No le parecía bien a Gabriel meterse en los asuntos privados de los demás cotilleando un diario, pero lo cierto es que las palabras de María habían despertado su curiosidad. Unas páginas, se dijo levantándose para dirigirse a los lavabos, en donde, encerrado en el retrete situado junto a la ventana, se sentó en la tapa del váter y empezó a leer:
15 de enero
Ana, deberías haberte llamado Eugenia, como tu abuela, pero la desgracia ha querido que te llames Ana, como tu madre, a quien jamás conocerás. Cuando ella concibió regalarte este diario el día que te marchases de casa, nunca pensé que tuviera que empezarlo yo contándote que el día que naciste murió tu madre. Cuando leas esto, quizá dentro de veinte o veintitantos años, los detalles de su muerte no vendrán a cuento. Un parto complicado, una hemorragia masiva…, es la idea más concreta que hemos logrado hacernos de por qué a tu madre se la llevaron al paritorio y ya no volvió a salir. Ahora, en tu ahora, eso ya no importa. Lo único que importa es que te quería. Aunque supongo que cuando estés leyendo esto hasta eso sea anecdótico.
Disculpa, esta mañana estuve escribiéndote pero las lágrimas se me atragantaron y tuve que dejarlo. Ahora que ha anochecido y tú has dejado de llorar vuelvo a sentirme con valor para enfrentarme a este papel tan blanco, a este diario, a este proyecto suyo del que no me acordé hasta encontrármelo enterrado en el cajón de su mesilla de noche al volver del funeral. Debo confesarte que este diario ha estado en el cubo de la basura sin una palabra escrita. Es lo primero que hice con él. Debo confesarte también que te he odiado, que he deseado que jamás hubieras existido, que el tiempo volviese atrás hasta el triste día de tu concepción. Debo confesarte que he pensado demasiadas cosas en las que ahora prefiero no pensar porque sé que en el futuro sólo me cabrá arrepentirme. En fin, mientras estoy escribiéndote sigo preguntándome lo mismo que me pregunté cuando recogí este diario de la basura, por qué lo hago, y, como entonces, la misma respuesta me sigue impidiendo abandonarlo, rendirme, entregarme a mi mísero sino; lo hago por lealtad a tu madre, porque sé que si el zarpazo de la muerte le hubiese dejado decir tres palabras antes de llevársela, me hubiese pedido que te escribiese este diario que ella no iba a tener la dicha de ir completando.
18 de enero
Ayer me incorporé al instituto a pesar de que el director insistía en que me tomase unos días más. Tu abuela Eugenia se ha venido a vivir a casa y se ocupa de ti. Dice que eres la única alegría y que tenemos que cuidarte como a un tesoro. Es curioso, desde que enviudó hace año y medio no la había vuelto a ver con tanta energía como desde tu nacimiento. Más que perder a una hija parece que para ella tu madre haya rejuvenecido hasta volver a ser un bebé y ahora tenga que volverla a criar. De hecho, no recuerdo haberla visto llorar más que al notificarle que su hija había fallecido y pidió verla. Yo me desmayé y cuando volví en sí alguien me dijo que ella ya se ocupaba de ti, que después de ver a su hija sólo había dicho que ahora había una criatura sin madre en este mundo y que no era momento para lamentaciones. Hay gente que está hecha de otra pasta. Yo no, desde luego. Quizá sea su fe en dios lo que le dé esa fuerza que un ateo como yo no conoce. En cuanto a ti, hasta el momento sólo puedo decir que duermes, comes, lloras, y que no logro sacarte el parecido a tu madre por mucho que todo el mundo insista. Tu abuela dice que eres muy buena. Yo no lo sé, sólo sé que echo en falta a tu madre.
1 de febrero
Ana, hoy me has sonreído por primera vez. Es extraño, hasta tengo remordimientos por haber sentido algo parecido a la alegría al verte sonriendo con tus ojitos clavados en mí. La verdad es que entre el trabajo y tu abuela, pocas ocasiones he tenido para estar a solas contigo. Cada vez que lloras e intento cogerte, ella te me quita de los brazos diciéndome que la deje, que los niños nunca han sido cosa de hombres. He estado pensando coger una asistenta para que se ocupe de ti y tu abuela vuelva a su casa pero no me atrevo a decírselo a ella.
11 de febrero
Hoy sólo te escribo para felicitarte por haber cumplido un mes de vida. Con tu abuela cada vez me siento más incómodo. Es buena mujer, muy solvente con las cosas de la casa y contigo. Tan solvente que creo que no me necesita para nada. Puede que incluso la estorbe con mi presencia.
2 de marzo
Hoy cumplo treinta y un años. Es mi primer aniversario como padre. Hemos, perdón, a veces sigo hablando en plural, no puedo evitarlo, decía que he sido padre tardío. Tu madre tenía problemas para concebir y por ello nos sentimos tan felices al saber que se había quedado embarazada de ti. Qué dolor más grande cuando veo tus sonrisas y pienso lo feliz, lo plena que se hubiese sentido Ana en estos momentos. Qué dolor más grande.
7 de marzo
A pesar de los inconvenientes que ha puesto tu abuela, desde antes de ayer vive con nosotros Luisa. Es una chica bastante joven pero me han dado muy buenas referencias de ella en el instituto. Guisa bien, es limpia, muy trabajadora y le encantan los niños. Para poderle pagar he tenido que arrendar una de las fincas del pueblo, la herencia de mis padres, lo único bueno que de ellos me ha quedado. No te voy a hablar de ellos, no se lo merecen. Tampoco te voy a hablar de mis hermanos, y te escribo «mis hermanos» porque nunca voy a considerarlos tus tíos. En fin, que con lo que saco de la finca y mi pequeño salario ya le he dicho a tu abuela Eugenia que cuando quiera puede marcharse a su casa, que con Luisa estaremos perfectamente atendidos. Siento que le haya sentado tan mal mi decisión, pero la convivencia se estaba haciendo sumamente difícil. Mientras todo esto sucede, tú empiezas a observar y haces ruiditos entre plácido y plácido sueño. Lo cierto es que no tengo mucho tiempo para estar contigo, pero hoy, al volver del instituto me he sentado junto a ti mientras dormías en tu habitación y he sentido tal calma observándote, escuchando tu mínima respiración, que por unos minutos me he olvidado de tu madre y, te lo confieso, por primera vez he visto una pequeña luz en este túnel tan oscuro.
13 de marzo
Hoy no he podido ir a trabajar. Desde ayer por la tarde tienes una fiebre altísima y no consiguen que te baje. Ardes.
Esta noche por fin te ha empezado a bajar. Hace unas horas vino el doctor y te ha puesto unas inyecciones de antibióticos y antitérmicos. Tu abuela Eugenia ha estado aquí todo el día. Le agradezco que no me guarde rencor. Se marchó hace tres días y desde entonces no había sabido nada de ella. Esta mañana envié a Luisa para que le dijera que tú estabas malita. Supuse que querría verte. La mujer se vino con Luisa sin ni siquiera cambiarse de ropa, con la bata, el camisón y las zapatillas de estar por casa, y un abrigo echado sobre los hombros. Ahora hace media hora que se ha ido, no sin antes ofrecerse para quedarse aquí esta noche. Le he dicho que no, que no hacía falta, y ella se ha marchado sin rechistar. Ahora me siento mal. Por cierto, se me pasó felicitarte por tu segundo mes de vida.
11 de abril
Esta vez no se me ha olvidado y aquí estoy, felicitándote. Ayer pronunciaste tu primera «palabra», tus primeras dos vocales unidas en un término que nada significa en nuestro idioma pero que al escucharlo a mí me ha llenado como no me llenaría el más bello de los poemas. «Ao», has aprendido a decir «ao». Que estúpidos somos, Ana, media vida tirando del hilo en los laberintos de Nietzsche, de Schopenhauer, de Kant… Media vida arrastrándome de pregunta a respuesta y de respuesta a pregunta… Media vida diseccionando la existencia desde tanta palabrería ajena, y de repente tu «ao» me arranca una sonrisa de esta cara mía abonada a la mueca retorcida del pesimismo. Podría reflexionar sobre el tema y seguro que en menos de cinco minutos de racionalismo hallaría el qué entre tu «ao» y mi sonrisa felizmente estúpida. Podría reflexionar, sí, pero creo que ahora no tengo tiempo. Tengo que ir a ver si me brindas un «ao» antes de que Luisa te duerma.
3 de mayo
Esta mañana, mientras Luisa te cambiaba, he escuchado que decías «ma,… ma» mirándola sonriente. Ella se ha sonrojado al darse cuenta de que yo estaba allí observando la escena. Luego me ha confesado que ya hace unos días que le dices «mama». Obviamente, no hay nada consciente en ello, pero me ha hecho pensar mucho durante todo el día. También me ha confesado Luisa que le resulta agradable esa sensación, que quizás sea cosa de mujeres sentirse bien porque un bebé le diga mamá. Además de trabajadora, joven y guapa, Luisa es valiente. Yo no lo soy. No le he confesado que a mí también me ha gustado que le dijeras mamá a ella.
11 de enero
Ana, hoy he tenido que regresar a estas páginas en blanco. Es curioso, más de medio año después de mis últimos comentarios, estos confirman tan largo período de ausencia. Soy un cobarde. Si no lo fuera te contaría muchas cosas. Sin embargo voy a limitarme a dejarte muchos cabos sueltos a sabiendas que tu probada inteligencia los atará sin demasiados problemas cuando leas este diario. Luisa ya no vive con nosotros desde hace semanas. Tenía un novio que la esperaba. Yo nunca supe nada de él, estúpido de mí. Él tampoco de mí, supongo. Por supuesto, durante todos estos meses no he podido abrir estas páginas pues sólo su recuerdo me devolvía el rostro de tu madre. Pero hoy he tenido que volver a ellas. Hoy ya no podía fallarte. Hasta los cobardes encontramos aliento al llegar al límite. Hoy cumples un año, Ana. Felicidades, mi vida.
14 de enero
Disculpa Ana si no me extendí el pasado día. Fue un primer paso que ha allanado el terreno entre mi conciencia y este diario. Ahora ya me siento capaz de exprimir mi memoria para regalarte pequeñas anécdotas de tus cortos meses de vida. Durante este tiempo ha quedado probado que eres una tragona. Comes de todo y no dejarías de comer nunca. Sin embargo, no estás demasiado gordita. Por lo visto tienes tanta actividad que necesitas lo que comes y diez veces más. Desde hace meses gateas sin parar, tocándolo todo, rompiéndolo todo, mordiéndolo todo. Te empezaron a salir los dientes a los seis meses y medio, y estabas graciosísima con tus dos paletas. Hay algunas fotos que son testigo de ello. Fueron meses horribles en los que la palabra descanso desapareció de nuestro vocabulario. Entre el calor y lo rabiosa que estabas por la boca, no había quien durmiera en casa. Ahora resulta hasta gracioso recordarme en calzoncillos, empapado en sudor, pasillo arriba y abajo para acabar en la ducha refrescándome mientras escuchaba cómo Luisa se desesperaba tratando en vano de calmarte hasta que su paciencia llegaba al límite y entonces aporreaba la puerta del baño con un «¡coge un rato a la niña que para eso es tu hija!». La escena podía repetirse hasta cinco veces por noche. Por suerte aquella etapa ha quedado atrás y ahora vuelvo a saber lo que es el dormir siete horas seguidas, no más, tampoco exageremos. Ahora estás en la etapa que yo denomino, «señaladora». Cualquier cosa que llama tu atención se convierte en objeto a señalar por tu puño cerrado con un «ta» imperativo que no atiende a razones, digamos de prioridad temporal como una comida que se quema en la olla, o el timbre de la puerta, o una conversación con un vecino en el rellano de la escalera. Si el «ta» no se atiende en menos de diez segundos, un chillido agudo me perfora el oído hasta que quedan complacidos tus deseos. En lo de los parecidos, cada día resulta más obvio que te pareces a mí, a mi madre concretamente, lo que, te lo confieso, al principio me llegaba a resultar hasta desagradable. Poco a poco y afortunadamente esos rasgos se van haciendo tuyos y ya es muy raro el día que mirándote se me ponga la piel de gallina al ver gestos de mi madre, cosa harto frecuente hace unos meses.
15 de enero
Ana, ayer llamaron a la puerta y ya no pude seguir escribiéndote. No recuerdo ahora lo que iba a contarte a continuación, así que seguiré con lo que ahora me viene a la cabeza que es la sensación de tristeza que me dejó tu primer cumpleaños. Invité a algunos vecinos y a compañeros del trabajo con sus hijos. Al final sólo estuvimos contigo tu abuela Eugenia y yo. Por supuesto tú estabas feliz con los papeles de envolver de las cuatro cosas que te regalamos. A los regalos, ni caso. A la tarta de merengue que te trajo tu abuela, sí que le hiciste caso, por descontado. A veces creo que repelo a la gente. Siempre he tenido esa sensación, desde niño, pero he terminado por aceptarlo. Sin embargo, que esa «enfermedad» mía te contagie a ti, es algo que me duele sobremanera. La gente huele algo en mí que les ahuyenta. Quizás sea la cobardía. Por eso es que cuando me abrazas con esa sonrisa enorme, cuando me besas babeándome la cara con la boca abierta se me saltan las lágrimas. Hace ya días que le doy vueltas a una idea desencadenada por lo que sucedió el día de tu cumpleaños.
26 de enero
No tengo mucho tiempo para escribirte así que sólo voy a anotarte lo que importa: hoy has dado tus tres primeros pasitos. Has ido desde el mueblecito del televisor hasta la mesa del salón tambaleándote y allí te has sujetado a una silla.
18 de febrero
Ana, por fin puedo anunciártelo. Me he despedido del instituto. Desde ahora me voy a ocupar de ti. Me sentía tan incómodo con mis compañeros, si así se les puede llamar, después de lo de tu cumpleaños, que he decidido dar un cambio radical a mi vida, a nuestra vida. He mandado arrendar otra de las fincas del pueblo y así ya no tenemos que preocuparnos del dinero. Hasta ahora, desde que se marchó Luisa, tu abuela había vuelto a ocuparse de ti. Casi no tuve que pedírselo, sólo con verme aparecer en la puerta de su casa a las siete de la mañana contigo durmiendo en el carrito tuvo suficiente para comprender. «Tú marcha tranquilo al instituto que yo me ocupo de la niña», me dijo sin pedirme explicaciones, sin ningún gesto de rencor o burla. Ana, debo confesarte mi admiración y gratitud por el comportamiento de tu abuela. Por ello, ahora que voy a ocuparme de ti, le he dicho que ella venga cuando quiera, que tiene abiertas las puertas de esta casa, pero que respete mi decisión. Lo cierto es que esto que estoy haciendo podría haberlo hecho hace mucho tiempo. Sin embargo, siempre me he resistido a abandonar la enseñanza porque creía que algo puede aportarles la filosofía a las hordas de imberbes que cada año caen en mis aulas. Ya hace un par de años que dejé de pensar así. Me desengañé al ver al mejor de mis alumnos meándose en la cara de uno de sus compañeros sujetado por otros cuatro salvajes del mismo curso. Quizás te parezca absurdo rendirse por eso. A mí no. Desde aquel día, al entrar a cada clase he pensado «margaritas a los cerdos» mientras escuchaba el «buenos días señor profesor». Y ahora sólo me faltaba que la máscara de mis «compañeros» cayera. Desde tu cumpleaños ya no sólo pensaba «margaritas a los cerdos», al entrar a clase. Desde ese día al entrar a la sala de profesores pensaba «hipócritas», al ver las sonrisas del «buenos días Paco». En definitiva, que ya que nos lo podemos permitir, desde hoy voy a dedicarme a lo que de verdad me importa: a ti y a la lectura.
20 de febrero
Ana, ayer se me olvidó comentártelo, ya caminas casi perfectamente.
10 de marzo
Hoy he soñado que te enterrábamos. Ha sido horrible. Apenas recuerdo los detalles. Enseguida he ido a buscarte a la cuna. Allí estabas, durmiendo tranquila. Ha transcurrido todo el día y yo no he conseguido quitarme de encima la pesadilla. Hoy he comprendido que si algo te pasara yo no podría seguir viviendo.
Gabriel dejó de leer. Había oído abrirse la puerta de los lavabos. Escuchó pasos. Intentaron abrir la puerta de su retrete.
—Ocupado —dijo.
Se escuchó entonces abrir otra puerta, sonido de cremallera, un chorro de orina, y la cadena del váter. Cuando la cisterna volvió a llenarse, ya más tranquilo, Gabriel continuó leyendo:
12 de mayo
Cada día me pasa el tiempo más rápido. Llevo semanas queriéndote escribir pero no encuentro el momento. Ahora estás echando la siesta y por fin me he podido sentar a escribirte. Tengo la sensación de que esto es un desastre de diario. Entre la inconstancia, el lamentable estilo, impropio de mí, aunque justificado por las prisas (que si te vas a despertar, que si tengo que salir a comprar, que si va a llegar tu abuela…), y la certeza de que por cada anécdota que te comento se me han quedado cien en el tintero no puedo evitar pensar que si tu madre pudiese leerlo me iba a dar con él en la cabeza. A menudo imagino que si le mostrara este diario a algún padre o a alguna madre se echarían a reír por lo caótico del texto, y si además ese padre o esa madre fuesen personas cultivadas, no sólo se reirían por lo caótico sino también por las banalidades, por lo incompleto, por lo desestructurado, por millones de cosas
13 de mayo
Ana, ayer te despertaste y ya no tuve oportunidad de contarte lo que te quería contar en verdad, que es una rápida descripción de nuestro día a día. Ahora ya han pasado veinticuatro horas y vuelves a estar echando la siesta así que iré al grano para que no me suceda lo de ayer. Sueles despertarte a las siete de la mañana. Sin quitarme el pijama, te levanto de la cuna y te visto. Bajo la presión de tus berridos te preparo la papilla de cereales y el biberón. Te doy el desayuno, te lavo la cara y las manos y, haciendo oídos sordos a tus quejas, te meto en el parque en donde tienes tus juguetes. Al cabo de diez o veinte minutos ya te has calmado mordisqueando a «Kiko», tu osito rosa. Mientras, yo me lavo y me preparo un café y un par de tostadas. Si para entonces ha llegado tu abuela, me voy a comprar, si no, me dedico a lavarte pañales hasta que ella llega. Cuando vuelvo de comprar, tu abuela te tiene corriendo detrás de ella mientras barre o limpia cristales. Luego, yo te saco a pasear al parque para que te ensucies de barro y te pelees con otros niños por piedrecitas o por cualquier muñeco o pelota. A eso de la una regresamos para comer. Ya comes lo mismo que nosotros, aunque en trocitos más pequeños, así que comemos los tres juntos. Tu abuela se va después de comer y yo te acuesto para que te eches la siesta. Friego los platos y después me propongo escribirte un rato o leer, pero casi siempre acabo durmiéndome (hoy no). Cuando me despierto te preparo tu papilla de frutas con muchas muchas galletas y luego vuelvo a proponerme el ejercicio intelectual pero, como si escuchases mis pensamientos, nunca me dejas tiempo de acercarme a un libro o tomar mi estilográfica. Tu despertar de la siesta es brusco, salvaje, violento. Tienes hambre. Sueles dormir entre hora y media y dos horas. Te doy de merendar tu papilla de frutas. Me pides más. Te digo que no te la vas a comer. Lloras y pataleas pidiendo «má». Me rindo, accedo. Te preparo más papilla mientras te aferras a mis pantalones llorando desconsoladamente. Te ofrezco la papilla. Aminoran tus llantos. Miras la papilla con gesto triunfal y te vas a por tus juguetes. Te persigo con la papilla hasta tu cuarto de jugar asegurándote que si no te la comes, mañana no te la volveré a hacer. Te ríes. Me desarmas. Vuelvo a la cocina con el segundo plato de papilla, siempre intacto, riéndome de mí mismo, pleno, satisfecho.
2 de julio
Hoy has visto el mar por primera vez en tu vida. Al llegar a la playa lo has señalado con el dedo y has dicho, mirándome, «aba». Yo te he explicado que sí, que era agua, que es el mar, y al poco ya te has desentendido del tema. La arena, tu cubito y tu palita te han parecido más interesantes que el mar, y así te has pasado media mañana, llenando y vaciando de arena tu cubito, con tu bañador y tu gorro puestos. Si para ti es la primera vez que ves el mar, para mí es la primera vez que estoy completamente a solas contigo. He alquilado un apartamento para evadirnos de la ciudad durante una semanita, antes de que todo el mundo invada la costa por vacaciones. El viaje en el coche ha sido bastante pesado (sobretodo por el calor), aunque por suerte lo has pasado durmiendo tumbada en el asiento de atrás casi todo el rato. A tu abuela no le ha sentado bien que nos fuéramos pero no me ha dicho nada, imagino que ya se está acostumbrando.
6 de julio
Ana, son las cinco de la mañana y estoy en la sala de espera de este hospital. No sé de dónde saco fuerzas para escribirte. Supongo que es la única forma de estar contigo en estos momentos. Supongo que estas frases son la frontera que me separan de la desesperación. Esta mañana te has despertado ardiendo. Al no estar en casa sólo se me ha ocurrido ir contigo a la farmacia. Allí te han tomado la temperatura. Estabas a treinta y nueve y medio. Me han dado un jarabe para la fiebre y un termómetro y me han dicho que si en unas horas no te bajaba, que fueras al dispensario del pueblo. Te lo he dado y te he acostado de nuevo. Al mediodía en lugar de bajarte te ha subido más. Estabas a cuarenta y uno con dos. Te he llevado al dispensario y de allí me han dicho que lo mejor era que te llevase el hospital del pueblo de al lado. Que si tenía coche era mejor que no esperase a la ambulancia. A la una y media te han ingresado en cuidados intensivos. No saben lo que tienes y no logran que te baje la fiebre. La última vez que ha salido un médico a darme un parte me ha dicho que te mantienes estable pero que con estas fiebres tan altas es mejor ser prudente, que la evolución durante las primeras veinticuatro horas son cruciales. Me han hablado de pronóstico, de secuelas, de antibióticos, antitérmicos… Ya hace horas que me he quedado solo en esta sala de espera, tan solo que me he tenido que volver al coche para coger tu diario, para estar cerca de ti. Ana, te confieso que hoy he rezado.
El blanco del resto del diario llenó de lágrimas los ojos de Gabriel. Buscando entre sus páginas vacías sólo encontró la foto de un bebé sonriendo con sus graciosos incisivos. La pequeña Ana, sin duda, pensó. A veces la verdad es incuestionable aunque tratemos de negárnosla. La ausencia de un final era la prueba más concluyente de la tragedia. Cuando logró dominar sus lágrimas, Gabriel regresó a la habitación chorreando como un sudor febril el dolor del pasado de Francisco. Ambos dormían. Para no despertar a María, el propio Gabriel fue a guardar el diario en la mochila abierta de Francisco. Este dormía con los ojos medio abiertos. Tras guardar el diario, Gabriel regresó a su cama con la sensación de que Francisco le había visto, de que no estaba durmiendo, de que esos ojos medio cerrados veían, espiaban. En vano intentó Gabriel descabezar un sueño pensando en el pasado de Francisco. Luego, pensó en María, en su pasado. Juntando ambas vidas, Gabriel halló cierta paz. Por la edad, pensó, Francisco y María podían perfectamente ser padre e hija. La idea le serenó y, al fin, el sueño le venció.