así que cuando salió Lea, los cuatro gatos que esperaban junto a nosotros y los policías que vigilaban la salida de la zona de llegadas se la quedaron mirando con un gesto entre despectivo y burlesco: otra nueva esquina que yo doblaba en aquella laberíntica sociedad. En su rostro ya solamente quedaba una cicatriz sobre la ceja izquierda recordando la paliza que le diera su guardaespaldas. La inflamación había desaparecido por completo, y las pequeñas heridas también. Venía ataviada con su uniforme de trabajo: pelo recogido en un moño, traje de pantalón y chaqueta, un abrigo en la mano derecha y un maletín en la izquierda; y su sonrisa irresistible resplandeció en cuanto nos vio. Yo me quedé paralizada. No sabía qué decirle, acaso porque no sabía a quién dirigirme: ¿a una socia, a una amiga, a una amante, a una protectora, a una pareja, a quien me había robado el pasado, a quien me había entregado un futuro…? Ella sí que lo sabía. Se acercó hasta nosotros, tendió la mano a Tanos comentándole algo en su idioma y, posteriormente, su sonrisa irresistible se deshizo en mis labios con un jugoso beso beneficiándose de la presunción de inocencia que la costumbre matriarcal nos concedía, pues allí la homosexualidad, hasta hacía una década un delito penado con la cárcel entre mujeres y con la horca entre hombres, seguía sin estar bien vista y, como la misma Lea me había advertido, podía acarrearte una noche en un sucio calabozo por escándalo público. Solamente había una relación familiar que englobase todo lo que yo dudaba que representase Lea para mí: el matrimonio. Supuesta hermana de cara a los escasos mirones, con aquel beso a mí se me acababa de dirigir como esposa: socia, amiga, amante, protectora, pareja, ladrona de mi ayer y garante de mi mañana. Su seguridad me dejó tan perpleja que nada supe decirle en todo el viaje de regreso. Tampoco ella me preguntó nada, lanzada a una animada conversación con Tanos de la que yo no capté más que las frases referidas al tiempo que estaba haciendo y a su grado de satisfacción con el trabajo en nuestra casa, tanto el suyo como el de Fidia, ambos felices con su ocupación, según aseguró Tanos. La bienvenida de Tanos también fue entusiasta, lo cual me hizo pensar que yo no había reparado en el tono familiar entre Lea y la pareja antes de marcharse, acaso obnubilada por mi lamentable estado de ánimo. No obstante, a la hora de cenar, fue a mí a quien Tanos preguntó si servía la cena en la cocina o en el comedor. Al escuchar en los labios de Tanos mi verdadero nombre, Lea frunció el entrecejo antes de deshacerse el moño para volvérselo a recomponer maquinalmente. Comprendí de inmediato que debía darle una explicación a Lea, a quien aún llamaba por su nuevo nombre. Sin embargo, el siguiente gesto de Lea fue un suspiro de resignación que me descolocó, pues en vez de ello suponía que me iba a invitar a ir a algún lugar en donde estuviéramos a solas para exigirme esas explicaciones que le debía. «¿En la cocina? —dijo sonriendo—. Buena idea». Dicho aquello, Lea se retiró a su habitación para bañarse y no reapareció hasta un buen rato más tarde, a la hora de cenar. En todo ese tiempo yo me quedé con Fidia, recuperando la clase de idioma del día mientras ella terminaba la cena. Discreta como siempre, no me preguntó qué me pasaba, y eso que mi cara debía ser un poema de remordimientos. La cena fue una prolongación del recibimiento; Lea, Fidia y Tanos charlando animosamente, más animosamente que al llegar, si cabe, acaso para neutralizar el agujero negro de mi silencio. Cuando nos retiramos, mi silencio estaba tan hinchado de remordimientos por haber contado mi vida, mi verdadera vida a Fidia y Tanos en ausencia de Lea, que cuando subíamos por la escalera para irnos a dormir le dije a Lea que quería hablar con ella. Me sonrió sin poder disimular una sombra de decepción en su mirada y me invitó a ir a su habitación. Allí, sin atreverme a sentarme, le conté que había desvelado nuestra vida anterior al joven matrimonio. No abrió la boca hasta unos segundos después de que yo terminase de hablar; unos segundos que su actitud seria y pensativa hizo que me parecieran eternos. «¿Te das cuenta de que por tu imperdonable imprudencia ahora tendría que matarles?», eso fue lo que me dijo. Yo me quedé boquiabierta. La dureza de sus labios aseguraba que no bromeaba. «Por suerte —añadió—, Humo está muerto», me anunció sacando de su maletín un periódico que me tendió. Era de nuestro país. La mitad inferior de la primera plana la ocupaba la noticia del asesinato del vicepresidente del gobierno de uno de los estados más poderosos del mundo, un tipo de cerca de sesenta años cuya cara y su nombre me sonaba, aunque mi poco interés por la política hacía que ni siquiera supiese que ese nombre correspondía a esa cara que aparecía en la foto de archivo que se publicaba al lado de la noticia. El diario era de hacía cuatro días y en el artículo se decía había aparecido muerto en su casa a causa de un infarto; también se apuntaba que aquel político estaba en aquellos momentos en horas bajas a causa de ciertos escándalos que amenazaban con llevarlo a la cárcel. «¿Él es Humo?», pregunté. «Era», matizó Lea. De inmediato le pregunté que si su muerte significaba que ya podíamos regresar a nuestras anteriores vidas, a casa. «Técnicamente, sí —me contestó. Algo en mi interior se iluminó con su respuesta—. Pero investigarían tu desaparición, y acabarías pasando una temporadita en la cárcel, casi media vida calculo yo». Una sombra cayó sobre mí apagando fuera lo que fuese que se había iluminado en mi interior en cuanto escuché su aclaración. Al ver mi decepción, Lea me comentó que lo que sí podría hacer era ir de visita, e incluso instalarme con mi actual identidad, pero que eso era algo arriesgado porque si las autoridades llegaban a saber de mi aparición, investigarían, y mi destino también terminaría siendo la cárcel. Una nueva sombra, esta vez más pesada que la anterior cayó sobre mi conciencia mientras Lea me explicaba la forma más segura de ponerme en contacto con mi familia. Esa sombra me decía que yo no quería regresar, que la puerta estaba cerrada, que mi vida era la que ahora tenía y la anterior no era más que un sueño, y esa certeza me entristeció. Qué profundo es el pozo de nuestro egoísmo que nos permite desechar a nuestros seres queridos con tanta facilidad; a ser infieles a nuestra pareja; a ser desleales con nuestros amigos; a renunciar a nuestros hermanos; a ignorar a nuestros hijos; a aparcar a nuestros padres. A olvidar a nuestros muertos. Qué fuerza sino la mismísima supervivencia nos lleva a decidir que el pasado no nos va a boicotear el presente. «Déjalo», le pedí a Lea volviéndome para dirigirme a la puerta. No tuve que darle más explicaciones. Ya con la puerta abierta, pensando en Fidia y Tanos le comenté a Lea que había sido una suerte que a Humo le hubiese dado un infarto. «¿Suerte? —me dijo sorprendida—. Qué inocente eres». Tardé tanto en reaccionar que cuando lo hice ya sobraba preguntar si lo había matado ella. La certeza de que ella estaba detrás de la muerte de Humo me obligó a preguntarle si habría llegado a acabar con Fidia y Tanos. «Yo no…, los habrías matado tú», me respondió. No me atreví a contradecirla ni a preguntarle si su afirmación era literal o figurada, pues temía averiguar que en mi nueva vida yo habría sido capaz de asesinar igual que iba a ser capaz de olvidar a mis seres queridos. En cualquier caso, lo que su respuesta no dejaba lugar a dudas era que si Humo no hubiese muerto, en aquellos momentos Fidia y Tanos tendrían sus horas contadas. Estaba cerrando la puerta cuando Lea me dijo que ya mañana me daría la segunda buena noticia que traía. Cansada y confusa, ni me molesté en especular en aquella segunda buena noticia, y eso que aquella noche me costó varias horas conciliar el sueño tratando de asumir lo resbaladizo que era el mundo en el que ahora vivía. Al principio mi insomnio se nutrió de la poca humanidad que atribuí a Lea, pero reflexión a reflexión fui desprendiéndome del infantil paraíso de buenos y malos hasta que comprendí que los blancos y los negros no eran tonos posibles en el mundo que habitaba Lea, el del poder, hecho que tuve que asumir al considerar todo lo que mi ambición estaba dispuesta a dar por Cirpunthueco, mi puerta al mundo de Lea, un mundo tortuoso en el que matar a una persona podía significar salvarle la vida a otras miles. Si quería poder, y eso es lo que en definitiva representaba Cirpunthueco, debía aceptar trabajar con la misma paleta de grises con la que Lea se desenvolvía a la perfección, sin remordimientos, o incluso con ellos si ese era el precio a pagar. Es tan difícil desnudarse de todas las máscaras que una va aceptando ponerse a lo largo de la vida, que apenas te reconoces cuando has conseguido quitártelas todas y tu verdadero rostro, el de la sinceridad, te jura que no estás dispuesta a renunciar a Cirpunthueco, y que si para hacer realidad tu sueño deben morir tus dos mejores amigos, acaso no tengas agallas para matarlos tú, pero sí que las tendrás para mirar hacia otro lado mientras otro lo lleva a cabo. Y ese debió ser el último bocado de mi insomnio, pues lo último que al despertar recordaba haber pensado antes de dormirme era prometerme que en mi nueva vida iba a ser capaz de hacer de tripas corazón cada vez que las circunstancias lo precisaran.

A la mañana siguiente, cuando entré a la cocina, Lea terminaba su desayuno y, sin mayores preámbulos que preguntarme cómo había pasado la noche me dio su segunda buena noticia: «tenemos recursos ilimitados para tu proyecto». Lo dijo delante de Fidia, algo que me sorprendió. Inconsciente de lo difícil que era encontrar capital para semejante empresa, y menos en el momento económico en que nos encontrábamos, me limité a decirle que perfecto, y, fingiendo cierto interés, le pregunté si el dinero lo pondría el filántropo del que me había hablado. Lea asintió añadiendo que todo filántropo lo era por remordimientos, y que el que nos iba a financiar el proyecto debía tenerlos, y muy grandes, por estar al otro lado del agujero adonde había ido a parar el capital de medio mundo cuya desaparición había precipitado la Gran Estafa. Le pregunté si era un estafador. Ella me respondió que no, que él no sabía de dónde le diluviaba el dinero, que era su equipo de inversores quienes se ocupan del tema, pero que él no era tonto, que sabía sumar y restar, y que no era necesario ser una eminencia en economía para entender que si el dinero desaparecía de casi todas las entidades financieras y gobiernos del mundo y, siguiendo cauces perfectamente legales, sus cuentas seguían creciendo y creciendo día a día, algo tenía que ver ese capital entrante con el desaparecido. «Aunque ni él mismo es consciente de ello, este hombre tiene una filosofía existencial…», me empezó a explicar Lea. «¿Filosofía?», la interrumpí yo, más sarcástica que escéptica. Lea insistió asegurándome que sí, que nuestro inversor tenía una filosofía existencial, y añadió que acaso fuera esa filosofía basada en un principio de equilibrio la que le mantenía los números con tantos ceros a la derecha. «Él siempre me dice que se siente como el pescador que descubre tan llenas sus redes que devuelve parte de su captura al mar consciente de que no muy lejos deben haber otros pescadores con las redes vacías», me explicó, confesándome, además, que ella siempre tenía la impresión de que aquel hombre nunca terminaba la frase de los pescadores. Le pregunté que cómo creía ella que continuaba la frase. «Y con hambre —sentenció—. No muy lejos deben haber otros pescadores con las redes vacías, y con hambre». Estaba claro. Nuestro filántropo, en un gesto mitad filosofía mitad superstición, reinvertía en la sociedad para evitar que la vehemencia que insufla la miseria le convirtiese en el blanco de la ira de los pobres que terminan como carne de cañón de las revoluciones. Sería algo así como el gesto de cerrar el grifo mientras te cepillas los dientes para que la humanidad no se quede sin agua potable. «En cualquier caso —añadió Lea—, te aseguro que por cada pescado que devuelve al mar regresan cien la siguiente vez que echa las redes». «No creo en supercherías», repliqué yo con todo mi cientificismo acumulado en casi una década de libros y trabajo. «Yo tampoco —me aseguró Lea—, alguna ecuación habrá por ahí por descubrir que explique lo que empíricamente llevo años observando, seguro que sí». Jaque mate. Partida nueva. «He resuelto Cirpunthueco», anuncié cambiando de tema. «¿Cirpunthueco?», se extrañó ella. «El proyecto», aclaré. Sorprendida, Lea me preguntó que si estaba segura. Yo le confirmé lo que terminaba de decirle, y ella se quedó asintiendo para sí misma con cara de sincera admiración. «Veo que tendré que espabilarme, ¿no?», me dijo. «Sí», le contesté. Lentamente, el gesto de admiración se transformó en expresión de reflexión sin dejar de asentir en ningún momento hasta concederme que el nombre que le había dado al proyecto era verdaderamente apropiado.

Aquella misma mañana Lea me pidió que la acompañara a hacer algunas gestiones. Tanos condujo. Primero fuimos al centro de la ciudad, a uno de los edificios salvados de la ira de la sublevación sesenta años atrás. Allí Lea nos pidió que esperásemos en el vehículo mientras ella visitaba a una persona. Aquel edificio albergaba el ministerio de industria, según sabría más tarde. Veinte minutos después salió un vehículo oficial escoltado por otro de policía. Ambos se detuvieron delante de nosotros. De la puerta posterior del vehículo oficial salió Lea para decirle a Tanos que nos siguiera. Antes de ponernos en marcha, Tanos y yo nos miramos sorprendidos. Un cuarto de hora más tarde aparcamos en un polígono industrial, junto a una nave inmensa de dos plantas que parecía abandonada. Cuando vimos descender a los ocupantes del vehículo de policía y a los del vehículo oficial, entre quienes estaba Lea, como ya habíamos comprobado con anterioridad, también bajamos Tanos y yo. Conté cinco policías y un militar. Lea me vino a buscar y me dijo que me iba a presentar a un alto cargo del ministerio con quien estaba a punto de cerrar la compra de aquella nave industrial siempre y cuando yo diese el visto bueno para la ubicación del laboratorio. El alto cargo era el militar, un hombre alto y gordo de unos sesenta años de edad. Lea nos presentó y el tipo me entregó las llaves de la nave para que la visitásemos después de haberme dicho varias cosas entre risotadas de las que sólo llegué a entender que yo era tan guapa como mi hermana, lo que interpreté como un síntoma más de mi tremenda capacidad de liar hasta las frases más sencillas. La visita la hicimos Lea y yo vigiladas desde atrás por uno de los policías que nos siguió por todas partes. Mientras le echábamos un vistazo a la nave le pregunté que cómo era eso que un alto cargo del ministerio nos vendiera aquello. «Así funcionan las cosas aquí», me respondió fingiendo una sonrisa para el policía que nos controlaba. Quise saber también cómo era posible que en un día ella tuviera todo aquello ligado, y Lea me aclaró que el conocido de su conocido en el país se lo había estado preparando todo, que ella no era dios, bromeó. La nave estaba bastante bien conservada. Según le habían dicho a Lea, hasta hacía dos años había sido la sede de un laboratorio internacional fabricante de materias primas al que se le había quedado pequeña y había tenido que trasladarse a un nuevo edificio en otro polígono industrial. Como espacio nos iría perfecto si se hacían las obras de adaptación pertinentes. Así se lo comuniqué a Lea. Cuando regresamos al exterior, ella cerró el acuerdo delante de mí, y las risotadas del militar se hicieron más sonoras aún por la euforia del trato, insistiendo en decirme lo guapa que era yo y lo mucho que me parecía a mi hermana, la única frase que insistía en llegar comprensible aunque errónea a mis oídos. Un tanto impaciente, Lea me dijo que volviera al vehículo y que la esperásemos allí mientras ella cerraba algunos flecos del trato. Me despedí del militar y él insistió en mi belleza cuando yo ya me daba la vuelta. Caminando sobre la nieve se me ocurrió pensar que tal vez el militar me estaba diciendo que me parecía a su hermana y no a mi hermana, pero la cuestión idiomática pasó a un segundo plano de mi atención al ver a Tanos al volante del vehículo con el mismo gesto extraviado que ya le viera semanas atrás, cuando me hablaron de los supuestos asesinatos en nuestra mansión durante los días de la sublevación, aunque en esta ocasión su gesto era más sombrío que la otra vez, como si de pronto Tanos hubiese desaparecido y allí, al volante, estuviese otro hombre distinto, mucho mayor que él, traspasando el cuerpo del militar con su mirada cargada de demonios. Me mantuve unos segundos quieta sin atreverme a acercarme más al coche, como si temiese que mi irrupción en su campo visual pudiese desencadenarle un ataque nervioso. Al fin, preocupada por su estado, decidí seguir adelante pensando que a lo mejor mi presencia lograba lo contrario, es decir: hacerle salir de ese extraño trance. En efecto, al pasar delante del vehículo para ir a sentarme a su lado, sus párpados se abrieron considerablemente, como si se desperezasen, y una tímida sonrisa me confirmó que estaba de regreso. Entré al vehículo mucho más tranquila, e incluso me atreví a preguntarle en su lengua si todo iba bien. Él me contestó que sí, y a continuación añadió algo más que tuvo que repetirme con el apoyo de gestos para hacerme entender que acababa de decirme que yo había pronunciado muy bien. Se lo agradecí y esperamos a que volviera Lea sin decirnos nada más, cómodos en nuestros respectivos silencios, como de costumbre. Por una cuestión de respeto llevé el silencio hasta mis pensamientos absteniéndome de especular qué recuerdos podrían retorcerle el semblante de aquella manera a Tanos, porque eso sí que lo tenía claro, su mirada buscaba el pasado. «¿Qué decía ese tipo de mi hermana?», le pregunté a Lea al regresar al vehículo. «Que eres tan guapa como yo». «Ah —me sorprendí—. ¿Somos hermanas?». «Aparente y legalmente hermanas, ya te lo dije cuando vinimos», respondió. «No lo recuerdo», dije. «Suele pasar cuando acabas de resucitar», bromeó.

Una vez comprada la nave que debía albergar nuestro laboratorio, Lea asumió la supervisión de las obras de remodelación y la compra de los equipos. Solamente me consultaba cuando había que tomar alguna decisión sobre detalles técnicos que escapaban a su conocimiento. Por descontado, esas funciones las compaginó a la perfección con su gran afición: nadar en el poder. La fractalidad del Gran Mercado, de las calles y de la sociedad de aquella nación también se repetía en su jerarquía gubernamental, aunque Lea parecía tener mapa y llaves de ese laberinto a tenor del gesto de satisfacción con el que siempre regresaba de sus reuniones oficiales. Para protegerme a mí jamás me decía voy a reunirme con el director de tal o con el secretario de cual, únicamente me decía, por lo común la noche anterior: «mañana me voy a jugar». La complejidad del trazado de aquella jerarquía la deduje de la respuesta que me dio a la única pregunta que yo le hice sobre su afición. Aquella noche, tras anunciarme que por la mañana iría a jugar, yo le pregunté si allí era difícil jugar. «No es difícil —me respondió—, pero es muy curioso. Aquí, para reunirte con un alto cargo, antes tienes que hacerlo con un conserje, con un periodista o con un tendero del Gran Mercado, y luego, ese alto cargo te remite de nuevo a un zapatero o a un basurero que a su vez te abre la puerta de otro alto cargo. No es difícil, es singular». Supongo que ese verbo, jugar, era el más acertado para definir lo que para ella representaba recorrer la escalera del poder. Era algo natural que necesitaba para sentirse viva, como yo la investigación.

Además de supervisar las obras de remodelación, comprar equipos y jugar, Lea tenía tiempo para ayudarme en la concienzuda selección de personal. Yo entrevistaba, ella traducía y entre ambas decidíamos quien pasaba el cedazo. Para no crearnos enemigos con otras empresas instaladas en la región y puesto que nuestra arma para conseguir los mejores técnicos era la remuneración y otras ventajas inmateriales como días libres, horarios adaptados a circunstancias familiares, etc., debimos ceñirnos a un estricto criterio de no quitarle más de dos empleados a cada empresa vecina. Aún así, algunos de los investigadores que contratamos resultaban tan imprescindibles para sus anteriores laboratorios que incluso recibimos amenazas de echarnos de la región. Al final no pasó nada gracias a que Lea recorrió la parte del laberinto gubernamental que ya conocía, y todo quedó en una pequeña compensación económica que las empresas denunciantes debieron aceptar bajo la amenaza de ser ellas quienes debieran dejar la región si no lo hacían. La forma de jugar de Lea era, sencillamente, insuperable.

Durante las primeras semanas de aquellos meses que invertimos en poner en marcha el laboratorio, mis sentimientos íntimos hacia ella entraron en una fase de profundas dudas a raíz de lo sucedido un par de noches después de la primera visita a la nave que albergaría nuestro laboratorio. De hecho, a pesar de mis ganas de verla, esas dudas ya las tenía cuando regresó, y por ello nuestra aproximación carnal se había limitado al beso fraternal que me dio en el aeropuerto. Su postura era la de «ya vendrás», y la mía la misma, así que cuando una madrugada me despertó en mi habitación, a pesar del susto yo estaba tan emocionada por el paso que creía que acababa de dar, que ansiaba rendirme definitivamente a su cuerpo. Sin embargo, lo que entendí que me estaba diciendo cuando encendí la luz para despejarme del sueño nada tenía que ver con lo que yo hubiese querido escuchar. «Se oyen gritos», eso era lo que me estaba diciendo. Al parecer, Lea había bajado a la cocina a comer alguna cosa, y había escuchado gritos por el pasillo. «Son los espíritus», resolví decepcionada. «Qué espíritus —me dijo ella—. Es Fidia…, su marido le debe estar pegando una paliza». «Sí, la está destrozando», ironicé sin poder disimular una sonrisa. Lea, extrañada por mi reacción, me preguntó si yo sabía algo de todo aquello, y yo se lo expliqué en formato telegrama. «Están follando. Él la tiene enorme. A ella le debe doler lo indecible…, al principio, claro». Mi telegrama pedía más explicaciones, así que tuve que relatarle a Lea lo del numerito del trío infructuoso y lo de mi huida por la nieve. «Vaya, vaya con la niña mala. ¿Así que te rechazaron?», exclamó Lea con un tono de voz mitad indignación mitad morbo. «Sí, están tan unidos… En la vida harían algo así». En cuanto terminé de decir aquello supe que mi frase había salido torcida. Ni mucho menos pretendía retar a Lea, pero así le llegó a ella mi dardo envenenado. «¿Estás segura?», inquirió seductora dirigiéndose al pasillo. Yo la seguí indignada, no por cuestiones de fidelidad que, obviamente, por las singulares circunstancias de nuestra relación ni ella ni yo sentíamos aún, sino, por un lado, por mi temor a que aquella pareja se rompiese y, por otro, por la humillación que para mí supondría que a ella la aceptasen habiéndome rechazado a mí. Todo lo que se me ocurría decirle fracasaba un segundo después de salir de mis labios: «no puedes hacerlo…, no es justo…, no quiero que…, déjalo…». «Tú lo intentaste, ¿no?», se volvió a decirme justo bajo el dintel de mi puerta antes de salir al pasillo. Yo la perseguí con mis justificaciones de fogueo hasta las escaleras. Allí se escuchaban perfectamente los gemidos dolientes de Fidia. Consciente de que no había nada que hacer, cuando Lea ya había subido los primeros peldaños le dije, satisfecha, que no lo conseguiría. Ella se giró, y bajo la pobre luz que allí llegaba desde nuestras habitaciones abiertas, me dedicó su irresistible sonrisa antes de seguir subiendo.