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Las tres semanas posteriores a nuestra visita a la isla desierta me dediqué a estudiar la manera de pasar mi proyecto desde el papel a la realidad. Con profundo desánimo no tardé en comprobar que los medios materiales y humanos que podrían hacer viable aquella empresa estaban a años luz de mis posibilidades. Para llevarlo a cabo necesitaría montar un laboratorio de tecnología puntera con un mínimo de ocho técnicos expertos en diversas especialidades. Los bancos habían cerrado el grifo del crédito hacía años. Solamente dejaban dinero a quien ya tenía dinero. Esto último, además, me lo confirmó mi hermano, a quien, por descontado, no di detalles del proyecto. Medio burlón me sugirió que fuera con mi invento a un laboratorio de los grandes, que a lo mejor me lo compraban o me hacían directora técnica. Al fin, después de darle todas las vueltas que se le podían dar al asunto, concluí que ya fuera a un laboratorio, a un inversor o a un filántropo, yo perdería el control de mi proyecto porque tendría que explicar su objetivo, lo cual era lo último que deseaba. A estas alturas podrás imaginarte que me resultó inevitable fantasear con la ayuda de Lea. Lo hice desde la primera suma de recursos que confirmó la complejidad de poner en marcha el proyecto, y a medida que iba descartando posibles fuentes de capital, la opción de Lea fue saliendo del plano de la fantasía para cobrar cuerpo al convertirse en la última opción de llevar a cabo mi empresa. No sabía si podría ayudarme en algo tan serio, ni siquiera si estaba corriendo el riesgo de que me robase el proyecto, pero mi intuición se vio reforzada cuando todas las demás puertas se me cerraron.

Sí, al final pude poner en marcha mi proyecto gracias a ella. Obviamente, de no haber sido así, su aparición en mi vida no habría merecido tantos detalles como te he dado. Esto es una historia de poder, no de amor. Sin embargo, la inestimable ayuda que me brindó, ni por casualidad se aproximó lo más mínimo a mis especulaciones sobre el modo en cómo ella podría contribuir a hacer realidad mi proyecto.

Una mañana sonó el teléfono en mi despacho. Descolgué y escuché la voz de Lea diciéndome hola. Hacía muchos días que sentía la necesidad de contarle mi descubrimiento, pero llegada la hora de la verdad contuve la respiración un segundo, como si intuyera que lo que estaba a punto de decirle iba a arrancarme de un zarpazo de mi vida media para siempre. «Tengo que hablar contigo», me escuché suspirar, y un intangible mecanismo de relojería empezó a restar las horas que me quedaban para que el submundo del caos sacudiese mi existencia hasta ponerme al frente de la revolución definitiva. El tono de mi voz inquietó a Lea que me dijo que pensaba citarme para dentro de dos días, para el fin de semana, pero que si se trataba de algo verdaderamente grave podíamos quedar dentro de tres horas, a la hora de comer. Lo cierto es que podría haber esperado dos días o dos meses si hubiese sido necesario, pero me sentía tan ansiosa que le dije que si no le importaba prefería que nos viéramos a la hora de comer. A los pocos segundos de colgar deduje que si Lea había accedido a adelantar nuestra cita era porque temía que yo le hubiese contado nuestro lío a su marido, y entonces aún me sentí más ansiosa y se multiplicó mi urgencia por hablar con ella, ahora para tranquilizarla respecto a sus supuestos temores. Tres horas y veinte minutos más tarde llegaba a la entrada del edificio en ruinas en el que me había citado en el centro de la ciudad. Tal y como ella me había indicado, golpeé cinco veces la puerta de madera en la que había un cartel que informaba que aquella edificación sería demolida por defectos estructurales. Se escuchó una llave girando en la cerradura. Crujió la puerta al abrirse. Dentro me aguardaba el guardaespaldas de mirada dulce de las otras dos ocasiones quien con su mano derecha me indicó que pasase. Entré y él volvió a cerrar la puerta con llave. El vestíbulo del edificio solamente estaba iluminado por la luz de una claraboya que había al fondo del pasillo. El guardaespaldas me pidió que lo siguiera. Ya de cerca, observé que la claraboya techaba el hueco de un viejo ascensor cuya cabina ya no estaba en su sitio. Subimos por las escaleras, unas escaleras de caracol bastante amplias. Trece plantas. El acceso a la azotea era un simple vano sin puerta. Hacía viento y frío. Si no estábamos en invierno ya debían ser los últimos días de otoño. El cielo tenía aquel día un color azul muy intenso, lo recuerdo perfectamente, y las nubes parecían encendidas por el sol. El guardaespaldas se detuvo un metro más allá de la salida a la azotea cuadrada y señaló hacia nuestra izquierda con el dedo. Me encaminé hacia allí y enseguida vi a Lea junto a la baranda de obra contemplando la ciudad. «Buenas vistas», me dijo al verme llegar. El edificio no era ni mucho menos el más alto del distrito, pero era cierto, desde aquella ubicación podía contemplarse toda la ciudad. Después de la experiencia en la isla se me hizo raro verla vestida y con el pelo recogido. Como en las dos primeras citas iba conjuntada con falda y chaqueta marrones. Bueno, en verdad en la segunda ocasión no recuerdo si iba con falda o con pantalón. Como en las dos primeras citas, también, me tendió la mano sonriendo. Cumplí con aquel extraño protocolo. No parecía nerviosa. Empecé a pedirle disculpas por haberle obligado a cambiar sus planes, pero ella levantó la mano indicándome que no siguiera. «A ver, ¿qué pasa?», me dijo muy tranquila sin dejar de sonreír. Yo enseguida le aclaré que no se trataba de nada relacionado con su marido, que él no sabía nada de lo nuestro. Para mi sorpresa, ella me respondió que eso ya lo sabía, que no había dudado en ningún momento de mí, e incluso bromeó diciéndome que también sabía que no me había dejado embarazada, que daba por descontado que se trataba de otra cosa. Su ocurrencia alivió mi tensión. Me asomé a la baranda y al ver a las personas caminando por la acera, diminutas, tan vulnerables, volví a pensar que debería deshacerme de mi proyecto. Pero ya era demasiado tarde: allí estaba Lea para escucharme. Le dije que no sabía por donde empezar. «Por el principio», me respondió ella. Y empecé por el principio con la sensación de lanzarme al vacío de aquellas trece plantas. No me interrumpió ni una sola vez. Cuando terminé, su rostro estaba serio como jamás antes lo había visto; su sonrisa había desaparecido y sus ojos estaban perdidos buscando un punto incierto a su derecha y arriba, entre las nubes. El viento jugaba con un mechón desprendido de su pelo azotándolo contra su cara. Se deshizo el moño y se lo volvió a componer con destreza mecánica, como si aquellos movimientos de autómata facilitasen el fluir de sus ideas. «Lo que me has contado es muy gordo», concluyó al fin, y luego añadió que de no conocerme no me creería. Consultó su reloj. Se nos había hecho tarde. Me tomó del brazo invitándome a caminar hacia el interior del edificio. Mientras nos dirigíamos hacia allí quiso que le confirmase un par de puntos sobre mi explicación: volví a asegurarle que nadie más que yo, y ahora ella, lo sabíamos; que mi predecesora estaba equivocada al aplicar una simplificación absurda en un aspecto clave que yo había corregido; que el proyecto era indudablemente viable con el mínimo de recursos que yo había calculado; y también que yo me sentía perfectamente capacitada para llevarlo a cabo. Al llegar al vano de entrada del edificio, Lea me aseguró que me ayudaría, que confiase en ella, pero que necesitaba hacer unas consultas antes de darme detalles porque aquel tema era mucho más delicado de lo que yo podía llegar a pensar. A continuación pidió al guardaespaldas que me acompañara a la salida y ella se volvió hacia la baranda deshaciéndose nuevamente el moño sin decirme nada más. Cuando salí a la calle jamás me habría imaginado que en muy pocas horas volvería a ver a aquel guardaespaldas que cerraba la puerta a mis espaldas en las circunstancias en que lo vería. Regresé sin comer al laboratorio. Ya se me había hecho tarde. Al llegar me topé con mi jefe al salir del ascensor. Estaba tan nervioso que ni se dio cuenta de mi presencia. Entró en el ascensor y yo me quedé con el saludo en la boca. De hecho, lo raro es que yo me hubiese dado cuenta de que acababa de cruzarme con él, pues estaba verdaderamente absorta pensando en la reacción de Lea. Esa sonrisa ausente; esa mecánica recomposición de su peinado; su rotunda afirmación de que todo aquello era mucho más delicado de lo que yo podía llegar a pensar… Aquella era mi primera toma de contacto con la realidad de las consecuencias de mi descubrimiento; hasta ese momento todo habían sido especulaciones. La segunda toma de contacto me llegó casi a la hora de salir, cuando sonó el teléfono y al contestar escuché a Lea con una voz tan grave que apenas logré identificar. Tuvo que confirmarme dos veces que era ella. Me pidió que fuera lo más rápido posible a una conocida sala de fiestas del centro de la ciudad para hablar de lo que habíamos estado tratando. Eso dijo, lo recuerdo bien: tratando. Me negué lo evidente: que algo iba mal. Mi sentido común me decía que no acudiera a aquella cita pero un profundo sentido de la lealtad o de la profesionalidad, o acaso fuera la ambición ciega, me hizo plantarme en la puerta de la sala de fiestas en menos de media hora. Por descontado, a aquellas horas la sala estaba cerrada pero como de Lea se podía esperar cualquier sorpresa, ni se me ocurrió pensar en lo extraño del lugar de la cita. Unas instalaciones en la playa que no existían; una sala reservada en uno de los hoteles más caros de la ciudad; una isla desierta; un edificio en ruinas… Claro, una sala de fiestas cerrada era lo más lógico del mundo; de su mundo. El guardaespaldas de Lea, el de hacía sólo unas horas, estaba junto a la entrada acompañado por otro tipo que por la pinta supuse que sería otro guardaespaldas. Este último me abrió las puertas y echó a andar con un «sígueme» que habría hecho temblar al matón más curtido. Le seguí, y a mí me siguió el guardaespaldas que ya conocía. Se escuchaba una percusión a lo lejos; una percusión creciente que golpeaba con una frecuencia dos o tres veces superior a la de mi ritmo cardíaco, y que a causa de mi estado de nervios yo sentía dentro de mi pecho. Conocía aquella sala de fiestas de haber ido un par de veces. Lo cierto es que el ambiente que había allí nunca me había gustado; gente buscando sexo rápido: servicios con salpicaduras de semen y preservativos por todos lados; parejas discutiéndose delante de todo el mundo porque uno había pillado al otro follando en los lavabos con el primero o la primera que se lo había propuesto. En fin, que no me resultaba agradable el ambiente. Ahora, sin embargo, caminando escoltada por los intestinos del local, apenas reconocía el lugar: demasiada luz; demasiado eco; demasiado espacio. Llegamos a la pista principal, un círculo blanco de diez o quince metros de diámetro que finísimos y enloquecidos haces de luces azules rescataban de la penumbra en la que nos movíamos. Allí la música era atronadora. El suelo de la pista era un gigantesco foco de luz que de vez en cuando destellaba unos flashes cegadores. Rodeando la pista, como un anfiteatro, unas barras escalonadas y concéntricas de medio cuerpo de altura que habitualmente se usaban para dejar las bebidas pero en las cuales yo misma había visto varias parejas, y a veces grupos, haciendo sexo cuando la cola de acceso a los servicios invitaba a una imposible paciencia. Cuatro amplias escaleras cuarteaban el anfiteatro para permitir el acceso a la pista de baile. Por una de ellas empezábamos a bajar cuando uno de los flashes me dejó grabada en la retina una silueta humana sentada con los brazos alrededor de las rodillas en el centro de la pista. Al instante supe que se trataba de una mujer aunque no tuviera suficientes evidencias de ello en la oscura forma que se destacó en el fugaz círculo de luz. La música bajó de volumen y una voz familiar que no logré identificar retumbó desde los altavoces: «¡bienvenida al espectáculo de Lea!». Por un momento me tranquilicé al pensar que se trataba de una de las sorpresas de Lea. Ya estábamos casi en la pista de baile cuando un nuevo flash me permitió ver que la silueta sentada en el centro de la pista era, efectivamente, Lea. Lea con el rostro desfigurado y el torso desnudo. De repente, al pisar la pista de baile, el guardaespaldas que iba delante de mí se volvió en la oscuridad rallada de finos haces azules y me sujetó con fuerza por las muñecas. La voz no identificada volvió a sonar en los altavoces pidiéndome calma. Aquel sonido aún hoy lo tengo metido en los oídos, era como si arañase el aire, como si sus palabras lijaran el espacio; una voz áspera, sumamente desagradable. Intenté zafarme y entonces el guardaespaldas me presionó la muñeca izquierda con tal fuerza que me tuve que arrodillar del dolor. Comprendí entonces que aquello no era una sorpresa de Lea. Las luces cambiaron. La pista de baile se iluminó suavemente, las ráfagas azules desaparecieron y allí descubrí a Lea, tal y como antes la había visto la milésima de segundo que dura un flash: con el torso desnudo y el rostro desfigurado por los golpes. La sangre le bajaba por la barbilla y por el pecho hasta la falda, su falda marrón. El pelo suelto, apelmazado, le caía por la espalda. Su guardaespaldas se encaminó hacia ella. Vi unas cadenas que descendían del techo; unas cadenas que recordé haber visto usar por animadores de la discoteca que se encaramaban a ellas en unas coreografías circenses. En el extremo de las cadenas había un mosquetón. El guardaespaldas de Lea la obligó a ponerse en pie. La cadena se detuvo en el suelo. La voz volvió a rasparme los oídos: «antes, muéstrale a nuestra invitada cómo tratamos aquí a quienes no colaboran». La invitada era yo. El guardaespaldas de Lea, aquel tipo de mirada dulce, desató toda la fuerza de su puño, como un martillazo, en el rostro de Lea. Sonó a roto. Ella se desplomó sobre la pista. Acababa de verlo y no podía creérmelo. El guardaespaldas de hacía unas horas golpeando con semejante brutalidad a su protegida. Me puse a chillar y el otro guardaespaldas, el que me sujetaba, me apretó más la muñeca hasta que callé sollozando de miedo. Vi de nuevo a Lea de pie. A la dignidad no hay magulladura ni deformidad que la oculte. Una mirada surgió de la mínima abertura oscura que se podía ver en sus ojos hinchados. Me miró a mí un momento antes de volverse al frente con la barbilla alzada. Un segundo golpe crujió en el silencio y ella volvió a darse de bruces contra la pista. Su sangre lo manchaba todo. La voz de los altavoces le dijo que le daba la última oportunidad de confesar dónde estaba el error en su proyecto, que si se lo iba a decir o no se lo iba a decir. En su proyecto, dijo. Empecé a comprender; y en cuanto lo hice me volví a perder. A Lea yo no le había dado detalles concretos del proyecto; técnicamente, ella no podía saber qué error había corregido yo; la explicación era larga y, además, alguien sin formación no entendería nada. El guardaespaldas la volvió a obligar a ponerse en pie. Las rodillas se le doblaban. Yo sentí que la orina se me escapaba. Lea negó con la cabeza. Una especie de susurro fluido salió de sus labios hinchados: «no te lo diré jamás». Los altavoces preguntaron que qué había dicho y el guardaespaldas repitió en voz alta el susurro sanguinolento de Lea. Los altavoces ordenaron entonces que la engancharan. Sacándose unos grilletes de un bolsillo de la chaqueta, el guardaespaldas acercó las cadenas a los pies de Lea. Vi entonces que estaba descalza. Le puso los grilletes en los tobillos y enganchó el mosquetón a los grilletes. Acto seguido las cadenas empezaron a subir. Lea cayó al suelo y buscó apoyo con las manos en la pista hasta que la altura a la que la elevaron le impidió alcanzar el suelo. La falda le cayó sobre el abdomen quedando a la vista sus bragas. Siguió subiendo hasta que quedó a la altura de la cara del guardaespaldas y entonces se detuvieron las cadenas. Un hilo oscuro de sangre llegó al suelo blanco. Parecía un animal en un matadero. Los altavoces se dirigieron entonces a mí diciéndome que si Lea no le decía cuál era el error del proyecto tendría que decirlo yo, «porque eres tú quien se lo has contado a Lea, ¿no es cierto?». La pregunta no esperó mi respuesta. La voz añadió que ella no había querido desvelar su fuente; que eso era muy valiente por su parte pero que no había que ser muy listo para imaginarse que yo era su fuente. Vi que el rostro de Lea empezaba a ponerse muy oscuro. Yo estaba tan aterrada que pese a lo evidente de los acontecimientos no comprendí que Lea había afirmado que ella conocía el error para protegerme, y que por la misma razón tampoco había dicho que yo era quien le había dado toda la información sobre el proyecto y el error que había detectado en el mismo. La voz me aseguró entonces que si le contaba dónde estaba el fallo, Lea se salvaría y, si no, yo acabaría como ella. «Tú misma, guapita». Guapita. Ni toda la aspereza del mundo podría haber ocultado ya el dueño de la voz cuando los altavoces repitieron el nombre que yo recibía después de follar con mi jefe en su despacho. «A tu mesa, guapita», me decía siempre en cuanto se corría. Era él, mi jefe, el marido, el amante. Sin apenas tiempo para reaccionar, su voz me dio un ultimátum. Si no empezaba a hablar, mataría a Lea en cuanto terminase de contar hasta tres. Vi que el guardaespaldas se sacó un arma eléctrica del interior de la chaqueta. Escuché el uno. Busqué una solución imposible; asociarme con él, que me hiciera jefa del proyecto, contarle solamente una parte para hacerme imprescindible… Qué inocencia la mía. Las dimensiones de aquel proyecto se me escapaban tanto, ¡tanto! Mi atropellada y estúpida maquinación de presa acorralada me impidió escuchar el dos, y el tres coincidió con la descarga que el guardaespaldas le dio a Lea. Su cuerpo sufrió unas atroces convulsiones durante interminables segundos. Olí su carne quemada. Cuando aquel tipo de mirada dulce interrumpió la descarga, el cuerpo inerte de Lea osciló suavemente antes de que su verdugo empezase a descolgarla. Mi jefe dijo entonces con su voz corroída por la megafonía que qué iba a hacer yo. El miedo y el horror por no haber salvado a Lea se trenzaron en un principio de explicación que, de inmediato, mi jefe interrumpió. «Espera —me detuvo su voz—. Cuéntamelo al oído». Al cabo de pocos segundos le vi bajar por una de las cuatro escaleras que dividían el anfiteatro. Tenía el rostro desfigurado en un gesto de codicia; sin duda de codicia. Otro matón le acompañaba a él. Mi vigilante me soltó. Vi al guardaespaldas de Lea cargar al hombro con su cuerpo escaleras arriba. Mi jefe, esa especie de antifaz de codicia absoluta, se agachó junto a mí y me dijo que le contase al oído. «Te has meado, guapita», se burló. Empecé a hablar con un hilo de voz. Dados sus conocimientos, a él pude explicárselo en menos de diez minutos de gimoteos. Al acabar, él se puso en pie alargando un suspiro cuyo significado yo conocía a la perfección: decepción. «Eso lo sé desde hace más de un año —reveló hablando consigo mismo—, y lo del dossier de la otra —añadió refiriéndose a mi antecesora como coordinadora jefe— desde hace tres años». Apenas tuve tiempo para, sabedora de que lo que terminaba de decir era cierto, lamentar mi ingenuidad creyendo tener en mis manos el descubrimiento de los descubrimientos. Mi jefe ordenó que me mataran. Y mientras yo aún estaba luchando para creerme lo que acababa de escuchar, la orden de mi asesinato, escuché al guardaespaldas de mirada dulce pidiendo ser mi verdugo a sus otros dos compañeros. «Hacía tiempo que esperaba esta ocasión», les dijo mientras mi jefe se alejaba subiendo escaleras arriba con esos andares suyos, con los hombros caídos, como si se le hubiesen descolgado, propios de cuando se llevaba una profunda decepción. El guardaespaldas de Lea sacó su arma eléctrica, la misma que había usado con ella, y tras confirmarles a sus colegas que él se encargaba de todo, ellos también se marcharon siguiendo los pasos de mi jefe. Quien se había ofrecido voluntario para mi ejecución se puso delante de mí; yo sólo recuerdo que sollozaba no, no, no, como paralizada por la situación; él me miró con su mirada dulce directamente a los ojos, me mandó callar con el mismo siseo que hubiese utilizado para tranquilizar a su hijo antes de obligarle a tomarse un jarabe para la fiebre, sonrió negando con la cabeza, se volvió a levantar masticando entre dientes la frase: «que imbécil soy», y se puso detrás de mí. De repente me sorprendió la tetánica rigidez de mi propio cuerpo; quise moverme pero no podía; olí mi propio cuerpo quemado.

Inmediatamente después, con el penetrante olor a quemado aún en mi nariz, sentí frío en la parte posterior de mi cuerpo: mi espalda, mi culo… Sentía una superficie fría y dura bajo mi cuerpo. Abrí los ojos. Lo vi todo de color celeste. Una especie de cobertor de ese color me cubría la cara. Me incorporé quitándomelo de encima. Comprobé que estaba desnuda. Hacía frío. Pensé que soñaba. Un sueño que tenía lugar en una sala de autopsias. A mi izquierda, en una camilla metálica idéntica a la mía había otro cadáver cubierto hasta el pecho con un cobertor celeste como el que yo me acababa de quitar de la cara. Me dolía mucho la cabeza y andaba lenta de reflejos. Ese cadáver tenía la cara cubierta con una bolsa de hielo. Miré la pulsera azul que tenía en su muñeca derecha y vi escrito el nombre completo de Lea. Me llevé la mano a la boca para no chillar. No, no se trataba de un sueño. Comprobé entonces que yo tenía una pulsera idéntica con mi nombre completo. Miré a mi alrededor. A mi derecha había otro cadáver completamente cubierto con el cobertor celeste en otra camilla como la mía. Sólo los pies y el brazo izquierdo sobresalían. Enfrente, a unos tres o cuatro metros, cuatro mesas de autopsia vacías, bandejas, lámparas y mesillas con instrumental de todo tipo. La sala de los horrores. No había nadie… vivo, quiero decir, y la luz artificial que iluminaba aquella sala era tenue, como si la estancia estuviera cerrada en aquellos momentos. No había ninguna ventana; solamente una puerta metálica de doble batiente más allá de las mesas de autopsia. El olor a quemado poco a poco fue siendo sustituido por otro olor intenso y desagradable que jamás antes había olido. Entre las palpitaciones en mi frente por el dolor de cabeza fueron surgiendo los recuerdos: la sala de fiestas, la paliza a Lea, el guardaespaldas… Estar viva teniendo que estar muerta. La sensación de estar perdida en alguna pesadilla regresó a mí adquiriendo tintes de humor negro cuando escuché una voz amortiguada a mi izquierda. Di un respingo y traté de taparme con el cobertor como si me protegiera. A mi izquierda solamente estaba el cadáver de Lea con la bolsa de hielo tapándole la cara hasta las orejas. «No te asustes, soy yo», sonó la voz de nuevo. La bolsa del hielo se había movido. Seguro que se había movido. De repente, la mano de Lea se abrió. Buscó la bolsa de hielo y se la apartó de la cara. «¿Contenta de estar viva?», me dijo Lea esforzándose en esbozar su sonrisa desde el mapa de cicatrices, cardenales y magulladuras que le cubría el rostro. Estaba claro que le habían curado las heridas y le habían limpiado la sangre, aunque su aspecto seguía siendo horroroso. También me fijé en que tenía el pelo mojado, como si se lo hubiesen acabado de lavar. «No tengo muy buen aspecto, ¿no?», me preguntó. Quise preguntar algo pero no sabía por dónde empezar. Lea me sugirió que me tapase bien, que hacía frío. Al fin, le pregunté que dónde estábamos. Ella me contestó que en un instituto anatómico-forense, a punto de que nos hicieran la autopsia. Me preguntó entonces, muy seria, si prefería empezar yo o la dejaba a ella primero. Debí poner una cara de angustia terrible a su broma porque enseguida se incorporó para tranquilizarme diciéndome que no me preocupase, que ella me contaría todo lo que había pasado, pero que me lo tomase con calma porque nuestras vidas habían dado un giro de ciento ochenta grados y nos llevaría un tiempo adaptarnos. En fin, el cambio era tan grande que ni tan siquiera podía hablarse de nuestras vidas. «Ahora estamos muertas, es lo mejor», fue lo primero que me dijo poniéndose la bolsa de hielo sobre el pómulo derecho. Luego, me aseguró que aquel era el único lugar del mundo en el que estaríamos a salvo mientras esperábamos a que su gente nos sacara de allí. Después volvió a tenderse sobre la camilla, se tapó con el cobertor celeste y empezó a relatarme lo que había sucedido desde nuestra furtiva reunión en la azotea del edificio en ruinas hasta aquel momento, sin dejar de mirar el techo en ningún momento mientras se iba aplicando la bolsa de hielo sobre los puntos más abruptos de la orografía de su cara.

Aquella madrugada, en la sala de autopsias, supe parte de su vida profesional; al menos, la relacionada con su marido. Su trabajo era algo para lo que no se había inventado un nombre. Podría decirse que era una especie de espía comercial, más en la línea de la desinformación que en la de la información. Su voz llegaba a todos los lugares, hasta los más altos. En lo referente a la fundación, al laboratorio, me contó que este era propiedad de su marido y de otro socio invisible, un conocido político de ámbito internacional cuyo nombre real no me diría por mi propia seguridad. «Entre nosotros le llamamos Humo, y Humo es capaz de matar hasta a los muertos», me aseguró. Yo siempre había creído que mi jefe era un simple asalariado, bien remunerado, pero asalariado, y ella me desveló que él trabajaba así para controlarlo todo desde abajo sin que nadie lo sospechara. Me preguntó entonces que a qué pensaba yo que nos dedicábamos en el laboratorio. Yo le dije lo que sabía, que el laboratorio buscaba tratamientos urgentes contra agentes infecciosos en situaciones de nuevas epidemias, y que también tenía una segunda línea de investigación dedicada al estudio de tratamientos génicos en patologías asociadas al envejecimiento; línea de investigación a la cual yo pertenecía. «¿Y no te has preguntado nunca a qué se debe la impresionante eficacia de tu laboratorio en tratamientos contra agentes infecciosos en nuevas epidemias?», dijo con sorna. Hasta el momento, simplemente pensaba que éramos buenos, lo que nos decían. Pero la posibilidad que entreabría su pregunta me dejó boquiabierta. Me aseguró Lea que ella se encargaba de que ningún gobierno importante dejara de comprar nuestros tratamientos; que esa era su función en la empresa para la cual yo trabajaba. «Vosotros tenéis la enfermedad y el remedio —añadió sin dejar de mirar el techo—, y yo me encargo de que la enfermedad termine siendo una cuestión de seguridad nacional». Me dijo que ese era su cometido en relación con mi laboratorio, pero que ese era sólo uno de los muchos encargos que recibía puesto que nosotros únicamente introducíamos una enfermedad en el mercado cada tres o cuatro años y ella tenía que comer cada día. «Informar, desinformar, crear estados de opinión aquí y allá, ahora en medicina, ahora en política, ahora en deportes, ahora en finanzas… —dijo—, manipular la opinión general, ese es mi trabajo», concluyó. Le pregunté entonces que qué había pasado con su marido y me dijo que cuando yo le conté mi proyecto se fue derechita a hablar con él. Según me dijo, ella ya sabía que su marido estaba investigando algo muy importante desde hacía años, algo que le obsesionaba. En esa investigación la seguridad era primordial. No debía haber filtraciones y por ello había diseñado el proyecto compartimentando todos los procesos relacionados de modo que nadie salvo él abarcara su totalidad. Sólo él y Humo sabían de qué se trataba. Por descontado, esa compartimentación no era perfecta. Era cuestión de tiempo y perspicacia que alguien intuyera qué perseguían, y mi antecesora, la coordinadora jefe, ató cabos, para su desgracia. Lea tampoco sabía qué se traía entre manos. La inviolabilidad del secreto profesional era un pacto elemental entre ambos. Lo que sabía lo sabía porque él ya hacía tiempo que le había encargado a su mujer que le solucionase el tema de los ensayos clínicos saltándose los protocolos internacionales, cuestión que ella, por descontado, ya le había solucionado, aunque su inicio se demoraba por una cuestión técnica, según le había dicho él. Cuando yo le hablé a Lea de mi proyecto, ella intuyó al momento que el error que yo había subsanado era ni más ni menos la cuestión técnica que su marido aducía para retardar el inicio de los ensayos clínicos ilegales, y fue a tratar el asunto con él pensando que podría convencerle de ponerme en la dirección del proyecto. «No pensé que mi marido estuviera dispuesto a matar para mantener en secreto su proyecto», me dijo. Al contrario, pensó que al haber descubierto su secreto se vería obligado a ponerme a su lado para seguir adelante. Pero la reacción de mi jefe fue algo completamente imprevisto por Lea. El simple hecho de que alguien más conociera el objetivo de su investigación desató todo el miedo de su codicia. «Enloqueció…, no lo conocía», eso fue lo que ella me dijo al tratar de explicarme su reacción. Según me contó Lea, la reacción de su marido había sido tan violenta que ni siquiera se atrevió a decirle quien le había dado aquella información. «Traté de protegerte», me confirmó. Lea me dijo que jamás habría imaginado que ni ella misma estaba a salvo de su codicia. «Atacarme a mí es suicidarse —me dijo—. Él lo sabía y a pesar de ello, mira, aquí me tienes». Está claro que mi jefe pensó que su mujer le pisaría el descubrimiento; que se lo vendería a cualquiera, y decidió eliminarla así, tanto a ella como a su fuente en cuanto averiguase la información que se supone que teníamos. La negativa de Lea a identificarme no sirvió para nada pues desde el primer momento él sospechó que yo era su fuente por la entrevista de trabajo que se suponía que ambas habíamos mantenido meses atrás. El encuentro entre ambos había tenido lugar en la sala de fiestas, otro negocio de mi jefe, según supe aquella madrugada. Lea supuso a posteriori que él quedó allí premeditadamente porque por teléfono ella tuvo que hacer referencia a su proyecto para convencerle de la urgencia de la cita. La sorpresa de Lea fue mayúscula cuando su marido ordenó a su propio guardaespaldas que la hiciera hablar por las buenas o por las malas. Le dijo al hombre de mirada dulce que si quería seguir trabajando para él ese era el momento de demostrar su lealtad. Después, cuando despertó en el asiento de atrás del vehículo en el que el guardaespaldas nos llevaba con órdenes de hacernos desaparecer, este le desveló a Lea que su marido le había encargado algunos trabajitos muy bien pagados en sus horas libres, y que como estaba contento con él le había prometido entrar de jefe de escolta de un político muy importante, pero que le haría sudar sangre para conseguir ese puesto demostrando su lealtad. La lealtad, por supuesto, empezaba por ocultarle a ella aquellos tejemanejes con su marido y, según le contó su guardaespaldas, no le dijo nada porque la propuesta de aquel cargo era un sueño para él. También le dijo que comprendería si no le creía pero que si la había torturado no era para conseguir ese puesto de jefe de escolta ni por miedo a que los otros dos escoltas le hubiesen matado a él de no torturarla. Si la había torturado él personalmente, le dijo, era porque sabía que esa era la única posibilidad que ella tenía de salir viva de aquella encerrona. Lea me aseguró que le creía y que así se lo había hecho saber antes de explicarle lo que debía hacer cuando saliese de la sala de autopsias de aquel instituto anatómico-forense al que, tras hacer un par de llamadas, ella misma le había indicado que nos llevase. Y es que había algo con lo que no contaba mi jefe, y ese algo era que Lea y el guardaespaldas habían pasado una noche de «lujuria sin freno», y que él era suficientemente incompetente en lo profesional como para desobedecer órdenes si estas contemplaban el asesinato de alguien de quien se había acabado enamorando. «Un grave error acostarse con un guardaespaldas», reconoció Lea. Aquel hecho confirmaba lo que yo había intuido en nuestras dos primeras citas: al guardaespaldas le incomodaba mi presencia; eso sí, no por tener que hacer horas extras; le incomodaba por celos. No le dije nada a Lea aunque dadas las circunstancias me resultó inevitable preguntarle por qué a mí no me había matado, a lo que ella me respondió que, indudablemente, porque la quería de verdad. Su respuesta me dejó pensativa pues implicaba que el sentimiento de Lea hacia mí era más fuerte de lo que yo había imaginado, o, al menos, así lo creía su guardaespaldas. Por un momento nos atrapó un silencio incómodo del que intenté escurrirme razonando que gracias a su error ahora estábamos vivas las dos. «Sí —admitió ella—, visto así no fue un error acostarme con él, claro está». Dicho esto, el silencio volvió a mí como una masa viscosa y oscura de culpabilidad. El guardaespaldas me había salvado a mí, y yo, que había tenido en mis manos salvarla a ella, o por lo menos eso había creído en su momento, solamente pensé en salvar mi participación en el proyecto; solamente pensé en el poder. Me sentía miserable, profundamente miserable. «También fue un error infravalorar a mi marido», pensó Lea en voz alta, ajena a mi silencio. Hasta el momento ella no me había comentado nada de su relación a nivel personal con él. Tampoco era necesario el don de la clarividencia para comprender que su matrimonio estaba más cerca de una sociedad mercantil que de una relación de pareja. De pronto, precedida por un golpe brusco, se abrieron las dos batientes metálicas de la puerta que había más allá de las mesas de autopsia y entró una camilla con un cuerpo oculto en una funda negra. Empujaba la camilla un hombre de unos sesenta años vestido con uniforme de sanitario del mismo tono de azul que los cobertores. Lea se incorporó y el hombre le sonrió con profundo cariño. Detrás, siguiendo a la primera, entró una segunda camilla con otro cuerpo enfundado como el primero. Quien empujaba aquella camilla era el guardaespaldas de Lea. «Todo solucionado», dijo muy serio este último situando su camilla al lado de la otra, junto a las puertas. Noté un penetrante olor a quemado. El hombre vestido de sanitario se apresuró en aproximarse a Lea quien se había puesto en pie envolviéndose el cobertor para cubrirse el cuerpo. Se dieron un abrazo prolongado, como solamente se dan quienes están unidos por fuertes vínculos emocionales. A continuación, él comprobó el estado de su rostro y le aseguró que no le quedarían cicatrices, dicho lo cual nos apremió para que le diésemos las pulseras de identificación. Mientras nos las quitábamos el hombre se puso unos guantes profilácticos que guardaba en el bolsillo derecho de su uniforme. Se las dimos y fue hacia las camillas con los cuerpos enfundados que acababan de traer. Lea le siguió mientras su guardaespaldas desenrollaba dos fundas negras como la de los cadáveres. Me envolví el cuerpo con el cobertor, como Lea, y la seguí hasta las camillas en donde el hombre vestido de sanitario acababa de abrir una de las fundas. Allí había un cadáver carbonizado irreconocible al que le puso una de las pulseras, la de Lea. Tras la operación cerró el cadáver en su funda y abrió la otra en donde había un segundo cadáver carbonizado. Mostrándome los restos del brazo de aquel cuerpo me pidió el sanitario que le confirmase si el reloj que llevaba era el mío. Asentí. Le puso mi pulsera. Comprendí.

Me dijeron que me había desmayado. Cuando me hicieron recuperar el conocimiento estaba dentro de una funda negra, sobre la camilla. Al principio me asusté e intenté salir de allí, pero enseguida intervino Lea tranquilizándome. Me dijo que ahora no había tiempo, que después me lo explicaría todo. De momento, el plan era sacarnos de allí encerradas en las fundas como si fuéramos dos cadáveres. Pero por nuestra propia seguridad los celadores que nos iban a sacar de allí hasta el vehículo en el que nos llevarían no sabían que estábamos vivas, así que debería tener mucho cuidado. Me dijeron que cuando estuviese a salvo volverían a abrir la funda. Yo estaba tan confundida que me limité a asentir. La sensación fue tremendamente desagradable durante el rato interminable que transcurrió desde que quedé encerrada en la oscuridad hasta que volvieron a escucharse voces; dos; las de los celadores, supuse. Entonces sentí que me movían en la camilla y la conversación de los celadores a punto estuvo de producirme un ataque de risa. Hablaban de un ligue de uno de ellos, no supe distinguir si del que debía llevarme a mí o del que llevaba a Lea. El hecho de transportar cadáveres como quien transporta cajas de verdura me sorprendió al principio, incluso me indignó. Pero era lógico, la fuerza de la costumbre permitía maridajes tan esperpénticos como el acarreamiento de cadáveres y las aromáticas comparaciones entre la vagina de su desafortunado ligue y la fauna marina más variada. El chico ni se privó de reconocer la airada reacción de ella quien, al sugerirle que se lavase, empezó a comparar el olor de su miembro viril con los excrementos de tal cantidad de animales de corral que el celador juró a su compañero que la muchacha debía ser granjera vistos los conocimientos en la materia. Puede parecer poco solemne, pero, créeme, de cosas como esas es de lo que se habla alrededor de tu cadáver cuando acabas de morir en un incendio dentro del laboratorio en el que has trabajado los últimos años de tu vida, junto a tu jefe, a su mujer y al vigilante de seguridad del turno de madrugada. Esa fue la versión oficial, la que salió en la prensa. La que se le dio a las familias. El laboratorio ardió, por supuesto. De todo ello yo me enteré en el apartamento en donde Lea y yo pasamos recluidas los siguientes tres días, mientras su guardaespaldas y otra gente de su máxima confianza nos preparaban una nueva vida.

Nuestros funerales se aceleraron para evitar que los familiares se planteasen dudas acerca de la identidad de los cadáveres calcinados que debieron identificar. Ver aquellos cuerpos carbonizados en los que se habían fundido ciertas prendas y pertenencias nuestras podía convencer en el estupor del dolor, pero sobre las extrañas circunstancias de nuestras muertes no se demorarían los interrogantes, y para entonces los cadáveres que nos representaban a Lea y a mí en el teatro de la muerte debían estar convenientemente reducidos a cenizas anónimas. Perdida como estaba en mitad de aquel caos de acontecimientos no dudé en agarrarme de la mano de Lea como una niña pequeña lo hace de su madre en la confusión de la multitud. Toda explicación me pareció creíble; acaté toda decisión sin rechistar; en todo asentí y callé salvo en una cosa: en la aceptación de mi propia muerte. Asimilé sin rechistar que necesitaba una nueva vida porque si Humo sospechaba lo más mínimo que seguíamos vivas torturaría hasta la muerte a nuestros seres queridos para lograr dar con nosotras. Acepté no preocuparme por mi futuro; Lea se ocuparía de todo. Pero mi propia muerte… Simplemente, no podía imaginármela, y por ello quise asistir a mi propio funeral, para ver mi ausencia reflejada en los ojos de mis seres queridos, pues no podía empezar una nueva vida sin enterrar la anterior. Lea lo comprendió, y aunque su rostro maldijo mi voluntad, no puso ningún impedimento. Eso sí, dijo que debíamos ser muy cautas para que nadie me reconociera. Su guardaespaldas se encargaría de todo. Él estudió el terreno a primera hora de la mañana para que a mediodía, hora prevista para mi funeral, yo estuviera en la puerta del templo crematorio en donde se iba a escenificar mi último adiós. Y allí estuve, sentada de paquete en una moto que el mismo guardaespaldas había pilotado hasta allí, fingiendo esperar sobre la acera, con el motor parado y el único disfraz de un casco con la visera de espejo. Un plan perfecto por su sencillez.

Llegamos un rato antes por expreso deseo mío y la única condición que se me impuso era que no debería entrar dentro del templo crematorio bajo ningún concepto. Junto a la escalera de entrada, un discreto cartel con mi nombre indicaba que la ceremonia tendría lugar en la sala A, la de mayor aforo según me informó el guardaespaldas. Nos encontrábamos en un barrio apartado del centro de la ciudad y allí el tráfico era tan escaso que prácticamente todos los vehículos que pasaban venían al aparcamiento del crematorio. Los primeros conocidos que vi llegar fueron un grupo de compañeros del trabajo. Venían caminando desde el aparcamiento, al otro lado de aquella entrada, y se detuvieron a menos de dos metros de nosotros. Rostros serios y silencio. No me relacionaba demasiado con ellos. Comprobaron la sala en donde se iba a celebrar mi funeral y entraron. Ni nos miraron. Amigos, familia lejana, vecinos, compañeros de trabajo y algún que otro desconocido siguieron el camino de los primeros. Idéntico silencio. Algunas lágrimas; todos cabizbajos y bien vestidos, como si le rindiesen pleitesía a la muerte. Cuando llegaron mis padres y mi hermano con su novia, las piernas me temblaron. De haber estado de pie me habría ido al suelo, seguro. Recuerdo el rostro descompuesto de mi madre, y el de mi padre, diez años más viejo que dos días antes. Mi hermano lloraba en silencio, posiblemente contagiado por los sollozos de su novia porque él no tenía el llanto fácil. Ella sí, y aunque no nos tragábamos era muy sentimental, tanto que hasta mi muerte parecía haberle afectado. Los cuatro desaparecieron entre el vaho que veló mi visera. Me di cuenta entonces de que estaba llorando. Subí la visera dejando una rendija para que circulase el aire. El vaho se difuminó pero ellos ya no estaban allí cuando recuperé la visibilidad. Durante los veinte minutos siguientes mi vida siguió paseando ante mí de camino a mi funeral. Amigos de la infancia, de la adolescencia, antiguos profesores, tenderos del barrio, los padres de mi novio adolescente, el que murió con quince años… Me emocionó especialmente verles a ellos. Nunca hubiese imaginado que mi funeral congregase a tanta gente. ¿Alguna vez te has imaginado tú el tuyo? En fin, treinta y cinco minutos más tarde la gente empezó a salir. Es curioso, casi todos tenían una actitud más relajada, como si se hubiesen quitado un peso de encima. Hablaban; quedaban para verse, especialmente aquellos que hacía mucho tiempo que no se veían; reían, sí, reían, se contaban la vida: los hijos, los trabajos, los desamores… La muerte, personificada en mi cadáver, había sido abolida de sus vidas con mi incineración, y hasta que, obstinada, volviese a encarnarse en otro conocido, sus existencias podrían demorarse en el caminito que separa el nacimiento de la muerte.

No tardaron en salir mis padres, liberados en cierto modo. Por fin podrían esconderse de las condolencias. Mi madre llevaba una bolsa en cuyo interior se adivinaba una urna. Mientras la veía alejarse con aquella bolsa decidí que tenía que hablar con ella y le pedí al guardaespaldas que me llevase a un parque cercano a la que hasta aquel día había sido mi casa de toda la vida. Él obedeció las órdenes que Lea le había dado: obedecerme a mí en todo lo que le pidiera, preciosa señal de confianza.

Mi madre era profundamente espiritual, y yo sabía que podía aliviar su dolor. El guardaespaldas se quedó en la calle y yo entré al parque ocultándome entre los árboles. Pasaron horas pero yo no desistí. Anochecía ya cuando por fin apareció ella, sola, tal y como esperaba. Caminó por el césped, como tantas veces debía haber caminado conmigo de la mano; se sentó en el banco en el que sabía que se sentaría, y miró hacia donde supe que miraría antes de romper a llorar mordiéndose las uñas. Allí, más allá de sus lágrimas no había otra cosa que el columpio en donde yo siempre me columpiaba cuando por las tardes ella nos llevaba a aquel parque a mi hermano y a mí después de salir del colegio. ¡Cuántas veces me habría columpiado allí mientras me contaba el cuento de la hada roja! Pensé que seguramente ella también se habría acordado de aquel cuento; y de mi insufrible insistencia cuando, antes de acabarlo, ya pedía que me lo repitiera. Como había supuesto, allí, a aquellas horas, no había nadie ya, así que dejé el casco entre los árboles y caminé hacia ella hasta que me vio. «¡Amor!», exclamó. Amor, dijo. Intenté dirigirle la palabra pero la emoción me enmudeció. Ella se levantó y dio unos pasos vacilantes hacia mí. Apenas nos separaban tres metros cuando me dijo: «sabía que te manifestarías». Sonreí con lágrimas en los ojos. Se detuvo a menos de un metro, temerosa de que yo me volatilizase si intentaba tocarme. La abracé. La abracé mucho rato en silencio sintiendo sus lágrimas en mi cuello hasta que dijo extrañada: «nunca hubiese pensado que un espíritu se pudiese tocar, hija mía». «Los espíritus podemos hacer lo que nos venga en gana, mamá», le contesté riendo y llorando a un tiempo. Tenía tantas cosas que contarle que se me atascaron en la puerta de la memoria y solamente atiné a decirle que no se preocupara, que yo estaba bien, que siempre estaría cerca de ellos, que les quería como a nadie en el mundo pero que ahora me tenía que marchar. «Lo comprendo, hija —me dijo ella secándose las lágrimas con el dorso de la mano, triste pero en paz—, anda ve, no vayas a llegar tarde». Y me fui camino de la eternidad. Ya detrás de los árboles, cuando recogía el casco, escuché el inconfundible chirrido del columpio, su particular voz metálica retando el paso de los años, y al momento asocié aquel oxidado lamento al punto final de mi primera vida.