+9

El tren llegó antes de hora y, con cierto alivio, Gabriel subió para acomodarse en su asiento, el único que quedaba libre en su vagón. Familias, jóvenes de turismo, estudiantes, y emigrantes acompañaron a Gabriel durante aquel largo trayecto interrumpido en multitud de ocasiones por las constantes paradas propias de un tren regional. Por precaución, Gabriel decidió observar los cambios de pasajeros de aquel tren nocturno.

A las ocho de la mañana, un brusco movimiento en su hombro le despertó. Se había dormido.

—Venga, que esto no es una pensión —le increpó con desprecio el revisor del tren.

El vagón estaba vacío. Al levantarse, Gabriel estuvo a punto de recriminar los malos modos al revisor, pero al fin se reprimió recordando los incidentes de la pasada noche. No quería más problemas, sólo desaparecer durante un tiempo. Si en tres o cuatro días nadie había ido a preguntar a sus padres por él, volvería a su casa. Ya en los servicios de la estación Gabriel relacionó la mala educación del revisor con su aspecto. Despeinado, con la ropa sucia de tierra, el cuello de su jersey desgarrado y la barba de dos días era lógico despertar cierta desconfianza en el prójimo. Se lavó la cara e intentó peinarse. Al no conseguir dominar el pelo, decidió mojarse la cabeza. El aspecto del pelo mejoró un poco, al menos mientras se mantuvo húmedo, pero no así el de la chaqueta, ni el del jersey que al mojarse fijaron el polvo de la tierra en sus respectivas superficies dejando unas manchas de suciedad que, por supuesto, empeoraron al tratarlas de frotar. Al fin, Gabriel decidió que sería mejor comprar ropa nueva con el dinero que le quedaba. La línea que marcan los prejuicios nos deja mucho más cerca de la marginalidad de lo que podemos pensar, y eso es algo que Gabriel experimentó al salir de la estación cuando quiso dirigirse a una chica que pasaba por la calle. Él iba a preguntarle por el centro comercial más próximo, pero ella, sin apenas dejarle abrir la boca, le contestó con gesto de asco que no llevaba nada para darle. Pasaba bastante gente a aquellas horas, pero, probablemente, influidos por el rechazo de aquella primera chica nadie quiso contagiarse de miseria deteniéndose a responder a Gabriel. No, no, no; llevo prisa; no tengo nada fueron los comentarios más frecuentes. Las palmas de la mano vueltas hacia él en clara indicación de que no se acercara más y los noes con la cabeza también abundaron. Con incrédula indignación Gabriel se rindió a la marginalidad, al menos temporalmente. Al cabo de una hora dio con un gran almacén en el centro de la ciudad. Lo prefirió a las muchas tiendas pequeñas que fue encontrando. Vista la experiencia, pensó que era más fácil pasar inadvertido en un centro comercial que en una tienda pequeña. Como aún tenía que esperar una hora para que el centro comercial abriera, decidió ir a desayunar a un bar. En el primero que encontró, el camarero le miró tan mal que se levantó de la mesa y se fue. En el segundo, directamente renunció a sentarse en una mesa. Tal vez en la barra se dignasen a atenderle. Así fue, aunque le reclamaron el importe de lo pedido antes de preparárselo.

—He tenido un pequeño accidente —se justificó Gabriel al camarero por su aspecto cuando le trajo la comanda.

—Sí, ya, un revolcón de la vida —le respondió el camarero con tono sarcástico sin tan siquiera mirarle a la cara.

Hijoputa —susurró Gabriel soltando presión de la rabia contenida que llevaba dentro.

El camarero se volvió detrás de la barra. Tendría unos cincuenta años y se le notaba curtido.

—¿Qué has dicho, mamón? —le amenazó sin levantar la voz.

Gabriel estaba a punto de llevarse el vaso de zumo de naranja a los labios y se le derramó por la barbilla al tratar de hablar.

—Nada —dijo para evitar problemas.

—Cerdo de los cojones. Acaba y lárgate —le apremió el camarero.

De no haber más clientes, seguro que me habría echado a patadas, pensó Gabriel.

Cuatro minutos más tarde Gabriel salía del bar con la chaqueta y el jersey con una nueva y visible mancha, ahora de zumo. La marginalidad arrinconó a Gabriel en un banco situado delante del centro comercial. Esperaría allí a que abriesen y entonces, ya con otro aspecto, regresaría a la sociedad.

En cuanto el centro comercial abrió Gabriel se encaminó a una de sus puertas. No había dado más de cinco pasos cuando un agente de seguridad le cerró el paso.

—Tú no puedes pasar —le dijo mostrándole la palma de la mano izquierda al tiempo que le reía un comentario a una chica que había en uno de los puestos de perfumería, a su izquierda, con la que, al parecer, estaba hablando al entrar Gabriel.

—¿Por qué? —preguntó Gabriel.

—Si quieres llamamos a la policía y te lo cuentan ellos —respondió el agente de seguridad molesto por tener que interrumpir su coqueteo con la chica de perfumería.

—Llevo dinero —mostró Gabriel tragándose la dignidad con tal de conseguir ropa nueva sin tener problemas.

—A ver eso —pidió el agente de seguridad. Gabriel le entregó el dinero, todo lo que le quedaba—. ¿A quién se lo habrás robado? —dijo el de seguridad guardándoselo en el bolsillo.

—Pero qué haces —gritó Gabriel—. ¡Devuélvemelo!

Gabriel se echó encima del agente de seguridad tratando de alcanzar el bolsillo en donde se había guardado el dinero. Ambos forcejearon hasta acabar rodando por el suelo. Gabriel escuchó gritos de mujer antes de acabar reducido por el agente de seguridad y un compañero suyo que apareció para ayudarle. En un par de minutos, ambos agentes y un responsable de seguridad del centro comercial llevaron a Gabriel, esposado, a una especie de despacho. Durante el trayecto, Gabriel trató de explicar lo sucedido. Nadie le contestó. Entre ellos sólo se intercambiaron un par de comentarios refiriéndose a lo pronto que empezaban hoy con la gentuza. El agente de seguridad que le había quitado el dinero desapareció del despacho en donde sólo se quedaron el responsable trajeado y el otro agente. Una simple mesa y dos sillas eran el único mobiliario de aquel despacho en donde a Gabriel se le informó que el centro comercial no le denunciaría, y que esperaban que no volviese a poner los pies en aquel lugar.

—¿Denuncia? Pero ¿y mi dinero? —se quejó Gabriel, incrédulo.

—¿Quieres que llamemos a la policía, te denunciamos por agresión a un empleado, y le explicas a ellos lo de tu dinero, a ver si te creen? —le amenazó el responsable de seguridad.

Por un momento Gabriel pensó en el historial al que la policía tendría acceso en cuanto comprobase sus datos. Asesino confeso de su propia mujer embarazada. Un montón de años en psiquiátricos. Sin duda este altercado le llevaría de nuevo a cualquier psiquiátrico en donde su máximo ejercicio de la libertad consistiría en oponer mayor o menor resistencia a la administración de fármacos. Vía oral o vía parenteral, eso es lo que podría elegir. Con aquel historial, recapacitó Gabriel, la marginalidad siempre estaría ahí, con las fauces abiertas.

—No, no hace falta que venga la policía —respondió Gabriel obedeciendo el dictado de su triste lucidez.

Tras dejarle en libertad, humillado, sucio y sin dinero, Gabriel optó por hacer lo que hubiese querido evitar: llamar a sus padres para que le remitiesen un giro postal. Total, se excusó, no creo que lo de esa Zoé sea tan serio; no irán a tener controladas las llamadas de mis padres, ni el destino de su dinero, ¿no? Venga, que estás sacando las cosas de quicio, se acusó. Al llamarles fingió tranquilidad; sólo se había quedado sin dinero, nada más. Habló con su madre, a quien, alarmada por la distancia a la que se había marchado para que le diera el aire, no le convenció la voz despreocupada de su hijo. Quedó en llamarle cuando girasen el dinero para informarle de dónde y cuándo lo podría recoger. A partir de ese momento, Gabriel fue cayendo por el embudo de los miserables.

Esquivando miradas y amenazas verbales terminó sentado en un banco del parque, frente a un enorme mendigo borracho que mantenía una conversación imposible con las palomas. Se reía Gabriel de la absurda escena cuando sonó el móvil. Era su madre. Tras confirmarle que mañana a las diez podría recoger el dinero y darle la dirección de la oficina de correos, la mujer, preocupada, insistió en saber si de verdad estaba bien, si no tenía problemas. A punto estuvo Gabriel de preguntarle si había escuchado algo de un asesinato en su calle en las noticias, pero terminó por morderse la lengua pensando que si le mencionaba algo de un asesinato su madre iría directamente a la policía a denunciar su desaparición. Después de colgar, Gabriel permaneció un buen rato sentado en aquel banco mirando el esperpéntico número del borracho y las palomas. El tipo apenas tendría cincuenta años, y se levantaba y sentaba constantemente dirigiéndose a las palomas como un candidato cualquiera a la presidencia de un gobierno cualquiera en un mitin electoral cualquiera, ora señalando con el dedo al cielo, ora a la concurrencia, ora con semblante iracundo, ora con risa sarcástica, sin dejar de farfullar frases vacías con solemne gesticulación. En uno de sus airados aspavientos, de repente el borracho gordo y alto se precipitó de lado cayendo de cabeza sobre el bordillo del parterre. Gabriel hizo ademán de levantarse para ayudar al borracho pero volvió a sentarse. El tipo permanecía inmóvil. Se dijo que estaría durmiendo la mona, pero desde su posición se le veía una importante herida en la sien. La sangre goteaba densa sobre el césped. Pasó en ese momento una joven pareja entre Gabriel y el borracho. Ambos señalaron el cuerpo tendido.

—¡Tiene sangre! —exclamó ella.

Su acompañante miró a Gabriel con gesto acusador, y ambos apretaron el paso. Las palomas seguían picoteando, estúpidas, acaso felices en su ignorancia. Ellas no tenían que decidir. Al fin, Gabriel decidió. No quería más problemas, y un mendigo borracho desmayado en el suelo era lo único que podría darle: problemas. Al levantarse del banco para marcharse, Gabriel vio aproximarse corriendo a dos personas, un hombre y una mujer. Dudó entonces. Estaban lejos, a unos cien metros, pero resultaba evidente que se dirigían hacia el borracho. En la dicotomía entre huir o ayudar, no hizo nada, y sendas miradas recriminadoras le golpearon cuando la mujer y el hombre llegaron para socorrer al borracho a quien, al parecer, conocían.

—¡Luis, coño, qué te ha pasado! —gritó el hombre al arrodillarse junto a él.

—Tanto mamar, joder —se lamentó ella.

Él tendría unos sesenta años, y ella poco más de treinta. Ambos llevaban sendas mochilas colgadas a la espalda. Vestían ropa limpia pero muy gastada. De no ser por el prejuicio de relacionarle con el mendigo borracho, Gabriel jamás les habría tachado de indigentes. Bien podrían pasar por turistas o por bohemios, o por turistas bohemios, reconoció Gabriel. Barbudo, gordo y calvo, él; delgada, con media melena cana recogida en una coleta, y atractiva a pesar de su aspecto descuidado, ella. Gabriel vio que entre ambos intentaban levantar al borracho, pero este era tan grande que a duras penas lograban incorporarlo. Media cara estaba manchada de sangre que también le empapaba la chaqueta sucia. Viendo el esfuerzo de aquella pareja, Gabriel se sintió obligado a ayudarles.

—Menos mal, un ser humano entre el cielo y la tierra —dijo el hombre—. Mira, vamos a llevarlo al centro de acogida, está a dos manzanas de aquí.

Entre los tres pudieron llevar a Luis, el borracho indigente, hasta el centro de acogida, no sin cierta dificultad. Sudoroso y jadeante, Gabriel se sentó en una silla a la entrada del centro, entre el hombre y la mujer a quienes acababa de ayudar. Dos colaboradores de aquellas instalaciones socio-sanitarias se llevaron a Luis en una silla de ruedas para atenderle en la enfermería.

—Gracias —dijo el hombre calvo y barbudo cuando recuperó el aliento—, si no nos ayudamos entre nosotros… Mi nombre es Francisco —dijo tendiéndole la mano.

Con la sensación de irrevocable aceptación de la marginalidad, Gabriel chocó sus cinco con Francisco.

—Ella es María —presentó Francisco a la mujer—. Luis, hasta hace seis meses, era empresario…

—Más de cien empleados —añadió María.

—Un socio le dejó en la estacada, se le llevó a los clientes —dijo Francisco.

—Luis era quien había avalado el negocio con todos sus bienes —dijo María.

—Que eran muchos, te lo aseguro —dijo Francisco—. Llegaron los bancos y se lo embargaron todo.

Hicieron una pausa.

—¿Y por eso ha acabado aquí? —se interesó Gabriel.

—No… —empezó a decir ella.

—Qué va —coincidió Francisco—. Llegó aquí porque la familia le dio de lado. Dice que su mujer le dejó tirado, que podría haber saldado sus deudas con el patrimonio de su familia, pero, claro, prefirió divorciarse.

—Y su hija se marchó con la madre —añadió María—, pedazo de puta.

—La chica estaba acabando su carrera en una universidad privada extranjera, y ya se sabe, no quiso renunciar a la élite acabando sus estudios en la universidad pública.

—Bueno, y tú qué —le dijo Francisco a Gabriel—, parece que te ha atropellado un tren. Dentro de media hora dan de comer.

—No, no, yo no… —dijo Gabriel levantándose para marcharse.

—No cocinan bien, pero es comida caliente. Comida, una ducha, ropa limpia y cama, eso lo tienes aquí —dijo Francisco.

—No, yo ya me voy —informó Gabriel.

—Sí, te entiendo, a mí también me costó aceptar mi situación. ¡Tenemos tanto ego que preferimos morirnos antes de aceptar ayuda! —comentó Francisco rascándose la calva.

—Te lo dice un filósofo —añadió María.

—¿Filósofo? —inquirió Gabriel.

—Licenciado en Filosofía y Letras, es eso, ¿no? —aclaró María dirigiéndose a Francisco.

Francisco asintió con la vista perdida en el suelo.

—Etiquetas —dijo.

La formación de Francisco, su etiqueta, proporcionó a Gabriel todos los argumentos que sus palabras no habían conseguido.

—Está bien, puede que necesite ropa y lavarme un poco… y algo de comer —reconoció Gabriel pensando en que aquel no parecía un mal sitio para ocultarse del mundo hasta mañana a las diez.

—Joder, vaya si necesitas lavarte —se rio María.

Antes de una hora, los tres estaban sentados en uno de los extremos de una única mesa alargada, junto con dos mujeres y un hombre que hablaban entre ellos. Dos de los responsables del centro también comían con ellos en el otro extremo de la mesa. Duchado y vestido con ropa limpia, Gabriel se sentía como nuevo. Al empezar a comer, casi por educación, Gabriel le preguntó a Francisco por su formación filosófica.

—Eso incumbe mi pasado, adonde no quiero regresar —le contestó con una sonrisa forzada.

—Es un capullo —comentó María—, se piensa que no hablando duele menos.

—Habla tú —invitó Francisco—. A ti te encanta. Es tu bálsamo.

—Sí, y no me avergüenzo. Ya lo hice durante muchos años. Mi padre me estuvo violando desde los nueve hasta los catorce años, cuando me marché de casa. Mi madre lo sabía pero miraba hacia otro lado. Y no vivíamos mal, qué va. Mi padre era un alto cargo político. Teníamos una asistenta todo el día —María hizo una pausa. Tenía la vista perdida en la sopa de fideos. Buscaba en el pasado—. Me cogieron por la tarde. Dije por lo que me había fugado. Sólo me creyó la asistenta social. Pero mi padre tenía muchas influencias. Al día siguiente, por la mañana, otra asistenta social volvió a entrevistarme en casa. Me enviaron a un internado carísimo. Y allí me empecé a tirar a todos mis compañeros, y a algún profesor. Me metí todas las drogas que entraban al internado. Me expulsaron por mi comportamiento. Me peleaba con todas mis compañeras. Me internaron en otro, y en otro, y en otro. Mi madre dejó de visitarme. A los quince me quedé preñada. Me obligaron a abortar. Lo hicieron tan mal como pudieron. Me dejaron estéril, por suerte —sonrió con tristeza al decir por suerte. Se metió un par de cucharadas en la boca y prosiguió hablando con la boca llena—. Y así seguí hasta los dieciocho, cuando en el centro en el que entonces estaba me puso de patitas en la calle. Mis padres se desentendían de mí. La misma mañana que me echaron del centro, con mi maleta en la mano y vestida con el uniforme de colegiala me fui a un parque, y allí, sentada en la hierba, mientras pensaba qué iba a hacer, un tipo se me acercó. Me llamó Lolita y me dijo que por cuánto se la chupaba. No estaba mal. Tendría unos treinta años, pero no estaba mal. Dije una cantidad exagerada, en broma, y el tipo me dijo que esperase, que iba al banco. ¡Hijo de puta! —exclamó tomando el plato para sorber el caldo que le quedaba—… estaba forrado. Volvió y se la chupé allí mismo, en una especie de laberinto de cipreses que había en el parque. Le dejé un recuerdo en la polla —dijo riendo mientras empezaba con la carne—. Al verse el corte que le había hecho con los dientes, el muy degenerado se excitó y me pidió verme la semana siguiente. Le dije una cantidad de dinero mucho mayor que lo que me había dado. Ni me contestó. Se limitó a escribirme en un papel el nombre de un hotel, su dirección, una fecha, una hora y un nombre que a todas luces se acababa de inventar: señor Macho. Durante un par de meses me convertí en la mantenida del señor Macho, eso sí, siempre vestida con mi uniforme de colegiala. Una especie de teatro. Ni una pregunta personal. Me dejó vivir en un apartamento que tenía para alquilar. El tipo me atraía tanto como me asqueaba. Un día decidí seguirle en un taxi hasta su casa. Tenía un caserón en las afueras de la ciudad. Desde el taxi vi cómo una niña que no tendría ni siete años corría a echarse a los brazos del señor Macho en el jardín de su casa. Me dieron ganas de vomitar. Ese mismo día me largué. Me fui a correr mundo y no paré hasta que conocí a Francisco…, ¿cuánto hace? —se preguntó—. Tres años ya, ¿no? —se dirigió a su acompañante.

—Sí —respondió Francisco.

—Pues ya ves. Mi padre abusaba de mí, sí, y mi madre lo consentía, y no me avergüenzo de decirlo. A muchos no deberían dejarles tener hijos. Me hace gracia, tantos requisitos para adoptar a un niño, y a los padres biológicos nadie les evalúa su capacidad. Tendrían que dar un carné de paternidad. Y de maternidad, claro. ¿Detectarán en esos test de idoneidad para los padres que quieren adoptar, si el padre es un pederasta? Si lo hicieran, deberían hacérselo a todo hombre que quiera ser padre.

—Por lo menos hacer un cursillo de lo que es un hijo antes de tenerlo, ¿no? —sugirió Francisco—. Una semana con uno de esos bebés robot que simula las necesidades de un recién nacido.

El tema de la paternidad ensimismó tanto a Gabriel que Francisco tuvo que dirigirse a él para cambiar de tema.

—Y tú, Gabriel, ¿puedes hablar de tu pasado? —preguntó rascándose la calva.

—No.

—Ves María, como no soy tan raro.

Al acabar de comer los tres se dirigieron al dormitorio para echar una siesta. El dormitorio consistía en una única sala rectangular con medio centenar de camas, cinco filas de diez camas cada una, y a aquellas horas estaba en penumbra para poder descansar. Gabriel se echó en una cama junto a la de María. Al otro lado de María se tumbó Francisco. Al poco rato María despertó a Gabriel. Sonreía divertida y tenía la respiración agitada de la excitación.

—Toma —le susurró a Gabriel entregándole un viejo diario—. Léetelo y sabrás quién es Francisco. Él no se despertará hasta dentro de media hora. Lo lleva siempre en la mochila. Vete a leerlo a otro sitio —advirtió saltando a su cama.